30
Regresos
ENTRE los dos mundos reinaba la quietud. Aster ya no se movía, y tampoco hablaba. Había dicho todo lo que le importaba, y ahora sólo deseaba marcharse. Estaba inmerso en aquella nada cegadora, con los brazos abiertos y la mirada serena de quien ha hecho todo lo que debía sin arrepentirse de ello.
Lonerin se sentía confuso. Ya no percibía su cuerpo, y su mente también empezaba a desvanecerse. Había momentos en que apenas recordaba dónde se hallaba y, sobre todo, por qué estaba allí. ¿Qué palabras debía decir a continuación? Las sabía, las había repetido como un mantra todas las noches, tanto que al final habían pasado a formar parte de su espíritu. Había aprendido aquella cantinela incluso antes de lograr invocar fuera de su cuerpo el alma de los objetos. Las palabras eran lo primero que había llegado, y ahora se le estaban escapando.
Hurgó en su mente, agarrándose con fiereza a su autoconciencia. Era todo cuanto le quedaba. Y entonces las vio emerger lentamente, una a una, confusas, como tinta desvaída en un viejo pergamino. Volvían a aflorar a su conciencia en desorden, pero sabía que no debía dejarse llevar por el pánico: Sennar se lo había dicho:
«En una empresa de esta magnitud la calma resulta fundamental. Es como en una batalla. Ido siempre ha sido un extraordinario guerrero precisamente por esto: porque se mantenía frío como el hielo mientras combatía, y se lo enseñó a Nihal. Lo mismo vale para un mago. Si dejas que el pánico se apodere de ti, te resultará imposible recordar la secuencia exacta de las fórmulas y el correcto equilibrio de poderes que deberás usar. Los espíritus sentirán tu turbación y te rehuirán, no se dejarán convencer para secundar tus plegarias».
Pero ¿cómo mantener la calma? Su cuerpo estaba perdido no sabía dónde, en medio del caos de la Casa, y no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo. Y además, estaba la muerte. Percibía su hálito en aquel lugar que iba volviéndose más frío minuto a minuto. ¿Y si no tenía suficiente energía para salir de allí? ¿Y si su destino era que su vida acabara en aquel limbo?
«Tranquilo. Ahora no pienses en tu suerte, no estás aquí para esto. Lo que estás haciendo no lo haces por ti, y probablemente eso te asusta. Pero recuerda que estás luchando por un bien superior, lo estás haciendo por todo el Mundo Emergido».
La paz descendió a su corazón. Era como si ya estuviera muerto, se dijo, por eso no había que tener miedo. Que fuera lo que tuviera que ser, había tanto en juego que ya no importaba. Sólo tenía que cumplir con su deber, lo demás carecía de importancia.
Las palabras fueron ocupando el lugar que les correspondía, esta vez claras y límpidas. Lonerin las pronunció escandiendo bien las sílabas. Y cuando hubo terminado se sintió vaciado, libre y tranquilo de nuevo. Abrió los ojos y miró a Aster.
El niño sonreía, sereno.
—Gracias —dijo simplemente.
El blanco empezó a penetrar en su esencia, y su cuerpo fue desvaneciéndose poco a poco, como humo que se dispersa en una habitación.
Lonerin lo miró a los ojos, y en un instante comprendió el significado de la muerte. No le dio miedo, y fue capaz de aceptarla por lo que era. Comprendió su fascinación y su tristeza e hizo suya la paz que irradiaba.
Se había acabado, para siempre. Por mucho que, fuera de allí, el mundo se derrumbase y acabara destruido, Aster ya no iba a regresar. Su oscuro fantasma ya no volvería a amenazar el Mundo Emergido. Lo había logrado.
Lonerin recordó las palabras de Sennar: en el futuro, ya habría espacio para otro dolor, pero ahora era tiempo de paz. En cuanto a él, ya no le importaba que todo acabase ahí. Había algo agradable en aquel desvanecerse lentamente, algo que lo cautivaba. Y al final, cuando aquel blanco cegador lo invadió todo, sonrió.
