El día siguiente al del asesinato de Cristóbal Piles, Mariana aparcó su coche en el Paseo Marítimo y salió a correr por la playa vestida con unas mallas negras, pantalón corto, camiseta también negra y calzado deportivo. A primera hora de la mañana el cielo, aunque cubierto, se estaba cargando de luz. Hacía frío y el mar tenía un color metálico. Un leve viento apenas agitaba la superficie del agua y las olas venían a morir serenamente en la arena, de la que la marea baja dejaba al descubierto una gran extensión. La playa estaba desierta con la excepción de dos o tres figuras perdidas en la lejanía y un hombre que caminaba cabizbajo junto a su perro a la altura de las escaleras por las que había descendido Mariana.
El frío la estimuló. Corría a buen ritmo, sin forzar la velocidad, cuidando la respiración. Había tomado la costumbre de hacerlo de lunes a viernes, a poco de amanecer; corría durante una hora y después regresaba a su casa, tomaba una ducha y un desayuno fuerte y salía hacia el Juzgado. No era asunto corriente un crimen en G…, pero no pensó en cambiar de hábito a pesar de lo excepcional del caso. Es más, consideró preferible comenzar el día de manera rutinaria. Al tratarse de una familia conocida, el escándalo prendió como un reguero de pólvora por la ciudad durante el día anterior, dominó las conversaciones de calle y de casa, visitó bares y chigres y se perdió en la noche por clubes, comedores y dormitorios hasta que la propia excitación pudo con él y lo durmió. Mariana estuvo leyendo antes de dormir al abrigo de un par de whiskies con soda, pero no pudo quitarse de la cabeza la imagen del hombre ensangrentado en el cobertizo; tampoco la de Casio Fernández declarando tranquilamente ante ella con la convicción del deber cumplido y, en especial, del sino inevitable que lo aureolaba como a un santo laico. Y se entretuvo en imaginar cómo serían Covadonga Fernández y Cecilia Piles escondidas y perdidas ambas, una junto a la otra, bajo las sábanas de la cama de matrimonio, en aquella casa que cada vez le parecía más añosa y destartalada en el recuerdo, aunque este recuerdo datase tan sólo de veinticuatro horas antes. Ayer a estas horas, un sol radiante descubría una desgracia terrible y hoy, en cambio, la luz pugnaba por abrirse paso clareando a través de la capa gris perla del cielo.
«Escenarios trastocados», pensó Mariana sin dejar de correr.
Se había aficionado a correr a poco de llegar a G… Fue como una iluminación repentina porque a ella nunca le pareció ni medio sensata la práctica del jogging, a pesar de que de las películas americanas parecía deducirse que se trataba de un ejercicio reservado a jóvenes esbeltas y glamorosas, porque la dura realidad española mostraba otro tipo de practicantes que, salvo la excepción de esa clase de gente atlética que nunca falta, más bien parecían estar tirando de sí mismos, desmadejados, sin resuello y con las piernas torcidas. Todo empezó por un problema de báscula que, aunque ella se cuidaba bien, le confirmó que su profesión era demasiado sedentaria; además se hallaba en ese tramo de edad en el que ya no se queman energías con tanta facilidad como en los años jóvenes; y, finalmente, estaba contenta con su cuerpo y no quería perder esa satisfacción. En ese estado de ánimo salió una mañana a primera hora camino del juzgado, pero como iba con un pequeño adelanto horario, se acercó al Paseo Marítimo a ver las olas llegar. La playa se encontraba en bajamar y, ante su asombro, se vio a sí misma corriendo por la arena a esas horas bajo un levísimo orballo con una sensación de frescura y energía que la dejó conmocionada. Se siguió a sí misma con la vista hasta que su figura se perdió tras una tenue neblina hacia el otro extremo de la playa y entonces comprendió que aquella especie de epifanía era una señal imposible de desatender. Se vio joven y guapa y llena de futuro. Aquella misma tarde adquirió unas mallas negras, un calzón de deporte, un par de camisetas, una especie de chaquetilla con capucha para los días fríos, unas zapatillas deportivas, un par de calcetines tobilleros y adelantó su despertador una hora.
