El lunes Mariana llegó al Juzgado con un ánimo excelente. Esta vez el día apareció entoldado y metido en lloviznas que se sucedían destempladamente. Por la mañana no se decidió a salir a correr y, en cambio, se entretuvo en preparar un desayuno fuerte: huevo frito con bacon, doble zumo, café y tostadas con aceite. Plenamente reconfortada, tomó su paraguas y su impermeable y se marchó andando al Juzgado.

Hasta media mañana estuvo despachando asuntos pendientes. A esa hora el secretario le anunció la presencia de Ana Piles.

Mariana sonrió al verla entrar porque respondía exactamente a la imagen que se había formado de ella: estatura media, pelo corto, ausencia de maquillaje, cazadora de piel gastada y vaqueros abiertos en las rodillas, pañuelo de gasa anudado al cuello, zapatillas deportivas, mochila a la espalda… Sólo sus manos finas de uñas cuidadas desentonaban. Apenas pensó que desentonaban, se riñó a sí misma: «Te vas a convertir en una señora bienpensante si sigues por este camino». La idea la horrorizó y le hizo preguntarse qué estaría pensando Ana Piles de ella, con su traje de chaqueta y su aspecto de juez comme il faut al otro lado de la mesa.

Pero a Ana pareció no importarle su aspecto ni impresionarle su cargo. Mariana simpatizó de inmediato con ella al comprobar que estaba deseando entablar relación. Ana era una mujer de no más de treinta años que, por su modo de hablar y su actitud, dejó entrever en seguida que era una persona curtida en la vida, abierta y nada tonta. La verdad es que, por lo que hasta ahora había conocido de ella, parecía un apéndice circunstancial de la familia Piles. No mostraba especial predilección por ninguno de ellos, pero de sentir alguna lo sería con toda seguridad por su padre. Tenía una sonrisa espontánea que era lo más valioso e interesante de un rostro vulgar aunque expresivo. También los ojos llamaban la atención por lo vivaces. Hablaba con propiedad, en eso no mostraba vulgaridad alguna, y se advertía en ella, en su actitud y en su conversación, que ese habla era algo adquirido, algo que le pertenecía por derecho de conquista. Abría mucho las manos al hablar, las abría hacia los lados, como si estuviera diciendo: no tengo nada que esconder. ¿Sería cierto o una forma de presentarse y ocultarse a la vez? Pero a todas luces su modo de ser y de estar y de expresarse apuntaba a que su historia no debió de ser un camino de rosas y que escondía muchos sucesos personales a los que ni la bravura ni el desencanto eran ajenos. Mariana lo captó en seguida y no pudo evitar una corriente de respetuosa curiosidad y una decidida empatía hacia su persona, aunque atemperada por la distancia a la que colocaba sus reacciones emocionales en el ejercicio de sus funciones.

En cuanto empezó a hablar, Mariana percibió el rencor. No es que saltara a la vista, porque ella se expresaba con serenidad y en tono llano, sino que irradiaba como el halo de los santos. Curiosamente, observó, era un efecto luminoso, no sonoro, que es el que se correspondería mejor con la emisión del sentimiento. No lo veía, pero lo percibía así: como una vibración lumínica. Ana Piles no detestaba a su familia; al contrario, la deseaba, y era el incumplimiento de ellos con el deseo de la hija el que provocaba el rencor. Mariana pensó en su padre que anteponía la exigencia al cariño y en su madre, que actuó siempre a la inversa, pero a las órdenes del padre. En el caso de los Piles la dura era la madre y el más débil, el padre. O quizá, más que dureza, lo que había en Ana María Piles era esa admiración atávica por el macho que, al incumplirse o no cumplirse del todo con el padre, Joaquín, había desplazado al hijo, Cristóbal. La dedicación a éste y el natural déficit de educación con el que encubriría las debilidades del hijo debieron de volverse necesariamente en contra de Ana, la sometida y, con seguridad, la que poseía verdadero carácter luchador. El resultado estaba a la vista: una mujer de treinta años con severo déficit de afecto, alejada del hogar como protesta, obligada a valerse sola, desilusionada aunque comprensiva con su padre por no haberla compensado del desvío de la madre y, a pesar de todo, aguardando ese reconocimiento que nunca llegaba: en su madre, por soberbia; en su padre, por indecisión.

La primera preocupación de Ana Piles, antes que su hermano muerto o sus desolados padres, fue la niña, Cecilia. Su instinto la llevó hacia ella de inmediato.

—Como Covadonga está postrada, le vendrá muy bien a la niña encontrarse con usted. Yo creo que esa niña está muy abandonada —comentó Mariana.

—No. A esa niña la quieren —respondió Ana—, su madre se ocupa de ella; pero Cova no está postrada —añadió—; simplemente, no quiere ver a nadie.

—¿Ah, no? —preguntó Mariana—. ¿Qué quiere decir con eso de que no está postrada?

—Que no está hundida, aunque tome tranquilizantes y cosas así; lo que parece es que quiere aislarse del mundo.

