La teoría del inspector Alameda con respecto a la niña era sólida. Ahora bien: ¿por qué Casio Fernández no había explicado con claridad suficiente lo que siguió a la muerte de su yerno? Según se desprendía de su relato, subió a su hija al dormitorio, recogió a la nieta y las acostó en la cama de matrimonio, juntas. Pero en ningún momento especificó que la niña hubiera contemplado la escena del crimen. La hija pudo llegarse al cobertizo, descubrir el horror, echarse sobre su marido y, después, refugiarse en los brazos de su padre, o bien arrancarle él del cuerpo del marido muerto, y emprender la vuelta a la planta alta, pero ¿y la niña? Lo más razonable era pensar que la niña descendió por la escalera y Casio debió de encontrársela allí cuando retiraba a su hija del sangriento escenario. Y estaba claro que todos, interrogadores e interrogados, habían dejado en blanco esta parte del suceso. Una extraña omisión.

—Eso es increíble —dijo Alameda—. La niña bajó detrás de la madre.

—Ya. Y ¿por qué baja la madre? No creo que Casio armara un gran escándalo al cometer el crimen; todo lo contrario: debió de ser más bien silencioso; en todo caso, inaudible desde la planta alta —dijo Mariana.

—Buena pregunta —reconoció Alameda. Encendió un cigarrillo con la colilla del anterior y se quedó mirando alrededor en busca de un recipiente donde depositarla.

—Se va usted a matar fumando de esa manera —le reprochó Mariana mientras tomaba de mala gana un cenicero del cajón de la mesa y lo colocaba al alcance del inspector.

—Vaya, veo que tiene usted corazón —comentó el inspector con algo de zumba. Alameda tenía una sonrisa torcida que desconcertaba a sus interlocutores más por lo que encubría que por lo que mostraba. Él lo sabía y la empleaba a conciencia, sabedor de la ventaja que le daba. Mariana, que no se dejaba intimidar fácilmente, le mantuvo la mirada hasta que la sonrisa se relajó.

—No voy a enfrentarme a usted por un poco de humo aunque en este despacho no se fume. Lo que sí le advierto es que sólo estoy dispuesta a pelear por asuntos de relevancia y tenga por seguro que, en tal caso y si se coloca enfrente de mí, saldrá usted bastante malparado.

—Tomo nota —respondió el inspector con tranquilidad.

—Entonces volvamos a donde estábamos.

—¿Por qué bajan las dos mujeres?

—La madre y la hija.

—Hecho: la madre y la hija —el inspector se tomó unos segundos antes de responder—. Yo creo que sólo hay una explicación, en el supuesto de que haya sido cierto que ambas bajaron a la planta baja —precisó—: que estaban despiertas y atentas.

—Cuesta aceptarlo, pero sería la única explicación. ¿Significa eso que la hija está arriba esperando a que el padre cometa el crimen? Eso es complicidad.

—También podemos ampararnos en la casualidad —contraatacó el inspector—. Propuesta: la hija se despierta inquieta y al notar la ausencia de su marido a su lado decide asomarse abajo por si continúan charlando los dos hombres. Quizá hubo antes algún conato de discusión entre ellos. Sea lo que sea, se asoma y ve el panorama.

—Ve el salón vacío —le corrigió Mariana.

—Hecho: ve el salón vacío, avanza hacia la puerta trasera abierta y se encuentra con el espectáculo. Tiene sentido.

—¿Y la niña?

—La verdad es que algo raro hay esa noche, quizá mucha tensión. Eso se percibe y no digamos ya un niño, que es como una esponja. La niña podría tener un sueño ligero y alerta y el movimiento de la madre la turba y la despierta. Sigue a su madre… y etcétera, etcétera.

—Le concedo que es una explicación plausible. Lo cual no resuelve la pregunta inicial: ¿por qué Covadonga ni menciona a la niña y Casio sólo se refiere a ella para decir que la dejó junto con su madre en el dormitorio?

—Esa preocupación, si me permite usted decirlo de una manera grosera, responde a lo que se conoce como «cogérsela con papel de fumar».

—Vaya, hombre.

—Pues sí, son detalles insignificantes; o sea, que tienen una explicación propia de las circunstancias y ninguna intencionalidad, ¿me explico?

—Pasa usted de la ordinariez a la refitolería con notable facilidad.

—Así ha sido siempre mi vida —suspiró el inspector—. No acabo de cuajar.

Mariana sonrió antes de responder.

—A veces los detalles, inspector, los pequeños detalles, modifican una escena entera. A veces hay que mirar un caso desde un punto de vista literario.

—No digo yo que no, si uno tiene tiempo para fijarse en esas cosas…

—Usted no cree en lo que acaba de decir. Está picado conmigo y prefiere contestar así antes que aceptar que tengo razón. Usted mismo atiende a los detalles. ¿Quiere que le recuerde algunos de sus comentarios a este caso?

—No, mejor no. No merece la pena.

—En efecto, no la merece. Bien: pues quedamos en que yo me pregunto por esas insignificancias y usted, que no hace lo mismo, pero que ha tomado nota de ellas, vuelve a tener una conversación con el detenido. A su aire, como le parezca. A ver si consigue ajustar un poco más la secuencia de acontecimientos de esa noche. ¿Le parece bien?

—Eso está hecho —el inspector apagó el cigarrillo en el cenicero y lo cogió al levantarse—. Voy a vaciarlo y lavarlo, por el olor a ceniza —explicó mientras salía por la puerta. Mariana se limitó a hacer un gesto de resignación con la cabeza.