El fiscal no tenía dudas:
—Es una confesión completa y coherente con el escenario y los hechos. No se puede hacer otra cosa que aceptarla y cerrar la instrucción debidamente.
Pero Mariana de Marco era una juez quisquillosa. Ella tampoco tenía dudas acerca de la confesión de Casio Fernández. Incluso debió de ser a ella a quien le produjo mayor conmoción la historia de este hombre que sacrificaba los últimos años de su vida y su misma fama para librar a su hija de un futuro atroz. Sin embargo, quería cerrar el caso dejando colocada cada pieza en su sitio y para conseguirlo necesitaba proveerse de información adicional que despejara cualquier duda. Quería hablar con Covadonga, que hasta el momento parecía un fantasma, y con la niña; y no ocultaba su curiosidad por el entorno de Cristóbal Piles, su familia, sus amigos… entre los que, por cierto, se encontraba Jaime Yago.
El inspector Alameda la recogió en la puerta de su casa y juntos se dirigieron en su coche al lugar del crimen. El coche del inspector, un cuatro plazas de fabricación nacional, era una pieza de museo imposible de describir. Estaba lleno de relojes en el salpicadero (tacómetro, amperímetro, temperatura del agua y otros que se sintió incapaz de reconocer), los limpiaparabrisas parecían dos cuchillas para rasgar el aire, el volante era pequeño y de madera como el de un coche de competición, en el frontal se erguían unos faros antiniebla muy agresivos y llevaba las lunas traseras tintadas. Mariana se lo pensó dos veces antes de subir, con el pequeño inspector embutido en su abrigo y su gorra de visera, a semejante ingenio mecánico, pero cuando vio que se calaba unas gafas ahumadas de mercenario comprendió que no le quedaba otra que dar la talla.
Conduciendo, el inspector mutaba su aspecto de husmeador ratonil en felino. Volcado hacia delante, como al acecho, con una mano al volante y la otra agarrando o acariciando el pomo de la palanca de cambios, la cabeza asomando lo justo por encima del salpicadero y un juego de pies en permanente estado de tensión sobre el acelerador y el embrague con manifiesto desprecio del freno, brujuleaba entre el tráfico apurando huecos y semáforos, en un afán constante de ponerse a la cabeza de los automóviles que les rodeaban, para distanciarse de éstos con repentinos acelerones que clavaban a la juez al respaldo de su asiento. Mariana, que se estaba preguntando por qué el hombre no se habría decidido por una tapicería en piel de tigre en vez del anodino color pardo que deslucía el conjunto, no pudo evitar, en un momento dado, una exclamación de advertencia ante un coche que apareció por su izquierda: la sonrisa torcida que se dibujó en el perfil del inspector la convenció de que sólo ganaría su respeto apretando los dientes y acompañándolo en silencio y sin mover un músculo de la cara hasta el final del trayecto.
El sol seguía sin atravesar el persistente nublado del cielo cuando aparcaron ante la casa. Mariana se detuvo en la cancela de entrada, una de cuyas hojas seguía abierta y clavada en tierra, lo que unido al abandono del jardín —tierra rala salpicada de hierbajos y plantas asilvestradas que crecían como maleza— le producía una sensación de descuido que le movió a compasión. Jugar allí —pensó en la niña, a la que aún no conocía— era como estar a la intemperie; y pensó que en la casa sólo se vivía de puertas adentro, que era algo más cercano a un refugio que a un hogar, lo cual le produjo una incómoda desazón. Sintió el rechazo del lugar y sólo echó a andar cuando el inspector lo hizo por ella y ella se esforzó en seguirle. La puerta estaba entornada y el inspector se asomó cautelosamente antes de alzar la voz:
—¡Buenos días! —su voz resonó en el silencio del pequeño vestíbulo como una intromisión—. ¿Hay alguien en la casa?
Ambos avanzaron unos pasos, expectantes. En seguida se abrió una puerta a la izquierda que, por lo que pudieron atisbar, pertenecía a la cocina y una mujer de edad avanzada apareció en el umbral con gesto inquisitivo.
—Buenos días —repitió el inspector—. Policía —añadió lacónicamente—. ¿Puede anunciar a la señora que la Juez De Marco está aquí para hablar con ella?
La mujer asintió con la cabeza, se enjugó las manos en el delantal y, sin decir palabra, los dejó plantados mientras subía por la escalera al piso superior.
—Señora —le oyeron decir—, está aquí la policía y… una Juez —Mariana advirtió el titubeo de la mujer antes de referirse a ella. Siguieron unos minutos de silencio interrumpido por una conversación entre murmullos y en seguida reapareció en lo alto de la escalera—. La señora los recibirá en el comedor —dijo mientras descendía la escalera para habilitarles la entrada por una puerta que quedaba a la derecha, enfrente de la cocina, y cederles el paso con desgana.