—Un rechazo de la realidad.

—Pues a lo mejor. No tendría por qué ser así; al fin y al cabo se ha librado de su amo.

—¿Perdón?… —intervino Mariana mostrando su extrañeza y muy alerta.

—Mire, dejémonos de jugar al escondite. Mi hermano era un macho dominante clásico producto de la complacencia de mi madre, o sea que ni siquiera tenía suficiente carácter por sí mismo. Mi hermano se casó con esta infeliz porque era una pasmada y eso es lo que necesitaba él, un alguien a quien tener sometido para poder desahogarse cuando le conviniera. Mi hermano era un niño malcriado y cobarde… —el rencor iba subiendo de tono, la mujer se descargaba y a Mariana le perturbó el dolor que escapaba por su boca.

—Espere, por favor —la interrumpió—. Veo que todo esto le afecta mucho y no quiero que se altere. Yo no tengo prisa, podemos hablar con tiempo, con tranquilidad.

—Lo siento —dijo Ana—. Ha sido un exabrupto. Y, además, injusto. Lo siento de veras.

—No pasa nada. Si ésa era la relación del matrimonio, entiendo su… —Mariana meditó la palabra adecuada—… su indignación. De hecho, poseo información que avala sus comentarios. Mire, si le parece, voy a dirigir yo esta conversación, así que, de momento, aparquemos a su hermano y vamos con su cuñada y con la niña.

Ana Piles asintió. No lamentaba nada de lo que había dicho hasta ahora, lo que lamentaba era el tono empleado, la exaltación rencorosa que le delataba, pensó Mariana antes de proseguir.

—Me interesa mucho —empezó por decir— su afirmación de que Covadonga no está deprimida sino sólo… aislada en sí misma. ¿Es correcto?

—Está desconectada, pero yo no lo entiendo. Tiene una hija; una niña que ha sufrido un trauma tremendo y a la que no hace ningún caso. La tiene con esa criada que es un cardo borriquero y allá se las componga. Eso me saca de quicio. Yo he tratado de hacerla reaccionar, pero nada, no hay manera. Está en lo suyo y que la dejen en paz. Todo el día medicándose, la tía petarda —Mariana hizo un gesto de desagrado que la otra no captó.

—Quizá sea la medicación lo que la tiene en ese estado de dejación —aventuró.

—No, qué va. Siempre ha sido una hipocondríaca, lo de medicarse, o sea, lo de automedicarse, es de toda la vida. Esa chica se esconde de sí misma, ¿me entiende? Y en lugar de plantar cara a la situación, se escapa como puede. Es lo mismo que hizo con su marido. Lo que pasa es que ése es su asunto, si no sabe salir de ahí, merecido se lo tiene, qué leches. La verdadera desamparada es la niña: ¿qué culpa ha de tener de pertenecer a semejantes padres?

Mariana observó con mayor curiosidad a Ana. La brusquedad de su expresión, que debía de resultar desagradable a cualquiera que la oyese, a ella le parecía sólo chocante. Veía en Ana una especie de sinceridad desgarrada, propia de alguien que arrastra problemas relacionados con la falta de afecto, pero que no se resigna a soportarlos. Pensó en ella como en un alma perdida que no perdona un desplante y le hizo gracia reconocer la fragilidad que, sin embargo, ocultaba.

—Perdona si te hago una pregunta un poco dura —dijo Mariana pasando al tuteo—. Por una serie de informaciones cruzadas tiendo a pensar que tu hermano era un maltratador.

—¿Quieres decir que le pegaba? —Mariana enarcó sin intención, más bien con sorpresa, las cejas ante el tuteo. Ana lo captó al vuelo—. Perdón, he querido decir a usted.

—No, tranquila, puedes tutearme si quieres. No podrías hacerlo en un interrogatorio oficial o en un juicio, pero aquí y ahora sí; ésta es una conversación privada.

—Ah, vale —contestó Ana.

—En cuanto a mi pregunta…

—Que si es un maltratador, ¿no? Pues no sé qué decirte, a mí no me consta, pero yo no pondría la mano en el fuego por él.

Mariana se mantuvo en silencio.

—Que yo no sé nada, en serio —dijo al cabo de un incómodo minuto.

Mariana cruzó las manos sobre la mesa y miró a un lado y a otro, como si buscara vagamente algo con la vista.

—De acuerdo —dijo al fin Ana retrepándose en la silla—. Sí, era un maltratador. No sé si le pegaba además, pero le hacía la vida imposible.

—¿Cómo? —indagó Mariana.

—Despreciándola. No te puedes imaginar el desprecio con que la humillaba y la martirizaba. Todo en plan: «Haz esto»; y luego: «¿Por qué has hecho esto? ¡Haz lo otro!». Y luego: «¿Por qué has hecho lo otro?». La pobre era como una peonza: nunca sabía dónde estaba, no tenía sitio, no tenía ni un gramo de seguridad. Era penoso… —murmuró—. Penoso…

—¿Nadie le decía nada?

