La ciudad de G… estaba recibiendo a la primavera como si fuera una muchacha feliz halagada por sus cortejantes. El cielo se mostraba limpio y despejado salvo por el oeste, donde asomaban algunos cirros aislados entre el azul; la combinación de los rayos del sol con la brisa procedente del mar dejaba en los cuerpos una caricia amable, suave y refrescante. La alegre superficie del agua plateaba hacia el horizonte y más acá se rizaba en forma de espumillas blancas empinándose sobre el corto y nervioso oleaje como traviesas criaturas que se empujaran jugando hacia la playa. El aire, despejada la primera neblina de la mañana, se había vuelto transparente y dejaba ver con detalles precisos y en profundidad todo el espacio que abarcaba la mirada. Mariana lo contemplaba embelesada desde el Paseo Marítimo, renuente a abandonar esa visión y, con ella, la gratificante sensación que la invadía de pies a cabeza; apenada por tener que dejarla y regresar al Juzgado. Había salido a comer algo aprisa y le sobró un poco de tiempo. Le gustaba mucho aquella ciudad, la estaba disfrutando. Le gustaba con sol y con lluvia, con frío y calor… Aunque esto último no era más que una suposición porque el próximo iba a ser su primer verano en ella.
Había estado en G… muchos años antes, a poco de casarse, con su marido. Hicieron un viaje de verano que comenzó en Santiago de Compostela y terminó en San Juan de Luz, dos semanas enteras recorriendo la costa cantábrica, parando en hostales o pensiones elegidos sobre la marcha, según donde los pillara la noche, y una noche los pilló en G… Tenían la intención de pernoctar en Vetusta, pero G… les cogió de sorpresa cuando llegaron al Paseo Marítimo en un atardecer esplendoroso sobre el mar y resolvieron quedarse allí, apurando en la playa las últimas horas de luz. Si hubieran podido, habrían dormido allí mismo, sobre sus mochilas, pero la pleamar los echó de la arena y tuvieron que buscar un alojamiento. Les costó mucho encontrarlo y, además, la ciudad, que en la noche parecía insinuante, les reveló su cruda fealdad de entonces a la luz del día siguiente. Sin embargo eran años de amor y felicidad en los que ambos empezaban sus carreras como abogados, años en los que, como Hemingway en París, fueron «más pobres y más felices». La siguiente vez que estuvo en G…, en coche y con un amante ocasional, fue una Semana Santa, divorciada de su marido y del bufete en el que participaban ambos, pero del que salió sólo ella. Una mala época, violenta y desnortada. Estuvieron apenas unas horas en G… porque en seguida descubrieron cerca un pequeño puerto de pescadores en el que se refugió, se peleó con su amante, vivió una aventura indeseada y regresó a Madrid sin el menor recuerdo de G… ni de sí misma en esos días. Entonces apenas entrevió G…, pero siguió pareciéndole una fea ciudad, ennegrecida aún más por su propia situación personal. Y por fin, con la vida recompuesta después de un año en Madrid en el que cometió todos los errores a los que la desesperación y el desorden pueden llevar a una mujer sola con un fuerte déficit de autoestima; con la vida rehecha paso a paso a fuerza de coraje; con su decisión final de pasar a la carrera judicial, en fin, había recalado de nuevo, por tercera vez en G…, ahora como juez de Primera Instancia e Instrucción, ya reconciliada consigo misma y en una ciudad que entre tanto se había convertido en un lugar acogedor, un espacio urbano manejable e inteligentemente remodelado y actualizado que empezaba a integrarse con éxito en un país al que la democracia había devuelto al mundo y a la Historia.
Mientras se desprendía de sus recuerdos, miró por última vez el espectáculo del mar viniendo a lamer la arena a los pies de la ciudad que ahora disfrutaba y se dispuso a regresar al Juzgado.