31

Absolución y sentimiento de culpa

SENNAR y Lonerin corrieron con todas sus fuerzas. A ambos los guiaba la percepción de un poder desmesurado, tan grande que era destructivo e imposible de confinar.

La Casa era un dédalo desierto de corredores que olían a sangre. En todos ellos se abrían como grandes bocas las puertas de las estancias abandonadas a toda prisa. Lonerin miró a su alrededor, consternado. Dubhe estaba logrando aquello que él había soñado siempre: destruir la Gilda hasta sus cimientos.

Sin embargo, en ese momento la devastación de aquel lugar no le producía ningún placer. Había vivido con el deseo de venganza durante tantos años que al final había acabado considerándolo algo imperativo. Pero ahora, simplemente, aquel deseo había desaparecido. Yeshol estaba muerto, así como la mayoría de los Asesinos, y la Gilda estaba contra las cuerdas: eso era lo único que contaba.

Y además estaba Theana, una presencia tan importante en su vida que casi había acabado considerándola una obviedad. Su corazón se llenaba de angustia cuando pensaba en ella, y convertía cualquier deseo de revancha en algo insignificante.

Estaba agotado, no le quedaba ni un ápice de poder, pero el deseo de salvarla seguía manteniéndolo en pie.

Cuando cruzaban el enésimo corredor, sintieron que ya estaban cerca. Al fondo, había una luz roja y gritos cada vez más intensos.

Arrastrándose como pudieron, llegaron a la entrada de una enorme sala, y la vieron: la Bestia estaba ensañándose con un pequeño grupo de Asesinos aterrorizados. Un joven en bastante mal estado, con el cabello tan claro que parecía blanco, abrazaba a San y lo defendía espada en mano. Delante estaba ella. En pie. Bellísima y desorientada. Theana sostenía una lanza envuelta en enredaderas de Latescencia. El poder provenía de allí. Le temblaban las manos. Estaba pálida y demacrada.

Lonerin la llamó con todas sus fuerzas.

* * *

Theana no oía nada. Los gritos, que en cuanto entró estuvieron a punto de hacerla enloquecer, se hicieron menos intensos al cabo de unos minutos. Tenía los ojos cerrados, en un desesperado esfuerzo por concentrarse; ni siquiera percibía los pesados pasos de la Bestia, ni el aire que desplazaba cada vez que se movía. Sólo sentía la lanza que estrechaba con las manos y el poder que ésta hacía fluir hasta sus brazos.

No tenía la menor idea de cómo utilizarla, no conocía el ritual: se había encomendado a su instinto. A fin de cuentas, ella era la última sacerdotisa de Thenaar, y esperaba que el dios comprendiera su gesto.

Recordó la primera oración que le había enseñado su padre, cuando la llevó a la pequeña sala donde oficiaba el culto. Aquellas palabras quedaron impresas en su memoria: «Mi señor, dame la fuerza para honrarte, ilumíname el día, permíteme que lleve tu luz a los heréticos».

La repitió en voz baja, poniendo toda su pasión en ello. Pronunció aquellas palabras con la fe de su infancia, pensando en su padre y en su coraje. Necesitaba la misma presencia de ánimo, la misma abnegación. Pensó, con lágrimas en los ojos, que él se habría sentido orgulloso de su gesto si hubiera podido verla.

«Un día llevaremos la verdadera luz a la Gilda, y mostraremos al mundo toda la absurdidad de sus mentiras. Entonces Thenaar volverá a ser el dios de todos, y su nombre significará esperanza». Y eso era precisamente lo que ella estaba haciendo en ese momento.

La lanza se activó entre sus manos, su inmenso poder se propagó a través de sus brazos y vibró en el aire. Por un instante Theana recuperó la esperanza y blandió el arma, dirigiéndola hacia Dubhe, pero en seguida notó que algo no funcionaba. El poder había quedado confinado entre sus manos, incapaz de superar la barrera invisible que lo contenía. La lanza dejó de vibrar y empezó a absorber todas sus energías.

«¡No, no, no!».

Trató de resistir, aferrándose a su fe con obstinación, pero resultó del todo inútil.

«Sé que no soy una Consagrada, pero ¿realmente importa? ¡Dame la fuerza, Thenaar, yo te invoco!».

El mundo empezó a desvanecerse a su alrededor. Theana sintió que la vida fluía fuera de su cuerpo, pero no se rindió. Había hecho una promesa. Había jurado que correría el riesgo, y que lo lograría. Dubhe era su amiga, y mientras tuviera fuerzas suficientes para resistir, no pensaba renunciar.