* * *
Learco, Theana y San se dieron a la fuga de inmediato. Los corredores por donde pasaban estaban vacíos, habitados únicamente por una serie de gritos inhumanos. Cada vez que los oía, Learco creía que el corazón iba a estallarle en el pecho.
«¡No puedo, no puedo, no puedo!».
Se detuvo de golpe y entró en una celda que encontró abierta. Empujó adentro a sus dos compañeros y cerró la puerta.
—Quedaos aquí —les indicó con voz trémula—. Tengo que ir a buscar a Dubhe.
Sabía que estaba violando la palabra que le había dado a Ido, pero allí se sentirían seguros. La Gilda se hallaba demasiado ocupada combatiendo a la Bestia para estar pendiente de ellos. Ya iba a volverse para emprender la búsqueda, cuando una mano lo sujetó de la muñeca y lo retuvo.
—No es necesario —dijo Theana. Estaba cansada, pero había decisión en su mirada—. Sé cómo salvarla.
Learco sintió una punzada en el corazón. La maga habló muy de prisa, tanto que el príncipe apenas podía seguirla.
—Sé que existe una lanza mágica capaz de romper los sellos. Está aquí, en la Casa, en alguna parte, probablemente cerca de donde se encuentra confinada el alma de Aster. Creo que la utilizaron para invocarlo, y es la única cosa que puede salvar a Dubhe.
—Dime dónde está e iré a buscarla mientras vosotros permanecéis aquí, a salvo.
Theana sacudió la cabeza.
—No sé dónde está exactamente, pero, en cualquier caso, tú no puedes activarla.
—¿Se precisa un mago?
La chica miró a su alrededor, azorada.
—Se precisa a alguien que esté consagrado a Thenaar —respondió al fin.
—Pero ¡tú no eres una Consagrada, no lo lograrás nunca!
—Tú tampoco, y ni siquiera eres mago. De nosotros dos, yo soy la única que tiene alguna esperanza de hacerla funcionar.
Learco no acababa de decidirse.
—Lo que está claro es que San debe quedarse aquí —aseveró, volviéndose hacia el niño.
Al instante, el chico sacudió la cabeza y se agarró a la túnica de la maga.
—No podéis pedirme que me quede aquí mirando, y menos solo —dijo con una voz entre atemorizada y altiva—. Hicisteis una promesa y, además, tengo derecho a ir con vosotros. En el fondo soy el causante de todo esto.
Learco estuvo dudando unos instantes, y al fin abrió la puerta y salió al corredor desierto.
—Vamos.
* * *
Corrieron con todas sus fuerzas. Ya no quedaba nadie. Learco sintió que la cabeza iba a estallarle. Cada minuto que transcurría allí abajo era vida que escapaba del cuerpo de Dubhe. Se imaginaba la mente de la joven disgregándose fragmento a fragmento, deslizándose hacia la locura, y comprendió que era más de lo que podía tolerar. Él también estaba enloqueciendo, percibía el dolor de ella en sus propias carnes, y no deseaba una libertad a un coste tan alto. El reino del que iba a ser Soberano tenía que basarse en otras premisas distintas a la insensata matanza que estaba perpetrándose allí abajo.
Se dividieron para poder escudriñar todas las estancias que hallaron abiertas, pero no vieron nada. Cuando se reencontraron en el corredor, se intercambiaron miradas, sin saber qué hacer. Learco sentía deseos de gritar. No lograba dar con la solución, y eso estaba volviéndolo loco.
—Hay un modo —dijo de pronto Theana. Cerró los ojos y extendió la palma de la mano—. Se suelen usar piedras; quizá no funcione tan bien, pero espero que haya suficiente con mis poderes.
Su frente empezó a transpirar. Le temblaban los párpados, como si estuviera soñando. Transcurrido un tiempo que les pareció infinito, y tras un enorme esfuerzo de concentración, por fin volvió en sí. Abrió los ojos.
—Por allí —dijo.
Echaron a correr.
—¿Qué has hecho? —le preguntó Learco.
