Mariana había quedado citada con su primo en un bar que era la novedad del momento para los más cosmopolitas por su surtido variado de vinos. El Parnaso era un local diáfano a la calle, de diseño minimalista, con unas pocas mesas y una bodega bastante bien surtida de vinos españoles. El auge de los vinos nacionales era imparable porque el país tenía dinero y podía permitirse el lujo de pagar la dedicación de los bodegueros, muchos de ellos de nuevo cuño, a elaborar vinos de calidad. Repentinamente, España se estaba llenando de un público de entendidos y catadores y el vino a granel parecía haberse esfumado de cualquier establecimiento de hostelería, por ínfimo que éste fuera. En un tiempo récord, los paladares habían pasado masivamente del vino peleón a la degustación selectiva, lo mismo que la palabra tintorro, tan racial y castiza, había sido sustituida por un ramillete de expresiones volcado en olores, colores y sabores apoyados en palabras como retrogusto o bouquet, de clara procedencia cosmopolita.
Juanín estaba ya en la pequeña barra, esperando. Solían citarse allí entre amigos para tomar el aperitivo y el dueño del local, apenas la vio traspasar la puerta, le sirvió sin preguntar una copa de vino de un tinto de su preferencia. El lugar estaba tranquilo, el día invitaba a la relajación y ambos tomaron asiento en la única mesa que permanecía vacía. Mariana echó la cabeza atrás y respiró hondo, como si apurase una intensa sensación de bienestar.
—Un día difícil, ¿eh? —comentó Juanín. Mariana se incorporó y cogió su copa.
—Qué sabrás tú, si no das ni golpe —respondió ella con un gesto provocador, antes de beber.
—La nuestra es una labor que no se ve, pero que está ahí.
—Ni se ve la labor ni se os ve laborando. Será por eso.
—¡Qué fama la del funcionario de provincias! —exclamó Juanín con un cómico gesto de resignación.
—Por algo será.
El ambiente del local invitaba a la charla y al sosiego. La gente a la que veían pasar por la calle parecía agradecer aquel día de primavera fresco y soleado. Mariana se sintió gratamente extraída de su trabajo y depositada allí del mismo modo que una mano anónima había colocado una vistosa y pacífica flor solitaria en un esbelto jarrón transparente en la repisa de la ventana, a la luz tamizada por un visillo. Pero el encanto lo rompió su primo de repente.
—¿Sabes que han matado a Cristóbal Piles? Una cosa horrible, tengo entendido.
—Lo sé perfectamente. Ha entrado en mi juzgado.
—¡Qué me dices!
—Lo que oyes —trató de recuperar el momento mágico anterior, pero comprendió que lo había perdido—. Un asunto horrible, sí. Y por cierto —de pronto se enderezó en la silla—, ¿tú lo conocías?
—Claro que sí. Era una persona muy conocida aquí, en G…
—Ya —Mariana meditó un segundo ante de continuar—. ¿Era hombre de enemigos?
—Calla, por Dios, qué enemigos iba a tener si era muy popular; lo que le sobraba eran los amigos.
—Y el matrimonio, ¿cómo era?
—Desigual.
—Explícate.
—Mira: Covadonga, Cova, era todo lo contrario de su padre. No sé si conoces a Casio Fernández Valle —Mariana negó con la cabeza—. Bueno, pues es un tipo muy bien plantado, ya mayor, emprendedor, con prestigio, con don de gentes… Un carácter. Ella, en cambio, ha tenido siempre un aire de poca cosa, de acoquinada; es muy retraída y yo creo que sufre depresiones periódicas. No es mala pregunta la tuya porque lo cierto y verdad es que son muy distintos. Mucha gente se pregunta qué vio Cristóbal en Cova para casarse con ella. A lo mejor el dinero, porque tradición… Bueno, ésa la tiene Cristóbal por familia; por la madre, sobre todo.
—¿Quieres decir que Casio tiene fortuna?
—Desde luego, puede que tanta como los consuegros; pero tampoco creo que sea una cosa extraordinaria; un fortunón, quiero decir.
—Pues ella debe de tener algún encanto secreto que se os escapa a todos.
—Bueno… Es guapa. Mejor dicho, lo era, porque ahora está estropeada, dejada, como se suele decir. Pero si se cuidase lo seguiría siendo, ¿eh? En su época tuvo mucho tirón, pero yo siempre la recuerdo con un último aire de tristeza encima.
—Oye, ¿qué época? ¿A qué edad te estás refiriendo?
—Bueno, pues como… —Juanín vaciló y se atragantó.
—Dilo, dilo, no te reprimas. ¿Como yo o así?
Juanín se aturulló.
—Que no, que no estaba comparando.
—Ya. Menos mal. Si llegas a comparar… —Mariana le echó una mirada ceñuda y volvió a la carga—: No tendrá vicios ocultos: bebida, medicación, cosas así.
—No, pero ahora que lo dices, es bastante melancólica.
—Hipocondríaca —precisó Mariana y Juanín asintió—. O sea, que se obsesiona con la salud.