* * *

—¿Qué está haciendo?

Lonerin estaba a punto de intervenir, pero Sennar lo empujó contra la pared. El joven agarró al mago por la túnica y lo zarandeó, presa del pánico.

—¿Dime qué diablos está haciendo?

Sennar lo miró con ojos glaciales.

—Está tratando de utilizar un artefacto élfico —respondió con voz sombría—, pero no lo logrará.

A Lonerin le sobrevino una náusea incontrolable.

—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?

Sennar lo sujetó por los hombros y lo atrajo hacia sí.

—Sólo alguien que tenga sangre élfica puede manipular objetos de esta naturaleza, y si ésa es la lanza que imagino, ni siquiera un elfo puede activarla.

El joven lo miró con desesperación.

Sennar prosiguió, impertérrito:

—La lanza de Dessar es una arma legendaria. Apenas existe información al respecto, tanto es así que yo la daba por desaparecida. Posee enormes poderes, y se dice que también puede anular los sellos.

Un destello de comprensión iluminó la mente de Lonerin. Dejó escapar un gemido involuntario.

—Sólo un Consagrado puede utilizarla, o eso es lo que dicen las Crónicas, sólo alguien como Nihal.

Lonerin cerró los ojos y se armó de valor. Trató de apartarse de la pared y de ir hacia donde ella se encontraba. Las piernas no le respondieron, y Sennar tuvo que volver a intervenir para que no se desplomase.

—¡Déjame!

—¿Adónde crees que vas? ¿Acaso no ves en qué estado te encuentras?

—¡Tengo que detenerla!

Sennar lo mantenía inmovilizado contra la pared con una mano. Su mirada vagaba del chico a Theana, que se hallaba a su espalda, en línea recta. La joven se tambaleó, pero logró mantenerse en pie a duras penas.

—Tengo que salvarla, ¿es que no lo entiendes? ¡Ella lo es todo para mí, todo! —gritó Lonerin.

Sennar se lo quedó mirando un instante, y en sus ojos brilló una nueva determinación.

—El talismán.

Lonerin lo miró desconcertado.

—¿Quieres salvar a tu amiga? Dame el talismán.

Tuvo que esforzarse para lograr sacarlo de donde estaba; lo había metido en un bolsillo de la túnica cuando abandonaron la estancia donde Aster estaba preso.

Sennar lo sujetó.

—Pase lo que pase, no te muevas de aquí —le ordenó. Y se dirigió a toda prisa hacia donde se encontraba Theana.

* * *

La idea le acudió de pronto. No se paró a pensar en las consecuencias, eso carecía de importancia. Al cogerlo, notó que el talismán estaba tan frío como aquel día, y se le encogió el corazón. Pronto habría acabado todo.

Se acercó a Theana, asió la lanza, y al instante sintió que un inconmensurable poder le exprimía todas las fuerzas. Poco después sintió que su espíritu estaba siendo atraído. Aunque su cuerpo apenas conservaba ningún poder mágico, la experiencia jugaba a su favor. Logró retener la energía residual que le quedaba y la transfirió al talismán. Por sí mismo jamás lo habría logrado, pero sabía que aquel artefacto amplificaría los poderes de aquel que lo utilizara correctamente. Bastaba con transformar su propia debilidad en una arma, y así lo hizo.

Fue como si creara un puente. El talismán resonó al unísono con la lanza, y Sennar aprovechó aquella chispa de poder que le había sido concedida para repetir el encantamiento todo lo aprisa que pudo. Eran las mismas palabras que había pronunciado aquella tarde para ver por última vez a Nihal, pero en esta ocasión el encuentro no se produciría a mitad de camino entre dos mundos: sería ella quien iría a él.

La luz se extinguió, y aquella oscuridad fue la confirmación de que lo había logrado.

«¿Por qué?».

Aquella simple pregunta bastó para hacerlo enloquecer. Era su voz. Nihal estaba de nuevo allí, con él.

«Era esto lo que tenía que hacer, ¿no es así? Por eso dijiste que aún iban a necesitarme…», murmuró el mago.

Sennar sintió cómo toda aquella sosegada tristeza que ella transmitía invadía el limbo en que se encontraba.

«Lonerin, San y el Mundo Emergido iban a necesitar tu ayuda, en efecto», le respondió ella.

