Casio Fernández Valle era un hombre apuesto; no guapo, pero sí apuesto. Alto y casi recto como un palo a pesar de su edad, de rostro alargado, mandíbula prominente, cabello canoso con grandes entradas, ojos pequeños y afilados de mirada inteligente que en ningún momento rehuyó la de Mariana… Ciertamente no se trataba de un tipo vulgar; mostraba la imagen de aquel a quien la vida ha satisfecho suficientemente y que afronta el período final sin prisa, con un aire entre escéptico y complacido. No mostraba signo alguno de preocupación o pesar por la muerte de su yerno, lo que llamó en seguida la atención de la juez; en realidad daba la impresión de que ese día y esa cita eran para él un asunto perteneciente a la normalidad cotidiana. Vestía un pantalón de pana beige y raya difusa, camisa blanca sin corbata con las iniciales grabadas y una vieja chaqueta Harris tweed con coderas. Mariana estaba acostumbrada a que el calzado dijera siempre la verdad sobre su dueño y comprobó que los suyos eran unos excelentes zapatos de cordón ingleses. En conjunto bien podría decirse de él que tenía el porte de un gentleman farmer, rudo y elegante a la vez. Por eso resultaba tan chocante ver sus manos grandes y nervudas unidas por las esposas. Sin embargo, lo que verdaderamente le llamó la atención del hombre fueron sus ojos; nada más cruzarse con ellos se preguntó qué era lo que los hacía tan singulares; o quizá habría que decir —pues en ese momento descubrió que ya se había hecho una idea previa de su aspecto general sin haber tenido referencia alguna de él, idea basada solamente en sus imaginaciones a lo largo de la mañana— tan magnéticos. Sí, eran magnéticos y no acababa de precisar de dónde procedía esa fuerza, ese magnetismo. Entonces vio reflejada en la mirada del hombre la impresión que éste le estaba produciendo a ella, como un espejo que la vendiera al otro y se sintió incómoda. Y al agudizarse también la intriga por ese efecto, el hechizo reveló la naturaleza de su atracción: esos ojos la fijaban desde su perturbador e inquietante color acerado.
A una orden de la juez, el agente que lo custodiaba le retiró las esposas. En la sala estaban presentes el representante de Ministerio Fiscal, el secretario del Juzgado y el letrado que asistía al imputado. Los cinco tomaron asiento. Mariana se preguntó por qué iba todo tan aprisa. Tras unos instantes de vacilación de los que hubo de desprenderse como de un estorbo, se dispuso a iniciar el interrogatorio después de cumplir las advertencias pertinentes.
Lo cierto es que no lo tenía preparado. De hecho, le había molestado que el inspector Alameda prácticamente le introdujera al imputado en el despacho, la obligara casi a interrogarlo, sin tiempo para disponer de un informe que le permitiese enfocarlo con suficiente conocimiento. Si lo aceptó fue por la capacidad de convicción con que actuaba el inspector y porque, en el fondo, tal y como el otro le había dicho, empezó a sospechar lo que iba a suceder a continuación. De todos modos, el sentirse obligada y, sobre todo, el haberse dejado obligar la incomodaba todavía cuando empezó a hablar.
—Señor Fernández Valle, tengo entendido que desea hacer usted una declaración acerca de los sucesos ocurridos en la noche de ayer. ¿Es así?
—Así es, señoría.
—Muy bien, puede usted empezar.
Casio Fernández Valle se retrepó en la silla, miró a los presentes, respiró hondo y se dirigió a la juez.
—Señoría —empezó a decir—, esta noche, como usted sabe, ha ocurrido una desgracia en la casa de mi hija y de mi yerno. Es una desgracia indeseada, pero creo que inevitable, y lo que deseo es causarles el menor trastorno posible y pérdidas de tiempo innecesarias porque no hay posibilidad de encubrir este delito ni yo he pensado hacerlo, aunque hasta ahora no haya solicitado dirigirme a usted —hablaba con una voz grave y ligeramente metálica, una voz convincente y educada—. Yo lamento mucho que las cosas hayan tenido que suceder y más aún que hayan tenido que suceder así, pero, como le digo, este desenlace era inevitable debido a las circunstancias del matrimonio de mi hija, que le voy a exponer si me lo permite.
