28

Entre los dos mundos

LONERIN trató de tranquilizarse alejando de su pensamiento la visión de Dubhe; era terrorífica, pero aún resultaba más atroz la idea de que no había logrado conjurar la maldición a la que estaba encadenada.

«No has sido capaz de salvarla, pero el Mundo Emergido aún te necesita», se dijo para infundirse valor.

Durante el primer tramo del recorrido siguieron al gnomo. Los gritos de Dubhe, tras ellos, eran cada vez más intensos, señal de que la Bestia avanzaba inexorable.

Ido se separó de ellos cuando llegaron a una encrucijada.

—Vosotros seguid por vuestra cuenta, yo tengo que buscar a los prisioneros.

Lonerin sintió un nudo en la garganta.

—Sálvala.

Ido asintió, y siguió avanzando veloz por las galerías.

—Prosigamos —ordenó Sennar.

Y así, reemprendieron su búsqueda.

—Conozco el camino —dijo Lonerin, seguro de sí mismo. Recordaba todo lo que Dubhe le había contado acerca de aquel lugar, y él también seguía teniendo presentes aquellos recovecos.

Se sentía eufórico ante la contemplación de aquel caos tan sensacional. Era lo que siempre había soñado. La Gilda desmoronándose y él avanzando entre los escombros. Los rostros de los Victoriosos, transfigurados por el pánico, eran exactamente como los había imaginado muchas veces. Estaban inmersos en la pesadilla que él siempre había deseado que viviesen. Repasó mentalmente cada palabra del encantamiento, cada uno de los gestos que debía hacer.

En cuanto identificó la zona en que se encontraban, redobló la concentración y condujo a Sennar a través de aquel dédalo de corredores.

Nadie les puso obstáculos. La Casa iba vaciándose a medida que los Victoriosos confluían en las salas donde la Bestia estaba perpetrando su matanza. Lonerin se sorprendió a sí mismo pensando que, después de todo, Dubhe tenía razón: si ella no hubiera llegado a distraerlos como estaba haciendo, no lo habrían logrado jamás.

Cuando estuvo frente a la estancia, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Tiró de la manga de Sennar.

—Es aquí.

La puerta estaba abierta. En el interior había una gran cantidad de libros por el suelo y pergaminos amontonados por todos los rincones. Los dos magos entraron al mismo tiempo, despacio. ¿A qué venía aquella confusión? ¿Debían alegrarse o recelar?

Sennar fue quien vio el pasaje secreto.

—¡Allí!

Lonerin se encaminó hacia la escalera sin titubear. Bajó los peldaños de dos en dos mientras Sennar renqueaba a su espalda. Sin embargo, en cuanto accedió a la sala se quedó paralizado.

Desembocaron en un pequeño espacio circular que olía a cerrado. El moho había dibujado arabescos de color verde en las paredes. En el centro había una especie de pequeño altar y, encima, un globo de color celeste cuya luz lechosa iluminaba las paredes, confiriéndoles un aspecto fúnebre. Del globo —en cuyo interior flotaba un rostro de facciones indeterminadas— emanaba una finísima columna de vapor que se dirigía hacia un hombre arrodillado con los brazos abiertos. Tenía la cabeza vuelta hacia el techo y una expresión de intensa beatitud en el rostro. Yeshol. Allí estaba pasando algo, algo terrible.

«Hemos llegado demasiado tarde», pensó Lonerin.

Pero en ese instante Sennar se abalanzó sobre el hombre y lo inmovilizó en el suelo. El sutil hilo de humo se dispersó, mientras el anciano mago gritaba:

—¡Hazlo! ¡Ahora!

Lonerin extrajo el talismán del bolsillo de su túnica y lo sujetó entre las manos. Cerró los ojos, dejó que todos los ruidos fluyeran fuera de su cuerpo. Se concentró, tal como había aprendido durante el adiestramiento con Sennar. Su voz rompió el silencio. Una letanía, grave y melódica, llenó la sala. Eran palabras élficas que lo desarraigaban de sí mismo y lo transportaban a otro lugar, suspendido en aquel limbo donde habría de hallar la némesis del Mundo Emergido.

