Apenas tuvo ante sí Mariana a los señores Piles, padres de Cristóbal, se dio cuenta de que había cometido un error. Ella era una mujer de tronco estrecho y anchas caderas, con el aspecto de una elegante tradicional de provincias cuya primera y algo aparatosa impresión de sociabilidad ya dejaba entrever la línea de resistencia por la que asomaba un carácter autoritario. Él, en cambio, era un hombre grueso, de extracción social acaso algo menos encumbrada, de cara escondida y pelo canoso peinado hacia atrás, que hablaba y actuaba a remolque de ella, con una mezcla de suavidad y resignación en su expresión. El error era haberlos juntado y ahora se daba cuenta de que no tenía modo de separarlos una vez sentados en su despacho. Mariana quería hablar con ellos libremente, no era un interrogatorio formal, por lo que los citó con cierto desenfado y ahora lamentaba las consecuencias de su ligereza; estando juntos, obtendría de ellos la mitad de la mitad de la información que buscaba. La madre, una vez cumplido el trámite de las condolencias y el dolor, se dispuso a dar la batalla por su hijo; el padre, en cambio, parecía más afectado o, para ser más exactos, más debilitado, más renuente ante las afirmaciones que, como escopetazos, ella soltaba a guisa de respuesta a las preguntas de Mariana.

—… y mi hijo ha sido siempre un modelo como esposo y como padre, lo que no puede decirse, por cierto, de su asesino.

—Aún no ha sido condenado, señora, nos encontramos todavía en la fase de investigación.

—¡Bueno! —comentó despectivamente—. Llámelo usted como quiera: la realidad es la realidad y ahí está el cadáver de mi hijo —por un momento las lágrimas asomaron a sus ojos, pero sólo se asomaron.

—Usted cree… —empezó a decir Mariana dirigiéndose al marido.

—Díselo tú mismo, Joaquín, díselo tú mismo. ¿Era o no era un chico modelo?

Joaquín Piles tosió discretamente.

—No tosas, contesta —le conminó ella.

—Lo era, sí, lo era —contestó al fin el hombre—. Es decir, no creo que ni Cova ni su hija puedan tener queja de él, pero…

—¿Cómo que pero? —protestó su esposa.

—Ana María, déjame hablar —«Al fin», pensó Mariana—. Lo que quiero decir es que era un chico normal que quería a su mujer y a su hija, las tenía atendidas y todo eso, nadie puede negarlo y yo menos que nadie. Pero siempre fue un chico consentido y por eso hacía un poco lo que le daba la gana, eso es lo que quería decir —Mariana se preguntó qué estaba tratando de decir en realidad.

La señora Piles se irguió en su silla:

—¿Consentido? —Mariana se empezó a preguntar si conseguiría meter baza en la conversación—. Creo, Joaquín, que me estás acusando sin necesidad.

—No, mujer —replicó Joaquín—. La señora juez quiere saber cómo era Cristóbal.

—Perdónenme —intervino Mariana—, pero voy a hablarles a ustedes con claridad. Yo necesito un retrato real de Cristóbal y, como ustedes deben saber, voy a buscarlo a través de diversas personas. Yo no dudo, señora, de que su hijo fuera un hijo modelo, pero necesito cuadrar determinadas informaciones y por eso les ruego que sean lo más sinceros posible conmigo. Nada de lo que se hable en este despacho va a salir de aquí, ténganlo por seguro. Lo que me importa —dijo dirigiéndose a Ana María— es en todo coincidente con lo que acaba de decir su marido: quiero saber cómo era Cristóbal, con sus virtudes y sus defectos.

—¿Es que cree usted que yo mentiría sobre mi hijo, que alguien puede saber de él más que yo, que soy su madre?

—Perdóneme de nuevo. Yo soy quien va a hacer las preguntas y les ruego que me contesten con sinceridad y precisión. Vamos a ver —siguió diciendo para atajar un nuevo conato de intervención de Ana María Piles—. Lo primero que necesito saber, y les ruego que no se molesten por el carácter de la pregunta, es lo siguiente: me ha llegado por diversos conductos la información de que su hijo era… en fin… un poco duro en el trato con su esposa.

