29

Fuego y acero

EN cuanto la tierra tembló por encima de su cabeza, Dohor supo que por fin había llegado el momento. Oyó cómo la Casa caía presa del pánico; tanto los gritos como los pasos apresurados y, en especial, los rugidos dejaban perfectamente claro qué era lo que estaba sucediendo.

Bajó de la cama lentamente, se puso la armadura. Empuñó la espada que había pertenecido a su padre: estaba preparado.

Todo había empezado en la Academia. En aquellos tiempos, Ido era un profesor más, en busca de jóvenes discípulos para servir en sus tropas personales. Precisamente fue el gnomo quien lo rechazó, y él se lamentó de ello públicamente. Ido lo desafió a un duelo delante de todos y lo humilló. Era el recuerdo más vívido y más hiriente de todos cuantos conservaba. Nunca hasta entonces había sufrido una afrenta: hijo de un general bastante reputado, solía concitar la admiración y la envidia de sus compañeros. Destacaba en todas las artes de combate, era mimado por todos y tratado con deferencia por sus propios profesores. Su vida siempre había estado constelada de éxitos, y no había motivo para pensar que no siguiera siendo así en lo sucesivo. Ido había constituido su primer fracaso, había osado cuestionar sus aptitudes delante de todos, precisamente él, que era un traidor a su tierra, y además pertenecía a una raza que Dohor consideraba innoble por excelencia: los gnomos.

Con el paso de los años incubó un profundo odio, y alimentó su propia redención sojuzgando con el terror y la violencia a todo aquel que se opusiera a su autoridad. Aspiraba a convertirse en Supremo General de la Academia, un paso obligado en su escalada al poder, y para hacerlo tenía que destituir a Ido. En cada empresa que había afrontado para conquistar el Mundo Emergido siempre se topaba con el gnomo; por eso le produjo una gran satisfacción verlo inerte como un gusano cuando lo acusó de traición ante el Consejo. Para él seguía siendo el engreído profesor de la Academia que lo había derribado tres veces en tres asaltos.

Ahora tenía la ocasión de destruirlo. Resultaba cómico pensar que el destino había propiciado de una vez aquel enfrentamiento. Nunca habían luchado el uno contra el otro en el campo de batalla. Ahora quería su sangre. Había procurado destruirlo obstinadamente todos los días de su vida; le había arrebatado los cargos, la casa, los amigos e incluso a su esposa, pero nunca le había hecho morder el polvo. En su cabeza, Ido continuaba siendo el más fuerte, y eso Dohor no podía seguir tolerándolo.

Enfiló tranquilamente los corredores. Los Asesinos pasaban por su lado, aterrorizados, pero para él era como si no existieran. Su batalla personal era más importante que todo el resto.

Un estruendo se elevó sobre el caos circundante, y un rugido hizo temblar las paredes.

Dohor reconoció el bramido de los dragones, y sonrió maligno. Sabía que Ido había perdido a Vesa en una batalla; eso sólo podía significar una cosa: el gnomo había traicionado el pacto tácito que todo caballero suscribe con su montura.

«¿Tanto me odias que has mancillado la memoria de tu dragón? Tiembla, porque yo no voy a ser menos».

Se dirigió hacia un pasaje que conocía bien. Cuando llegó, unos días antes, Yeshol le había mostrado otra salida que conducía a una zona del bosque bastante espesa, donde había hecho construir una cabaña.

—Sólo para vos —le había dicho con una sonrisa servil—, y para vuestro dragón.

Cuanto más andaba en dirección al exterior, más dispersos y lejanos sonaban los gritos de los hombres. Dohor volvió a pensar en los acontecimientos de aquellos días, y concluyó que las pequeñas grietas que se habían abierto en la fortaleza de su poder provenían de aquella minúscula falla que aún no había cerrado. Mientras Ido respirase, siempre habría lugar para el miedo. Él era el principio y el final de todo, era la mancha que no había logrado lavar. Dohor había amontonado cadáveres y más cadáveres, había pasado por encima del cuerpo de su esposa y ahora iba a hacer lo mismo con el de su hijo. Había vendido su alma al diablo, uniéndose por partida doble a Yeshol y a su congregación de dementes. Y ahora le quedaba un único enemigo, el más importante.