El comedor era una habitación grande repleta de cuadros y cortinas cerradas que la hacían pesar sobre el suelo. En el centro exacto había una mesa cuadrangular de grandes dimensiones rodeada por ocho sillas de respaldo alto y al fondo un armario vitrina que contenía una vajilla y una cristalería y cuya parte inferior era un cuerpo de cajones de considerable tamaño. Cuando la criada descorrió las cortinas con gran ruido de anillas, dejó al descubierto dos grandes ventanas y la luz proveniente del exterior despejó en parte la sombría atmósfera de la estancia.
—Acomódense ustedes —dijo señalándoles las sillas—. ¿Desean tomar algo?
—Yo no, muchas gracias —respondió Mariana—. Quizá el inspector… —éste negó con la cabeza—. ¿Cuál es su nombre? ¿Angelina? Muy bien, Angelina: cuando terminemos de hablar con su señora queremos hablar con usted.
La criada asintió con un gesto de cabeza y desapareció tras la puerta.
—Es extraña esta casa, ¿no le parece? —comentó Mariana. El inspector se encogió de hombros; ella observó que no se había quitado la gorra—. Nada más entrar, la cocina a la izquierda y el comedor a la derecha; el comedor tiene sentido cerca de la cocina, pero la cocina aquí, en el frente… es un absurdo. ¿No dijo el señor Fernández que él y su yerno habían estado charlando en la sala? ¿Dónde está la sala y por qué no nos reciben en ella?
—La sala está al fondo del pasillo, ¿no lo recuerda? Da al cobertizo, precisamente.
Mariana se puso en pie y salió decidida al vestíbulo. A la izquierda del corto pasillo que se abría frente a ella arrancaba la escalera y al fondo del mismo una puerta con la parte superior acristalada por la que entraba un haz de luz difuso era, sin duda, la salida trasera al jardín. La sala se encontraba a la derecha del pasillo. La Juez volvió sobre sus pasos.
—Es todo como muy antiguo, ¿no? Esto de recibir en el comedor, vaya incomodidad. Parece que nos quisieran hacer notar que no somos bien recibidos; y el comedor mismo, tan recargado y tan lúgubre que da no sé qué comer en él…
—No creo que nos vayan a invitar —dijo el inspector. Mariana le lanzó una mirada de advertencia. Luego tomó asiento en una de las sillas. El inspector suspiró pesadamente.
De pronto, como una fantasmal aparición, la figura de Covadonga Fernández se recortó en el umbral de la habitación. Al percatarse, la Juez y el inspector se pusieron en pie; el inspector se apresuró a despojarse de la gorra. Covadonga les instó a sentarse con un ademán.
—Perdonen ustedes que les haya hecho esperar, es que estaba en la cama —dijo Covadonga. Su voz sonaba apagada, cansada. Era una mujer de facciones finas, nada fea, pero su apariencia era la de una persona en estado de abandono, con ojeras violáceas y pómulos muy pronunciados. Tenía el cabello recogido en un moño y se sujetaba las manos; semejaba una figura perdida.
—Buenos días —empezó a decir Mariana—. Sé que las circunstancias son especialmente dolorosas, pero me veo en la obligación de hacerle unas preguntas, si cree usted estar en condiciones de responderlas.
Covadonga asintió débilmente con la cabeza.
—Su padre ha efectuado una declaración en el juzgado por la que se declara responsable único de la muerte de su marido Cristóbal Piles.
Un gesto de sorpresa, que contuvo en seguida, se pintó en el rostro de la mujer. Después abatió la cabeza y se mantuvo en silencio, como si meditase. A continuación levantó la cara y miró a Mariana.
—No lo sabía —dijo—. Lo siento —dijo, y las lágrimas afluyeron a sus ojos. Mariana, instintivamente, la tomó del brazo en un ademán de consuelo. Covadonga levantó de golpe la cabeza, presa de inquietud—. Mi niña, ¿dónde está mi niña? —exigió.
Estaban los tres sentados a un extremo de la mesa. Aunque la postura de todos era incómoda y envarada, en parte debido a la rigidez de las sillas y a la posición de comensales a que les obligaba la situación, Mariana percibió en seguida el miedo de Covadonga y trató de tranquilizarla.
—Estará bien, no se preocupe —dijo.