—¿Quién? —saltó Ana—. ¿Quién se lo iba a decir? Mi madre, ni hablar, es su niño adorado. Mi padre es posible que le comentara algo, pero el frente madre-hijo es demasiado para él; si ya antes, cuando lo educaban, bueno, cuando nos educaban —Mariana percibió el matiz sarcástico— no intervino decisivamente, tú me dirás ahora que el niño estaba ya fuera de casa. Para que te hagas una idea, cuando iba a comer a casa de mis padres, iba solo. También llevaba a la niña con la abuela, todo puro unte, claro, pero a Cova prácticamente nunca. Podrían haberse olido que pasaba algo raro, ¿no?

Había dicho «con la abuela», no «con los abuelos». Ana era una persona, concluyó Mariana, que iba dejando mucha información sugerida. El frente madre-hijo era evidente y firme en aquella familia, pero la chica, indudablemente, culpaba a su padre de debilidad. Sin embargo, ese frente materno-filial era el blanco preferido de su rencor y sus referencias a él, claras o veladas, directas o arrastradas, iluminaban el retorcerse de un alma dolorida con la misma fugacidad y transparencia con que un pez muestra su reflejo plateado al hacer un rizo cerca de la superficie del agua.

—Mira, no me apetece hablar sobre mi hermano. Al fin y al cabo ya está muerto y nada se puede hacer por él. Los vivos son Cova y la niña. Cova ya es mayor para vivir como le parezca, aunque tiene tan poca práctica en tomar decisiones que no sé yo… De todos modos ¿por qué no nos preguntamos qué clase de educación le dio su padre? Lo suyo no es una maldición sino una inutilidad, una inutilidad real, por mucha pena que dé. La que de verdad tiene una vida por delante es la niña; y a esa niña no la han querido nada. Nada —repitió sordamente.

Era evidente que respiraba por la herida, pero Mariana prestó menos atención a este hecho que a una afirmación anterior de Ana. En efecto: ¿qué educación le había dado su padre a Covadonga? Tendría que comprobarlo desde que se quedó huérfana de madre. La figura de Casio Fernández Valle no era la de un padre dedicado a su hija, eso saltaba a la vista en sus maneras, en su comportamiento, en su misma presencia. Cariñoso, probablemente; dedicado, no. Sin embargo, la decisión de Casio de convertirse en un asesino revelaba un amor tan intenso como para aceptar el hundimiento de los últimos años de su vida. ¿Qué clase de vida habían llevado ambos hasta que Covadonga abandonó la casa paterna para unirse a Cristóbal Piles? ¿Y por qué a Cristóbal precisamente? Lo suyo hubiera sido, teniendo una única dependencia de su padre, de Casio, que hubiera buscado una figura que de algún modo se pareciera a él. O al menos eso proponían siempre los manuales y la costumbre. Y algo aún más extraño: nadie parecía abogar por la existencia de una fuerte relación amorosa entre Cova y Cecilia; más bien al contrario: la fijación de la niña parecía ser con el padre, no con la madre. Pero existía el amor. En realidad, la madre era el centro de su vida infantil. Abúlica o depresiva, la niña estaba en el centro de su atención.

—Usted… Tú… —se corrigió Mariana— eres periodista. No sé bien de qué te ocupas…

—Local.

—Bien. Has tenido que ver muchas cosas, estás acostumbrada a indagar en cualquier suceso o acontecimiento para organizar una información… En fin, sabes ver y ordenar una historia. Y también te has buscado la vida, en una ciudad distinta además… Tú tienes que tener una idea sobre el origen de todo esto y también sobre la muerte de tu hermano a manos del padre de Cova, asunto bastante duro y poco normal. Dime: ¿cómo crees que se ha llegado a eso?

—Jo, vaya pregunta. Ése es tu trabajo, ¿no? Eh, no te lo tomes a mal —dijo en seguida al ver el gesto de fastidio de Mariana—. Es que es mucho preguntar. Yo lo único que te puedo decir es que no veo para nada a Casio matando a mi hermano. No te digo que no llegaran a las manos, aunque él es más viejo y Cristóbal le hubiera sacudido, pero, oye, acuchillarlo a sangre fría…

—No lo acuchilló, le cortó prácticamente el cuello con un hacha.

—Joder, qué horror.

—¿Sabes por qué lo mató?

—Ni idea. Es que no lo entiendo.

—Lo mató según propia confesión para evitar que siguiera maltratando a su hija. Se ve al final de sus días y decide cumplir con lo que cree que es una buena obra antes de irse de este mundo.

—Estás de broma.

—No. ¿No has pensado por qué está en la cárcel desde entonces?

—¿Que lo mató…? —el asombro le impidió terminar la frase.

Mariana la contempló presa de repentina perplejidad. Era natural que no supiese la causa de la muerte, aunque ya debía de haberse filtrado algo por los corrillos de la ciudad. Pero el sincero estupor de Ana Piles ante la razón de la muerte de su hermano le intrigó extraordinariamente.