Epílogo
EL espejo era enorme y pesado. El marco estaba muy trabajado, y era de oro macizo. Dubhe lo odió desde el momento en que se lo encontró en la estancia.
—Es un viejo espejo, un regalo de bodas que un dignatario le hizo a mi madre —le explicó Learco, tratando de que le resultara más agradable.
—¿No traerá mala suerte? —comentó ella.
El príncipe se encogió de hombros.
—Somos nosotros quienes construimos nuestro propio destino. No es más que un simple espejo.
Tenía razón, pero ella no estaba acostumbrada a encontrárselo delante a todas horas, dispuesto a devolverle incansablemente su imagen. Desde que mató a Gornar, en Selva, había dejado de mirarse. No soportaba ver reflejada su culpa, era como tener un monstruo pegado a la espalda.
Ciertamente, habían cambiado muchas cosas desde entonces, pero ella seguía sintiéndose incómoda. A todas horas temía que la Bestia volviese a aparecer. ¿Acaso la intervención de Theana y de Nihal había bastado para disipar toda suspicacia, para extirpar de su pecho la maldición que la había tenido estigmatizada durante tanto tiempo? Learco le decía que sí todas las noches, besándole la frente. Ella apreciaba aquella demostración de confianza, y sabía que conforme pasaban los días le resultaba más necesaria. Pero también era consciente de que el pasado no puede borrarse, a lo sumo puede superarse. No hay victorias definitivas. La Bestia jamás dejaría de atormentarla: tenía la certeza de que iba a ser así por las noches, cuando se levantaba de la cama bañada en sudor. Soñaba con ella constantemente, y junto a aquella imagen volvían a aparecer en sus pesadillas todas las personas que había matado. Sólo ahora que aquel monstruo ya estaba lejos, había logrado comprender su verdadera esencia. La Bestia representaba todo aquello que nunca había aceptado de sí misma: por un lado había un ardiente sentimiento de culpa, y por el otro un magma oscuro, un hervidero de pulsiones que jamás lograría erradicar por completo de su corazón. Porque la muerte seguía atrayéndola, y la sangre tenía un sabor seductor. Por eso Dubhe no podía mirarse al espejo: tenía demasiado miedo de que el tiempo de la victoria ya hubiera pasado.
—Sabes que tú y yo compartimos el mismo pasado. Yo también he probado la sangre, yo también sigo sintiéndome tentado. Ni tú ni yo podemos librarnos de ello, ambos debemos luchar eternamente contra la zona oscura que habita en nuestro interior. Por eso podemos lograrlo, porque no estamos solos —decía Learco mirándola a los ojos. Estaban quietos frente al espejo, y se miraban en él. Sólo entonces Dubhe lograba hacer las paces con su imagen reflejada. Learco tenía el poder de ahuyentar sus demonios, y cuando estaba él, la Bestia se ocultaba.
Pero aquella mañana estaba sola. Hacía dos días que no veía a Learco, y la Bestia podía estar agazapada en cualquier parte. La sirvienta había ahuyentado las sombras al abrir la ventana. Un espléndido día soleado inundó de luz la habitación, igual que el día que Learco había sido presentado al pueblo, mientras su madre permanecía encerrada en aquella estancia, con las ventanas cerradas y la cabeza oculta bajo las mantas.
Después entraron otras doncellas; dos de ellas llevaban el vestido. Nuevo. La tradición dictaba que llevara puesto el de la madre del príncipe, pero Learco y ella le prendieron fuego una de las primeras noches que pasaron en palacio. Encajes y puntillas desvaídos por el tiempo, todo había ardido con vehemencia, casi con ansia destructiva. Se abrazaron mientras las llamas esparcían chispas en todas direcciones, en el mismo jardín donde se habían citado casi todas las noches a lo largo de un mes.