Era un miedo disfrazado de recelo y en él estaba también patente su debilidad. A la incomodidad física se sumaba la incomodidad del interrogatorio. La mujer, evidentemente afectada, no se encontraba en condiciones de declarar con coherencia por lo que Mariana decidió abreviar y limitarse a corroborar aspectos de la declaración de su padre. Ella sólo recordaba haber bajado a la planta baja, donde Casio le salió al paso.
—¿Por qué bajó usted?
—Yo… No lo sé… —pareció perdida, mirándose las manos recogidas en el regazo—. No lo sé —dijo de nuevo.
Por lo que dedujeron de su entrecortada declaración, el padre y ella forcejearon y sólo recordaba la visión del cobertizo encendido y el cuerpo tendido. No, no vio sangre, sólo el cuerpo tendido y corrió hacia él; al relatar que se echó sobre él, Mariana temió que se desmayara.
—Estaba lleno de sangre todo, Cristóbal, el suelo, mi camisón…
—¿Había un hacha pequeña cerca? —preguntó Mariana.
—El hacha… El hacha… —Covadonga se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar convulsivamente—. El hacha… —repetía.
A partir de ese momento su declaración fue balbuciente, le costaba hilar el relato. Recordaba las salpicaduras de sangre con pavor, la sangre que le había manchado su camisón y a su padre tirando de ella, que no quería despegarse del lugar. La de Covadonga era una declaración singular porque más que explicarlo se limitaba a estar fuera y dentro a la vez del terrible suceso; parecía extraviada y, al mismo tiempo, aferrada a retazos inconexos del recuerdo y Mariana pensó con dolor en la terrible dependencia y vulnerabilidad de las mujeres sometidas a malos tratos. En todo caso, comprendió que había sido una equivocación tratar de interrogarla en el estado en que se encontraba y optó por aplazar el interrogatorio, convencida de que no podría sacar mucho en claro en esos momentos. Sin embargo, se sentía confusa ella a su vez. Había algo en la actitud de Covadonga que chirriaba; pero tenía otras indagaciones pendientes y consideró que sólo obtendría algo positivo de Covadonga si le daba un margen mayor de tiempo para calmarse. La acompañó hasta el pie de la escalera mientras aparecía la criada y las dejó subiendo a la planta de arriba. Al seguirlas con la vista, su mirada tropezó con la cara de una niña asomada entre los barrotes.
—¡Hola, Cecilia! —exclamó con simpatía. La niña tenía los ojos muy abiertos y la miraba a ella, no a su madre, pero no respondió a la sonrisa de Mariana con otra suya sino que se limitó a alzar su pequeña mano a guisa de saludo; cuando su madre llegó al descansillo donde se encontraba, desapareció. Tenía unos ojos grandes y curiosos, como si algo se los hubiera abierto de una vez.
Mientras la criada regresaba, Mariana volvió a repasar el lugar de los hechos: el pasillo, la puerta trasera, el pedazo de jardín que la separaba del cobertizo, el cobertizo siempre abierto con sus dos puertas atascadas en tierra, la mancha oscura y lavada en el suelo… Mientras la criada reaparecía decidió postergar también una charla con la niña.
—Angelina, tengo entendido que la noche de autos usted no dormía en la casa.
—No, señora. Nunca duermo en la casa. Vengo por la mañana y marcho por la noche.
—¿Nunca?
—Alguna vez me he quedado si la niña estaba enferma, no siempre.
—¿Es que su madre no la atendía debidamente?
—Su madre… —la criada titubeó un segundo—. Sí, la cuida bien; pero hay noches que tiene jaquecas, dolores… La quiere mucho, la protege —se apresuró a añadir.
—¿Y el padre?
—El padre la quiere también, pero sólo la quería para los caprichos.
—¿A qué hora se fue usted esa noche?
—Yo creo que como siempre, a las ocho dadas.
—¿Todos en la casa estaban bien? ¿Todo estaba en orden? ¿No había nada extraño, discusiones, disgustos, algo así…?
—El señor había llegado ya cuando yo me marché.
—El señor Piles, supongo —la criada asintió—. ¿Y el señor Fernández?
—No, él no. Estaba sólo el señor y allí se quedó, con la mujer y la hija.
—Gracias, Angelina, eso es todo. Por cierto, ¿qué tal está la niña?
—Muda; está muda la pobrina. Lo debe de llevar por dentro.
Ante la perspectiva de tener que volver al coche del inspector, Mariana propuso dar una vuelta por el jardín que el otro aceptó de mala gana.
—¿No hay nada que le haya llamado la atención, inspector?
—Que está zumbada, esa mujer. Si ha tenido usted que dejarlo para otro día…
—Ya, pero siempre hay detalles significativos, ¿no?