Sennar tragó saliva, su fuerza se desvanecería de un momento a otro, y todo se apagaría para siempre, lo sabía. Pero esta vez ya podría marcharse sin remordimientos.

«Ahora somos nosotros quienes te necesitamos, Nihal, necesitamos el poder de una Consagrada».

La sentía cercana e inaccesible a la vez, tan próxima que desató en él un deseo incontenible de verla nuevamente, de tocarla.

Ella no respondió a su invocación, de modo que él prosiguió:

«La chica que nos ha permitido llegar hasta aquí, nos ha allanado el camino a costa de su propia vida, está a punto de morir, yo ya estoy cansado de este mundo que siempre ha de devorar carne joven para subsistir. Hay otra chica que está tratando de salvarla. Más sangre fresca, otro sacrificio intolerable».

Sennar sintió que le fallaban las fuerzas, y un cansancio mortal atenazaba sus piernas. Apretó los dientes.

«Sólo tú puedes utilizar la lanza de Dessar. Sólo tú puedes salvar a Dubhe y a Theana».

No podía verla, pero percibió que Nihal sonreía.

«¿Recuerdas cuando no quería ser la elegida? ¿Recuerdas cuán pesado me resultaba mi destino?».

Una lágrima se escurrió por la reseca mejilla de Sennar a modo de respuesta.

«Pero al fin he comprendido que mi hado no es una maldición, que hasta en el surco de un camino ya trazado existe libertad de elección».

Sennar sintió el peso de todo el tiempo transcurrido y anheló la paz que ella inspiraba. Tuvo la certeza de que muy pronto él también disfrutaría de aquella beatitud.

«Quiero volver a verte…».

«No tardará en llegar».

«No. Quiero verte aquí y ahora, como si estos largos años sin ti no hubieran existido. Quiero verte en carne y hueso…».

Sennar hizo acopio de fuerzas y logró abrir los ojos. Había mucha luz, y la lanza temblaba. Theana había dejado de agitarse y parecía transfigurada. Había algo nuevo, un aire de fortaleza en su aspecto, algo que Sennar reconoció de inmediato. Se sintió embargado por una alegría arrolladora. El cabello rubio y ensortijado de la maga se volvió corto y azul, y su cuerpo, delicado y sinuoso, ahora era robusto y ágil. La túnica había desaparecido, y en su lugar lucía ropa de campaña de cuero negro.

Sennar sonrió extasiado.

Nihal se volvió hacia donde él estaba. Era la misma jovencita que apenas acababa de convertirse en mujer. No había pasado ni un día: su cuerpo era como entonces; la determinación y la tristeza de su mirada igual de nítidas e inmutables. Ya no era un fantasma invocado mediante una Fórmula Prohibida, sino una joven de carne y hueso, una guerrera decidida a culminar su misión.

Sostenía la lanza con seguridad, la espalda erguida y los brazos por delante, firmes. Miró a Sennar un instante, le sonrió, y al momento tensó el rostro. Habló en élfico, y Sennar entendió todo lo que dijo:

—La Consagrada te llama, Shevraar, e implora tu poder para ahuyentar a los demonios y romper oscuros sortilegios. Que el poder de los impuros sellos sea destruido, que el orden sea restablecido. Dispersa a la Bestia y libera a tus hijos.

El aire se saturó de una extraña y placentera calidez que sabía a vida y a primavera. La lanza volvió a emitir un sonido —ahora sonaba como una especie de canto—, y Sennar se sintió libre, feliz como no se sentía desde hacía muchos, muchísimos años.

Una luz cegadora lo invadió todo, y por un instante el lugar se transformó. Ya no había sangre en las paredes, ni cuerpos destrozados por los suelos. Las piscinas desaparecieron y la estatua de Thenaar perdió su aspecto feroz. La lanza brilló en su mano con una luz verdadera, al igual que la espada, y su rostro adoptó una expresión severa y ecuánime. Ya no había ningún niño a sus pies, ninguna opresiva bóveda de roca sobre sus cabezas, sólo la inmensidad de un espacio sin límites.