—No voy a consentir… —empezó a decir Ana María.

—Ana María, deja hablar a la Juez —el hombre tomó decididamente la palabra—. Eso a lo que se refiere usted —dijo dirigiéndose a Mariana— supongo que tiene que ver con la imagen de persona retraída de Covadonga y es verdad. Cova no es mujer de mucho arranque, a decir verdad, y mi hijo, en cambio, era un muchacho al que le gustaba vivir y disfrutar de las cosas, de la vida. Ese contraste no hay quien lo mueva y, naturalmente, deja la sensación de que él la tenía dominada. Y es verdad, la tenía dominada y quizá él, a su vez, estaba demasiado suelto, pero ella no era mujer para él, eso también se lo tengo que decir.

—Lo que no es razón para que su padre matara a mi hijo como a un animal —dijo con fiereza Ana María—. No es razón —repitió y empezó a sollozar.

—Por Dios, señora, nadie ha dicho semejante barbaridad. Le ruego que entienda que estoy cumpliendo con mi deber y que en este caso me resulta especialmente difícil. No tanto como a usted, pero es muy ingrato para mí.

—Ana María… —empezó a decir Joaquín Piles.

—Mi hijo haría la vida que dice su padre, pero no era como Casio Fernández. Pregunte a su amante a ver cómo trataba a su hija. Él sí que la tenía abandonada y no mi Cristóbal.

Mariana miró interrogativamente a Joaquín.

—No sé si es lo más adecuado hablar ahora de eso —dijo titubeando, pero la insistente mirada de Mariana le hizo seguir—. En fin, sí, es verdad que él tiene una amante.

—Una puta —dijo con dureza Ana María.

—Mujer, no lo sabemos, ella…

—No lo sabrás tú, que eres un baldragas.

—Ana María, haz el favor de callarte. Estamos delante de la Juez.

—No se preocupe, señor Piles —medió Mariana—. Yo comprendo que la situación no es muy propicia para mantener la serenidad. Se trata del hijo de ustedes…

Ana María se irguió en su silla.

—Usted misma lo está diciendo. ¿Lo ves? —se dirigió a su marido—. Es de mi hijo de quien se está hablando.

—También lo es del señor —terció Mariana, que estaba empezando a irritarse—. Si no les molesta, insisto, voy a hacer yo las preguntas y ustedes se limitarán a contestarlas. Ésta es una conversación personal e informal, pero si no se atienen a mis preguntas ordenaré un interrogatorio formal —lo estaba deseando, por separar a los esposos, y había apartado ya de sí toda clase de compasión—. Repito mi pregunta —prosiguió Mariana—: ¿Había algo en la conducta de su hijo que pudiera dar pie a los comentarios precisos que existen acerca de un posible maltrato hacia Covadonga Fernández por parte de su hijo, sí o no?

—Absolutamente no. Nada. Nunca —dijo con fiereza la madre.

Mariana dirigió su mirada al padre, que guardaba un silencio que fue creciendo hasta llenar la habitación.

—Joaquín, por Dios, di algo —le apremió su esposa.

—Yo nunca he visto señales de maltrato físico —empezó a decir él—. Nunca. Pero si por maltrato entiende usted el despego con el que la trataba, entonces tengo que decir que sí, que a lo peor ése era el maltrato.

—¡Joaquín! —el grito sonó más recio que hiriente, pero la mujer estaba al borde de un ataque de nervios y Mariana aprovechó su oportunidad. Llamó a un oficial y le encargó que se la llevara afuera y la tranquilizase, calmó al consternado marido y se sentó de nuevo con él.

