26
Rumbo al fin
IDO ordenó que lo preparasen todo de inmediato.
—No podemos desplazarnos a lomos del dragón, podrían vernos —objetó Sennar.
—Volaremos alto. Y sólo nos detendremos tres veces.
—¿Estás diciendo que piensas volar noche y día? Detenerse tres veces significa cubrir etapas de al menos dos días de vuelo. ¡Es una locura!
Ido lo miró directamente a los ojos.
—¿Tienes alguna sugerencia mejor?
—No lo conseguiremos nunca.
—Lo conseguiremos. He escogido un dragón azul bastante joven y bien adiestrado, y Oarf es un magnífico animal, fuerte y poderoso —replicó el gnomo—, a menos que lo hayas echado a perder estos últimos años.
En el rostro de Sennar no asomó ni la sombra de una sonrisa.
—No quiero que te lo cargues, eso es todo —dijo tras unos instantes de vacilación.
—¿Crees que sería capaz?
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier respuesta.
En otra ala del palacio, entretanto, Dubhe estaba ocupada recogiendo las pocas cosas que había decidido llevar consigo. Se puso la ropa de siempre, y se ajustó las nuevas armas a la cintura. Era una mera precaución, pues en cuanto hiciera salir a la Bestia no las necesitaría; pero la travesía era larga, y sus compañeros estaban tan exhaustos como ella.
A cada gesto sentía las heridas tirándole de la piel. Aún estaba demasiado débil, y se dio cuenta de que si realmente quería llegar al final, tendría que contar con alguien que la ayudara. Sabía que Sennar hacía tiempo que había perdido sus poderes, de modo que no le quedaba otra opción.
Tendría que acudir a él y pedírselo en persona.
* * *
Lonerin estaba en su habitación, ocupado con los últimos preparativos. Ido sólo les había dado una hora. Con el nerviosismo se había dejado la puerta abierta, y Dubhe estaba observándolo desde el umbral. Cuando la oyó llamar a la puerta, se volvió de golpe.
—¿Qué quieres?
—Tenemos que hablar.
Dubhe vio el talismán sobresaliendo del paño que lo envolvía, encima de la cama.
Lonerin lo cogió y lo guardó en la talega.
—No me apetece.
Ella entró, cerró la puerta a su espalda y lo sujetó por la muñeca.
—Pero debemos hacerlo.
—Ya he hecho lo que querías, ¿no estás contenta? —le replicó el mago, soltándose de su presa con rabia—. Y ahora, déjame en paz.
—No te he hecho ninguna afrenta personal. Simplemente, he tomado una decisión.
—Que yo no apruebo. Y te recuerdo que antes he levantado la mano porque me has obligado a hacer algo totalmente en contra de mi voluntad. ¡Ya no te debo nada! —Anudó el hatillo y miró a su alrededor para comprobar que no se olvidaba nada.
—Necesito que me cures durante el trayecto —siguió diciéndole Dubhe, pero él hizo como que no la oía—. Las heridas aún no han cicatrizado, y además necesito que me ayudes a sintetizar un filtro que estimule la maldición.
Al oír aquellas palabras, Lonerin se volvió y la miró con una expresión que oscilaba entre la sorpresa y el dolor. Se dirigió hacia la puerta, pero Dubhe se interpuso.
—He sabido que ayer me administraron la poción mientras estaba inconsciente. Necesito controlar a la Bestia o, de lo contrario, la misión fracasará.
—¡Perfecto! Bastará con que no te tomes la próxima dosis, y ya estarás lista para tu heroico sacrificio. —Lonerin trató de asir el tirador de la puerta, pero Dubhe se lo impidió—. No pienso secundar tus instintos suicidas —le espetó con voz sibilante.
—Sólo quiero que el poder de la Bestia se desate una vez esté en la Casa, no antes. No puedo invocarla a placer, ya lo sabes.
La dureza de la mirada de Lonerin dio paso a una expresión de angustia.
—No quiero matarte, ¿tanto te cuesta entenderlo? —murmuró con la vista fija en el suelo.
