Dos de la madrugada. Un automóvil BMW de color oscuro avanza despacio por una calle medianamente iluminada. Apenas rebasa un hueco junto a la acera, se detiene, maniobra y aparca en él. Las luces de freno, marcha atrás y freno de nuevo relucen como señales en la oscuridad y prenden en los charcos, dejados en el asfalto por una lluvia reciente, como reflejos acharolados y fugaces que en seguida desaparecen comidos por la oscuridad. Sólo quedan los focos amarillentos de las luces de la calle rasgando el velo de la noche. Un hombre y una mujer salen del automóvil; ella aguarda en la acera a que él lo cierre, lo rodee y acuda junto a ella. Cuando se emparejan le recibe con un ademán íntimo de acompañamiento; el hombre forcejea unos instantes con la puerta del portal. Después se aparta y le cede el paso a ella. La pesada puerta de madera se cierra tras ellos.

En la esquina hay un coche detenido, cuya presencia no han advertido los que acaban de entrar en el edificio. Juanín, sentado al volante, enciende un cigarrillo. La repentina luz de la llama ilumina por un momento el gesto de incredulidad de su rostro en claroscuro. Respira hondo, exhala el humo y de nuevo se queda mirando el portal por el que ha entrado la pareja. Luego se yergue con desgana, se ajusta el cinturón de seguridad y gira la llave de contacto del motor; las luces de cruce atraviesan los bajos de los automóviles estacionados delante del suyo y un gato sale de entre ellos, cruza apresuradamente el asfalto húmedo pisando con levedad y celeridad los reflejos luminosos en el suelo y desaparece en la oscuridad. El coche se despega de la fila tras la que se ocultaba, extiende su luz por la calzada, que se funde con la de las farolas al rasgar las sombras, y empieza a rodar lentamente. Al pasar ante el portal, Juanín levanta los ojos, se fija en las dos ventanas que se acaban de iluminar a lo alto y, sin detenerse, desaparece por el otro extremo de la calle.