«Primero, él», le recordó una voz interior, y entonces detuvo el vuelo de su alma y pronunció el encantamiento. Sintió la mano que sujetaba el talismán convertirse en fuego, y supo que él estaba allí. El hombre que había aterrorizado al Mundo Emergido, aquel que había tratado de destruir todas las cosas, había sido arrancado del sueño inquieto de la muerte, y ahora lo tenía sujeto en la palma de la mano. Aster.

«Y ahora, tú», recitó la voz en esta ocasión. Sólo le quedaban fuerzas para una última palabra. La pronunció. Sintió que algo lo absorbía fuera de sí mismo, perdió la conciencia de su propio cuerpo y en un instante se encontró inmerso en una nada animada únicamente por su autoconciencia. A su alrededor, sólo calma y luz cegadora.

«¿Me hallo en el interior del talismán?», se preguntó. Tal vez estaba muerto. Sennar le había dicho que cabía esa posibilidad, quizá había sucumbido al poder del ritual.

«¡No, no antes de que haya acabado lo que he venido a hacer!».

Escrutó el espacio que lo rodeaba. No había nada, y no sentía ni frío ni calor. Sólo un todo indistinto, y una vaga percepción de los sentidos.

«¿Y ahora?».

Lo ignoraba. Quizá tuviera que buscar a Aster. Si realmente había invocado su espíritu, él debería estar allí, pero no estaba. Una angustia sorda embargó su corazón. No tenía sentido morir así. ¿En qué se había equivocado?

Y entonces vio que algo empezaba a dibujarse en aquella nada cegadora que lo envolvía. Era una forma indeterminada y confusa, estaba percibiéndola, más que viéndola realmente.

—Lo has hecho muy bien.

Una voz, que no tenía consistencia ni provenía de ninguna parte. Una voz infantil, que Lonerin oía directamente en su cabeza.

—Lo que acabas de lograr no es nada fácil.

El tono de su voz era de resignación, había mucho dolor en sus palabras.

—¿Quién eres?

Sabía que no había pronunciado ninguna palabra y, sin embargo, acababa de hablar.

—¿Cómo, me has llamado y no lo sabes?

A Lonerin, aquella voz le pareció más bien alegre. Lo vio. Estaba emergiendo de la nada, de la luz blanca; avanzaba con pasos lentos y estudiados, y la conciencia de que aquél podía ser realmente el mesías lo dejó sin respiración. Por un instante pensó que la Gilda podía tener razón, y que durante años los Perdedores habían estado enfangando la memoria de un héroe. Aquel al que estaba a punto de conocer sólo podía ser un dios, un dios sufriente e incomprendido, repudiado por sus propios fieles.

Tenía el aspecto de un niño de doce años, y vestía una larga túnica negra con un sobrecuello alto. Su rostro era de una belleza lacerante. Tenía la expresión triste, y sus ojos eran de un verde resplandeciente. Aquel verde no era de este mundo: lo que Lonerin estaba contemplando era el color en su esencia, como si hubiera sido concebido por los dioses cuando crearon el Mundo Emergido. El cabello, ensortijado y largo hasta el cuello, enmarcaba su rostro en un azul denso, y sus orejas ligeramente puntiagudas hicieron que Lonerin evocara la historia de sus orígenes.

Se quedó sin habla. Ahí estaba, el Tirano. El Destructor y el Salvador. Era imposible dilucidar quién era realmente, un ser extraordinariamente malvado o de una clemencia ilimitada. Tal vez fuera ambos a la vez, y Lonerin sintió el impulso de arrodillarse y venerarlo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

«Lleva cuidado, es el Tirano. La apariencia no cuenta, es uno de sus innumerables subterfugios. No te dejes vencer por sus encantos».

Lonerin trató de romper el encantamiento. Hubo un tiempo en que Aster fue un hombre, sólo eso. Un hombre que mató a miles de inocentes. Así era como debía mirarlo. Debía despojarlo del velo de omnipotencia con que ahora estaba presentándose ante él, ir más allá de su belleza y de su mirada triste. Tenía que verlo por lo que era: un niño muerto hacía cuarenta años; al contrario, un viejo asesinado con toda justicia mucho tiempo atrás. Y él debía retornarlo a las sombras de donde procedía.