—No se preocupe; es natural que reaccione así, es una mujer muy temperamental, ¿verdad? —dijo, conciliadora. El hombre asintió, abrumado—. Bien, señor Piles, veo que usted es mucho más templado y quizás ahora, sin la presencia de su esposa, pueda hablar con mayor claridad. Es tan comprensible…

—Le debo de parecer a usted un padre desnaturalizado —empezó a decir él—. Nosotros tenemos dos hijos, Cristóbal y Ana; es decir: teníamos, ya sólo nos queda Ana. Ella ha sido la que ha cargado con la fama de rebelde y, la verdad, nos ha dado muchos disgustos, hubo que enviarla a un internado, se fue de casa pronto… En fin, que vive fuera, es periodista y trabaja en Zaragoza y nos vemos… pues en las fechas clásicas: Navidad, un puente, algo en verano… El otro, el chico, era el que se quedó en G… con nosotros y el favorito de su madre, como ya se habrá dado cuenta —hizo una pausa, como si necesitara reordenar lo que estaba diciendo—. Le iba bien en la vida, tenía dinero y un negocio propio, era muy simpático con la gente, o sea, que tenía un don natural, siempre lo ha tenido y, como le digo, la madre le consintió y le malcrió. Era egoísta y burlador, que es una mala mezcla. Entiéndame —se apresuró a añadir—, es… era mi hijo y yo lo quería, claro que sí, pero los padres buscamos que los hijos respeten nuestros valores y en eso la cosa no salió bien del todo, para qué vamos a engañarnos. Además, yo creo que tengo también un pesar encima por mi hija, que es la que pagó el pato de la rebeldía. Cristóbal no se rebeló nunca, pero hizo lo que le daba la gana; en cambio, la pobre Ana cargó con el sambenito. En otras palabras: que el chico absorbió todo el afecto de la casa y a ella la pusimos en la calle, como quien dice, por eso tengo pesar.

—Los padres —intervino Mariana— buscan siempre lo mejor para sus hijos, pero no siempre lo encuentran —estaba empezando a sentir aprecio por el hombre—. A ustedes no les queda otra que haber intentado hacerlo lo mejor posible, no se atormente. Supongo que su hija le quiere a usted, ¿no?

—Sí, claro que sí, pero ahí hay algo perdido, por mi torpeza… o por mi debilidad.

—Dejémoslo ahí —dijo Mariana—. No es éste el momento de dilucidarlo. Bien —tomó aire antes de seguir—, confirma usted, por tanto, lo del maltrato… o algo semejante. ¿Lo definiría usted como un maltrato psicológico?

—No sé; puede que algo sí. Pero yo nunca he pensado en mi hijo como un maltratador. No, no era de ese estilo —dijo él a media voz.

—¿Y qué me dice de su nieta?

—Pobre, ésa sí que me da pena. Cristóbal la trataba como él era y la tenía en palmitas, pero sólo cuando a él le interesaba; era egoísta para todo. Así que la niña estaba en un vaivén de sentirse adorada un día y olvidada otro. Eso yo creo que no era bueno para ella, que la desequilibraba. Y la madre, pues se puede usted imaginar. La suya era otra forma de egoísmo: la del que sufre. Total, que la pobre niña iba rebotada de unos brazos a otros sin saber cuándo ni cómo ni por qué. Y se le nota; es muy silenciosa, muy caprichosa también y, sobre todo, es una criatura que necesita mucho que la quieran de una manera sostenida, ¿me entiende usted?

—Se echa usted muchas cosas sobre su conciencia —comentó Mariana.

—No crea. Las cosas son así y yo… Dígame una cosa, ¿con quién se queda la niña ahora? Con la madre, ¿no?

—Claro, salvo que se demuestre incapacidad para ejercer la patria potestad, la custodia le pertenece a ella.

—Y… ¿no hay alguna manera de tutelar a la niña?… Nosotros, quiero decir.

—Pueden ustedes hacer la petición si la madre sigue en el estado en que se encuentra. ¿Le preocupa la niña?

—Sí, la verdad.

—Quizá… si me permite un comentario personal —el hombre la invitó a hacerlo con un gesto—, usted está tan afectado por cuestiones personales que trata de, digámoslo así, redimir como errores; pero no olvide que, finalmente, cada uno debe construirse su propia historia, y la niña también. Puede que su madre cambie de actitud, el estado en que se encuentra es temporal. Y le preocupa la niña, mucho. Lo que hay que hacer es apoyarla.

