27
La casa
SUCEDIÓ todo de repente. Un estruendo sacudió el templo hasta los cimientos y la bóveda de la Casa tembló. Yeshol observó cómo caía polvo del techo de su estudio, mientras las voces de sus hombres corriendo despavoridos resonaban por todo el corredor.
Salió e interceptó al primer Asesino que pasaba.
—¿Qué sucede?
Éste le respondió con un movimiento de cabeza, incapaz de articular una sola palabra. Su rostro era una máscara aterrorizada.
Yeshol tembló.
«Ahora, no, ahora que ya está todo dispuesto, no».
Se había pasado toda la mañana ante la esfera que custodiaba el alma de Aster. Había estado contemplando cómo su forma aparecía y desaparecía formando volutas de color violeta, y había estado rezando hasta quedarse afónico. Había llegado el momento tan esperado. Aquella noche derramaría lágrimas de felicidad. Aster iba a volver e impartiría justicia, todo estaba saliendo de la mejor de las maneras. Thenaar también le había dado su aprobación. La máquina se había puesto en funcionamiento, y ya nadie podría detenerla. Su corazón estaba desbordante de determinación y de fe.
Un Victorioso se arrodilló ante él apoyando los puños en el suelo; respiraba agitadamente. Yeshol no tuvo tiempo de preguntarle nada.
—Fuera del templo hay dos dragones que lo están destruyendo todo. Ha sido un ataque por sorpresa, no hemos podido hacer nada.
—¿Cuántos hombres? —La voz de Yeshol, a diferencia de la de su esbirro, no delataba la menor ansiedad.
—Es difícil saberlo, aún no hemos visto a ninguno.
—¡Estúpido! ¡Los dragones no pueden haber llegado solos hasta aquí!
El Victorioso lo miró desconcertado.
—Vuestra Excelencia, ha entrado algo en la Casa y está matando a muchos de los nuestros. Aún no hemos logrado neutralizar a esa cosa, es como una fiera sanguinaria, nunca habíamos visto nada parecido.
Una gota de sudor se deslizó por la sien de Yeshol.
—¡Detenedla!
—Mi señor, no somos…
Se oyó un nuevo estruendo, y un rugido atronador. El corazón del Supremo Guardián se aceleró, y las palabras de Dohor aparecieron grabadas en su mente.
«Ido… traerá consigo a vuestra traidora».
Comprendió que había pasado algo por alto, que no había pensado en lo impensable. Aquella Perdedora despavorida y temblorosa que una vez había ido a postrarse a sus pies para salvar la vida, había hecho acopio del valor suficiente para enfrentarse a la peor de las muertes. Y todo ello sólo para destruirlo. Tragó saliva. La Bestia pertenecía a Thenaar, era una de sus hijas predilectas, ¿cómo podía volverse contra ellos de aquel modo?
—Ordena a todos los hombres que se concentren en la escalera. La Bestia no debe llegar a las piscinas antes de que el ritual se haya consumado. Manda un grupo a buscar al niño y a los otros dos prisioneros y que los traigan ante mi presencia. ¡Corre!
Volvió a entrar en el estudio, apoyó las manos en el escritorio y miró la estatua de Aster que tenía enfrente. Se había equivocado. Debía dar con una solución sin dejarse llevar por el pánico. Miró aquella sonrisa de piedra y aquellos ojos juveniles y graves al mismo tiempo, de hombre, y comprendió.
«No podrán detenernos. Aunque tenga que actuar solo, no permitiré que tu pueblo se vea privado de tu presencia, te lo prometo».
No había nada que temer. Thenaar estaba con él.
* * *
Blanco. Y la sensación de que ya no poseía un cuerpo. Ni manos, ni boca. Ni pulmones.
La muerte era distinta de como Dubhe se la había imaginado. Resultaba casi agradable poder saborear aquel lento desvanecerse en la perfección de un todo que no admitía diferencias.
El dolor fue aflorando en su conciencia de forma gradual. Primero fueron los dedos, las manos, los brazos, los músculos… Después todo quedó impreso en aquel blanco cegador como un infierno de fuego. Sintió las venas bombeando desbocadas, el corazón inflándose en el pecho hasta estallar. No le llegaba aire, sólo la sensación de tener una dolorosa espina clavada en el alma, un peso que penetraba en su cerebro, entre un pensamiento y otro, destruyendo, despedazando, disgregando.
Sed de sangre. Hambre de muerte. Un deseo imperioso y devastador, intolerable.
«¡No, no quiero!».