—¿Quién eres?

Lonerin trató de resistirse a la dulzura de su voz.

—Eso no tiene importancia —le respondió, pero el tono de su voz era inseguro, trémulo—. Soy aquel que va a impedir que lleves a cabo tus planes.

Una sonrisa amarga iluminó aquel rostro de sobrenatural belleza.

—¿Y en qué consistirían esos planes? —preguntó sin el menor matiz de sarcasmo.

Lonerin se sintió desarmado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por retomar el control y dar con las palabras adecuadas.

—Te has valido de la fe ciega de tus siervos para que te resucitasen. Pero tú perteneces al pasado, y la Gilda ya no tiene razón de ser en este mundo. Yo la destruiré, y por fin les llevaré la paz a las miles de víctimas que masacraste con su ayuda.

Aster sonrió con dulzura.

—¿Te refieres a Yeshol, no es así, y a los Asesinos?

—No trates de engañarme —le replicó Lonerin casi desorientado—. Te conozco, he leído acerca de ti.

—¿Se sigue hablando de mí? —preguntó Aster con asombro—. ¿Mi recuerdo aún no ha sido borrado de la Tierra?

—Sabes que no.

Aster lo miraba con una sinceridad irresistible, y Lonerin se dijo que sin duda las artimañas de aquel ser eran inagotables, y que para Nihal debió de suponer una ardua tarea enfrentarse a él.

—Sé que Yeshol y sus adeptos me adoran —prosiguió Aster—. Cuando aún estaba vivo, él me miraba como si venerase a un dios, y estaba pendiente de cada una de mis palabras. Era un siervo fiel, fuerte, por eso alimentaba su fe, y le hacía creer que yo era aquel del que hablaban sus profecías. La necesidad de certezas empuja a los hombres a gestos extremos, cuando encuentran algo en lo que depositar su fe, no permiten que ni tan siquiera la muerte les contradiga. Por eso Yeshol incluso ha llegado al extremo de perturbar mi espíritu, y jamás se ha resignado a mi desaparición.

Lonerin no acababa de comprender.

—Debes regresar entre los muertos, es el lugar que te pertenece.

Aster lo miró directamente a los ojos, y fue como si lo traspasase.

—¿Acaso piensas que yo no lo deseo? ¿Crees que me hace feliz vagar por este limbo sin sentido?

—Creo que pretendes volver a nuestro mundo para terminar lo que empezaste. A fin de conseguirlo, has doblegado la voluntad de una serie de hombres débiles, sabiendo que para ellos tú eres la única razón de su existencia —dijo Lonerin con convencimiento.

—Tienes una extraña concepción de la muerte, la concepción que tienen todos los vivos —repuso Aster—. ¿Piensas realmente que desde su tumba tu madre está deseando que destruyas la Gilda para alcanzar la paz?

Lonerin sintió una punzada en el corazón.

—¿Qué sabes tú de mi madre? —masculló.

—Sé que Yeshol la mató. Él hundió el cuchillo en su corazón. Y sé que tu madre murió contenta, porque estaba convencida de que sobrevivirías. Morir por alguien a quien amas es la mejor de las muertes.

Lonerin se sintió perdido. La imagen de su madre, cuando estaba viva y cuando la vio en la fosa, desgarró su alma.

—No tienes por qué sufrir. Te he dicho la verdad. Ella halló la paz cuando murió.

—¡No hables de ella! ¡No utilices ni por un momento su recuerdo para hacerme dudar! —gritó el mago.

Aster no se dejó impresionar.

—No lo estoy haciendo. Sólo te lo estoy explicando. Los vivos conocen los asuntos de los vivos, los muertos conocen la muerte.

—¡Basta!

Pero Aster siguió hablando, impertérrito.

—Hubo un tiempo en que sólo me movía un deseo, y ese objetivo era la única cosa que lograba mantenerme vivo.

Lonerin no podía evitar escucharlo. Había leído sobre él hasta la saciedad. Cuando era un niño, Folwar evocaba continuamente su fantasma.