La vistieron despacio, y peinaron su larga melena con una trenza elegante y refinada, Por un instante, Dubhe echó de menos la larga y sedosa cola que llevaba cuando aún era una ladrona. No estaba acostumbrada a vestir las galas femeninas propias de una dama de alcurnia.
Después, cuando ambas la condujeron delicadamente al espejo tomándola de la mano, contuvo la respiración. Avanzó con la mirada baja, casi con temor de vivir hasta el final aquel sueño. Era el día más hermoso de su vida. ¿Saldría la Bestia de su escondrijo y le saltaría a la garganta? ¿La acompañaría hasta el altar y una vez allí la mataría?
—Adelante, mi señora, no seáis tímida… ¡Estáis bellísima! —dijo una de las doncellas.
Dubhe se armó de valor y alzó los ojos.
Una muchacha, vestida como la reina en que iba a convertirse dentro de poco, pero al mismo tiempo una chica como cualquier otra. El rubor que asomaba bajo la compacta capa de polvos de arroz, la expresión ligeramente perpleja, las manos en el regazo. Eso fue lo que reflejó el espejo. Y se encontró hermosa, realmente hermosa. El vestido blanco, y la diadema reluciendo en su frente la envolvieron de luz, y en todo aquel esplendor no podía haber espacio para la maldición. En ese instante comprendió que no volvería a verla. Era libre, libre de vivir. Sonrió con timidez y se llevó una mano a la boca. Había algo infantil en su risa. Se había convertido de nuevo en una niña, esperaba ansiosa el primer día de verano, segura de que le llevaría cosas fantásticas. Era como retomar una conversación interrumpida, como respirar de nuevo tras una prolongada apnea. Al fin se sentía ligera, después de haber soportado enormes pesos de los que por fin había logrado liberarse. O quizá sólo había encontrado a alguien que sabía compartirlos con ella.
Su risa se hizo contagiosa, y las doncellas, tras un primer instante de desconcierto, también se echaron a reír. Parecían un grupo de jovencitas que acabaran de contarse un secreto.
Dubhe se alisó la falda.
—Vamos allá —dijo, recuperando la compostura.
* * *
Tras la derrota de la Gilda, había pensado que todo mejoraría. Estaba segura de que una vez liberada la Bestia definitivamente y con Learco a su lado, todo resultaría más fácil. Pero cambió de opinión inmediatamente.
Primero llegó el duelo en honor a los muertos; los solemnes funerales por Ido y Sennar, la persecución de los pocos Asesinos que habían sobrevivido a la matanza, y el recuerdo de la Bestia, el peso de la culpa. Pero lo peor fue la soledad. Theana y Lonerin tenían que ocuparse de sus asuntos. Se habían entregado en cuerpo y alma a la reconstrucción, entrando en el Consejo como miembros de pleno derecho. Los esbirros que Dohor tenía en cada una de las tierras bajo su dominio habían empezado a levantar cabeza y estaban litigando por repartirse lo que quedaba del sueño del difunto rey. La guerra había seguido causando estragos durante todo un año, pero ella decidió mantenerse al margen. Por propia decisión, hizo silenciar su papel en la destrucción de la secta. Propuso que se hiciera circular la versión de que Sennar, por medio de su magia, había invocado un animal mitológico que permitió invertir el desenlace de la batalla. Theana y Lonerin protestaron, pero Learco aceptó de buen grado su idea.
—¿Por qué no me dices tú también que debería contarle a todo el mundo lo que hice? —le preguntó una noche.
—Porque sé que no te sientes orgullosa de ello.
Los ojos de Dubhe se llenaron de lágrimas.
—¿Y tú qué piensas al respecto?
—Pienso que estoy vivo únicamente gracias a ti, y que el Mundo Emergido no existiría sin tu sacrificio, pero comprendo perfectamente el horror que sientes.
El joven príncipe había tomado las riendas de inmediato. Había hecho retirar las tropas de los frentes que aún seguían abiertos, había firmado la paz con el Consejo de las Aguas, y había invertido todo un año en desactivar los últimos focos de guerra.