Hizo una breve pausa durante la cual los presentes, en impremeditado concierto, se irguieron ligeramente en sus asientos en un movimiento conjunto de creciente curiosidad. Casio Fernández había inclinado la cabeza sobre el pecho, un gesto de concentración que llamó la atención de la juez sin que ésta pudiera precisar por qué y de nuevo alzó la cara hacia ella, precisamente hacia ella, con un gesto de cansada franqueza.
—Tengo que decir, en primer lugar, que el matrimonio de mi hija con Cristóbal Piles fue un matrimonio desdichado desde el comienzo. Usted no ignorará, señoría, la costumbre de los hijos de no atender a los consejos de sus padres. Es ley de vida y no protesto, al contrario, estaba resignado a que ella no me hiciera el menor caso; pero mi obligación era advertirle, lo cual, naturalmente, no hizo sino espolearla. No tenía yo mal concepto de Cristóbal Piles ni de su familia. Para cualquier otra muchacha habría sido un partido excelente, pero éste no era el caso de mi hija Covadonga. Y no lo era por su personalidad, completamente opuesta a la de su futuro marido. Ya sé que caracteres opuestos pueden acoplarse bien justo por ser opuestos; pueden complementarse —subrayó con lentitud esta última palabra, como si pensara que la idea que trataba de transmitir resultaría difícil para los presentes— aunque no siempre sucede así; en el caso del que les hablo esa complementariedad —volvió a lentificar la palabra— era imposible porque mi hija carece de energía y para seguir a ese hombre, un hombre como Cristóbal Piles, no bastaba con estar a su lado; porque ser sólo una esposa sumisa, callada y casera era el destino lógico de mi hija en cualquier caso, habida cuenta de su modo de ser; por ahí creo que no me equivoqué desanimándola del matrimonio, aunque no conocía suficientemente a Cristóbal; después, a hechos consumados, preferí pensar que quizá mejoraría su carácter por una mera cuestión de estimulación y de cambio. En casa conmigo, he de reconocerlo, se asfixiaba. No preví o no quise prever, y bien que me arrepiento, que Cristóbal Piles acabaría por concederle la misma atención y el mismo trato que al trapo del polvo: ninguno. Una esposa puede ser sumisa, pero lo que no puede ser es un lastre y con Cristóbal, con el Cristóbal que fui descubriendo poco a poco, estaba condenada a serlo y éste, Cristóbal, no es que se desentendiera, es que no lo soportaba. Y ¿cuál es la reacción natural de una persona así en una situación así?
A todos les pareció que la pregunta la dirigía directa y específicamente a la Juez De Marco, que parpadeó sorprendida.
—Tienen que comprender ustedes, además —aunque nominalmente se dirigía a todos, seguía con la vista clavada en la Juez—, que mi hija perdió a su madre cuando era una niña, a los diez años para ser exactos. Yo no sé si, estando solo, era yo la persona más adecuada para criar a una niña y hacerla una mujer. A la soledad, además, habría que añadir que mi trabajo me obligaba a viajar a menudo por España y el extranjero. Yo la puse al cuidado de una antigua criada nuestra, que entró a servir cuando yo vivía con mis padres, porque siempre manifestó devoción por mi familia y eso me daba confianza. No sé si hice bien, pero de mis dos hermanas, la mayor profesaba en un convento y la menor, casada, vivía en las Canarias, demasiado lejos; entregársela hubiera sido como renunciar a mi paternidad. La vieja criada era más bien sorda y anticuada y mi hija la detestaba, por eso digo que no sé si obré bien, pero no tenía otra alternativa. Lo cierto es que en cuanto a alimentación, ropa y presencia, a mi hija no le faltó de nada.
Hizo una nueva pausa. Ahora miraba al suelo, como si estuviera tratando con recuerdos que lo atormentasen.
—Bien. Creo que me he desviado y que mis relaciones con mi hija no hacen al caso —dijo.