En el exterior, el aire olía a quemado. Dohor inspiró a pleno pulmón el olor del campo de batalla, y entró en la cabaña. Su dragón estaba tendido, pero se mantenía alerta, con las alas plegadas bajo el cuerpo, las cadenas tensadas entre las patas posteriores y los dos grilletes que lo mantenían en contacto con el suelo. El escudero de guardia estaba lívido de miedo.

—Libéralo —ordenó el rey.

El chico obedeció de inmediato y empezó a trastear con las cadenas, temblando como una hoja. En cuanto Dohor se convirtió en rey decidió cambiar de montura. El dragón que tenía de los tiempos de la Academia no era nada adecuado para su porte real. Era un dragón verde cualquiera, y en seguida lo dejó en manos de Yeshol.

—Estamos en posesión del secreto que permitía crear dragones negros a Aster. Dejadlo de mi cuenta y quedaréis muy satisfecho con vuestra montura —le había respondido él.

Hizo bien en creerle. Ahora su dragón era un animal de terrorífica belleza. Tenía el lomo erizado de púas negras, y su hocico alargado infundía pavor. Sus poderosas alas brillaban artificiosamente a la luz de los frutos de Latescencia que se filtraba a través de las ventanas.

En cuanto el muchacho hubo liberado las patas posteriores, el dragón abrió los ojos exageradamente: dos tizones incandescentes en la oscuridad de la noche. Desplegó las alas con violencia, rugió, y la cabaña tembló hasta los cimientos. El temeroso escudero se encogió, pegando la espalda a la pared, y Dohor rio a placer mientras desenvainaba la espada.

—¡Esta noche te daré de cenar carne de gnomo! —exclamó haciendo una mueca. Saltó a la grupa del animal y volvió a sentir la ebriedad de la batalla, una sensación de euforia que no saboreaba desde hacía demasiado tiempo.

* * *

Ido recorrió todas las galerías espada en mano. Resultaba extraño, pero la empuñadura del arma de Nihal parecía hecha a su medida. Era como si la hubiera manejado siempre, pese a ser tan distinta de la suya.

No halló especial resistencia. Dubhe, transfigurada en la Bestia, mantenía a raya toda la Gilda, y los Asesinos con los que se cruzaba no le prestaban la menor atención. Y, en cualquier caso, él tampoco estaba interesado en ellos. Tenía muy claro cuál era su presa.

Entró en todas las estancias, escudriñó por todas partes, moviéndose a ciegas, guiándose únicamente por su instinto de cazador. Por un momento se preguntó si había hecho bien al dejar a San con Learco y Theana. Ambos estaban extenuados y, sin duda, el príncipe se sentía consternado por todo lo que le había sucedido a Dubhe. La razón le decía claramente que estaba equivocándose al hacer lo que hacía; no era buena idea dedicarse a perseguir fantasmas del pasado, su lugar estaba junto al joven que en el futuro heredaría el mundo que surgiera de aquel campo de batalla. Pero, a decir verdad, nunca le había dado mucho crédito a la razón. Toda su vida había actuado movido únicamente por sus ansias de entrar en combate: en el fondo de su corazón no era más que un soldado. Recordaba a Aires cuando murió, y a Soana, y a todos los jóvenes cuya mano sostuvo mientras morían en la flor de la vida. Todo empezaba y acababa con Dohor, no había alternativa. Su puesto estaba allí donde su corazón palpitaba, en medio de la batalla, el único lugar donde siempre se había sentido a sus anchas.

Por fin fue a dar a un corredor más oscuro que el resto y entrevió a alguien que corría. Lo sujetó del cuello, lo lanzó contra la pared y le puso la espada en la garganta.

—¿Dónde está Dohor?

Era una chica, y lo miraba aterrorizada, sin comprender, como si la voz del gnomo no llegase a sus oídos.

—Yo…

Él hizo presión con la espada y le arañó la suave piel del cuello.

—Limítate a responder.

—Fuera —respondió ella con un hilo de voz.

Ido profirió una maldición.

—No se puede salir, está todo bloqueado. ¡No me mientas!

La joven señaló a su derecha.

—Hay otra salida…

Ido la soltó con violencia y corrió hacia la galería. En el interior, se olía a quemado y se oían rugidos.