—Seguro que tiene usted razón —aceptó el hombre—. Es todo tan difícil…

—Vamos a variar de asunto, si a usted no le importa. He creído entender que ustedes saben que hay una persona en la vida de Casio Fernández, una mujer.

—Vicky, sí, pasa por ser su amante.

—¿Cómo es ella?

—No es… —Joaquín Piles dudó— no es una prostituta, como dice mi mujer, pero debió de serlo en algún momento o, por lo menos, de conducta dudosa. No tiene buena fama aquí. Parece… En fin, son esas cosas que se dicen… —titubeó consciente de que estaba ante una mujer—, que es una experta en cuestiones sexuales —al decirlo pareció liberarse de un gran peso expresivo—… Una mujer con mucha experiencia, no sé si me explico.

—Se explica usted muy bien —sonrió alentadoramente Mariana—. Usted la considera una relación… un tanto turbia, vamos a decirlo así.

—Eso es —respondió él aliviado—. Una relación turbia.

—Pero él parece un hombre educado, culto…

—Y lo es, pero no con todo el mundo.

—¿Ah, no? ¿Qué quiere usted decir?

—Mire, yo sólo he escuchado habladurías aquí y allá, pero no tengo constancia, no sé si es correcto decir estas cosas sin un fundamento —el hombre estaba evidentemente incómodo.

—No se preocupe y hable con confianza. Yo le he asegurado a usted antes que nada de lo que hablásemos saldría de este despacho y le recuerdo, además, que ésta es una conversación informal. No está usted declarando.

—Ya veo, sí, gracias —dejó pasar unos segundos en silencio—. Lo que se dice es que él es también un hombre muy duro; que depende de con quién trate, tiene una cara u otra. Conmigo siempre ha sido correcto y cordial, eso se lo adelanto, pero hay otra gente que no opina igual. Desde luego, su relación con la tal Vicky no es el mejor ejemplo para su hija y para su nieta aunque yo creo que él separa muy claramente las dos relaciones, o lo parece. Y, en todo caso, mi hijo no hubiera tolerado que Vicky se acercara a la niña, pero, claro, ¿cómo iba él a saberlo a ciencia cierta?

—¿Se llevaban bien, su hijo y Casio Fernández?

—No. Simplemente se trataban si no había más remedio.

—Pero la noche del crimen estuvieron hablando y bebiendo juntos.

—En la casa. Sí, claro, no sé por qué iría él allí, la verdad.

—Era su casa y se la había cedido a ellos.

—Es igual. Él no vivía allí. No era su casa, a los efectos.

—Usted no intuye de qué pudieron estar hablando esa noche.

—No. No tengo ni idea.

—Bien; dice usted que era duro. ¿Qué clase de dureza era la suya?

—Lo que yo quiero decir, a ver si me explico, es que bajo el aspecto de hombre educado, de caballero, tenía un pronto irascible, autoritario.

—Desde luego, no da esa impresión.

—Lo que ocurre entre las cuatro paredes de la casa de cada quien es siempre un asunto…

—¿Oscuro? —apuntó la juez.

—Propio, que no sale afuera. Oscuro, si le parece a usted.

—¿Sabe usted por qué mató Casio Fernández a su hijo?

—No lo sé, no lo entiendo. No sé qué le ha dado. Es verdad que tiene un lado oscuro y duro, sí, pero eso es una cosa y asesinar a sangre fría otra cosa bien distinta. No lo sé, la verdad.

—Ni lo sabe ni lo imagina.

—No.

—Muy bien, supongo que usted debe de estar preocupado por su esposa, así que si le parece, vamos a dejarlo por ahora. Sepa que, si lo considero conveniente, puedo citarle a declarar, aunque esta conversación queda entre nosotros.

—Claro, claro. Muchas gracias.

Mariana de Marco lo acompañó hasta la sala donde se encontraba su esposa. Ana María no sólo parecía totalmente repuesta sino que se molestó un tanto al saber que la juez no seguiría con ella.

—Parece mentira que sea usted mujer y haga más caso a lo que dicen los hombres —le espetó como despedida. Joaquín Piles hizo un gesto de resignación a sus espaldas, dirigido a la Juez, y la pareja salió a la calle, cogidos del brazo.