Pero no tenía ningún sentido resistirse. Llegó un punto en que todo se tiñó de rojo. Las gotas de sangre se mezclaron formando complejos arabescos en aquel lago de leche. El gemido de la Bestia rasgó su mente en dos mitades, colmándola de horror. Su cuerpo se convirtió en una certeza dolorosa, y el hecho de no poder ejercer el menor control hacía que la experiencia resultase más mortificante todavía. Dubhe sintió que no era más que una espectadora impotente de cuanto estaba sucediendo. Y aquella certeza también anuló su última esperanza de poder regresar.
Me has negado durante largo tiempo, me has mantenido aplastada entre el corazón y el diafragma. He tenido que respirar el aire mefítico de los lugares oscuros en los que me has confinado, pero siempre he estado aquí. Fui la fuente de tu placer cuando mataste a Gornar, tu locura cuando te vengaste. Ahora he vuelto, y ya no podrás encadenarme de nuevo. Soy tu esencia más profunda, el verdadero rostro de las cosas, despojada de las excusas con que te alimentas cuando te relacionas con otros seres humanos. Sólo quedo yo. Tu alma negra, la verdadera Dubhe.
Sintió que algo la aspiraba hacia abajo, y de pronto abrió unos ojos como platos: ante ella, los resplandores de los incendios rasgaban la oscuridad que envolvía el templo. En el llano, los dragones atacaban con todo el poder destructor de su fuego, y reducían a esquirlas las paredes de cristal negro con sus zarpas y sus colmillos. En el suelo, diminutos hombres se agitaban confusos y corrían en todas direcciones, como patéticas hormigas.
Carne. Carne para saciar su hambre. Sangre para su sed. La Bestia se abatió sobre ellos sin piedad.
¿No gozas conmigo? ¿No percibes la magnificencia de cuanto sucede? Naciste para esto, y lo sabes.
Dubhe gritó, pero no tenía boca. Su desesperación no hallaba el menor desahogo, y no tenía fin, lo sabía. Sólo la muerte, aún demasiado distante, podría hacer cesar aquel tormento.
«Tengo que resistir, tengo que hacerlo por Learco. Él vivirá».
* * *
Ido se quedó sin palabras. Aquella chica menuda que había llevado a lomos de Oarf se transformó ante sus ojos. Su rostro se deformó hasta adoptar una mueca inhumana, sus extremidades se inflaron, su piel se cubrió de pelos hirsutos. Hasta el menor atisbo de sus ojos negros y profundos fue engullido por una furia sin fin, y en su lugar apareció un monstruo, sin nombre ni conciencia de sí mismo. Un aborto de la naturaleza, una broma maligna de un dios perverso. Rugió: su boca abierta mostró una hilera de dientes afilados como navajas y sus dedos iban provistos de garras largas y afiladas. Cuando los primeros Asesinos salieron del templo, la Bestia los embistió y destrozó cuanto se le puso por delante. Los devoró convulsa, sin detenerse ni un instante.
Aunque Ido había sido testigo de infinidad de masacres a lo largo de su vida, por primera vez tuvo miedo. Las náuseas le atenazaron el estómago y sintió el impulso de huir lejos de allí. Estrechó con fuerza la empuñadura de la espada —la de Nihal— y la desenvainó. Observó el campo de batalla con ojos de guerrero. El dragón azul estaba atacando la parte trasera del templo; Oarf, la entrada principal. Sennar y Lonerin se hallaban a su espalda. La Bestia ya se había abierto camino, y ahora les tocaba intervenir a ellos.
—Seguidme. Entraremos juntos y haremos lo que hemos venido a hacer.
Sennar lo miraba despavorido. Lonerin estaba temblando.
—¡Adelante! —gritó Ido con todo el aire de sus pulmones.
Su grito les hizo reaccionar. Corrieron entre las llamas y se zambulleron en el Caos de la Casa. Con gran alivio, Ido pudo comprobar que la confusión era tan grande que nadie le prestaba atención. Recordando todo cuanto le había explicado Dubhe, se lanzó escaleras abajo, en dirección a las mazmorras, dispuesto a abatir a cualquiera que se cruzase en su camino. El miedo se desvaneció, ya no hubo lugar para vacilaciones. Era su última batalla, y la acerada frialdad que siempre lo había distinguido en la guerra, se instaló de nuevo en su corazón. Volvía a ser el de antes.
«Por última vez», se dijo sonriendo con ferocidad.
* * *
—Todo irá bien, no temas.
A Learco su propia voz le sonó como un susurro. El niño que estaba sentado a su lado no dejaba de llorar. Lo reconoció en cuanto lo arrojaron a la misma celda en que se encontraban Theana y él, hacía casi una semana. Era el que estaba con Ido cuando lucharon, el semielfo que la Gilda buscaba por tierra, mar y aire.