«Ha llegado con su dragón, ¿es eso posible?», se preguntó, mientras el corazón le retumbaba en el pecho.

Una vez en el exterior observó el suelo en llamas. El templo era una ruina cuyas paredes ennegrecidas se recortaban contra el cielo rojo, y en lo alto volaban dos dragones. El primero era Oarf, que seguía vomitando fuego sobre la explanada, y el otro era un dragón más bien robusto con los costados de color verde oscuro y unas inmensas alas negras.

Era él. Dohor con su animal. Ido buscó algún rastro del pequeño dragón azul que los había llevado hasta allí. En un rincón distinguió una carcasa tendida de lado. Entonces alzó la espada y gritó. Oarf lo oyó de inmediato y se lanzó en picado. Abrió las alas a unos pocos pasos de él, embistiéndolo con una ráfaga de aire hirviente. Rugió, con ojos furiosos y desafiantes. Agachó la cabeza e Ido saltó a su grupa. Sentía una calma glacial. Había llegado el momento.

En cuanto se hubo elevado por los aires cerró los ojos un instante, y fue como retroceder a través de los años, cuando no se sentía tan solo, y al final de cada batalla lo esperaba Soana. Pensó en su juventud, en los muchos ideales que lo habían acompañado a lo largo de su vida, y advirtió, emocionado, que todos seguían allí, con él. Estaba cansado, pero no domesticado, y sabía que los años aún no lo habían vencido, que todavía quedaba espacio para combatir hasta el final.

Lo envolvió una nueva racha de viento cálido, y un rugido violento, lacerante, atravesó su cerebro. Oarf se volvió, e Ido hizo lo mismo.

Ante ellos, con las alas abiertas de par en par entreveradas de resplandores ígneos, la boca abierta dejando al descubierto una hilera de afilados colmillos, estaba el dragón. Sería dos brazas más alto que Oarf, y sus músculos resplandecían bajo su piel coriácea, tan tensos que parecían a punto de estallar. Era un animal inmenso y terrible, de una ferocidad contranatural, sin duda una abominación de la ciencia blasfema del Tirano. Dohor estaba sentado en su grupa y tiraba del bocado violentamente, al tiempo que alzaba la espada al cielo.

Ido la reconoció: era la misma que llevaba aquella noche en la Academia, la primera vez que sus destinos se cruzaron.

El rey lo miró con desprecio.

—Al fin nos encontramos.

—Al fin —respondió Ido con dureza.

La constatación de que en ese momento no había ninguna diferencia entre su enemigo y él lo entristeció. Compartir un odio tan profundo, y durante tiempo, le impedía recurrir a la palabra «justicia» para justificarse.

—Yo ya he ganado, Ido, y lo sabes. Mírate —dijo Dohor—. Ya no tienes nada, ni siquiera tu dragón. Te lo he arrebatado todo, no te queda nada.

—Si piensas que ya me has vencido, ¿qué estás haciendo aquí?

Dohor rechinó los dientes.

—He venido a pronunciar la palabra «fin».

Ido sonrió.

—No has cambiado nada desde entonces. Sigues siendo un niño presuntuoso que se sobrevalora. No estás hecho para las grandes gestas, nadie recordará tu nombre. Tu historia termina aquí.

—¡Cállate! Ya es hora de que hablen las espadas —dijo el rey apuntándole con su arma.

Ido puso la espada de Nihal en posición vertical y se la acercó al rostro, a modo de saludo. Cerró los ojos y apoyó una mano en el dorso de Oarf.

«Una vez más, amigo; esta noche tú y yo lucharemos juntos por nuestras vidas».

Otro instante para saborear el rumor del viento, el olor del campo de batalla. Y entonces Ido y Oarf se precipitaron en el cielo.

* * *

El gnomo recordaba perfectamente el modo de combatir, impetuoso y violento, propio de Dohor. Siempre guiaba su dragón al ataque, infatigable, animado únicamente por el deseo de aniquilar, de suprimir, de destruir.

El duelo se convirtió de inmediato en una guerra abierta. Los dragones empezaron a lanzarse llamaradas, mientras los duelistas se enzarzaban cada vez que la distancia se lo permitía.