Dubhe trató de mantener la calma. No podía perder la lucidez que la había animado hasta ese momento. En realidad lo comprendía, pero no podía secundarlo. El camino que había elegido no dejaba margen para la compasión.
—¿Podrías dar con el encantamiento que necesito? —preguntó finalmente con sequedad.
Lonerin permaneció unos instantes con la cabeza gacha, sin responder. Y entonces asintió con aire resignado.
—Pues entonces, hazlo. Yo soy la única que puede abrir una brecha en las filas enemigas.
El joven alzó la cabeza impulsivamente, en un rapto de orgullo.
—Tú no eres una arma, nunca lo has sido. ¡Tú eres la mujer a la que amé en aquella caverna, Dubhe!
Ella tragó saliva.
—Es un tiempo que ya no nos pertenece, y tú lo sabes.
—De acuerdo, pero no puedes pedirme que pase por encima de esos recuerdos. Un incendio siempre deja cenizas.
Dubhe sintió las lágrimas aguijoneando sus ojos, pero las hizo retroceder con violencia. Tenía razón, pero las cosas habían cambiado.
—Tú tienes un futuro, Lonerin, y debes mirar adelante. No desperdicies este don, o mi sacrificio habrá sido en vano —le dijo, tomando su rostro entre las manos.
Él desvió la mirada, incapaz de hablar.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —le respondió en cuanto reunió el valor suficiente para mirarla.
—Entonces, coge todo cuanto necesites y reúnete con nosotros.
Dubhe salió por la puerta antes de que él pudiera añadir nada más.
En el corredor, el aire sabía a humedad, y el mareo le llegó de improviso. Se apoyó en la pared, aturdida ante el abismo de todo aquello que iba a perder al cabo de siete días. En el centro de aquel vórtice de deseos condenados a perecer descollaba la imagen de Learco.
«Vivirá», pensó. Y aquella conciencia le dio la fuerza necesaria para encaminarse a las murallas.
* * *
—Volaremos a gran altura. A esa altitud el aire está rarificado y no resulta agradable. Hasta que lleguemos a territorio enemigo, ascenderemos lentamente para que nuestros cuerpos se vayan habituando; después, en cuanto hayamos cruzado la frontera, avanzaremos a mayor velocidad.
Ido transmitía seguridad, su voz sonaba alta y clara. No contaban ni la vejez ni el cansancio. Era su último fulgor, la última misión antes de la paz que tanto se merecía. No le importaban las consecuencias, de un modo u otro, su historia como Caballero del Dragón iba a acabar allí.
—Mientras crucemos la frontera, las tropas que hemos logrado agrupar atacarán el frente de la Tierra del Mar. Ya hemos dado las órdenes oportunas. Será una maniobra de distracción para impedir que el enemigo forme un único bloque, y al mismo tiempo nos permitirá infiltrarnos en la retaguardia inadvertidamente. En cuanto al viaje, haremos el primer alto en la frontera con la Gran Tierra a los tres días de vuelo. Cuando estemos lo bastante descansados partiremos en dirección al desierto que se encuentra en la Tierra de la Noche —dijo, señalando un punto preciso en el mapa que había extendido para que los demás se familiarizaran con la ruta—. Allí no hay ciudades ni puestos de avanzadilla. No tenemos por qué toparnos con problemas. A partir de ahí, iremos de una sola tirada hasta el templo.
Nadie puso objeciones. Los dos magos y la chica escuchaban atentamente, pendientes de cada una de sus palabras.
—He sabido recientemente que el convoy de Dohor ya ha emprendido el camino hacia la Casa. Permanecerá allí hasta el momento de la ceremonia, y es importante que ataquemos cuando él también esté presente en el ritual o, de lo contrario, habremos fracasado. Si no surgen imprevistos, siguiendo mi plan de viaje llegaremos a tiempo.
Los otros continuaban mirándolo en silencio. Se le hacía extraño volver a desempeñar el papel de caudillo militar. La última vez que le tocó hacerlo fue durante el asalto que sufrió la fortaleza de los rebeldes, en la Tierra del Fuego. Fue un desastre, e inmediatamente alejó aquel recuerdo de su mente. Esta vez todo debía ir sobre ruedas.