Prefería correr por la playa, salvo que hubiera pleamar, porque el Paseo Marítimo le gustaba sólo a medias. La ciudad se abría al mar con amplitud y belleza y le encantaba todo el interminable barandal de hierro forjado y los accesos a la playa, con sus escaleras nobles y su aire finisecular; pero del otro lado del paseo y los árboles, los viejos edificios que albergaron las relaciones de la ciudad con el negocio del mar habían sido sustituidos por los muy vulgares edificios levantados en los años del desarrollismo, feos cubos llenos de ventanas, atacados por el viento y el salitre que los deterioraba en vez de ennoblecerlos como ciudad portuaria y que se alzaban como una ofensa al gusto por la tradición. Los sesenta fueron años en los que el dinero zafio confundió lo antiguo con lo viejo y derribó la recia nobleza tradicional de navieros y consignatarios para convertirla en hormigueros de cemento y ladrillo. Tan sólo algún edificio antiguo sobrevivía para mostrar lo que fue y lo que era el paseo, como un reproche orgulloso y resignado a la vez.
A veces corría por el lado contrario, hacia el puerto deportivo. Salía directamente al pie del Barrio Antiguo, el que fue barrio de pescadores, situado en lo alto del cerro que dividía las dos playas, cruzaba la plaza del Ayuntamiento y se internaba en la plaza del Duque, una especie de explanada semicircular en la que desembocaban varias calles, la cual quedaba abierta al puerto deportivo, que recogía, al abrigo de un elevado y largo dique, el conjunto de pantalanes donde amarraban las embarcaciones. Luego seguía la línea del mar camino de la segunda playa, la del Oeste, por el paseo nuevo (ambos, playa y paseo, abiertos al uso público recientemente por la nueva ordenación de la ciudad de cara al mar, más allá de los cuales nacía el puerto propiamente dicho, el que soportaba un importante tráfico comercial). Mariana solía llegar hasta el final de la playa nueva y regresaba. Había alquilado un apartamento en el casco antiguo, en la calle Mercedes Álvarez esquina a Méndez Riestra, por lo que se aseguraba su carrera matutina y la vuelta a casa con tiempo suficiente para darse una ducha y prepararse un estimulante y veloz desayuno a base de café, zumo y tostadas de pan con aceite de oliva. Y, a partir de ese momento, como en la transición de una escena a otra en un teatro, el escenario cambiaba: la lentitud se convertía en prisa y Mariana salía escopetada hacia su trabajo impulsada por la gratificante sensación de haber cumplido con su salud. Además maduraba la idea de finalizar su ejercicio matutino con un chapuzón en el mar, excepto en invierno.
La playa se acabó de repente, y continuó su carrera subiendo por un acceso en escalera para regresar por el paseo. Al pasar junto al puente sobre el río Viejo se detuvo. A la izquierda y luego de frente, al otro lado de la calzada, nacía la carretera que llevaba a la casa de Cristóbal Piles y a la Colonia del Molino. Echó a correr sin ganas en sentido inverso. El inesperado encuentro ensombreció su ánimo y la situó mentalmente en el Juzgado. Por alguna razón que no acertaba a definir, la instrucción del caso Piles le provocaba un insistente rechazo.
Ahora caminaba a buen paso, sin correr, por la acera opuesta al paseo de la playa. Caminaba a lo largo de los edificios anodinos y sin gracia alguna, todos modernos y miméticos en su fealdad. En los bajos de casi todos ellos había establecimientos de hostelería, bares o restaurantes, expuestos como en un escaparate seguido y tan poco agraciados como los edificios que los cobijaban. En uno de ellos descubrió asombrada una figurilla de mediano tamaño reproducción del Manneken Pis; estaba allí tan campante, destacando entre los demás bibelots que se arracimaban en el escaparate. En la puerta del local, cerrado a esas horas, había un cartel anunciando «mejillones a la belga» y trató de imaginarse al belga que varó allí y abrió el establecimiento. ¿Qué se le habría perdido en G…? Como era fantasiosa, trató de imaginar una historia, pero siguió andando y pronto se le fue de la cabeza. Sólo cuando llegó a la segunda mitad de la calle Ezcurdia, formada por edificios tradicionales de cuatro plantas con fachadas ilustradas de colores rojizo, ocre o negro, se sintió a gusto, protegida por aquellos vestigios de la tradición y el esplendor de la antigua G… Luego retrocedió por la primera calle, que hacía una esquina muy pronunciada, y se dirigió apresuradamente hacia el coche.