Quince minutos después, el teléfono volvió a interrumpir el trabajo de la Juez. «A este paso —pensó mientras descolgaba el auricular— no voy a conseguir hacer nada en toda la mañana». Era, de nuevo, el inspector Alameda. El agente Rico había encontrado la camisa de Casio Fernández y el camisón de su hija Covadonga en la lavadora, manchados de sangre, tal y como indicó el primero cuando la policía se presentó en su casa; y también había aparecido allí el camisón de la niña, manchado de sangre; lo cual le hizo pensar: ¿dónde y cuándo se había impregnado?
—¿Quiere usted decir que estaban en la lavadora… sin lavar? —inquirió la juez.
—Afirmativo.
—Estaban en la lavadora… —prosiguió ella— como si hubieran estado en el cesto de la ropa sucia, ¿no? Eso quiere decir que al arrojarlas allí, o no tenía intención inmediata de lavarlas o bien se olvidó de hacerlo.
—Afirmativo.
—Que —insistió Mariana— la sangre estaba manchando y secándose allí mismo.
—Afirmativo —repitió el inspector. ¿Estaba de guasa?
Era un movimiento absurdo, pensó Mariana. El hombre recoge a su hija y, al parecer, a su nieta, las lleva a la casa, a los dormitorios, las desviste, las mete en la cama y las duerme; y acto seguido toma la ropa, incluida la suya, la arroja al tambor de la lavadora… y no la pone en marcha. Entonces ¿para qué la mete ahí? ¿Quizá no sabe cómo funciona una lavadora? Y luego se echa a dormir tan tranquilo… Pero no, no puede ser así: se sentó a descansar un minuto y se quedó dormido. En todo caso debe de ser un tipo bastante frío. Una situación semejante despabila a cualquiera; y, sobre todo, esa actitud de silencio, de no avisar inmediatamente a la policía, es anormal; lo lógico es pensar que se trató de una decisión deliberada: no quería llamar. ¿Por qué?
Luego está la niña con el camisón manchado de sangre. Cuesta creer que el abuelo le permitiera llegar hasta el cobertizo donde yacía su padre. De hecho hay una zona oscura ahí. El abuelo descubre el crimen, según la primera conversación con el agente o con el inspector… ¿Qué ocurre después? ¿Dónde estaban la madre y la hija en ese momento? ¿Estaba la madre ya en cama? La nieta sí, evidentemente dada la hora; pero ¿y la madre? Esa historia del rastro de sangre por el cual ella descubre que algo ocurre no se entiende muy bien. ¿Cuándo y cómo lo descubre? ¿Acaso hubo ruido y lucha y eso se oyó desde la casa y le hizo bajar? En fin: o bien estaba en cama, escuchó un ruido extraño y salió a ver qué ocurría, o bien… estaba abajo y despierta y en camisón y sólo tuvo que asomarse al pasillo y avanzar hasta el cobertizo… Algo iba mal en este relato de los hechos.
La misma salida del yerno en busca de una caja de cervezas… a medianoche. Resulta un poco extravagante. No es que no sea posible, es que resulta extravagante. ¿Habían estado bebiendo? ¿Tanto que hubo de salir a buscar más provisión? Y, a todo esto, con un asesino merodeando en torno a la casa, es de suponer. Un asesino que no podía prever que Cristóbal Piles saliera al cobertizo y menos a esas horas; un asesino que estaba pendiente, para llevar a cabo su plan, de que a la víctima se le ocurriera la sorprendente idea de salir a buscar una caja de cervezas. ¿Qué clase de asesino es ése? Podía haberle costado un mes dar con la oportunidad, cada noche acechando a la espera de un albur. Decididamente, cada vez que pensaba en el asunto —y no podía dejar de pensar en ello cada poco tiempo— éste le parecía más raro, más incomprensible.
Y el inspector, en cambio, lo tenía claro. ¡Menudo lince! Mariana contempló los papeles que cubrían la mesa y decidió dejarlo por imposible. El crimen la estaba trastornando, o entreteniendo, o distrayendo constantemente y no conseguía avanzar un paso en su trabajo. «En estas ocasiones —se dijo— lo mejor es dejarlo todo y, o bien me meto de cabeza en el asunto en vez de esperar al informe del inspector, lo que es una tontería, o bien busco una manera de relajarme; pero, en todo caso, vamos a dar por terminado el trabajo de la mañana, si es que a lo que he hecho se le puede llamar trabajo».
Lo era. Lo descubrió al reordenar y guardar, como tenía por costumbre, todo el material que cubría su mesa. Esto le preocupó, porque quería decir que había estado trabajando sin darse cuenta, con el piloto automático, por así decirlo, y, aunque tenía ya la experiencia de otras veces, y suficiente confianza en sí misma, no dejó de preocuparse. De manera que se dedicó a revisar con cierta atención lo que guardaba y al final, satisfecha, se preparó para salir.
—Vamos a ver si por lo menos descubrimos un restaurante nuevo que merezca la pena —se dijo con buen ánimo.