El muerto se llamaba Cristóbal Piles, casado con Covadonga Fernández, de cuyo matrimonio había una hija, Cecilia, una niña de seis años de edad. La casa pertenecía al abuelo, Casio, y éste la cedió temporalmente al matrimonio para irse a vivir a un piso junto al Barrio Antiguo de Pescadores. Casio Fernández Valle era un nombre respetado en G… Había nacido en un pueblo cercano; a partir de los siete años cumplidos se crió en la ciudad, donde completó los estudios de bachillerato. Después de licenciarse por la Universidad de Vetusta, empezó a trabajar como profesor en un colegio religioso, pero pronto dio el salto a una casa editorial de libros de enseñanza. Pasó a residir fuera de España durante cuatro años al servicio de una multinacional farmacéutica. De regreso a G… dejó este oficio por el de vendedor, primero, y directivo, después, de una empresa conservera de productos del mar, lo que le permitió viajar tanto por España como por el extranjero. Era un hombre culto que hablaba dos idiomas aparte del suyo propio y en la actualidad estaba jubilado, dedicado a sus rentas —por lo visto, reunió un buen dinero como profesional— y habiendo visto mundo. Enviudó pronto. Tenía una sola hija, Covadonga, a la que había cuidado con atención a pesar de ser un viudo joven de vida laboral ajetreada. La chica, nada mal parecida, fue siempre tímida, de aspecto encogido, pocas palabras y no muy alegre; con otro carácter habría sido una mujer de éxito; su hija, Cecilia, salía a la madre, pero se la veía con más viveza, como era propio de su edad. Por su parte, los Piles eran una familia muy reconocida en G… Padre funcionario y madre dominante; ella era, de los dos, la de mayor arraigo social en la ciudad. Tenían dos hijos; el primero, Cristóbal, el fallecido, era un chico consentido y fanfarrón, pero trabajador, que llevaba una concesión de automóviles para toda la provincia además de otros asuntos menores; un tipo derrochador y simpático, muy popular y muy unido a la familia, que también se ramificaba por la provincia. La otra hija, Ana, era la contestataria que había dado muchos quebraderos de cabeza a sus padres, gente rígidamente católica. Tuvieron que enviarla a terminar el bachillerato a un internado y después echó a volar, primero a Madrid a estudiar Periodismo y luego de varias peripecias y meritoriajes acabó en Zaragoza, trabajando para El Heraldo de Aragón. Venía de vez en cuando a visitar a los padres. El matrimonio de Cristóbal y Covadonga parecía ir bien, al menos por fuera, a pesar de ser caracteres tan distintos y de que resultaba difícil comprender que un hombre como Cristóbal se sintiera atraído por una mujer de esas características. De hecho, se pensaba que el matrimonio, si no lo era ya desde el principio en lo afectivo, había acabado por ser también de conveniencia en ese aspecto. Lo que sí estaba claro era la unión de dos patrimonios, en propiedades y dinero, que todo el mundo consideraba acertada. En cuanto a la niña, adoraba al padre y pasaba más tiempo con la madre, pero esta elección parecía estar dentro de una ortodoxia familiar perfectamente aceptable en el orden social tradicional. En los últimos tiempos, sin embargo, la postración de Covadonga —ese carácter siempre temeroso, acoquinado— y la consecuente deriva de la niña hacia el vitalismo del padre habían acentuado un tanto las diferencias entre madre e hija con el agravante de que la madre se refugiaba en sí misma y en una acentuada hipocondría.
Ésta era, en resumen, la situación al día de la muerte de Cristóbal Piles. El inspector Alameda llevaba tantos años ejerciendo allí su oficio que se conocía al dedillo el mundo social de G…, por lo que su visión del asunto le parecía a la Juez De Marco perfectamente fiable y se despidió de su informador no sin advertirle que le diese cuenta al final de la mañana del resultado de las primeras investigaciones. Estuvo tentada de interrogar al abuelo, pero prefirió esperar. Al fin y al cabo, la madre y la hija aún estaban bajo los efectos de los tranquilizantes y, a juzgar por la información que el inspector le proporcionara, Casio Fernández Valle era un hombre templado al que poco iba a afectar la prisa.
La Juez llegó a la puerta del jardín y contempló todo el espacio a su alrededor antes de cruzar la cancela. El sol era ya claramente visible en el cielo y la luminosidad de la mañana creaba un velo neblinoso más propio de una calima, pero en cuanto levantase, el aire adquiriría una exquisita calidad de transparencia.
«Qué día más inadecuado para abandonar este mundo», pensó mientras avanzaba hacia su automóvil.