—Al contrario —le interrumpió la Juez—. Si, como preveo, se dispone a hacer usted una larga y completa declaración con un fin preciso, creo que todos los datos que contribuyan a esclarecer el caso son importantes aunque puedan parecer demasiado personales.
—Gracias, señoría —contestó el hombre, que por un momento había parecido perdido—. Se lo agradezco y continúo. Bien: como les decía, el matrimonio me pareció condenado al fracaso. Al principio las cosas no puede decirse que fueran tan mal, pero era evidente que no se entendían y yo no dejaba de preguntarme qué había visto él en ella, aparte de su belleza física, que además la descuidaba un tanto. Una de las cosas que me propuse como padre fue obligarle a cuidar de su aspecto. Es guapa, tiene un buen tipo y debía lucirlo. La obligué y lo cierto es que gustaba a los hombres a pesar de su carácter retraído o, para decirlo de una manera más expresiva: soso. Sin embargo, incomprensiblemente, empezó a dejarse a partir del nacimiento de su hija, mi nieta Cecilia. Yo me alarmé, pensando en una depresión posparto, y me ocupé de ella, sobre todo porque su marido no estaba dispuesto a sacrificarse un poco y alguien tenía que hacerlo. Yo creo que a partir de entonces Cristóbal empezó a tener amantes y a frecuentar ambientes dudosos. No quise intervenir, era cosa de ellos, pero sí me ocupé de mi hija, como digo, y también de mi nieta.
—Su nieta —interrumpió la juez—. ¿Qué tal relación tenía con su padre?
A Mariana no le pasó inadvertido el gesto de desagrado que por un instante asomó al rostro de Casio Fernández.
—Buena —dejó un silencio—. Buena. Las hijas admiran siempre al padre.
—Pero suelen tener más confianza con la madre —comentó la juez.
—Sí —una afirmación seca—. No es éste el caso, me parece. Es decir: sí que tenía confianza, cómo no iba a tenerla, y apego, pero no era lo mismo, no sé si me explico con claridad. La niña quiere a su madre, no lo dude. El caso es que mi hija estaba como perdida; su actitud quizá no fuera la más adecuada, sobre todo cuando la niña empezó a crecer. El padre…
Se hizo un silencio expectante.
—Estábamos —dijo por fin— en que la relación entre marido y mujer se había vuelto inexistente. Cada uno iba por su lado y la niña andaba por medio, como un alma perdida. El padre la mimaba mucho, pero sólo en los contados ratos que pasaba con ella. En esas condiciones lo mejor hubiera sido un divorcio; un divorcio lleno de complicaciones, porque mi hija se vendría conmigo y traería consigo a su hija y porque el padre no estaba por la labor. No atendía suficientemente a la niña, pero se negaba a alejarse de ella y si ambas se venían a vivir conmigo… la distancia se ahondaría. En cuanto a mi hija… —el hombre volvió a inclinar la cabeza hacia el suelo—. En fin, yo tengo una relación sentimental con una mujer y no creo que las dos congeniasen; o, seamos más precisos: mi hija no toleraría la presencia de esa mujer, Vicky, como compañera mía —la confesión pareció abrumarle.
—¿Desea un vaso de agua? —preguntó la juez.
—Gracias, señoría.
Le trajeron un vaso y una jarra de agua y bebió con avidez.
—Bien —dijo por fin—. Así es como estaban las cosas desde hace algún tiempo. La situación tenía un fin previsible y yo mismo me ofrecí a alquilar un piso para las dos, la madre y la hija, si la separación, o el divorcio, se llevaba a cabo; lo ofrecí de inmediato y sin contrapartida. Mi hija no lo aceptó. La situación, como verán ustedes, no tenía salida mientras mi hija persistiese en su actitud de no hacer nada. Yo conozco esa actitud y esperé, es muy malo insistir en momentos así. Pensé que el tiempo acabaría aclarando las cosas de un modo u otro. Lo que yo no sospechaba es lo que venía ocurriendo desde mucho tiempo atrás.