—Vine aquí por mi propia voluntad. Toda la culpa es mía.
Desde que llegó no había parado de repetir lo mismo, sin dejar de llorar. Learco sentía que iba a estallarle la cabeza. Estaba perdiendo la calma, y todo aquel ruido que provenía del exterior no presagiaba nada bueno.
Theana, por su parte, guardaba silencio y miraba al vacío. Estaba asustada, pero se esforzaba en permanecer atenta.
No resultaba fácil después de todo lo que habían pasado. En cuanto llegaron, les vendaron los ojos, los condujeron a través de los pasadizos de la Casa, los encerraron en la celda y los ataron a la pared con gruesas cadenas. Desde entonces no habían visto a nadie. Una vez al día se abría una tronera en la pesada puerta de metal y alguien introducía un plato del que debían comer los tres, y una jarra de agua que había que racionar para todo un día.
Learco lo sabía. De un momento a otro entrarían y se los llevarían para hacer realidad el delirio más terrible de los aliados de su padre.
Trató de liberarse, pero las cadenas eran demasiado recias. Theana no había podido ayudarlo: los grilletes que llevaba puestos habían sido ideados especialmente para anular sus poderes. Y entonces, de pronto, las entrañas de aquel lugar infame se estremecieron y las explosiones hicieron añicos el silencio de la celda. San levantó la cabeza, con los ojos dilatados por el miedo, y la maga miró a su alrededor.
Learco trató de interpretar los ruidos, de estudiar el silencio que había descendido justo después de aquel primer fragor. Pasos apresurados al otro lado de la puerta, voces atropelladas… Otro estruendo, un rugido…
—Están atacando —dijo en voz baja, temeroso.
—¡Vienen a buscarnos, Ido ha vuelto! —exclamó San.
Learco no sabía qué pensar. Una parte de sí mismo contemplaba con prudencia la hipótesis de una intervención del Consejo, aunque le parecía muy prematura. Entonces ¿de qué podía tratarse?
La puerta se abrió de golpe. La luz penetró violentamente y cegó a los tres prisioneros. No lograron ver a nadie, pero oyeron una voz.
—¡En pie, vamos!
Alguien cogió a San del cinturón. Learco oyó cómo se abrían sus grilletes en la pared, y sintió unas manos que lo agarraban violentamente para obligarlo a incorporarse.
—¡Estate quieto, maldita sea! —gritó el hombre que retenía al niño. Y a continuación, el ruido de una bofetada, y el sonido de un cuerpo ligero desplomándose. Learco decidió que era el momento: no contaría con otra oportunidad. La puerta de la celda estaba abierta y la confusión jugaba a su favor.
Se liberó dando un tirón y se abalanzó sobre el Asesino que había golpeado a San. Le rodeó el cuello con las cadenas y apretó con fuerza. El hombre jadeó bajo aquella férrea presión.
—¡Suéltalo, o mato a la chica!
Con gran rapidez, el otro Asesino extrajo un largo puñal y lo apoyó en la garganta de Theana. Las primeras gotas de sangre empezaron a brillar en el metal. Learco la miró. Debajo, sintió los pies del hombre que había capturado agitándose como un animal: lo tenía en sus manos.
—Te he dicho que los sueltes —gruñó el Asesino mientras aumentaba la presión. Theana gimió, pero en aquel instante una hoja negra penetró en el pecho del sicario.
—Tú no vas a matar a nadie —dijo alguien en la oscuridad. El cuerpo sin vida del Asesino cayó al suelo emitiendo un ruido sordo. Tras él, un gnomo con el cabello y la barba blancos sostenía una espada de cristal negro. Learco no perdió el tiempo. Intensificó la presión y asfixió al guardia que tenía entre las manos. Un silencio irreal se adueñó por un instante de la mazmorra.
—¡Ido! —gritó San mientras se arrojaba en sus brazos, llorando de alegría.
—Despacio, despacio… —dijo el gnomo balanceándose hacia atrás.
Pero el niño no le hizo caso: el gnomo había acudido en su ayuda incluso después de aquella discusión tan desagradable. Se había equivocado al juzgarlo como lo hizo y tenía que decírselo inmediatamente, de corrido:
—¡Fui un estúpido, todo ha sido culpa mía! Creí que era invencible, pero ahora sé que aún me quedan un montón de cosas por aprender. ¡Tenías razón, Ido, te juro que ya he aprendido la lección!
El gnomo lo abrazó, le puso una mano sobre la cabeza y le revolvió el cabello.
—Todo está en orden —murmuró, mientras deshacía el abrazo.