La Bestia se quedó paralizada en plena actividad destructiva. Gimió, gritó, pero su voz ya no llegó a oídos de Sennar, porque allí reinaba la paz, ya no había lugar para la rabia ni el odio. El monstruo se retorcía, impotente. Su piel hirsuta comenzó a exhalar delgadas volutas de humo, y su cuerpo pareció desvanecerse en el aire. Las convulsiones fueron haciéndose cada vez menos violentas, y su furia se transformó en un grito ahogado. Los colmillos menguaron, las garras crujieron y desaparecieron lentamente. Las desproporcionadas dimensiones de su cuerpo fueron reduciéndose hasta volver a ser las de una joven, y Sennar reconoció de nuevo a Dubhe, la muchacha triste con quien había compartido el viaje hasta aquel lugar maldito. Fue lo último que pudo distinguir.

Le pareció que caía de espaldas, pero no tuvo la sensación de que se golpeaba contra el suelo. La imagen de Nihal ocupaba todo su campo visual. Sonreía tranquila, con la lanza en la mano.

Sennar la miró, extendió la mano hacia donde ella se encontraba. A diferencia de aquella tarde en que la había invocado y se había reunido con ella a medio camino entre los dos mundos, esta vez sus dedos tocaron su carne cálida y suave. Derramó lágrimas de alegría.

—¿Puedo venir, ahora? —musitó.

Nihal tomó la mano de él, la llevó hasta su rostro y descansó la mejilla en su palma, vibrando al sentir aquel contacto.

—Sí —respondió con los ojos brillantes—, ahora sí.

* * *

Lonerin asistió a la escena sin poder pronunciar una palabra. No pudo distinguir con claridad cuanto sucedió, sólo vio una luz cegadora, acompañada de una extraña sensación de bienestar. Theana apenas era visible en medio de toda aquella blancura, una pequeña figura de pie, con la lanza en las manos, apuntando a la Bestia.

Después la luz se apagó de golpe. A su alrededor todo parecía envuelto en una oscuridad infinita. Avanzó gateando, le temblaban los brazos y las rodillas, que apenas lo sostenían.

—Theana, Theana…

Logró verla: estaba tendida en el suelo; se abalanzó sobre ella y le sostuvo la cabeza. La llamó, desesperado.

La joven abrió los ojos lentamente.

—Nihal… —murmuró.

Lonerin la abrazó con violencia, liberando a través de las lágrimas toda la tensión y la ansiedad que había sentido al pensar que la perdía. Theana correspondió tímidamente a su abrazo, y permanecieron así, el uno en brazos de la otra, en medio de aquella sala arrasada que ya pertenecía al pasado.

* * *

Cuando la lanza liberó su poder, Learco abrazó a San con todas sus fuerzas. Las paredes se disolvieron, y los grotescos cuerpos de los pocos Asesinos que aún quedaban también se dispersaron en medio de aquel fulgor deslumbrante.

Entornó los ojos: era como mirar el sol, pero en el centro distinguió la silueta de la Bestia retorciéndose entre espasmos de dolor.

Y entonces sucedió el milagro.

Learco la vio, pero no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. Desde que había entrado en aquel lugar, había dejado de hacerse ilusiones. Luchó, pues se puede seguir batallando aun sin esperanza, pero en el fondo de su corazón sabía que no había nada que hacer, que el breve sueño que había vivido había muerto antes de llegar a nacer realmente.

Sin embargo, quedó consternado ante la evidencia. Poco a poco fue reconociendo los rasgos de Dubhe, a medida que resurgían del cuerpo de la Bestia, y se sintió tan aliviado que creyó que no podría resistirlo. La llamó: su grito rasgó el sobrenatural silencio reinante. Y entonces la luz se extinguió.

San temblaba agarrado a su pecho; sentía cómo le apretaba los brazos con sus pequeñas manos. «¿Qué era eso, qué era eso?», preguntaba aterrorizado.

De pronto se impuso una artificiosa quietud. La oscuridad se dispersó y Learco vio que en el suelo había dos cuerpos abrazándose y compartiendo un llanto liberador. Un anciano tendido boca arriba, vestido con una túnica de mago parecía estar dormido. A su lado, un cuerpo encogido en posición fetal respiraba ruidosamente. Allí estaba.

Learco se liberó del abrazo de San y echó a correr hacia ella.

Dubhe tenía el semblante pálido, pero su rostro jamás había reflejado tal sensación de paz. La suya había sido una larga historia de penas y sufrimientos. Ahora tal vez se abriría ante ellos la posibilidad de renacer, de disfrutar de una vida en la que el sentimiento de culpa no pesara como una eterna condena. Tal vez ahora, su amor podría tomar la senda lenta y tranquila por la que discurren los sentimientos más profundos.