Enrolló el mapa.
—¿Algún comentario? —Sus ojos escrutaron sucesivamente a cada uno de sus compañeros de aventura. Era una empresa desesperada, y todos lo sabían. Probablemente no regresarían para contarla. Por un instante, Ido lamentó haber alzado aquella mano con tanta seguridad una hora antes. Tenía ante sí a dos jóvenes que iban al encuentro con la muerte. Había visto morir a demasiados por los motivos más dispares, y ya no era capaz de hallar una sola justificación válida. También en esta ocasión la victoria habría de pasar a través de la muerte de una muchacha a la que la vida ya se lo había arrebatado todo—. Muy bien. Si estáis de acuerdo, ya podemos partir —concluyó con gesto decidido.
Sobre las murallas, el alba había dado paso a una mañana fresca y melancólica. Unas nubes altas y densas oscurecían el cielo gris.
Los dragones ya estaban listos. Uno era azul, de cuerpo esbelto y fibroso; el otro, en cambio, era un ejemplar imponente, de piel tupida y ojos como brasas: Oarf. Este último los recibió con los ollares palpitantes y los músculos contraídos, listo para emprender el vuelo. Ido lo miró con admiración. Le habían dicho que había estado muy agitado en ausencia de su amo, tanto que tuvieron que confinarlo en una mazmorra, en los espaciosos establos subterráneos, y que nadie se atrevía a poner un pie en aquel lugar.
Sonrió satisfecho; aquel dragón no había cambiado ni un ápice. Temperamental e indomable como siempre. El gnomo recorrió con la vista su cuerpo brioso y, lentamente, en su imaginación fue transformándose en el del magro y nervudo Vesa, su querida montura. Ambos dragones habían combatido el uno junto al otro en más de una batalla, y tal vez Oarf aún sintiera el olor del antiguo compañero en su armadura de soldado.
Ido se acercó al poderoso animal. Oarf se limitó a mirarlo, y mientras de sus narices se elevaban dos sutiles columnas de humo, su mirada fue dulcificándose lentamente.
—Te acuerdas de mí, ¿no es así?
Se detuvo a unos pocos pasos de su cabeza y le acarició el hocico. Siempre que tocaba las frías escamas de un dragón se sentía conmovido, y acudían a su memoria los mejores tiempos de su vida, cuando aún surcaba los cielos en guerra. Subió de un solo salto. Era la primera vez que montaba a pelo, y le producía una extraña sensación.
Sennar, entretanto, estaba encaramándose al segundo dragón con cierta dificultad.
—¿Yo dónde me monto? —preguntó Dubhe. Su voz sonaba tranquila y su mirada transmitía serenidad.
Fue Lonerin quien lo decidió. Se situó detrás de Sennar y Dubhe miró a Oarf.
—¿Has montado alguna vez un dragón? —le preguntó Ido. Ella sacudió la cabeza. Había tantas cosas que aquella chica no había hecho, y que ya no podría hacer…
Le tendió una mano, y cuando la sujetó notó que estaba helada. Sintió que el miedo de ella se transfería a su piel, y se le encogió el corazón.
Dubhe trepó con agilidad y le pasó los brazos alrededor de la cintura. El gnomo miró al cielo. Había transcurrido una infinidad de tiempo desde la última vez que voló camino de una batalla.
—Ha llegado el momento —fue todo cuanto dijo.
Las amplias alas de Oarf se desplegaron y hendieron el aire fresco de la mañana. Ido sintió los músculos del pecho del dragón contraerse bajo sus muslos. Era la sensación más hermosa del mundo. Y aquel vacío en el estómago tan familiar, y el salto, único y poderoso, en el momento de dejar atrás el suelo.
* * *
Dohor se sentía fuera de lugar. Era la primera vez que penetraba en las entrañas de la Casa; hasta entonces sólo había visto el templo, donde solía citarse con Yeshol. Entre las alargadas sombras de aquel lugar asfixiante era él quien mandaba. Dohor solía considerar al Supremo Guardián como uno más de sus siervos, pero en el interior de la Casa, todo era distinto.