—Revelaciones del mundo mágico —respondió ella mientras avanzaba con dificultad—. Si me encontrase en mejores condiciones, habría tardado mucho menos.
Recorrieron varios corredores en los que ya habían estado, caminaron entre estancias desiertas y al fin entraron en un estudio.
—Es aquí —dijo Theana, deteniéndose. Estaba extenuada a causa del esfuerzo.
Aquel pequeño espacio estaba iluminado por la luz de dos braseros de bronce. En el desordenado escritorio había varios libros manchados de sangre. Al lado, el cadáver de una Victoriosa yacía contorsionado en el suelo.
De pronto, el grito de la Bestia retumbó en una de las alas de la Casa. Learco se tapó los oídos con las manos, desesperado, pero Theana no desfalleció. Empezó a buscar por todas partes, frenética.
—¡Ayudadme, vamos! —gritó volviéndose hacia donde se encontraban Learco y San.
El niño se quedó inmóvil en una esquina, como hipnotizado por el grito de la Bestia, pero Learco logró reaccionar al fin. Tenía que sobreponerse, comportarse como un hombre. Recorrió con los dedos el perfil de una estatua que representaba a un niño, en busca de un mecanismo que abriera alguna habitación oculta o un pasadizo secreto. Resultaba lógico pensar que un objeto tan importante no debía de estar a la vista. Dio con una aspereza, hizo presión y uno de los estantes de la pared se desplazó hacia delante. Theana se introdujo de inmediato en el hueco y Learco la siguió. En un nicho excavado en la roca, apoyada entre dos mullidas envolturas de tela, había una lanza.
Resplandecía. La punta afilada y refulgente, el asta decorada con motivos en forma de hojas y enredaderas parecía tener vida propia. En el punto donde entraba en contacto con el suelo habían germinado unos brotes de Latescencia que trepaban a su alrededor, envolviéndola. Aquel objeto irradiaba una aura increíblemente poderosa. Learco también sintió su influjo, y ya no tuvo la menor duda de que aquélla era la lanza mágica que estaban buscando.
Theana la miraba con ojos extasiados; extendió las manos temblorosas hacia el objeto. Y entonces una terrible sacudida hizo temblar las paredes. Sobresaltada, sujetó la lanza y tiró de ella. Las plantas ofrecían resistencia, y Learco vio con toda claridad cómo volvían a trepar por el asta para retenerla en el nicho. Sin pensarlo dos veces, sujetó la lanza a su vez y tiró con fuerza.
Fue como si hubiera metido las manos en una hoguera. Se sintió absorbido por su potencia, y percibió un calor insoportable en las palmas de las manos. Apretó los dientes a causa del dolor, pero no cedió, y al fin logró arrancarla de su base. Theana cayó al suelo por el impulso. Ahora sólo la sostenía Learco. Sintió un cansancio mortal en los brazos, y se le nubló la vista.
«¡Maldita sea!», pensó, tambaleándose. Theana le arrebató la lanza y al momento recuperó las fuerzas y se le aclaró la vista. Miró hacia el nicho y observó que las plantas habían muerto: ahora sólo eran bulbos atrofiados.
La maga estaba en el suelo, jadeante, y él se arrodilló a su lado.
—¿Puedes con ella? —preguntó inquieto. Vio cómo sus manos asían convulsamente la lanza, mientras la Latescencia, pulsante de vida, se enroscaba en sus muñecas.
Ella asintió con convicción, pero estaba mortalmente pálida. Aceptó la mano que le brindaba para incorporarse y procuró mantenerse en precario equilibrio sobre las piernas.
—Deja que la lleve yo… Al menos hasta que encontremos a Dubhe.
Theana lo miró indecisa.
—Para ahorrar fuerzas —añadió Learco, y ella se dejó convencer.
Sujetó la lanza con convicción, y de nuevo sintió que se le aflojaban las piernas y la vista le fallaba. Pero no se dio por vencido: hizo pasar delante a sus compañeros y los siguió con los dientes apretados. La cabeza le daba unas vueltas terribles, pero no quiso rendirse. Seguía oyendo el sonido desesperado de los gritos de Dubhe.