Dubhe se sentía extraña en aquella fase de su vida. Ello no era óbice para que estuviera siempre a su lado. Desde que cayó la Gilda empezó a seguirlo allá adonde iba, dormía en su tienda cuando estaba en campaña y vivía con él en palacio durante los períodos de paz, siendo objeto de los malévolos cotilleos de los cortesanos.
Veía cómo Learco se dejaba la piel por el Mundo Emergido, veía cómo se crecía cuando luchaba por restablecer una paz difícil, y cuanto más lo veía esforzarse, más lo amaba. Pero ésa era su empresa, su forma de expiación. Ella no formaba parte, y se mantenía al margen por voluntad propia.
Lo cierto era que no sabía qué hacer con su propia vida. Learco tenía su reino y su guerra; ¿y ella? Ella sólo tenía a Learco. Jamás se cansaba de apoyarlo, ni de brindarle consuelo cuando, por las noches, llegaba inquieto y extenuado después de alguna reunión en palacio. Pero toda su vida estaba allí. No existía nada más. Echaba en falta tener la posibilidad de hacer algo por sí misma, de redimirse de todo cuanto había hecho en el pasado. ¿Qué estaba haciendo para purgar sus culpas? ¿Cómo las estaba pagando?
Theana y Lonerin se fueron a vivir juntos casi de inmediato y decidieron que no tardarían en casarse. Una ceremonia sobria, bajo la atenta mirada de una estatua de Thenaar que finalmente Dubhe había sido capaz de contemplar sin temor ni recelo.
Y entonces, un buen día, Learco decidió echarle una mano.
—¿Ya sabes qué piensas hacer a partir de ahora? —le preguntó—. Quiero decir, ahora que este mundo por fin está en paz…
Ella se encogió de hombros.
—No me digas que no has pensado en ello, porque sé que no es cierto. Sé que lo estás deseando, y qué no te sientes cómoda, lo noto perfectamente.
Dubhe no respondió, y él siguió hablando:
—Lo primero que haré cuando termine la guerra será coronarme rey. El Consejo de los Dignatarios me investirá, si ése es su deseo. Y a partir de ahí promoveré que cada pueblo elija su soberano.
—Como Nammen —dijo Dubhe con una sonrisa.
—Como Nammen —corroboró Learco, serio—. Y ese mismo día te tomaré por esposa.
A Dubhe le dio un vuelco el corazón. Sabía que no estaba bromeando.
—Creo que ésta es la respuesta que andas buscando. No quiero que seas mi concubina, no quiero que la gente hable a tus espaldas mientras estás en palacio.
Dubhe miró a su alrededor, inquieta.
—Estamos bien así, yo…
—Tú te sientes inútil si no encuentras tu lugar en este nuevo mundo, no ves claro cuál es tu papel. Has destruido la Gilda, y ahora necesitas construir algo.
Dubhe sintió que las lágrimas le nublaban los ojos… no era capaz de decirle que no.
—La respuesta es la siguiente: te convertirás en reina, y reinaremos juntos.
—No puedo, he sido una Asesina.
—Yo también lo he sido, y aún sigo matando en el campo de batalla. ¿En verdad crees que eres peor que yo? Compartimos los mismos pecados, recuérdalo —le dijo, cogiéndole una mano y poniéndola entre las suyas.
Las lágrimas descendían lentamente por sus mejillas.
—Si no sé qué hacer conmigo misma, ¿cómo voy guiar a un pueblo?
—¿Crees que un Estado necesita únicamente certezas? ¿Que un buen rey es aquel que nunca duda? Yo, por el contrario, considero que no hay mejor monarca que aquel que conoce a fondo el tormento, que sabe qué es el pecado. Un pueblo y su rey, si está próximo a lo que sucede en la calle, crecen el uno al lado del otro. Eso es lo que tú necesitas. Me has salvado a mí, ahora ha llegado la hora de que también salves a mi pueblo.