«No te dejes seducir demasiado por las Fórmulas Prohibidas. Estúdialas, pero no permitas que te obsesionen, si no quieres acabar como el Tirano. Un exceso de amor también puede conducir a éxitos que acaban en tragedia». Desde aquel día, para él el Tirano se convirtió en un personaje ambiguo: le atraía y lo repelía al mismo tiempo, despertaba su curiosidad y lo aterrorizaba.

—El objetivo lo era todo —prosiguió Aster, clavando en Lonerin su mirada líquida y ardiente—. Ni siquiera la muerte pudo extinguir las brasas de aquel sueño sangriento. Para mí no existía otra cosa. Era una fantasía grandiosa, que me repetía hasta la locura en la soledad de mi palacio. Estaba solo, y en ello residía la grandeza del proyecto. Únicamente Yeshol estaba al corriente de mis planes. Aquél era el rostro que había decidido mostrarle, el único que obedecería. Él sabía, pero no podía comprender, sólo yo era capaz de ver el magnífico plan que sustentaba aquel sueño.

Lonerin trató de sustraerse a la sugestiva música de su voz.

—Lo tuyo era locura, simple y llanamente, locura, nada más.

—¿Tú crees? —dijo Aster—. ¿Y lo tuyo qué es? Conozco la magia que has puesto en práctica, y va a costarte la vida. ¿Eres consciente de ello?

De pronto, Lonerin se sintió envuelto por una extraña sensación de helor. Sintió miedo, pero luchó por salir del pozo de terror en el que aquellas palabras pretendían sumirlo.

—No importa. Lo realmente importante es llevar a cabo mi misión.

Aster sonrió.

—¿Y tú a eso no lo llamas locura?

—Yo sólo me sacrifico a mí mismo.

—Y salvarás bastante poco. Yo habré sacrificado un mundo entero, y los habré salvado a todos.

«Razonamientos manidos, palabras ya pronunciadas. Acuérdate de las Crónicas, Acuérdate de Nihal y no vaciles», le dijo una voz desde lo más profundo de su ser.

No obstante, no le dio tiempo a replicarle.

—Ahora, de aquel sueño tan hermoso ya sólo quedan las cenizas. Es una lástima, pero como siempre, los dioses guardarán silencio, se limitarán a mirarnos desde la altura.

De repente, Lonerin acusó el cansancio; seguía sin tener conciencia de su propio cuerpo y, sin embargo se sentía agotado, y distante. Era como si soltara amarras y se alejase, como si se desvaneciera lentamente en la luz que lo envolvía. Trató de apartar la mirada de Aster, probó a observar sus inexistentes manos. Tenía la piel pálida, casi transparente.

—Estoy cansado. Cansado del Mundo Emergido, de mí mismo y de todos los demás. Cuando Nihal me clavó su espada, comprendí muchas cosas. Mi sueño ya estaba muerto antes de nacer, y en aquel momento me sentí contento de que alguien me detuviera.

Lonerin contempló con asombro aquel rostro rodeado de luz. Había tal sinceridad en su mirada que resultaba irresistible. No había engaño en ella, ni el menor intento de confundir al adversario: sólo verdad. Y Lonerin podía percibir aquel cansancio del que hablaba Aster en cada pliegue de su piel.

—Yeshol me ha invocado por la fuerza, arrancándome de la paz de un mundo sin luz y sin tinieblas. Me ha obligado a recitar de nuevo el papel que había dejado de interpretar hacía ya muchos años. ¿Sabrías decirme qué hago yo aquí? ¿Por qué mi alma tiene que volver a soportar el peso de la carne, cuando ése no es mi deseo?

Lonerin invocó todas sus fuerzas para seguir estando presente. Sentía que estaba desvaneciéndose, de un modo que jamás había experimentado. De alguna parte le llegaba el latido de su propio corazón, pero cada vez se iba haciendo más lento.

—Yo no estoy aquí por mi propia voluntad. No sé qué hacer del Mundo Emergido. Ya no soy el hombre de entonces. Ya no tengo aspiraciones ni sueños. No tengo objetivos, ni nobles ni mezquinos, que me animen. Eso son cosas de vivos, y mi carne y mi espíritu están muertos. Sólo deseo paz, mi paz.

—¿De verdad que todo esto no es obra tuya?

