La llamada sonó en la Comisaría rayando el alba y el sol seguía sin despuntar cuando la Juez Mariana de Marco llegó a la primera casa de la Colonia del Molino. En rigor, esta casa no pertenecía a la Colonia, era como un adelanto de la misma, situada a la salida del puente que cruzaba el río Viejo. Frente a ella se levantaba una discoteca que cualquiera tomaría por un almacén industrial de no ser por el rótulo luminoso de color fresa que coronaba su fachada y que aún lucía a estas horas pese a encontrarse el edificio cerrado por una persiana metálica cubierta de grafitis. Sólo se abría los fines de semana. La casa era una construcción de dos plantas, un hotelito tradicional de principios de los años cincuenta de un ajado color rojizo. La rodeaba un pequeño jardín cercado con un viejo muro de piedra. La verja de entrada estaba abierta y sus hojas encalladas en tierra. El jardín, en estado de claro abandono, era puro suelo inculto del que sólo brotaban maleza, mala hierba y cardos; también había un par de acacias solitarias a ambos lados del sendero de tierra que conducía a la entrada principal de la casa y al fondo, tras ella, se divisaba una especie de cobertizo medio cubierto por una higuera de gran porte.
Cuando la Juez llegó a la puerta, un primer rayo de sol se reflejó en el cristal de la ventana que quedaba a su derecha y lo sintió como una advertencia. Sobresaltada y todavía somnolienta, se volvió a mirar en dirección al mar, más allá de la discoteca. El grato y temprano resplandor del amanecer asomando tras la ligera elevación del terreno chocó en su percepción con el letrero de neón aún encendido y repentinamente frío y empalidecido por la luz creciente, lo que le provocó un desapacible sentimiento de desubicación. Por un momento pareció desorientada mas en seguida se rehizo y penetró en la casa.
El inspector Alameda, de la Policía Judicial, se encontraba en el vestíbulo de la casa hablando con el agente Rico, de la Comisaría del distrito, al que advirtió con un gesto en cuanto vio entrar a la Juez. A contraluz, la figura de la juez le pareció imponente: una mujer alta, de complexión fuerte, pero esbelta, impresión que realzaba al ir vestida con chaqueta y pantalón y zapatos de tacón alto; aunque apenas veía su rostro, la media melena suelta, el paso vivo y la firmeza con que portaba su gran cartera con una mano mientras con la otra sujetaba el bolso colgado al hombro subrayaban su aire decidido. Se fijó en sus manos grandes y también en la manera de pisar, en el sonido de sus zapatos de tacón. Al llegar a su altura, el inspector comprobó con pesar que le sacaba la cabeza.
—El cadáver está en el cobertizo, señoría —dijo el agente Rico después de saludarla—. Venga por aquí, pasaremos a través de la casa.
La Juez y el forense, que llegaba con ella, se dirigieron al cobertizo donde otro agente tomaba fotografías. Era una suerte de cabaña para almacenar toda clase de trastos, desde un rastrillo o una bombona de butano hasta una bicicleta medio oxidada. De las paredes laterales sobresalían unas pocas baldas atestadas (guantes, botes, frascos…). Una bombilla desnuda colgaba de un cable unido a un casquillo de baquelita con interruptor. El cobertizo era exiguo y apenas si cabían los cuatro alrededor del cadáver; éste estaba tendido en el suelo, boca abajo, en medio de un gran charco de sangre. El agente que fotografiaba dio por concluido su trabajo y se apartó a un lado para dejar paso.
—Con su permiso, volvemos adentro porque aquí hemos terminado —dijo Rico dirigiéndose a la Juez—. Si el forense lo considera conveniente, por nosotros puede usted ordenar ya el levantamiento.
—Por mi parte no hay inconveniente —dijo el forense; miró a la Juez y añadió, como excusándose por su intervención—: Lleva muerto varias horas; debió de morir hacia la medianoche.
Mariana de Marco asintió y los dos hombres salieron. Los de la ambulancia esperaban con aire impaciente, pero ella los detuvo con un gesto. De pie, fue observando atenta y lentamente el interior del cobertizo como si buscase grabarlo al detalle en su memoria; luego miró al hombre tendido en el suelo. Mostraba una herida muy profunda en el cuello, propia de un instrumento cortante muy afilado, y se había desangrado presumiblemente por la carótida. Sin moverse de su sitio, volvió la cabeza al exterior y llamó al inspector.
—¿Cómo murió? —preguntó sin mirarle, con la vista puesta de nuevo en el cadáver.
—Según el forense hay tres tajos laterales, como si hubieran querido asegurar la muerte. Por la forma de los cortes, al menos el primero lo recibió estando de espaldas o en escorzo. Pero es un golpe seco, no un tajo deslizando la hoja. Los otros dos, igual. Probablemente estaba inclinado al recibir el primero y así lo remataron. Para mí que con el primero iba servido.
La sangre había saltado hasta una de las paredes laterales. Mariana retrocedió dos pasos.
—Quienquiera que haya sido debe de tener la ropa muy manchada.
—Los agentes están registrando la casa y los alrededores —dijo el inspector.