Siguieron avanzando por los corredores y alcanzaron el corazón palpitante de aquel antro, allí donde los Asesinos estaban jugando su última partida. El hedor a muerte los asaltó de repente. Al fondo había una luz roja, y la imagen indeterminada de un cuerpo enorme.
Llegaron a una sala inmensa con el techo muy alto. En una de las paredes, una estatua representaba un hombre de rostro feroz que blandía una flecha en una mano y sostenía una espada con la otra. Tenía los pies sumergidos en sendas piscinas llenas hasta los bordes de sangre, que ahora ya se había desbordado en todas direcciones. El suelo estaba alfombrado de cadáveres; los había por todas partes y, coronándolos, se erguía la Bestia, horripilante y triunfal.
Colmillos desmesurados y cortantes, afiladas zarpas en las manos y los pies, músculos refulgentes y poderosos bajo el velo de la piel.
Dubhe.
Learco pensó que iba a desmayarse. No estaba preparado para aquel espectáculo. ¿Cómo había podido pensar que sería capaz de salvarla? No se podía regresar de aquel abismo, sólo se podía morir.
Pero su desesperación duró únicamente un instante. Tenía que sobreponerse. Para él, la vida había dejado de ser un destino inmutable. Así pues, dejó atrás el miedo y le pasó la lanza a Theana. Estaba pálida, paralizada, y tuvo que zarandearla para que volviera en sí.
—Toma, y haz lo que debas. —Su voz había dejado de temblar y sus manos habían recuperado la firmeza.
Theana lo miró, asintió y tomó la lanza entre las manos. Learco recuperó otra arma del suelo y miró en dirección a la Bestia. Los Asesinos que quedaban en pie trataban de clavarle sus puñales, pero sus esfuerzos resultaban torpes y patéticos frente a aquel monstruo que los destrozaba uno tras otro, inexorable.
Cogió a San del brazo y lo estrechó contra sí. El niño temblaba violentamente.
—No permitiré que te suceda nada malo. Daré mi vida por defenderte —dijo con voz firme. Y esperó, rezando.
* * *
Sennar vio horrorizado cómo avanzaba Yeshol. Era la sombra de sí mismo, un fantoche que se arrastraba por el suelo al límite de sus fuerzas, pero aún no se había rendido. Sus ojos destilaban odio, y el mago supo que nada lo detendría, ni siquiera la muerte. Aquella mirada lo mantenía clavado en el suelo, incapaz de intervenir de algún modo.
Yeshol alcanzó la pared y logró incorporarse con gran esfuerzo.
A su espalda, la tenue barrera que protegía a Lonerin estaba desvaneciéndose.
—Aún no estoy muerto —dijo, mientras un reguero de sangre resbalaba por su mentón—, ¡y mientras yo no muera, Aster podrá regresar!
Alzó el puñal y se abalanzó sobre Lonerin con saña. Pero en ese preciso instante, del talismán surgió una luz cegadora, como en una explosión. Sujeto entre las manos del joven mago, el objeto parecía vibrar con un poder indescriptible. Aquella blancura invadió la sala, y una reconfortante calidez lo envolvió todo. Sennar se llevó el brazo a los ojos instintivamente. En el fulgor de aquella luz le pareció distinguir el rostro de un niño bellísimo, y el corazón le dio un vuelco. Recordaba bien la última vez que se habían visto, como si no hubiera transcurrido ni un día. Fue en una celda oscura, muchos años atrás, y sus ojos, de un verde indescriptible, fueron lo último que vio antes de perder la conciencia. Allí supo de la angustia que habitaba en la mente de aquel ser, y desde entonces Aster dejó de ser un enemigo para él.
Se sintió conmovido al verlo de nuevo: ahora, entre ellos ya no existía ninguna diferencia. Desde que murió Nihal, ya no quedaba nada de cuanto antaño los había enfrentado.
—Aster… —murmuró el anciano mago.