Aster lo miró directamente a los ojos.

—He sido dolorosamente arrancado de mi reposo, y para mi disgusto he tenido que volver a contemplar el rostro de mi siervo más fiel. Su adoración me incomoda, sus plegarias me importunan. Sigue buscando en mí la confirmación de su fe, quiere utilizarme para fines que ya sólo él ambiciona. Quiero ser liberado de su presencia, quiero volver a ser nada.

Al comprender que estaba formulando una desesperada petición de ayuda, Lonerin tuvo que hacer un esfuerzo para reencontrarse a sí mismo. Comprendía lo que estaba sucediendo. Estaba cansado. El encantamiento estaba absorbiendo todas sus energías. Estaba muriéndose. Tenía que darse prisa.

—Si quieres la paz, ponte en mis manos.

—Ya lo estoy haciendo. —Aster guardó silencio unos instantes, y por fin respondió a la pregunta tácita que ambos tenían pendiente—. No puedo liberarme por mí mismo. Sólo tú puedes hacerlo. Tampoco puedo ayudarte. Yo no soy nada, aquí dentro. En un cuerpo, tal vez, pero aquí no existo. —Extendió el brazo y le brindó una sonrisa pura e infantil—. Hazlo, Lonerin. Es así como te llamas, ¿verdad? Ése era el nombre que gritaba tu madre. Hazlo. Te lo ruego.

Lonerin creyó que iba a desvanecerse, pero comprendió que haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad podría lograrlo.

Miró aquella imagen evanescente que tenía ante sí, y se preguntó de nuevo si estaría diciendo la verdad. Posiblemente no tuviera importancia; lo importante era recordar qué debía hacer ahora, y reunir la energía suficiente para hacerlo. Se concentró en sí mismo, en su propio espíritu disperso en aquella luz, y sintió una extraña tristeza. Piedad. El sentimiento que más había caracterizado su vida, y que tanta relevancia adquirió en aquel largo viaje que lo había conducido hasta allí. Piedad de todo, también de su enemigo.

Ahuyentó cualquier otro pensamiento y concentró toda la magia que sentía correr por su interior. Entretanto, los latidos de su corazón se hacían cada vez más débiles.

* * *

Sennar pudo mantener inmovilizado a Yeshol unos instantes. Sabía que la magia no surtiría ningún efecto en él. Había invertido todos sus poderes en volver a ver a Nihal, y los pocos que había logrado conservar eran insuficientes para derrotar a un Supremo Guardián, pero no tenía importancia: haría lo que fuera necesario, a fin de cuentas, desde el principio aquél había sido un viaje sin retorno. Por eso apretó con fuerza sus huesudas manos y buscó el cuello de su adversario. Trató de sorprenderlo, pero notó que se le escabullía. Apenas tuvo tiempo de verlo saltar hacia Lonerin.

Gritó, mientras extendía la mano hacia delante. Habían pasado muchos años desde la última vez que hizo un encantamiento en una lucha. Entonces su mano era ágil y fuerte, y su brazo poderoso. Ahora, de la manga de su túnica sobresalía un rectángulo de piel fina que cubría el tembloroso músculo de su brazo como un guante demasiado grande. Sin embargo, no falló.

Alrededor del cuerpo de Lonerin se formó una barrera plateada. Sennar recordó Aires, el viaje al Remolino, y los tiempos en que había protegido un navío entero con aquel sortilegio. En esos momentos aquel simple lance le producía una fatiga inmensa.

Las manos de Yeshol salieron disparadas con avidez hacia la barrera, que a su contacto explotó desprendiendo una infinidad de chispas. El Supremo Guardián gritó. Al otro lado de aquel sutil envoltorio, Lonerin parecía estar muerto. Estaba pálido, y sus dedos asían convulsivamente el talismán. Producía la misma sensación de lánguido abandono que ofrece un cadáver, su espíritu no estaba allí: lo había logrado.

Sennar trató de incorporarse lo más aprisa que pudo, sin dejar de observar con preocupación el globo que hasta hacía un momento ocupaba el espíritu de Aster. Ahora no era más que una esfera de cristal como cualquier otra.