Apoyó una mano en su hombro, volvió su rostro con suavidad y la vio arquear las cejas levemente. Apartó de su frente el cabello empapado en sudor y la contempló con su apariencia real. El filtro que había estado tomando durante su estancia en la corte había dejado de surtir efecto, y su cabello volvía a ser el de siempre. Era exactamente como la recordaba cuando la había visto, siendo aún una niña, por primera vez, asistiendo a una matanza de la que él mismo había sido cómplice. Pensó que era muy hermosa, más de lo que recordaba.

Ella abrió los ojos lentamente, unos ojos negros y profundos. El abismo jamás desaparecería de aquella mirada, pues el tiempo no cura todas las heridas, pero ya encontraría el modo, con el paso de los años, de llenar aquellos pozos con otras muchas cosas, de hacer que el dolor germinase y le permitiera dar frutos.

Dubhe lo reconoció al cabo de unos instantes, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se incorporó con esfuerzo, y lo abrazó desesperadamente, como había hecho en la buhardilla de palacio.

—¿Estamos muertos? —preguntó.

Learco hundió el rostro en su cuello y aspirando el olor de su piel, amargo y dulce a la vez, un olor que pensó que jamás podría volver a disfrutar.

—No, gracias a ti.

—No quiero volver a perderte —dijo ella, llorando como una niña—. Sin ti, no existo.

Learco la estrechó entre sus brazos.

—Eso no sucederá —le susurró al oído.

* * *

San tardó un tiempo en moverse. Nadie le prestaba atención, y la luz cegadora se había extinguido. Había pasado miedo. Primero por la visión de aquel monstruo inmenso, después por aquella especie de terrible encantamiento que la chica rubia había invocado. Se había aferrado a Learco mientras un solo pensamiento martilleaba su mente sin cesar. «¡Es por mi culpa, es por mi culpa!».

Al contemplar la carnicería de aquella sala sintió una arcada atenazándole el estómago. Todos eran Asesinos. Era una imagen que había acudido a su mente en numerosas ocasiones durante el viaje con Demar: la Gilda destruida gracias a la intervención de su magia, pero en el sueño no había aquel olor acre e insoportable. No había toda aquella sangre, no había todo aquel horror. Aquella visión no le producía la menor satisfacción. Comprendió en un instante su propia locura; el error no sólo había sido ir allí sin ser del todo consciente de sus poderes, sin tener la capacidad de llevar a cabo lo que se había propuesto. El error había sido haber deseado perpetrar una carnicería, haber clamado venganza con tal saña. Al fin comprendía las palabras de Ido. ¿Se sentía mejor ahora que la Gilda ya no existía? ¿Aquellos cuerpos destrozados les devolvían realmente la paz a sus padres?

El nudo de dolor que le oprimía la garganta desde el día en que los Asesinos habían entrado en su casa seguía allí, inextricable, y ninguna de aquellas víctimas podría deshacerlo. Aquél no era el camino para alcanzar la paz.

Se sentía desesperado. No había hecho más que complicar las cosas. Su herida jamás cicatrizaría, y eso era algo con lo que también tendría que lidiar a partir de entonces: su sentimiento de culpa por todo cuanto había hecho y pensado.

Se topó con el cuerpo de su abuelo. Tenía los brazos abiertos, y la palidez de su rostro era indescriptible. No obstante, tenía una expresión beatífica, como si finalmente hubiera hallado su camino.

«Mi única familia», pensó San. Recordó las últimas palabras que le había oído pronunciar el mismo día que se conocieron en Laodamea. Le dijo que cuando acabara aquella historia ambos vivirían juntos.

Se preguntó si debería estar triste, pero no sentía nada. Sólo una sorda nostalgia por aquello que podría haber sido y ya no llegaría a suceder.

Ahora estaba solo de verdad. Avanzó entre los escombros, alucinado. Los pocos supervivientes que seguían en pie vagaban como demonios sin espíritu, pero los ignoró. Necesitaba aire, necesitaba salir.

«Ido».

Era a él a quien quería encontrar. Sabía que si lo compartía con él, aquel momento no sería tan terrible. Él podría cargar sobre las espaldas el dolor que ahora sentía, él le diría lo necesario para aliviar aquella opresión que le aplastaba el pecho como un insoportable peso. Su perdón aligeraría aquel sufrimiento.