Casio Fernández hizo una pausa para beber agua de nuevo. «Y en realidad —pensó Mariana—, para llamar la atención»; los quería a todos pendientes de él, ahora se daba cuenta. Aparte de eso, ¿no estaba demasiado sereno y entero? Por fin habló, ofreciendo la revelación que todos esperaban.
—Cristóbal Piles era, les hago el cuento corto, un maltratador; un auténtico maltratador —enfatizó—. Lo que ocurre, y eso hacía más difícil dejarlo a la vista, es que no es un maltratador físico sino un maltratador psicológico.
—¿Tiene pruebas de ello? —preguntó el fiscal, que de pronto manifestó un interés inesperado, bien distinto a la sensación de apatía que hasta ese momento venía mostrando ante la declaración del imputado.
—Naturalmente —Casio Fernández desvió la vista hacia el que le había preguntado como si lo viera por primera vez, pero contestó dirigiéndose a la Juez—. El punto determinante fue el día en que ella se presentó en mi casa con mi nieta y yo, que me lo venía sospechando, le saqué la verdad. Tendría que haberla visto: demacrada y muy abatida; me dio miedo de que estuviera a punto de hacer cualquier disparate. Comprenderá usted que, a partir de ese momento, toda mi ocupación fue corroborar lo que se me había contado. Mi hija, lo digo con pesar, no es una persona con recursos, carece de energía, hace mucho tiempo que entró en una especie de abulia que explica su transigencia. Es, como se dice tradicionalmente, una mujer que ha venido al mundo a sufrir, que no tiene arranque. Lo que ha tenido que soportar hasta ahora sólo ella lo sabe; pero además está la niña y yo entiendo el punto de recelo que manifiesta ante su madre. O no de recelo, de desconfianza; no es que no la quiera, es que no confía en ella como apoyo, no sé si me explico.
—Pero la niña, según he entendido, aprecia mucho a su padre —apuntó el fiscal.
—Pobrecita —dijo Casio pesaroso—. Lo que yo creo es que está muy perdida. Su madre no es una gran ayuda y su padre era para ella una especie de personaje fascinante que iba y venía. Del padre sólo le alcanzaba la fascinación; de la madre, su resignación. La madre no era una figura en la que reflejarse sino todo lo contrario: una especie de persona doliente que se ocupaba de la niña por puro reflejo.
—Veo que no tiene muy buena opinión de su hija —comentó la juez.
—Señoría, yo soy una persona que no se anda por las ramas y que sabe bien en qué consiste la vida. Desconozco el origen del problema de mi hija; quizá tenga que ver con la prematura muerte de su madre y, como le dije antes, con el hecho de que yo no soy un padre clásico, un padre casero. Mi trabajo y, no lo niego, mi propia idea de lo que es la vida me alejaron y me alejan de esa imagen paternal. Pero soy un hombre responsable y atiendo a mis responsabilidades. Eso es lo que hice y no me arrepiento. Lo que yo he aprendido en la vida es que, básicamente, cada uno es responsable de sí mismo. No hay quien tuerza o modifique un carácter si la persona a la que pertenece ese carácter no está dispuesta a poner de su parte lo necesario. Mi hija es como es, sobre todo, por sí misma. Lo que yo pudiera haber hecho de más o de menos es un asunto secundario.
Mariana se preguntó qué escondía de verdad el alma de aquel hombre. Se encontraba tan lejos de él que le producía curiosidad, una curiosidad parecida a la que se siente por el aborigen de un pueblo exótico o por las costumbres de un animal de otro continente. A ratos era una persona reconocible y a ratos un tipo extrañamente despegado de las emociones habituales en una persona sociable. Toda su declaración era coherente, pero había en ella una intención que no acababa de captar y comprendió que tendría que esperar al final para hacerse una idea de quién era en realidad Casio Fernández Valle, por debajo de su aspecto de gentleman farmer que tanto le había impresionado a primera vista.
