El inspector Alameda esperaba a la puerta del despacho de la Juez y allí lo encontró ella, con las manos en los bolsillos de su inevitable abrigo, tocado con la gorra que tanto se resistía a quitarse y fumando un cigarrillo. Sin embargo, en cuanto la vio se destocó y en su cara ratonil se dibujó una sonrisa maliciosa. «Algo ha descubierto éste», se dijo Mariana mientras se desprendía de su abrigo y le hacía pasar adentro.
—Tenemos las huellas en el mango de la hacheta —anunció—. Huellas de Covadonga y de su padre. Las del padre están sobreimpresas a las de ella.
—Era de esperar. De todos modos nos basta con certificar las del padre, porque tiene que haber huellas de todos los de la casa en esa hacha.
—No. Sólo aparecen las de la hija y las del padre.
—Vaya. Qué curioso. Se ve que no la usaban mucho. O que la limpiaban a menudo.
—No creo —el inspector Alameda apagó cuidadosamente su cigarrillo en el alféizar de la ventana y echó la colilla a la calle—. Es raro que la gente se dedique a limpiar el mango de una hacheta. Afilarla, sí, pero limpiar el mango…
—Inspector, yo le dejo fumar en mi despacho porque a estas alturas encuentro inútil reprenderle, pero eso de tirar la colilla a la calle me parece horroroso —dijo Mariana con reproche. El inspector se encogió de hombros.
—Me pilla usted muy mayor, qué quiere que le diga.
Mariana movió la cabeza con gesto de resignación. El inspector le resumió la situación de la investigación en cuatro palabras. Repasaron el informe forense, que indicaba que el primer golpe con el arma homicida fue mortal. Los siguientes fueron o bien de ensañamiento o bien, simplemente, el asesino trató de asegurar la muerte de la víctima. Mariana, pensando en la imagen de Casio Fernández, se inclinaba por lo segundo; al fin y al cabo, si su intención era librar a su hija de la amenaza de su marido y para ello se jugaba nada menos que la condena pública por el resto de sus días, lo menos que podía hacer era asegurarse de lograr su objetivo. El inspector siguió este razonamiento con una sonrisa sardónica.
—Un hombre muy eficiente —comentó.
Mariana resumió: Casio Fernández Valle, pretextando haber dicho todo lo que tenía que decir, se mantenía en silencio. A Covadonga, convertida en un alma en pena, no había modo de extraerle información sobre la noche de autos, que parecía querer envolver en una niebla de olvido. La niña seguía aislada en su mudez. Lo único que les quedaba por establecer era la cuestión de las transferencias de sangre a las ropas. Analizada la sangre resultó ser, como se esperaba, de la víctima. Parecía establecido que Covadonga acudió al cobertizo y se abrazó al cadáver y que Casio, al sacarla de allí, se impregnó también. Pero ¿y la niña? ¿En qué momento y por causa de quién pasa la sangre a su camisón? Ni Casio con su negativa a hablar más, ni Covadonga, medio postrada —¿tomaría alguna clase de droga?—, explicaban con claridad la presencia de la niña. ¿O acaso escapó ésta mientras Casio subía a Covadonga a su dormitorio y se encontró con el cadáver de su padre? Evidentemente, eso bastaba para justificar un shock que la hubiese reducido a la mudez o, más en concreto, al encierro en sí misma, encierro del que sólo se libraban sus expresivos ojos grises y su manita saludando tímida por entre los barrotes de la barandilla de la escalera.
—No puedo cerrar la instrucción sin situar a la niña —aseguró Mariana. El inspector asintió con gesto meditativo.
—El rastro de sangre —empezó a decir el inspector— determina los pasos de los dos adultos, pero no evidencia a la niña. Si ésta hubiera escapado y llegado al cobertizo es muy posible que, como los otros dos, se hubiera manchado las zapatillas o los pies de sangre y habríamos detectado el rastro, pero no es así. Eso me hace pensar que la niña no llegó hasta el padre tendido en el cobertizo.
—Entonces —dijo Mariana— la transferencia de sangre se tiene que deber a un abrazo o un contacto similar.
—Lo probable es que la niña se asomara a la escalera e incluso llegase al pie de la misma, pero ahí la detuvieron, bien el abuelo, bien la madre.
—O bien los dos.
—Hay rastros de sangre en el suelo —prosiguió el inspector— que pueden atribuirse al abuelo y a la madre. Eso quiere decir, primero, que Casio hizo subir a Covadonga a pie, no en brazos. Segundo: que quien posiblemente subiera aupada fuera la niña, en los brazos de su madre o en los de su abuelo, salvo que no descendiera por la escalera, eso habría que aclararlo y sólo nos lo va a aclarar Casio. Hay que hacerle hablar.
—Madre e hija quedan durmiendo en la misma cama por la mañana. Tiene sentido. Casio las depositó a las dos en el dormitorio de la madre y les administró un tranquilizante. La verdad es que la situación es terrible. A él se le ha ido de la mano el asunto y lo inmediato es quitar de en medio a ambas antes de poner un poco de orden y tomar una decisión. En fin, la situación hace creíble que acabara en tal estado de agotamiento que se quedase dormido en la butaca del salón mientras trataba de reflexionar cuál sería la mejor salida al embrollo. Quizá pensó en llamar a la policía en cuanto pudo serenar el ambiente y serenarse él mismo, pero se quedó dormido. Es una explicación razonable, aunque en tal caso hay que pensar que el crimen tuvo algo de improvisación.
—Muy razonable —rezongó el inspector—. Demasiado razonable.
—¿Se le ocurre otra mejor? —preguntó Mariana con reticencia.
—No. La verdad es que lo veo razonable. Lo único que yo me pregunto es: y si no se quedó dormido, ¿qué estuvo haciendo hasta el momento en que llamó a Comisaría?
—Pero se quedó dormido —protestó Mariana.
—Eso dice él —respondió el inspector.
—Inspector: él mató a Cristóbal Piles. No pierda de vista el hecho. ¿Qué cree usted que puede hacer después de eso, aparte de dormir a su hija y a su nieta, cambiarlas y cambiarse de ropa, limpiar las huellas más aparatosas…?
—Meter las ropas en una lavadora que no pone en marcha… —interrumpió el inspector.
—… y echarse en la butaca agotado. De hecho, como usted señala, se olvida hasta de poner en marcha la lavadora. No creo que le quedase mucho tiempo más hasta el amanecer. Si lo venció el sueño fue por cuatro horas a lo sumo. Yo entendería su suspicacia si el cadáver hubiera sido enterrado o arrojado por ahí, si hubiera limpiado el cobertizo y no sólo la casa, aunque la sangre aparecería de todos modos, si se hubiera deshecho del arma homicida con criterio… En fin, en ese caso entendería que hubiera estado despierto y ocupado esas cuatro horas, pero no hizo nada de eso.
—Ya —dijo el inspector, lacónicamente. Aunque no lo manifestase, estaba claro que su suspicacia terminaba en ese punto.
—Inspector —Mariana habló con aire decidido—, necesito que busque y encuentre a una tal Vicky que, por lo oído, es la amante o el ligue o lo que sea de Casio Fernández. No le resultará difícil. La encuentra y me la trae. Ha de tener mucho que contar sobre toda esta historia.