Tras asestar dos pesados golpes con la espada, liberó a los presos de sus cadenas, le pasó una arma a Learco y respiró profundamente.
—Huid todo lo aprisa que podáis. Fuera se ha desencadenado el infierno.
—¿Ha llegado el ejército? —preguntó el príncipe.
Ido sacudió la cabeza, pero no añadió nada más.
—¿Qué está pasando?
—No hay tiempo para explicaciones, tenéis que huir, eso es todo. ¿Te ves capaz de luchar?
Learco dejó caer la espada, sujetó a Ido por los hombros y lo miró a los ojos.
El gnomo rehuyó su mirada.
—Sennar y Lonerin han ido a liberar a Aster, y yo mataré a tu padre. Tendréis que apañároslas por vuestra cuenta.
—¡¿Dónde está Dubhe?! —gritó el príncipe al borde de la desesperación. Ya sabía la respuesta, pero quería oírsela decir a Ido.
—Ha liberado… a la Bestia…
Learco sintió que todo le daba vueltas.
—No tenía otra salida. Lo ha hecho por ti, ¿comprendes? Me pidió que te salvara mientras ella se encargaba de la Gilda. Así que coge a la mujer y al niño y huye, o ella habrá muerto en vano —respondió Ido, mientras se liberaba enérgicamente de su presa.
Learco no reaccionó, se sentía incapaz de razonar. Al final, Dubhe había decidido tomar el camino más difícil, y nadie se había opuesto.
—Os quiero fuera de aquí inmediatamente. Y, sobre todo, llevad al niño a un lugar seguro.
Theana recogió la espada del suelo y se la pasó al príncipe. La expresión de su rostro era serena, como si le estuviera pidiendo que confiara en ella.
Sin saber muy bien por qué, Learco cogió el arma y asintió.
—¡No! —El escalofriante grito de San hizo que todos volvieran a la realidad. El niño se había interpuesto entre el gnomo y los jóvenes—. ¡Quiero estar contigo! No me dejes, por favor. ¡Sólo tú puedes protegerme!
Ido lo miró con una tristeza infinita. Resultaba increíble cuánta fuerza había en aquel chico, y por un instante acarició la idea de un futuro junto a él, pero en esos momentos lo más importante era sacarlo de allí.
—Volveré, te lo juro. Seremos una familia. Y no permitiré que te suceda nada malo, nunca más. Pero ahora me tengo que ir.
San lloraba, e Ido le enjugó las lágrimas.
—Confía en mí. Learco es un gran guerrero, y te defenderá con su propia vida.
El príncipe asintió.
Ido sonrió, se puso en pie y retrocedió unos pasos.
—Nos veremos después —dijo con la mano alzada, antes de desaparecer rápidamente por los corredores.
* * *
Yeshol golpeó el suelo con el pie. Tenía sujeto por el cuello a un Asesino con la cara manchada de sangre y el pánico escrito en los ojos.
—Ha entrado en la sala de las piscinas, mi señor.
—¡No me importa! El niño, ¿dónde está el niño? ¡He enviado a mis hombres hace diez minutos y aún no han regresado!
El Asesino sacudió la cabeza.
Yeshol lo arrojó contra la pared y le gritó en la cara:
—¡Perdedor!
Tras lo cual, lo dejó en el suelo, tembloroso.
Entró en su estudio hecho una furia, tomó un libro del escritorio y pulsó el botón que abría el pasadizo secreto. La pared giró sobre sí misma y dejó a la vista una escalera que serpenteaba hacia abajo. Yeshol descendió casi a la carrera sin preocuparse de dejar abierto el acceso. Sólo logró tranquilizarse cuando estuvo frente a la esfera azulada.
—Lo sé, mi señor —dijo mientras se sentaba en el suelo con los pergaminos desplegados ante sí y buscaba una determinada página en el libro—. Pero pronto seréis libre, y yo tendré el honor de haber sido el medio. ¿Que no está el niño? ¡No importa! ¡Tomadme a mí! —dijo golpeándose el pecho, sin dejar de mirar el rostro en el globo—. Es cierto, vuestro espíritu no resistirá mucho en mi cuerpo, lo sé, pero bastará para abrir el camino a Thenaar. Y entonces volveréis a este mundo, y ya no habrá más lugar para los Perdedores, sino sólo para los Victoriosos. Será vuestro Tiempo, el mundo alcanzará la perfección que ha anhelado desde el principio, desde que nuestro dios lo creó.
Dio con la página que buscaba.
—Sí, eso es, aquí está —dijo con gran excitación.
Y leyó, declamando en voz alta.
Miró por última vez la esfera, extendió los brazos y se preparó.