Salieron al exterior. El cielo estaba azul, sin una nube y la luz prometía un día radiante. El agente Rico regresó junto a ellos.
—¿Quién vive en la casa? —preguntó Mariana.
—Un matrimonio y su hija. El muerto es el marido. La mujer está arriba, en su dormitorio. La niña duerme con ella. Las dos descansan. También está el abuelo materno. Él es quien se ha ocupado de las dos mujeres. Por lo visto se encontraba anoche en la casa. Ha estado velando toda la noche hasta que ya de madrugada nos llamó a nosotros.
—¿Velando toda la noche? —preguntó Mariana con extrañeza—. ¿Quiere decir que no ha dado aviso hasta el amanecer?
—Así es —corroboró el agente—. Toda la noche en vela desde la hora de la muerte. Raro, ¿no? —añadió con intención.
—Increíble —comentó Mariana—. Y… el cadáver, mientras tanto, tendido en el cobertizo… prácticamente al raso.
El agente asintió con un gesto significativo.
—¿Quiere hablar con él? Está en el piso de arriba —ofreció sonriente.
—No sé; ahora veremos —dijo, pensativa.
Los camilleros se habían hecho cargo del cuerpo mientras ellos hablaban. Mariana echó un vistazo alrededor. El cobertizo estaba casi pegado al cerramiento posterior del jardín. A un lado se extendía la frondosa higuera y en el otro se acumulaban unos toneles con las duelas abiertas y los cinchos saltados; a juzgar por el tinte rojizo en algunas zonas de la madera, debieron de contener vino; además, había unas cubiertas de automóvil desechadas, un par de cajones de plástico para botellas y unas cuantas de vidrio verde, que parecían de sidra, vacías y desparramadas por el suelo. Un poco más allá, casi en la esquina del muro, un gato pardo les observaba fijamente en actitud recelosa.
—Pues ya tenemos por dónde empezar —dijo Mariana. El inspector Alameda seguía a su lado. El agente que acompañaba a Rico se asomó a la puerta trasera para llamar la atención de éste, que se dirigió hacia él. Mientras tanto, los camilleros extendían un gran saco de plástico en el suelo, junto al cadáver.
—Un crimen extraño, ¿no le parece? —comentó el inspector.
—¿Extraño?
—No me refiero a la muerte sino a las circunstancias —aclaró el otro—. En plena noche… con gente en casa… cazado por la espalda…
—Por cierto, ¿qué hace usted aquí en el lugar del crimen? Esto no es todavía asunto de la Policía Judicial.
—Ah, eso… No —contestó el inspector—, no tiene nada que ver. Esta noche no he pegado ojo, me he echado a la calle y he acabado en la Comisaría. Estaba tomando un café con el agente Rico cuando han llamado y me he venido con él y con el otro agente. Un poco de acción despeja la cabeza.
Rico estaba ya de vuelta y se había llegado hasta ellos a tiempo de escuchar la explicación de Alameda.
—No me lo hubiera despegado ni con aguarrás —dijo refiriéndose al inspector—. En cuanto se ha enterado de que teníamos un asesinato entre manos se nos ha pegado como una lapa. Le pirran los asesinatos.
Alameda le dedicó una sonrisa triste.
—Voy a hablar con el abuelo —dijo el agente dirigiéndose a la juez—. ¿Quiere estar presente su señoría?
—No, agente, gracias. Prefiero esperar al informe.
—Como guste.
El agente se adentró de nuevo en la casa.
—¿Le van los asesinatos? —preguntó Mariana al inspector.
—Puede —dijo el otro con cautela; luego cambió de tercio—. Este chico es listo, un chaval muy despierto.
—Es muy joven —comentó la juez.
—Su padre era del Cuerpo. Uno de los buenos. Yo trabajé a sus órdenes durante un tiempo.
—¿Era? ¿Es que murió?
—No. Está retirado. Tiene una casita cerca de Silla. Es valenciano, como yo. Cultiva su pequeña huerta, lee el periódico y pasea mucho, por el corazón.
—Pues ya tiene usted su crimen y a ver cómo nos las arreglamos a partir de ahora —concluyó Mariana dando por acabada su estancia allí. El sol lucía por fin en el cielo y, al volverse ella, la luz hirió sus ojos, por lo que se protegió con unas gafas oscuras que extrajo del bolso—. Yo me voy para el juzgado. ¿Usted se queda? ¿Sí? Pues antes de irme póngame un poco en antecedentes acerca de esta familia. ¿Son gente conocida aquí?
Caminaron juntos por el jardín, a paso lento, mientras el inspector le informaba. Los Piles, la familia del muerto, eran gente conocida en G… de toda la vida. La madre del fallecido, además, provenía de una familia de notable prestigio. El suegro del fallecido, viudo, Casio Fernández Valle, no era oriundo de G…, pero sí de la región. Dos familias reconocidas y con raigambre social, especialmente los Piles.
—Gente de importancia —dijo el inspector—. Localmente.
—Qué descuidado está esto —comentó Mariana, mirando en derredor. Entonces recordó que Casio Fernández estaba aún en la casa, pero decidió ignorarlo por el momento. Lo vería en el juzgado.