—¡Válgame Dios, qué representación! —dijo el fiscal apenas se quedaron solos.

—¿Le ha parecido a usted una representación? —preguntó Mariana ligeramente escandalizada.

—Cuidado, no me lo tome al pie de la letra. Toda la confesión me ha parecido muy sincera. Me refiero al impacto: convendrá conmigo que ha sido teatral.

—Déjeme analizarlo cuando lo lea. Desde luego, ha sido un golpe de efecto.

—Me mantendrá al tanto —dijo el fiscal mientras recogía su cartera.

—Naturalmente.

El inspector Alameda se coló en el despacho cuando todos lo hubieron abandonado.

—Hecho. Caso cerrado —dijo. Con el paquete de cigarrillos en una mano y el mechero en la otra, preguntó—: ¿Puedo fumar?

La Juez asintió y miró a un lado y a otro, sin duda en busca de un cenicero.

—No se preocupe —el inspector se llegó a la ventana y la abrió—. Echaré la ceniza fuera… y, de paso, ventilamos esto —miró alrededor con cierta sorna.

—¿Se lo esperaba usted? —preguntó la juez.

—¿Cuando le dije si lo veía claro? Sí, estaba claro o, por lo menos, era la explicación más razonable. Lo que no creí es que viniera directamente a confesarlo, pero ya ve, lo ha soltado a la primera. La verdad es que fue como si estuviera esperando que sucediera.

—¿Qué estaba esperando?

—Él. Me refiero a él. Él era el que estaba esperando que lo trajera aquí. Es un hombre inteligente. Se dio cuenta en seguida de que yo sospechaba. Pero le juro que no imaginaba que fuera a inculparse; pensé que buscaba cubrirse, tantearnos antes de decir nada.

—¿Para qué? Tenía que saber que usted sospechaba de él. Era sólo cuestión de tiempo.

—Tal vez quería ahorrárselo.

La Juez se reclinó atrás en su sillón. El inspector seguía en pie junto a la ventana, fumando.

—No parece un crimen muy inteligente —comentó la Juez.

—No —aceptó el inspector—. Yo diría que es un crimen a la desesperada. Te vas cargando y un día, ¡zas! En tales casos no hay inteligencia que valga.

—Pero un crimen así —siguió diciendo la Juez— parece más propio de alguien que pierde fácilmente la cabeza, inspector. Y lo que también me llama la atención es el retraso: si estaba tan decidido a confesar, ¿por qué espera hasta ahora para contarlo? —se quedó pensativa—. Hablando de otra cosa: ¿cuándo va a estar el informe del forense? ¿Sabe usted algo?

—Yo creo que estará listo a última hora de esta tarde, ¿eh? Ahora le llamo —hizo una pausa antes de volver a hablar—. Oiga, tendrá que interrogar a la hija del señor Fernández. ¿También va a hacerlo con la nieta?

—A ver, inspector, ¿qué es lo que pretende usted decirme en realidad?

El inspector sonrió cautelosamente.

—Verá: las he visto a las dos. La madre aún no está en condiciones y será mejor que hable con ella mañana. La niña, en cambio, es más despierta; no digo que esté más despierta sino que es más despierta, ¿me sigue usted?

—Muy bien —confirmó la Juez.

—Cuando vea mañana a las dos, no pierda de vista a la niña.

—Está usted muy misterioso —dijo Mariana con una media sonrisa mientras empezaba a recoger su mesa.

—Bueno, no es que yo crea que va a variar nada si habla con ella. Simplemente pienso que un niño despierto ve muchas cosas; algunas las entiende y otras no, pero las ve. Los niños son como esponjas, absorben todo lo que les llama la atención. El estado de esa casa, de esa familia, está en los ojos de la niña; mañana entenderá lo que le estoy diciendo. Si quiere cerrar bien este caso no le vendrá mal hablar con ella.

—Hay más víctimas en este asunto.

—¿Sabe? La primera vez que hablamos creo recordar que le dije que éste era un crimen brutal. Ahora ya no lo veo así. Es otra cosa. Es…

—¿Un asesinato piadoso? —aventuró Mariana.

—Usted lo ha dicho.