Aquel lugar tenía algo que se le agarraba a la garganta. Yeshol se movía con seguridad entre las galerías y, a su paso, los Asesinos se llevaban las manos al pecho e inclinaban la cabeza. Allí, Yeshol era el soberano, y él, un mero invitado de paso.
Sin embargo, lo que más le impresionaba era la atmósfera lúgubre que se respiraba en el interior de la Casa: allí, el sufrimiento era el objetivo, no el medio. La crueldad con que había instaurado su reino siempre había sido una regla que se observaba con vistas a obtener el triunfo, pero nunca fue la base que sustentaba sus acciones. El miedo era una arma como cualquier otra, igual que el dinero o la adulación. Allí abajo, en cambio, la crueldad era un fin en sí mismo, era la culminación del plan. Rezumaba a través de las paredes, enrarecía el aire, cortaba la respiración. La muerte se celebraba en todas sus formas; la anulación del individuo —de su carne y de su espíritu— era una aspiración que cultivaban con lúcida perversidad. Dohor no acertaba a comprenderlo.
«Fanáticos, eso es lo que son. En cuanto se haya celebrado el ritual y finalmente me convierta en invencible, acabaré con ellos, del primero al último».
Eso era lo que se decía a sí mismo, tratando de mantener a raya la incomodidad que sentía desde el momento en que puso el pie allí. Aunque le costase admitirlo, por primera vez era él quien tenía miedo. El mundo estaba poniéndose en su contra; primero su hijo, que había dejado de temerlo, y ahora aquella sensación de desasosiego que estaba logrando inquietarlo en lo más profundo de su ser. Se preguntó si había sido una buena idea prestarse a aquella peligrosa alianza.
Cuando llegaron a la estatua de Thenaar y vio las piscinas llenas de sangre, a Dohor se le revolvió el estómago. Incluso para él, que había luchado en mil batallas y derramado la sangre de pueblos enteros, aquello era demasiado.
Yeshol lo observaba mientras vomitaba en un rincón.
—Es normal que la primera vez produzca este efecto —le dijo sonriéndole con altivez.
Dohor lo miró con odio.
«Pienso arrasar este lugar, será lo primero que haga», se repitió a sí mismo.
Le asignaron una estancia bastante grande, amueblada con una cama amplia, un arcón y una mesa. En una esquina había alambiques y un estante lleno de extraños tarros.
—Era la habitación de la Guardiana de los Venenos que mató Dubhe —le explicó Yeshol—. No quise que el nuevo Guardián la ocupase: tenía en gran aprecio a aquella Victoriosa, quizá la más fiel de cuantos han hollado estos pasadizos.
Dohor alzó los ojos hacia él.
—¿Qué dicen tus espías?
El Supremo Guardián enarcó una ceja.
—Las tropas se están agrupando en dirección a la Tierra del Mar.
—Eso ya lo sé, ya han empezado los primeros choques. Lo que quiero saber es otra cosa.
Yeshol sonrió.
—Ido no ha sido visto.
—Está en camino —afirmó Dohor con una sonrisa triste.
—No lo sabemos con certeza.
El rey se carcajeó mientras sacudía la cabeza.
—Me he pasado buena parte de mi vida luchando contra ese maldito, y lo conozco bien. Vendrá. Tenemos al niño, y él no es de los que se quedan quietos cuando el Mundo Emergido lo necesita… Y además me odia.
—En cualquier caso, si viene nos encargaremos de él.
—¿Realmente crees que no traerá compañía? Vendrá, y traerá consigo a vuestra traidora. Esa furcia es la amante de mi hijo, y logró liberarlo de las mazmorras de la Academia. Seguro que seguirá a ese odioso gnomo.
Yeshol se encogió de hombros.
—Uno o dos, ¿qué más da? Sólo con que pronunciéis una palabra, mis hombres estarán encantados de libraros de esa molestia.
Dohor sacudió la cabeza.