El pequeño miraba al cielo, con una expresión beatífica que resultaba extraña en él. Sennar estaba seguro de que en vida jamás había disfrutado de aquella paz. El niño bajó la vista en cuanto oyó murmurar su nombre y se quedó mirando a Sennar. El mago vislumbró un destello de comprensión en aquellos ojos, y supo que la sonrisa que a continuación iluminó su rostro iba dedicada a él. Le correspondió con tristeza, y aquella mirada que intercambiaron abarcó todo aquello por lo que Sennar había tenido que pasar durante aquellos años, la misma vida dolorosa que Aster había padecido antes que él. Duró un instante, pero correspondía a una vida entera. ¿Por qué existía el dolor, adónde conducía y qué sentido tenía luchar? La única pregunta que realmente valía la pena hacerse, y la única para la que no había respuestas, sino una eterna búsqueda.
Un grito rompió la perfección de aquel manto blanco.
—¡No!
Yeshol aulló con todas sus fuerzas, puñal en mano. El arma cayó al suelo tintineando, y él extendió las manos hacia la aparición.
—¡No me abandonéis, mi Señor, ahora no, os lo ruego! ¡Tomadme a mí y reinad de nuevo, volved a hacer que se estremezca este mundo de Perdedores!
Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero Aster ni siquiera se dignó a mirarlo. Fue disolviéndose lentamente en el aire, y la luz se oscureció de forma gradual, replegándose hacia el lugar de donde había surgido. El talismán siguió brillando unos segundos, hasta que una oscuridad desoladora se apoderó de la estancia.
—Se acabó —dijo Sennar, apoyándose en la pared.
Yeshol se desplomó contra el suelo. Miraba hacia donde Aster acababa de desaparecer, y parecía no darse cuenta de lo que había sucedido. De pronto gritó, desesperado, como el día en que la Roca se había venido abajo de golpe. Pero los dioses callaron, y Thenaar no respondió a aquella súplica.
Bajo sus pies había una gran mancha de sangre, y sus gritos se hacían cada vez más débiles. Se le estaba escapando la vida.
Sennar lo abandonó a su suerte y se acercó a Lonerin. La barrera mágica se había disuelto y el joven estaba tendido en el suelo.
—Lonerin —lo llamó, al tiempo que le cogía la mano, que estaba helada—. Ahora no puedes rendirte, vuelve atrás, vamos… —murmuró.
La muerte resulta cautivadora para un espíritu tan sumamente extenuado, y sus lisonjas pueden parecer muy seductoras. Sennar sabía que el joven aún debía enfrentarse a aquella última prueba. Superar la tentación, volver a cargar con el peso de la carne y aceptar el sufrimiento que tal decisión implicaba. Puso la mano sobre el talismán y sintió un escalofrío al percibir calor en su interior. Lonerin seguía atrapado allí dentro. El talismán sólo estaba frío y apagado cuando no albergaba ninguna fuerza vital en su interior y así fue como supo que Nihal se había marchado para siempre. Tal vez aún hubiera alguna esperanza para Lonerin. Podía iluminarle el camino, atraerlo hacia la realidad de la vida.
—Lo has logrado, ¿me oyes? Si no vuelves atrás, nada de todo esto habrá tenido sentido, Lonerin.
Sintió su propia mano infundiendo un leve poder al talismán, pero el calor no disminuía.
—De las cenizas de este lugar nacerá un mundo nuevo, un mundo que no puede fundamentarse en el sacrificio de los jóvenes. ¡Una tierra cuyos hijos son obligados a morir antes que sus padres es una tierra maldita!
Apoyó una mano en su pecho, intentó el único encantamiento curativo que aún era capaz de invocar: una fórmula inocua que había aprendido de niño. El corazón de Lonerin siguió en silencio bajo la palma de su mano.
—Somos nosotros, los viejos, quienes debemos sacrificarnos —prosiguió, subiendo el tono de su voz—. Nosotros ya no tenemos la fuerza suficiente para reconstruir el Mundo Emergido, pero los que son como tú pueden lograrlo. Por eso debes volver. ¡Aún no es el momento de buscar este tipo de paz, Lonerin, no puedes negarte a luchar!