Ido mantenía la calma. Hacía mucho tiempo que no luchaba de aquel modo. Los años parecían haber desaparecido de sus miembros cansados, y había recuperado los reflejos de antaño. Combatía casi exclusivamente con la muñeca, moviendo sólo la mano derecha. La espada negra de Nihal hedía el aire y trazaba arabescos en la cortina de humo que lo envolvía todo.

Dohor, por el contrario, basaba su lucha en la potencia. Asestaba mandobles desde arriba, y lo hacía con ambas manos, descargando toda su fuerza. Ido sentía cómo crujían sus articulaciones cada vez que detenía uno de aquellos golpes, si bien procuraba amortiguarlos moviendo su propia arma.

«Voy a conseguirlo —se decía con cada golpe—. Lo lograremos». Un poderoso mandoble penetró en su guardia, directo al corazón. El instinto intervino por él. Su mano izquierda salió disparada hacia donde sabía que tenía que dirigirse, asió una empuñadura de madera y desenvainó la espada, su espada, la misma que lo había acompañado en todas las batallas que había librado a lo largo de su vida. Fue con la que paró el golpe. Recuperó la distancia de seguridad.

—¿Acaso no eres capaz de ganar sin recurrir a las trampas? —bramó Dohor, jadeante.

Ido exhibió una sonrisa feroz. Alzó ambas espadas y el fuego que ardía debajo proyectó siniestros resplandores en sus hojas. Una espada blanca y una negra, el acero y el cristal como compendio de su vida.

—¡El pasado también se ha conjurado para enviarte al otro mundo! —gritó—. Mi espada ya la conoces, y en cuanto a la otra, ya deberías haberla reconocido. Entonces aún eras un niño, pero seguro que te acuerdas de Nihal.

Un destello de terror atravesó los ojos de Dohor, y el gnomo se lanzó al ataque de nuevo. El contacto entre las espadas se hizo más estrecho, los golpes proyectaban chispas en el cielo incendiado. Ido conservaba la entereza, su corazón latía con regularidad, su respiración apenas parecía alterada. Se percató con toda claridad de que Dohor estaba impacientándose, y sonrió. Él fue el primero en acertar la estocada. Sólo fue un rasguño en el muslo, pero sintió que la victoria estaba cerca. Volvió a probar suerte; pero esta vez Dohor recuperó la distancia de seguridad y bajó en picado hacia el suelo. Ido lo siguió. No entendía sus intenciones. Lo vio planear, coger otra espada al vuelo y virar de golpe en su dirección.

—¡No eres el único capaz de realizar ciertas proezas! —bramó el rey, y esta vez el golpe llegó por la izquierda. Ido lo paró como pudo. Volvían a estar a la par. Dos espadas contra dos espadas. Las cuatro espadas entrechocaron; por un instante los dos dragones volaron uno junto al otro.

—¡¿No te da vergüenza empuñar una espada sin historia? Pensaba que sólo te sentías a gusto con armas labradas por finos artesanos! —le gritó el gnomo con voz burlona.

—Ahí es donde te equivocas. Aún te crees que soy un niño caprichoso. Pero yo he llegado a la cumbre, y lo he conseguido porque en el fondo soy un soldado, el mejor.

En lugar de responderle, Ido lanzó un ataque. Pero ya comenzaba a acusar el cansancio. Dohor seguía asestando golpes muy enérgicos, mientras que a él empezaban a dolerle las muñecas.

Entonces notó bajo las piernas que Oarf estaba contrayendo los músculos. El rugido llenó todo el cielo. Una llamarada había alcanzado una de las patas del dragón. La herida era superficial, pero dolorosa.

Inmediatamente después llegó el cambio de dirección del aire. Ido apenas tuvo tiempo de percatarse e interpuso la espada. Dohor la interceptó entre las suyas e hizo palanca. Se produjo un ruido estridente, lacerante. La espada de Ido se hizo añicos. En su mano sólo quedó la empuñadura, de cuya superficie Ido había borrado muchos años atrás el juramento que Aster le había impuesto.

Dohor no perdió el tiempo e intensificó su ofensiva: le cortó los lazos de la coraza, tratando de llegar a su carne con vehemencia. Ido hizo alejarse a Oarf mientras las carcajadas de Dohor resonaban en todo el llano.