—Los habrá captado usted.
—Por ejemplo: en el relato de la madre, por incoherente que haya sido dado su estado de confusión, hay algo muy llamativo: la hija, Cecilia, no aparece en él; ni la ha mencionado. El señor Fernández apenas nos dijo nada acerca de la aparición de la niña en el lugar del crimen. ¿Pudo la cría ver algo? Tendría sentido porque su camisón contiene restos de sangre, pero quizá sólo se deba a transferencia de la madre. Sea como fuere, tomó parte del drama. ¿O no bajó la niña y la recogieron arriba? ¿La encontraron arriba? ¿La despertó para meterla en la cama con su madre y deshacerse de las dos mientras manipulaba el escenario? Ni el uno ni la otra lo mencionan. Hay que saber qué pasó con la niña esa noche. ¿Acaso pueden haberlo olvidado? Yo creo que no. ¿Por qué esa omisión?
—Porque está zumbada. Oiga, yo no soy muy mirado ni entiendo de sutilezas, pero en este caso me parece que están fuera de lugar. ¿No ha visto en qué estado se encuentra?
—Pues a mí no me ha parecido tan confusa; lo que me ha parecido es más bien atemorizada, muy atemorizada.
—Yo también lo estaría. Su padre mata a hachazos a su marido… y se lo encuentra delante de sus narices. Ya me dirá usted.
—¿Cree usted que tiene miedo a su padre?
—Hasta el degollamiento de su marido, no sé, pero a partir de ese momento, ¿usted no se lo tendría?
—Quien la maltrataba era el marido.
—Dice usted bien: la maltrataba; no que la mataba —añadió con sorna.
—Y esa niña, ¿qué ha visto esa niña?
No, no la iba a interrogar ahora. Su mente estaba puesta en los padres de la víctima. Necesitaba fijar la figura de Cristóbal Piles y aunque sus padres estarían por protegerla a toda costa era muy posible que una conversación con ellos le ayudase a hacer el perfil que buscaba. No solamente sus padres, también los amigos. Su mente voló ahora a Jaime Yago, quien también conocía al muerto y que quizá podría ayudarle a trazar el perfil. Además le apetecía un encuentro a solas con él.
—Bueno, ¿alguna sugerencia sobre Covadonga? —preguntó Mariana mientras salían a echar un vistazo al exterior.
—Poco hemos sacado de ella, aparte de que esa mujer no rige.
—Sí. La verdad es que aporta más confusión que otra cosa —Mariana se quedó pensativa. Luego dijo—: ¿No le parece que está ocultando algo?
—¿De si misma?
—Sí. De sí misma. Del crimen.
—¿Cree usted que la confusión es fingida?
—En todo caso, me ha parecido demasiado exagerada. Además: ¿ha advertido usted el rechazo que le inspiraba el hacha?
Cuando hubieron dado dos vueltas completas a la casa reconoció la impaciencia del inspector. Entonces pensó en el coche y se estremeció.
—Verá, inspector, creo que voy a volver andando al Juzgado. Tengo cosas en que pensar y me va a venir bien un paseo. ¿No le importa que no le acompañe?
El inspector la miró con cara de guasa.
—Hecho. Nada como un buen paseo para pensar a fondo.
—Ni un buen coche para pisar a fondo —respondió ella espontáneamente. Sus miradas se cruzaron con un punto de desafío.
—Así es —dijo el inspector con su sonrisa característica.
—Dígame qué pasa con el forense; dígame qué pasa con el laboratorio; a ver si pueden ustedes recomponer los movimientos en el escenario. No se duerman en la confesión del imputado; este caso hay que cerrarlo con todos los cabos bien atados.
Mariana se alejó caminando. El sonido del automóvil del inspector le llegó por la espalda: primero unos agresivos acelerones, después un chirrido que le hizo cerrar los ojos y, un segundo más tarde, un par de bocinazos mientras la adelantaba con ímpetu semejante al de un golpe de viento que le azotase las faldas. Tras verlo perderse calle adelante y entrar por las bravas en la vía principal respiró aliviada.
Al día siguiente, obtenida y firmada la confesión de Casio Fernández Valle como autor único del crimen, Mariana de Marco decidió cumplir con su primera idea de hacer una ronda de contactos con las personas de su entorno. Todo su interés estaba puesto en obtener un retrato fidedigno de cada uno de ellos para empezar a mezclar sus intereses, sus preocupaciones, sus rasgos de carácter y su modo de vida como medio de obtener un cuadro vivo del mundo de la víctima porque en él se hallaban los matices, los claroscuros que necesitaba para entender el resultado del drama que acababa de representarse.