—Bien —continuó él tras haberse tomado un breve tiempo de espera—. Voy a ser directo para evitar explicaciones innecesarias. En todo caso, si ustedes las necesitan cuento con que ya me las pedirán. En resumidas cuentas, quiero decirles que soy un hombre que ha sobrepasado con creces los setenta años y que he vivido lo suficiente como para darme por satisfecho. Además, la ley contempla con cierta benevolencia a las personas de mi edad. Y, por último, sé que el destino de mi hija era el de acabar muriendo de un modo u otro, en vida o por la violencia que algún día se iba a desatar, a manos de su marido. Tengo cerca la muerte y quiero a mi hija y a mi nieta. Mis días están contados y pronto llegará el momento en que no podré protegerlas; dejarlas en poder de Cristóbal Piles, un hombre que es muy poca cosa, que se ha ido enviciando día a día y convirtiéndose en un peligro también para la niña y un mierda que pronto o tarde reventaría en alguna juerga, pero que antes las haría desdichadas, me parecía un acto de irresponsabilidad —hizo una pausa para tomar aire y la expectación llegó a su clímax, sin duda éste era el momento cumbre de su declaración—. Yo maté a Cristóbal Piles. Anoche fui a su casa, que era la mía, yo se la dejé a mi hija, picamos algo, mandé a las mujeres a la cama, le saqué al cobertizo con un pretexto tan estúpido como que necesitábamos más cerveza, cogí la hacheta que colgaba allí mismo y le rebané el cuello. Y les diré algo más: estoy muy satisfecho de haberlo mandado al otro mundo y sólo lamento que el infierno no exista porque me encantaría saber que se encuentra allí contemplando su miserable vida y su justa muerte. Esto es lo que quería confesar y estoy dispuesto a firmarlo ahora mismo. No sigan investigando, no quiero hacerles perder su tiempo. La vida es así y me ha tocado afrontarla como afronté otra gran cantidad de envites. No me arrepiento: lo volvería a hacer sin el menor reparo. Total, a estas alturas del partido ya da igual lo que suceda conmigo; a cambio, mi hija y mi nieta están libres. No pueden imaginar hasta qué punto ese miserable se cebó en mi hija. Incluso les diré que estoy convencido de que toda la atención que puso en mi nieta, toda la atracción que desarrolló para fascinarla y crearle una imagen de padre hechicero con la que trataba de resaltar la debilidad de la madre, no era más que una imitación de su propia vida, del niño consentido y malcriado que fue y que intentaba repetir con ella. Con su permiso, señoría: era un hijo de puta y ha tenido la muerte de hijo de puta que se merecía. En cuanto a mí, decidan ustedes. Yo tengo el alma en paz.
Se produjo un silencio de estupefacción en el despacho. El inspector Alameda no había advertido previamente a la Juez De Marco y ni el fiscal ni ella estaban al tanto de la razón por la cual llegaba esposado al juzgado Casio Fernández; aunque pudieran sospecharlo, nunca habrían supuesto semejante declaración de culpabilidad. La imagen del padre justiciero y la escenografía general del crimen traían a escena un juego de luces y sombras que otorgaba una inesperada profundidad dramática al suceso. El letrado que asistía al imputado manifestó su desconcierto mirando alternativamente a la juez y al fiscal con el pasmo pintado en el rostro.
La Juez tomó entonces la palabra.
—Señor Fernández Valle, ¿es ésta toda su declaración? ¿Tiene algo más que añadir?
—Nada más, salvo que su señoría quiera entrar en detalles sobre lo que acabo de contarle.
—No por el momento —dijo la Juez—. ¿Señor fiscal?
—¿Hay alguna razón —preguntó el fiscal— por la que no se haya declarado culpable del crimen desde el primer momento en que se presentó la policía en su casa?
—Ninguna. Sólo que he decidido hacerlo ahora.
—El secretario del juzgado —dijo Mariana dirigiéndose a Casio Fernández— le leerá el acta de su declaración y tiene que firmarla. Se decreta prisión provisional sin fianza para el imputado Señor don Casio Fernández Valle.
Los presentes se levantaron con una clara sensación de alivio. A través de la puerta abierta se vio que el inspector Alameda y un agente esperaban fuera del despacho de la juez. El primero le guiñó un ojo a Mariana, pero recompuso el gesto al recibir la descarga de una severa mirada de su parte.