—¡Uno a cero! —gritó el rey mientras enarbolaba las dos espadas contra el cielo.

Ido soltó la empuñadura. Primero fue su dragón, y ahora su espada la que lo abandonaba. Los vestigios del pasado se deslizaban hacia el olvido, y todo se contraía en el presente. Su vida ya no era más que aquel campo de batalla. No había lugar para nada más. Entonces tomó una determinación y volvió a empuñarla. «La espada de Nihal».

El cristal negro brilló entre sus manos, y sintió que estaba listo para entrar en acción.

—¡Ahora empieza lo bueno! —gritó mientras volvía a la carga.

Dejó de combatir únicamente con la muñeca y empezó a utilizar la fuerza bruta. Le dolían los músculos de los brazos, pero no le dio importancia. Redobló el ritmo y se concentró en la segunda espada de su enemigo. Finalmente logró alcanzarlo. Fue una sola estocada, pero penetró bajo la axila del brazo izquierdo. Dohor gritó de dolor y dejó caer la espada.

—Estamos a la par —le dijo el gnomo arrastrando las palabras.

Ya no había espacio para una tregua, tenía que luchar hasta el último aliento, pues la vejez estaba pasándole cuentas de nuevo y le quedaban pocas energías. Pensaba invertirlas todas.

La potencia de los golpes de Dohor disminuyó, e Ido trató de sacar provecho. Miró al dragón. Se alejó y lanzó a Oarf contra una de sus alas. Los dos animales se enzarzaron en el aire, las llamas envolvieron a los dos combatientes. Fue una danza de estocadas y de fintas, una confusión mortal de cuerpos enardecidos. Por fin las garras de Oarf dieron en el blanco. El dragón negro rugió, y en su intento de defenderse mordió la cola de su adversario. Ambos se precipitaron hacia el suelo. Sólo se separaron para frenar la caída en el último momento.

Ido saltó cuando se encontraba a pocas brazas del suelo y rodó un trecho, pero se puso en pie rápidamente. El dragón de Dohor, en cambio, aterrizó mal y el rey tardó unos instantes en volver a la lucha.

Cruzaron las espadas con furia, mientras los dragones escupían fuego a pocos pasos de los contendientes.

—En tierra, solos tú y yo, como aquella vez en la Academia hace muchos años —lo retó Dohor, amenazante.

—Que así sea —respondió Ido.

Se separaron, estudiándose mutuamente unos instantes. La suerte estaba echada. Uno de ellos no volvería a ponerse en pie.

Ido inspiró profundamente. Sintió el grito de Oarf a su espalda, el batir sordo de sus patas pisoteando el suelo. Saboreó el aire que sabía a fuego y se dijo que no podía haber nada mejor que morir en un lugar tan semejante a su casa.

Se dispuso a disputar su último lance. Parada, ataque, chispas, dolor en el costado derecho; sintió la espada del rey penetrando en la piel y en los músculos. Esquivó, trató de mantenerse en pie con todas sus fuerzas. Se tambaleó. La sangre empezó a salir con violencia. Tuvo que apoyarse en la empuñadura.

—Estás acabado —dijo Dohor, sonriendo, con cara de niño consentido.

Aquella visión le dio nuevas energías. En un esfuerzo sobrehumano, Ido alzó la espada. Ignoró la sangre cálida que se deslizaba por el costado hacia el suelo, apretó los dientes y atacó gritando de dolor. La espada hendió el vacío, rozó el suelo.

No se dio por vencido; volvió a levantar el arma empleando toda la energía que le quedaba. Al fin oyó la espada rompiendo las cintas de cuero de la armadura y hundiéndose en la carne.

El golpe lo desplazó hacia atrás. Caer habría sido fácil, y hermoso. Una liberación.

«¡Mientras él esté vivo, no podrás tener paz!», gritó una voz en su interior.

Volvió a apuntalarse en la espada, recuperó con esfuerzo la distancia de seguridad y esperó.

La coraza de Dohor había desaparecido, y tenía un desgarrón rojo en el pecho. El rey se había llevado una mano a la herida, que brillaba con el resplandor del incendio circundante. Su rostro estaba contraído en una mueca de dolor. Ido sabía que aquél era el momento preciso, y que ya no habría ningún otro.