—Una exageración —confirmó Juanín.
—¿Se medica?
—¿Ella misma? No sé, no creo, para eso están los médicos; pero tampoco me extrañaría, tal como es de depresiva —concluyó—, ésa es la verdad.
—Pues algo hay en ese matrimonio —comentó Mariana.
—Nada; que son como el blanco y el negro.
Mariana no atendió a este último comentario de su primo. Justo en ese momento la puerta cristalera se había abierto para dar paso a un hombre que de inmediato concentró su atención y al que, evidentemente, estaba esperando.
Era un tipo de buen porte, elegante, uno de esos rostros que, de entrada, denotan cuna y crianza; peinado hacia atrás, mostraba unas entradas muy marcadas y un cabello cuidadosamente recortado; más bien alto aunque no destacaba por ello sino por su aspecto de estar en forma. Tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años y lo que le llamó la atención la primera vez que lo vio fue la relación que advirtió en seguida entre la curvatura de su sonrisa y el descaro de su mirada, una relación que marcaba un gesto que escondía algo atractivo e inquietante a la vez. En cuanto se acercó a ellos, percibió otra vez ese punto algo perturbador del encantador de serpientes. Y una evidente simpatía natural.
Mariana vio también, de refilón, el cambio de cara de Juanín al ver al otro y comprendió que había cometido un trágico error de estrategia citando a su primo en el mismo bar donde quedara con Jaime Yago, porque en su gesto advirtió que Juanín se disponía a apuntarse al almuerzo. Rogó al cielo sin fe alguna que su primo se comportase como un caballero y no como el pelmazo que era, y se repuso en seguida, resignada a lo peor.
—Hablando del ruin de Roma, aquí tenemos a Jaime Yago, tronco de Cristóbal Piles —dijo Juanín con fingida camaradería.
—Nos presentaste tú mismo hace tres semanas —comentó Mariana lacónica.
—¿Ya estás tratando de desplazarme? —dijo a su vez Jaime Yago clavando la mirada en Juanín con toda intención antes de besar la mano de Mariana, pero en seguida se dedicó a ella—. Siempre es un placer verte, Mariana, aunque me llames ruin.
—¿Yo? —protestó ella—. No sabía que eras amigo de Cristóbal.
—Todavía no me lo creo —dijo Jaime Yago mientras hacía una seña al dueño del local—. Qué manera tan horrible de morir. Tengo entendido que le cortaron el cuello.
—Más o menos —dijo Mariana; se hizo un silencio en el que no dejaron de mirarse—. ¿Así que erais íntimos amigos?
—Amigos, sólo amigos —dijo Jaime—. Estoy muy impresionado.
«No es exactamente impresionado lo que tú estás, por lo menos en este momento», pensó ella.
—Mariana es quien se va a encargar del caso —dijo Juanín por decir algo.
—Ah, ¿de veras? Pues si puedo ayudarte… —Jaime Yago sabía dar un toque insinuante a todos sus comentarios.
«Es evidente —pensó Juanín— que sabe que está ante una hembra y no puede evitar manifestarlo, maldita sea su estampa. Esto me pasa por presentarle a quien no debo».
A Mariana le desagradaba ahora la presencia de Juanín, pero comprendió que era una cuña inevitable. Lo que hizo fue mostrar ostensiblemente su agrado por Jaime, que era con quien había quedado citada para el almuerzo que ahora se ensombrecía un tanto. Sin embargo, ante una situación de expectativa que se anunciaba larga e incómoda, no tuvo otro remedio que decir:
—¿Te vienes a almorzar con nosotros?
—¿Ibais a almorzar? Yo os acompaño encantado —respondió Juanín—. ¿Tenéis pensado dónde?
—Sí lo tenemos —respondió Mariana con retintín—. Mejor dicho, lo tiene Jaime. Yo soy nueva en la ciudad y necesito que me enseñen.
—Será un placer —respondió Jaime—. Hasta ahora no habrás tenido queja conmigo, ¿verdad? De acuerdo. ¿Conoces…?
Juanín se resignó a ceder el mando al otro. Pensó que en mala hora había presentado a Jaime a Mariana. En realidad, los presentó obligado por un encuentro casual y confiando en que la fama de mujeriego y el aspecto un tanto prepotente de aquél no serían del agrado de su prima, pero, al parecer, había errado el tiro. «Los gustos de las mujeres son tan arbitrarios como incomprensibles», se dijo al ver que congeniaban. Nunca se le ocurrió que una juez, a la que habría que considerar como una persona sobria, independiente y poco proclive al modelo de varón clásico español adinerado, decidido y conquistador, pudiera interesarse por él; al contrario, siempre pensó que Mariana sería una feminista exigente muy poco amiga de personas tan vanidosamente masculinas como Jaime Yago. Lo cierto es que no atinó y ahora se preguntaba si debería cambiar su estrategia de cortejo, que apenas le había dado resultado salvo un día que no fue precisamente para recordar.