—Aunque ya haga muchos años que dejé de luchar en el campo de batalla, sigo siendo un soldado, y pienso como un soldado. Déjalos que vengan aquí. Dubhe es toda tuya, pero quiero a Ido para mí. Deseo vérmelas personalmente con él, y poner la palabra «fin» a esta farsa que ya está durando demasiado tiempo.
Yeshol se quedó mirándolo unos instantes.
—Como deseéis —convino finalmente.
Acto seguido, hizo una reverencia y salió de la estancia.
Fuera estaba esperándolo un subordinado. Éste inclinó la cabeza y el Supremo Guardián lo llevó consigo hasta que se hubieron alejado unos cuantos corredores.
—Hazlo durante la ceremonia, en cuanto Aster haya regresado. Un hombre por cada uno de los suyos, y tú te ocuparás de Dohor. Los quiero a todos muertos.
El Asesino asintió, y desapareció en la oscuridad de la Casa.
* * *
En la Gran Tierra ya parecía que hubiera llegado el otoño, y Lonerin se arrebujó en la manta mientras contemplaba la negrura de la noche.
Nada de fuegos. Habrían iluminado, y ya resultaba bastante difícil ocultar dos dragones. Ciertamente, en aquellos parajes no había patrullas, pero nunca podía saberse.
Delante de ellos, Oarf dormía profundamente. Estaba extenuado. Volar a gran altura, y además con dos personas en la grupa, había agotado a ambos animales. El dragón azul parecía estar casi al límite, pero Ido se conformaba con que resistiera hasta la Tierra de la Noche. En otras circunstancias se habría avergonzado de aquel pensamiento mezquino: para un caballero no existía nada más sagrado que su dragón, pero ahora no había tiempo para escrúpulos de conciencia.
Volar en aquellas condiciones estaba resultando un infierno. La falta de oxígeno y la velocidad los dejaba sin respiración, y los músculos de las piernas se les agarrotaban a causa del frío y de las largas horas que pasaban en la grupa de los animales.
«Cuando lleguemos, ¿estaremos en condiciones de luchar?».
Ido ahuyentó aquel pensamiento. Pensaba luchar hasta el último aliento, escupiendo sangre si era necesario. Había llegado el momento de ajustar las cuentas pendientes, de poner las cosas en su sitio. Después de tantos años de persecución, por fin iba a enfrentarse a Dohor. Y no pensaba dejarlo con vida, eso lo tenía muy claro.
—¿No duermes?
El gnomo se sobresaltó. La silueta de Sennar se recortó en la oscuridad.
—No, y tú tampoco, según parece —observó Ido, sonriéndole.
—Ya hace mucho tiempo que la paz no forma parte de mi vida. Ni siquiera tengo derecho a soñar con ella. —El mago se sentó a su lado; en su regazo descansaba un objeto envuelto en un paño.
Ido enderezó la espalda y apoyó las manos en la hierba.
—Lo siento —musitó—. No fui capaz de cuidar de tu nieto, y soy consciente de que por mi culpa nos hemos de ver en esta situación.
Sennar se quedó mirando el vacío que se abría ante él, y acarició el paño con la mano.
—Yo no habría sido capaz de hacerlo mejor, Ido —dijo con amargura.
—Puede ser, pero no lo creo.
—Él es como Nihal —añadió el anciano mago—. Lo leí en sus ojos la vez que hablamos. La misma ansia por entrar en acción y consumirse, y también el mismo dolor. Resulta curioso cómo la vida gira en redondo y vuelve sobre sus propios pasos, ¿no te parece?
—Sí. Yo también me equivoqué con ella —respondió el gnomo con la mirada perdida en los recuerdos.
Sennar apoyó una mano en su hombro.
—Sabes que eso no es cierto.
Ido volvió a verla en la oscuridad nocturna: una jovencita enjuta y atormentada, con las orejas puntiagudas y el cabello azul y encrespado. Sus ojos de color violeta reflejaban todo el sufrimiento del mundo. Habría dado cualquier cosa por volver a verla.