—No puedo —insistió Dubhe—, no puedo.
Siguieron días de indecisión, de dudas. De pronto, notó que Learco se mostraba distante, y finalmente comprendió que tenía que tomar aquella decisión sin contar con la ayuda de nadie.
Durante el viaje a las Tierras Ignotas aprendió a tener fe; junto a Learco había aprendido qué era el futuro, y había deseado tener uno. Ahora tenía que caminar por sí misma, y decidir. ¿Estaba preparada para andar sin ayuda?
Ser reina significaba dejar de apoyarse en los demás, significaba guiar a los otros y ser el timonel de la nave. Nadie la consolaría, pero ella debería consolar; nunca sería hija, sino madre. Y comprendió que no sólo se trataba de su relación con el resto del mundo; también estaba Learco.
Hasta ese momento se había apoyado por completo en él. El sacrificio que llevó a cabo en la Casa —era consciente de ello— no fue sino un acto de amor hacia él. Pero ¿acaso no había hecho lo mismo con Sarnek, y con Lonerin? ¿No había buscado siempre una tabla de salvación? Learco era algo más. Learco era un compañero. Learco era alguien con quien podía compartirlo todo. Era tiempo de dar, no sólo de tomar.
Fue a visitar la tumba de Ido. No era un mausoleo imponente, ni había una estatua. Sólo una lápida desnuda, en la que un misterioso visitante siempre depositaba flores frescas.
No llegó a conocerlo a fondo, pero recordaba perfectamente la conversación que habían mantenido en las murallas del palacio de Laodamea. Él fue el primero que confió en ella. Por eso su muerte le había dejado un extraño vacío en el corazón, una melancólica nostalgia por todo aquello que no había llegado a ser.
Miró la lápida. Pensó en la pregunta que Ido le había hecho a su regreso de las Tierras Ignotas, cuando fue a comunicarle su decisión de matar a Dohor. «¿Encontraste lo que buscabas?».
Cerró los ojos y buscó a fondo en su corazón. Pensó en su vida: en el pasado, en el presente y en el futuro. Y halló la respuesta.
Dejó la flor en la lápida, una simple margarita silvestre que había cogido por el camino.
—Gracias.
Sonrió, y fue al encuentro de lo que acababa de decidir.
* * *
En el jardín, la multitud aplaudió en cuanto la pareja real se asomó a la balaustrada. Dubhe se acordó de que, justo allí, hacía un tiempo, Dohor había celebrado su triunfo. Con la ejecución de Neor, se proponía eliminar a todos sus enemigos internos. Sin embargo, ése fue el principio de su fin.
Estrechó la mano de su marido y sonrió, radiante. Miró a Learco, él correspondió a su caricia y dio un paso al frente. Dubhe se quedó atrás observando a la muchedumbre. Su pueblo. Ahora, la vida de aquellas personas también dependía de ella. Sintió una punzada de miedo. Hasta aquel momento sólo había cuidado de sí misma. ¿Sería capaz de cuidar de la existencia de tanta gente? Apretó con más fuerza la mano de su marido y se puso a su lado, orgullosa. Aquella mañana había escogido a Learco, pero al hacerlo también había aceptado la idea de convertirse en reina. Ya no debía sentir más miedo, no debía echarse atrás. Procuró que su mirada transmitiera firmeza. Antes de iniciar su parlamento, Learco le sonrió.
—Soy feliz de teneros a todos aquí conmigo en este momento de alegría. Estos meses nos hemos enfrentado a duras pruebas, pero por fin podemos decir que hemos vencido. La Gilda ha desaparecido, se ha sellado la paz con la Tierra del Fuego. Se abre una nueva era, ha llegado la hora de instaurar un nuevo reino. Y también tenemos una nueva reina —dijo sonriente. Para su disgusto, Dubhe sintió que todas las miradas iban dirigidas a ella.
Learco recuperó el tono solemne.