El joven seguía tendido en el suelo, frío e inerte. El talismán, por el contrario, quemaba. Sennar se sintió dolorosamente impotente. Pensó en Laio, que había muerto muchos años atrás, pensó en Nihal, pensó en todos los sacrificios que el Mundo Emergido exigía, generación tras generación para volver a respirar, para librarse de los miasmas que sobre él vertía el tirano de turno. Y sintió que era injusto, que no volvería a tolerarlo.
—¡Maldita sea, Lonerin! —gritó con todas sus fuerzas.
* * *
Una pequeña llama. Negra. Una oscuridad que desprendía luz. Una magnífica paradoja, pensó Lonerin, y volvió a emerger a la conciencia. Se sentía distante, y cansado. Tenía la sensación de llevar viajando toda una vida, pero sabía que merecía la pena, porque al final estaba la paz. Pero en medio de toda aquella blancura había aparecido una llama negra. Dolor. Un dolor físico. Dolor en el pecho. Ahora sentía que tenía un pecho, lo percibía, y percibía todo el cansancio que le provocaría hacerlo ascender y descender al ritmo incesante de la respiración. ¿Valía la pena sufrir tanto? ¿Y con qué objeto?
La llamita captaba su atención. Entre toda aquella blancura, era la única cosa en la que podía fijar la mirada. Sintió que tenía piernas, brazos, manos y venas: un cuerpo entero que mantenía la sangre a la espera, inmóvil. Dolía. Podía decidir entre perderse en aquella blancura y dejar de sufrir, o afrontar el dolor y seguir luchando. Sería magnífico volver a mecerse en aquella paz eterna. Sin embargo… no podía. No quería. Porque la pequeña llama se había convertido en un incendio negro y, pese a todo el dolor que irradiaba, lo estaba llamando de forma inexorable. ¿Merecía la pena? Sí, merecía la pena.
* * *
Un destello de poder pasó de las manos de Sennar al pecho inmóvil de Lonerin. Aquél lo advirtió en forma de dolorosa opresión en el pecho, pero sólo duró un instante. A continuación, percibió un latido lento, débil, bajo la palma de su mano. Clavó la mirada en el rostro del joven y observó que empezaba a recuperar el color lentamente, mientras el talismán iba enfriándose cada vez entre sus dedos. Sintió que la alegría se apoderaba de todo su ser, expandiéndose incontenible por cada fibra de su viejo y cansado cuerpo. Cuando vio que abría los ojos, lo abrazó entusiasmado.
—¡Lo sabía, sabía que lo lograrías!
Lonerin permaneció abandonado entre sus brazos unos instantes, hasta que el viejo mago se apartó.
—¿Cómo te sientes?
El joven miró a su alrededor, confuso.
—Mal —dijo, sincero. Se miró las manos, las movió lentamente, y sonrió.
Sennar lo abrazó de nuevo.
—¿Lo he conseguido?
—Lo has liberado. He visto cómo se marchaba. Ya no está, Lonerin, Aster ya no está.
Éste se puso serio, y Sennar comprendió. A él también le había sucedido. Sin duda Lonerin había sentido las razones y el dolor de Aster, y después de haber conocido un abismo como aquél, nadie podía volver a ser el de antes.
—Tenemos que marcharnos de aquí —le dijo, apoyándolo en su hombro. Cuando salían, echó un vistazo a la estancia. Yeshol estaba encogido en un rincón; tenía la boca muy abierta, como si recitase una plegaria ahora ya enmudecida. Sintió piedad de él. Había muerto sufriendo la más profunda de las angustias, en el silencio obstinado de su propio odio.
Lonerin lo miró a su vez y pensó lo mismo.
Empezaron a avanzar con paso inseguro, pero al momento se volvieron de nuevo.
—¿Qué sucede?
Sennar sintió un escalofrío. Alguien estaba utilizando una fuerza mágica ilimitada: poder élfico.
—Somos los únicos magos aquí dentro —afirmó.
Lonerin sacudió la cabeza.
—¡Theana! —exclamó con voz ronca.