—Solíamos hablar de ti. Se volvía loca de alegría cada vez que llegaba una carta tuya. Después se encerraba en su habitación y te escribía. No me permitía ni tan siquiera acercarme. Era algo entre ella y tú. Estaba algo celoso, ¿sabes? —Sennar sonrió con afecto—. Encontré esto, en el último viaje —anunció mientras le pasaba el envoltorio a su amigo.
El gnomo miró el paño, y el corazón se le subió a la garganta. Su forma resultaba inconfundible. Lo tomó entre sus manos y notó el corte de una hoja y la forma de una empuñadura. Se volvió hacia el mago buscando una respuesta, pero él se mantuvo a la expectativa.
Entonces Ido cogió el objeto por un extremo y lo alzó con cuidado. El reflejo de la luz incidiendo en la hoja negra casi lo deslumbró: la espada de Nihal.
—Es para ti —dijo Sennar.
Ido sintió que el corazón se le derretía, pero al mismo tiempo le pareció que estaba cometiendo un sacrilegio. Alejó el arma de sí.
—No puedo. Ya le he usurpado el dragón.
—Debes aceptarla —repuso el mago mientras sacudía la cabeza—. La historia de Nihal es una narración interrumpida. A ti te corresponde completar la obra.
La primera lágrima descendió por la mejilla de Ido, casi demorándose.
—Sólo la tomo prestada —aceptó por fin, resuelto. Se lo debía a Nihal, a Tarik, y sobre todo a San.
—No creo que volvamos a vernos cuando termine esta historia, amigo mío —replicó Sennar, sonriente.
Ido lo miró a los ojos y, por primera vez, pudo leer en ellos todo el cansancio que él mismo sentía. Tal vez tuviera razón, pero lo que contaba en ese momento era que estaban juntos de nuevo para librar la última batalla. El círculo se cerraba: ahí estaba, el último regalo antes de colgar las armas definitivamente. Ahora ya estaba preparado. Tomó la espada y se la ciñó en el cinturón, junto a la suya.
—Puede que tengas razón —dijo mientras apoyaba una mano en el hombro de Sennar—, pero al menos disfrutaremos juntos del último acto.
* * *
Al principio resultó horrible. Montada a lomos de Oarf apenas podía respirar. Le dolían las heridas y sentía palpitaciones en la cabeza. Pero al cabo de un tiempo ya se había habituado, y Lonerin mantuvo su palabra. Le practicó las curas con gran esmero, aprovechando los períodos de descanso, de manera que ya estaba casi del todo restablecida.
Su amigo se la dio mientras hacían la segunda parada.
—Aquí tienes lo que necesitas —le dijo mientras le pasaba una ampolla con mano temblorosa—. Cambié las proporciones de los ingredientes de la última poción que te di. De ese modo, cuando lleguemos, la Bestia ya estará lista para emerger. En cuanto te la tomes, la harás salir por completo.
Dubhe observó fascinada la ampolla, y cuando apartó la vista de ella, notó que Lonerin estaba mirándola con tristeza.
—No lo hagas. Aún estás a tiempo. Sennar y yo nos infiltraremos en la Casa y abortaremos el ritual. Learco se salvará igualmente.
Dubhe sonrió con resignación.
—Sabes que eso no es cierto —le respondió, guardando la ampolla en la alforja—, pero te lo agradezco igualmente —añadió con un hilo de voz.
Habían hecho un nuevo alto. Ya se encontraban en la Tierra de la Noche, a dos días de la Casa. En cuanto alcanzaran el objetivo, su destino se cumpliría. La irrupción de la Bestia ya era inminente; sentía cómo le presionaba bajo el esternón, cómo le aguzaba los sentidos, y la oía gritar en su cerebro a todas horas. Tenía miedo, para qué negarlo.
Estaba segura de que su decisión iba a causarle un gran sufrimiento a Learco, pero al final lo entendería. Los años se llevarían el dolor, y un buen día él también abandonaría su último recuerdo en una cabaña olvidada, como hizo ella con la carta del Maestro. Comenzaría una nueva vida, crearía su propia familia…
Extrajo la ampolla de la mochila y la hizo girar entre los dedos. Si Theana hubiera estado allí, le habría dicho alguna cosa, la habría consolado con su dios misericordioso.