—Muchos creyeron que iba a perseguir el mismo objetivo que mi padre, y que acabaría conduciendo este mundo a una unión artificiosa. No es una idea nueva. En el pasado, muchos estaban convencidos, y lo siguen estando en la actualidad, de que la paz del Mundo Emergido pasa por la anulación de las múltiples almas que lo pueblan. La diversidad lleva a la división, la existencia de numerosos reinos que se autogobiernan conduce al caos. Tal vez sea mejor un único rey que administre con puño de hierro, desde el terror, y que reduzca este disonante coro a una sola voz. La del amo y señor.
Un incómodo silencio se extendió entre el auditorio.
—Yo no creo que sea así. Da igual que seamos seres humanos, ninfas o gnomos. Que vivamos en la noche eterna, o hayamos nacido y muerto con el olor del salitre en la nariz. Respeto el deseo de independencia de los constructores de la ciudad de roca, aprecio el carácter indómito de los pobladores de las ciudades-torre. Por eso no quiero reducir nuestro don más valioso, nuestra diversidad, a una estéril unidad ficticia. Un gran rey nos mostró el camino, y yo quiero seguir su ejemplo.
Learco guardó silencio un instante y Dubhe le ofreció una sonrisa.
—Que cada pueblo elija su soberano y su forma de gobierno, que sean restaurados los dos Consejos. A quien diga que estas instituciones ya fracasaron en el pasado, le responderé que hay que permanecer vigilante para velar por la paz. La guerra no es fruto de la casualidad. La guerra sobreviene cuando dejamos de preservar la paz, cuando dejamos de preservarla de verdad. Yo confío en el Mundo Emergido, confío en su gente. Creo que podemos aprender de los errores del pasado, y que estamos preparados para cuidar de nosotros mismos. Por eso sólo regiré los dominios de mis antepasados, la Tierra del Sol y, en consecuencia, hoy me habéis visto recibir la corona de manos de mi pueblo, de un Consejo que el propio pueblo ha elegido.
Se hizo un silencio expectante, denso, y Dubhe se emocionó.
—Tal vez lo mío sea un sueño —prosiguió Learco—. Tal vez esa madurez que veo en la gente del Mundo Emergido aún está lejos de ser una realidad. Pero yo siento que tarde o temprano será así. Y aunque no llegue a serlo, es algo en lo que vale la pena creer, algo por lo que quiero luchar. Ese sueño ha de convertirse en la razón que nos empuje a vivir y a morir.
Inspiró profundamente.
—Y ahora, celebradlo. Un hombre que nos salvó a todos, y cuyas palabras perdurarán por los siglos de los siglos, dijo en una ocasión que la vida es un ciclo, que hay un tiempo para el dolor, y que después vendrá otro para la alegría, y después llegará el sufrimiento, en un círculo eterno que constituye la esencia de todas las cosas. Pues bien, ahora es tiempo de alegrarse, de disfrutar de estos instantes de felicidad, de preservarlos, de mantenerlos vivos. No olvidemos la alegría de este día. Su recuerdo nos ayudará cuando vuelva a llegar la hora de luchar por la paz.
Alzó un brazo a modo de salutación, y la multitud prorrumpió en un sonoro aplauso.
Dubhe prescindió de la etiqueta, soltó la mano de Learco, le pasó el brazo alrededor de la cintura y lo atrajo hacia sí. ¿Cuánto duraría? Nadie podía saberlo. En ese momento toda aquella gente miraba a Learco con veneración, pero tal vez al día siguiente volviera sentir la oscura llamada de la guerra. Por lo demás, ella también seguía soñando con la Bestia. Pero tenía una cosa muy clara. Pensaba luchar. No permitiría que el sueño de un mundo justo fuera aplastado por la sed de sangre.
Sintió que Learco le abrazaba los hombros, y entonces supo que saldría adelante. No habría obstáculo que pudiera detenerla: estaba lista para convertirse en reina.