Alzó la espada pesada como el mármol, la sostuvo entre las manos, temblorosas y echó a correr. Sus cortas piernas apenas lo sostenían, y entonces se dejó llevar por el impulso inicial.

No vio a Dohor, sólo sintió la espada de Nihal hundiéndose hasta la empuñadura. De pronto se quedó sin aire y, sin darse cuenta de lo que estaba sucediendo, se halló apoyado en su enemigo, hombro con hombro. Tosió, y se llenó la boca de sangre. Sus ojos vieron la hoja negra sobresaliendo más de tres palmos de la espalda del rey: lo había logrado.

Un dolor sordo, lacerante, le invadió el centro del estómago, pero no le dio importancia. Sintió el cuerpo de Dohor contrayéndose con el espasmo de la muerte y escurriéndose hacia abajo, arrastrando la espada consigo, la misma espada que Ido había visto salir lentamente de su propio cuerpo. Le dolió menos de lo que se había imaginado. Sólo sintió un golpe cuando el acero estuvo completamente fuera, y entonces él también cayó hacia delante, y todo se volvió tranquilo, lento.

Le daba vueltas la cabeza. Sólo alcanzaba a ver las manos apoyadas en el suelo. Rojas de sangre, temblorosas. Debajo de él se abría una gran mancha roja. Alzó la cabeza. Dohor yacía boca arriba. La espada de Nihal no se había acabado de desprender con la caída, y una mitad sobresalía de su pecho. Tenía los ojos muy abiertos, miraban el cielo sin verlo. Ido lo había herido en pleno corazón.

«Levántate, idiota —se dijo—. Te estás olvidando de tu dragón».

Trató de incorporarse un par de veces, pero sólo lo logró a la tercera. La tierra y el cielo se confundieron al instante, y el silencio que reinaba en todas partes lo aturdió.

Avanzó por el llano, trató de llamar a Oarf, pero no sabría decir si lo consiguió. Le zumbaban los oídos, y aquel ruido cubría todos los demás.

Entonces lo vio. Indeterminado, desenfocado. Se movía lentamente, arrastrando una pata. Ido se dejó caer encima y estrechó la mano sobre su piel coriácea.

—Veo que tú también lo has conseguido… —trató de decir, pero las palabras murieron en sus labios. Se apoyó en el vientre del animal y se deslizó hasta el suelo, mientras Oarf se apretaba contra él.

Ido miró aquellos ojos como brasas. No había piedad ni dolor en aquella mirada, sólo respeto y un adiós. El gnomo sonrió.

Cerró los ojos, pero no vio oscuridad. Sentía la sangre fluyendo de la herida, cada vez más lenta. A su espalda, la poderosa respiración de Oarf acompasaba el ritmo a su corazón cada vez más débil. Se arrepintió de no tener su pipa, pues le habría gustado fumarse la última. Pensó sonriendo en la frase que Sennar le había escrito años atrás: «Morirás con tu espada en la mano». ¿Dónde estaba su espada? Ni siquiera era capaz de recordarlo.

Intentó abrir los ojos de nuevo, pero en el exterior ya no había nada que ver. Todo era luz, una luz cálida y reconfortante.

Pensó en cuántas cosas había por hacer aún: echar una mano a Sennar y a Lonerin, para empezar. Después había que salvar a San, y adiestrarlo. Haría de él un rey. Sería su sucesor en la Tierra del Fuego. También había que reconstruir todo el Mundo Emergido, una vez más. Aquel pensamiento le hizo comprender cuán cansado estaba. Hubo un tiempo en que cosas como aquélla lo habrían retenido, le habrían hecho sentir que tenía el deber de seguir viviendo, de sumergirse en el hirviente caos de aquel mundo que no quería ni oír hablar de vivir en paz. Pero ahora ya no. Ahora era tiempo de descansar. Ya se ocuparían los demás, del Mundo Emergido. Él tenía ganas de volver a ver a Soana, de recuperar todo aquello que le habían arrebatado durante aquellos años de luchas encarnizadas.

Suspiró, y lo hizo por última vez. Sí, era un hermoso lugar y un buen momento para morir. La luz lo disolvió todo.