A Dubhe le habría gustado decirle adiós.
Apartó la mirada de la ampolla y miró enfrente. Ido estaba montando guardia. Sentado algo más allá, con la espada negra de Nihal entre las manos, escrutaba la noche.
Tuvo que tocarle el hombro para que se percatara de su presencia. Incluso ahora que se acercaba el fin, seguía moviéndose como una perfecta Asesina.
El gnomo se sobresaltó.
—¡Diablos, realmente eres muy silenciosa!
—Tengo que hablar contigo.
Ido le hizo una seña para que se sentase. La joven concentró la mirada en la oscuridad que se abría ante ella, pero sus ojos vislumbraban una especie de penumbra incipiente, tal era el grado de sensibilidad que la Bestia confería a sus sentidos.
—Si salgo con vida de ésta —empezó a decir Ido— me encargaré de que el Mundo Emergido recuerde tu nombre. Estás a punto de protagonizar una gesta de una gran nobleza.
Dubhe se encogió de hombros.
—La gloria no me interesa. Necesito que me hagas otra clase de favor.
Ido se la quedó mirando, desconcertado. Sin duda no se esperaba aquella respuesta.
—No lo hago por el Mundo Emergido, lo hago por una sola persona —dijo Dubhe mirándolo a los ojos—. Prométeme que lo salvarás.
El gnomo suspiró, como si las palabras que estaba a punto de decir se las tuvieran que arrancar por la fuerza.
—Mi misión tiene prioridad máxima, eso ya lo sabes.
—Hazlo antes de que empiece el combate. Ponlo a salvo, de lo contrario todo cuanto yo haga habrá sido en vano. Júramelo.
Ido miró al suelo.
—Lo haré —dijo al fin.
—También deberás salvarlo de mí, si fuera necesario —añadió al cabo de unos instantes—. Cuando la Bestia salga, ya no seré yo misma. Sé que puedes matarme, y tendrás que hacerlo en caso de que mi sed de sangre amenace vuestra integridad. Yo no tendré ningún poder para refrenarla.
El gnomo tragó saliva al pensar en el infierno que iba a desencadenarse.
—¿Estás segura? De lo que estás a punto de hacer, quiero decir.
Dubhe asintió.
—Jamás había estado tan segura de algo.
Él la miró con afecto, y aquella mirada resultaba más bien fuera de lugar en su cara de guerrero fatigado.
—Te juro que haré lo que me has pedido.
* * *
La Casa apareció ante ellos como una mancha negra en medio de una oscuridad sin fin. Estaban preparados. Ido abriría camino junto con Dubhe y se internaría en busca de los prisioneros y de Dohor. Lonerin y Sennar se infiltrarían aprovechando la confusión reinante. En el exterior, Oarf y el otro dragón desencadenarían un infierno con sus llamas.
No había nadie esperándolos, como si los miembros de la Gilda no previesen ningún ataque. Aquella noche iba a celebrarse el ritual, y ellos pensaban impedirlo.
Dubhe sintió que su corazón palpitaba desbocado, como si quisiera taladrarle el pecho. Vio a Ido desenvainar la espada, y oyó el gemido del cristal negro contra el cuero del cinturón.
—Estoy preparado —dijo, y ella asintió.
A su espalda, el dragón azul inició una maniobra de aproximación describiendo amplios círculos.
Oarf se acercó a tierra.
Dubhe extrajo la ampolla de la mochila. Vertió en su garganta todo el contenido, casi con rabia. Era amargo, y una parte resbaló por su mentón y descendió hasta sus senos. Un intenso calor se apoderó de todo su cuerpo. Estaba aterrorizada, pero eso ya no tenía importancia.
«Estoy muerta —pensó con consternación—. No debo temer nada porque ya estoy muerta». Apenas sintió el sordo topetazo de Oarf posándose en el suelo con un ruido sordo, o los ruidos de voces. Entonces llegó la locura, devastadora y terrible, y todo se volvió blanco.