En cuanto estuvo de pie, vio a Yeshol alzando sus manos quemadas, a punto de lanzar un encantamiento. En un instante todo había acabado. No podía competir con su poder. Lo sujetó por los hombros y le tapó la boca con una mano. Con la otra le apretó la garganta con todas sus fuerzas. Yeshol trató de reaccionar. Chocaron contra las paredes, hicieron caer la esfera de cristal, que se rompió en mil pedazos, rodaron por el suelo enzarzados como dos animales. Sennar sintió los dientes de su enemigo hundiéndose en su carne y fue presa de un dolor lacerante. Disminuyó la presión y Yeshol aprovechó para liberarse y sacar un puñal que llevaba bajo la túnica. Se volvió, sorprendió al mago y lo derribó, poniéndole el cuchillo en la garganta.

—¡Nadie podrá detenerme! —bramó con los ojos inyectados en sangre y la mano temblorosa—. ¡Ése es el designio de Thenaar!

Sennar sintió el contacto de la hoja contra su piel. Tal vez Lonerin habría tenido el tiempo suficiente, tal vez lo que acababa de hacer no había sido en vano. Entonces cerró los ojos y pensó con total serenidad que aquél era un buen momento para morir.

Un siniestro silbido rasgó el aire enrarecido de la estancia, y le paralizó el corazón. «Se acabó», pensó, pero sólo notó que había disminuido la presión en su cuello. Abrió los ojos y vio a un hombre con una mueca feroz que amenazaba a Yeshol. Tenía un aspecto viscoso, y el placer de la venganza deformaba su rostro.

El Supremo Guardián miraba consternado un puñal ensangrentado que sobresalía de su hombro derecho. Su rostro no expresaba dolor, sino incredulidad.

—Sherva… —murmuró.

A su espalda, el Asesino dejó escapar una carcajada soez.

Extrajo el puñal y arrojó el cuerpo de Yeshol al suelo de una patada.

Sennar aprovechó para escabullirse hacia donde se encontraba Lonerin.

—No contabas con que tu eficiente y fiel siervo se rebelaría, ¡¿verdad?! —bramó Sherva—. ¡Pues yo escupo a tu dios! ¡No creo en Thenaar, y mucho menos en ti! Me he postrado a tus pies, convencido de que me convertirías en el más poderoso Asesino de todos los tiempos. Estaba seguro de que un día te mataría y yo sería el único entre todos. Por el contrario, me has arrebatado todo cuanto tenía, me has convertido en un repugnante gusano y me has obligado a renegar de mis dioses, tratándome como al último de tus lacayos.

Le propinó una violenta patada en la herida y Yeshol se contrajo, pero no salió un solo quejido de su boca. Cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos su mirada destilaba rencor.

Sherva se inclinó sobre él y volvió a hundirle el puñal en la carne, removiéndolo con crueldad.

—Concédeme el placer de oírte gritar, vamos, es para tu mayor gloria —le dijo sonriendo con ferocidad.

Sin embargo, aquella sonrisa murió en su garganta. Como un relámpago, Yeshol le atravesó el pecho con un puñal que llevaba oculto.

—También eres un traidor —le escupió entre dientes el Supremo Guardián. Sherva cayó de espaldas y quedó apoyado en la pared; respiraba con dificultad.

Yeshol se incorporó, presionando con la mano la herida de su barriga. Cuando llegó a la altura de su esbirro le lanzó una mirada gélida.

Sherva alzó los ojos ya velados por la muerte y sonrió.

—Estás muerto —dijo con un estertor—, y te he matado yo.

—¡No, no es cierto! Thenaar y yo tendremos el Mundo Emergido a nuestros pies, y tú no vivirás para verlo. —Yeshol describió un amplio movimiento con el brazo, y en la garganta de Sherva se dibujó un corte rojo. Cayó de lado, vencido por el peso de su propio cuerpo. Permaneció tendido en el suelo unos segundos. Y entonces alzó la cabeza con dificultad y extendió un brazo.

Sennar, encogido en un rincón, lo vio arrastrarse por el suelo, dejando un rastro de sangre tras de sí. Su mirada estaba cargada de odio, y en su interior bullía una gran determinación.

—Aún no estoy muerto —musitó con voz sibilante.