Subió una escalera y se halló en el templo destruido. La construcción por la que había caminado unos días antes ya no existía. Las llamas punteaban aquí y allá la oscuridad absoluta de aquellas tierras, y un acre olor a quemado le hizo toser. Caminó a lo largo de la nave principal, entre columnas derribadas que se alzaban hacia el cielo sin nada que sostener. La estatua de Thenaar también había sido abatida: su cuerpo se erguía entre los escombros, pero la cabeza había acabado hecha añicos.

«Ido».

San cruzó la gran puerta central y salió al llano. El cadáver de un dragón yacía a poca distancia, casi enteramente consumido por las llamas. Los árboles estaban quemados, y los cuerpos de los Asesinos allí también constituían el atroz botín de aquella batalla.

«Ido».

Un rugido se elevó en el aire saturado de humo. San corrió en la dirección de aquel sonido, convencido de que donde estuviera el dragón por fuerza tenía que estar Ido. Cuando distinguió el perfil del animal, el corazón le dio un vuelco.

«¡Es él, lo he encontrado!».

Se permitió albergar esperanzas, el más valioso de los lujos.

—¡Ido! —gritó mientras corría. Lo vio, sentado, con la espalda apoyada en el vientre de Oarf. Estaba cansado, estaría reposando, pensó.

Se arrodilló impetuoso ante él y al instante le rodeó los hombros con sus brazos.

—¡Perdóname, Ido, perdóname!

No obtuvo ninguna respuesta. El crepitar del fuego agonizante llenaba toda la explanada, y el viento barría el aire formando soñolientas volutas de humo.

«Ido…».

Su corazón lo supo antes de que viera la gran herida en su estómago, antes de que reparase en su palidez mortal. Se apartó lentamente de él, apoyó las manos en el suelo, entre las cenizas. Cenizas, eso era todo cuanto le quedaba. Y él había sido quien había atizado el fuego que había consumido todo lo que le restaba en la vida.

—¡Me juraste que volverías! —gritó con una rabia incontenible, pero sabía que no era culpa de Ido, que no era culpa de ninguna de las personas que habían llegado allí por él. Se maldijo con toda su alma, y deseó morir, hundirse en la tierra y dejarse llevar hacia la paz que reinaba en la nada.

Gritó hasta quedarse afónico. Cuántas muertes por un instante de locura. Cuánto dolor, cuánta sangre por un único error.

La soledad se materializó ante él, y se hizo certeza. Jamás podría sustraerse a aquella verdad. Tenía que sufrir para expiar, tenía que hacerlo en memoria de Ido y de todos aquellos que habían sacrificado la vida por causa de su soberbia.

Las lágrimas empezaron a descender por su rostro, copiosas.

Sintió que alguien le tocaba el hombro, y se sobresaltó. Por un instante tuvo la irracional idea de que era Ido. Tal vez se había equivocado, tal vez todo aquello sólo fuera una pesadilla. Abrió los ojos, esperanzado, con una sonrisa a punto de aflorar a sus labios: se topó con los ojos rojos del dragón.

Su mirada era de comprensión, de sabiduría. Compartían el mismo dolor, un dolor que el animal ya había experimentado demasiadas veces a lo largo de su vida.

—No quiero tu piedad —le espetó San entre sollozos—. No la merezco.

El dragón siguió mirándolo, paciente. San captó una pregunta silenciosa en su mirada, y al fin comprendió.

«¿Por qué no? Quizá sea la única cosa que aún puedo hacer».

Temblando, cogió en brazos el cuerpo de Ido y lo depositó en el suelo. Buscó su espada, y la vio sobresaliendo del pecho de un hombre que yacía boca arriba. No sin esfuerzo, logró extraérsela, y la reconoció: era la espada de su abuela. La espada de cristal negro. Se volvió hacia Oarf y todas sus dudas se disiparon.

Se ciñó la espada al cinturón, miró a Ido con los ojos húmedos y se arrodilló ante él.

—Perdóname —dijo—. Sé que no sirve de nada decirlo, pero al fin he comprendido.

Se enjugó el rostro con el dorso de la mano y subió a la grupa del dragón. Oarf se tendió cuanto pudo para ayudarlo. Era una sensación distinta a la de la primera vez, y no pudo evitar pensar que entonces estaba con Ido… Por un instante se preguntó si sería capaz de cabalgar. Oarf respondió a su pregunta muda.

Se encabritó, desplegó las alas en el aire cargado de humo y rugió con violencia. Y al instante se impulsó hacia el cielo, ignorando las heridas recibidas en combate. Su silueta se difuminó rápidamente en la oscuridad de la noche.