24

Venganzas

FORRA miró detenidamente a Dubhe. Tenía la mirada del cazador que observa a una presa indefensa. Ella trataba de zafarse, pero dos soldados la tenían firmemente sujeta.

Apoyó la punta de la espada en su pecho, lo suficiente para pincharle la piel. Fue bajándola lentamente, rasgando el chaleco.

Dubhe sintió el olor acre de su aliento, y actuó con rapidez fulminante: le propinó una patada a la espada, y ésta salió volando y le cortó la mejilla.

—¡Maldita!

Uno de los soldados le estampó un durísimo golpe en la mandíbula. Tuvo la sensación de que todos los dientes se le salían de la boca. El sabor metálico de la sangre le impregnó la lengua.

—Calma, señores, calma —dijo Forra mientras se limpiaba la herida con el dorso de la mano—, no hace falta emplear la violencia con las mujeres. —Sus compañeros de armas esbozaron una sonrisa ambigua—. En la Gilda no nos dijeron que fueras tan víbora.

Dubhe se imaginó la escena: Yeshol, Forra y Dohor alrededor de una mesa en la Casa, bajo la mirada de alguna estatua de Thenaar. Los vio poniendo precio a su vida, y el símbolo empezó a palpitar violentamente en su brazo.

—Te mataré… —le dijo entre dientes.

Forra se rio con ganas, y a continuación les hizo una seña a los soldados situados detrás de ella y de la inabarcable explanada.

—Al parecer aún no tienes la situación lo bastante clara, jovencita. Estás en franca minoría, yo no soy tan caritativo como tu amante. No tengo el menor problema en hacerme con la victoria mediante engaños: sólo me importa ganar.

Extrajo un largo puñal de la bota. Dubhe vio brillar la hoja a la luz de la luna. No podía permitirse acabar así, no a manos de aquel hombre. Por un instante rogó con toda su alma que la Bestia saliera al descubierto y lo destrozara, pero su gruñido sonaba lejano, seguía sedada por el ritual de Theana: esta vez no acudiría en su ayuda.

Forra alzó el cuchillo, y Dubhe se negó a cerrar los ojos y a resignarse. Gritó apretando los dientes mientras las lágrimas ascendían hasta los ojos, y entonces lo notó. Algo hizo vibrar el suelo. Forra se detuvo, con el brazo suspendido en el aire, y la sonrisa desapareció de su rostro: jinetes.

Dubhe sonrió con sarcasmo, saboreando aquel momento de desquite.

—¿Realmente creíste que estaba sola?

Forra tensó la mandíbula, se la quedó mirando un instante y ordenó a sus soldados que se pusieran en formación de ataque. Con un gesto ordenó a uno de los soldados que se la llevara.

—A ti, ya te veré más tarde, no te hagas ilusiones —la amenazó.

Entretanto, al otro lado de la explanada aparecieron seis hombres. La escolta enviada por el Consejo debía de haber visto al dragón sobrevolando la llanura y habían decidido hacer un reconocimiento. Tal vez no se esperaban encontrar tantos soldados; podría ser la oportunidad que Dubhe estaba esperando.

En cuanto vio que Forra se volvía para recuperar la espada, contrajo los hombros y logró soltarse del hombre que la tenía sujeta. Giró sobre sí misma, agarró al hombre por el cuello con las dos manos, y lo hizo rotar con fuerza. El ruido de huesos rotos fue absorbido por el fragor de los cascos de los caballos al galope. Dubhe no esperó más. Sacó el puñal del cinturón y se interpuso entre Forra y su espada, cerrándole el paso.

—Soy tu enemigo, no lo olvides.

Desde luego, no lo había olvidado. Estaba débil y cansada, y los caballeros de la escolta podían apañárselas sin ella. Pero, por encima de todo, con quien quería pasar cuentas era con Forra. Por ella misma, y por Learco. Aquel hombre lo había obligado a convertirse en un asesino en contra de su voluntad, lo había torturado y, junto con su padre, había conspirado contra él desde que era un niño. Debía, quería vengarlo.

Forra cambió el puñal de mano un par de veces. Dubhe no se dejó impresionar ni distraer. Estaba lúcida, tranquila, y su corazón latía acompasado. Hacía tiempo que no luchaba en aquellas condiciones. Estaba tan acostumbrada a oír el aullido de la Bestia que por un instante se preguntó si sería capaz de vencer sin su presencia. No fue necesario responder aquella pregunta.

Saltó hacia delante y lanzó un golpe largo. Forra respondió al instante, pese a haber sido cogido por sorpresa. Pero Dubhe siguió atacando, obligándolo a retroceder. Aquel hombre era pesado y voluminoso, así que en cuanto a agilidad no podía competir con ella, pero tenía sentido del ritmo y, más importante todavía, intuición. Era un animal, y combatía como tal. No tenía técnica ni premeditación, sólo se regía por sus deseos de matar.

Sus movimientos no eran estudiados, sino puramente instintivos. De pronto, un fulgor rasgó la noche, y Dubhe sintió cómo la hoja penetraba en su costado. Se echó hacia atrás justo a tiempo, pero tropezó. Forra la había engañado: en lugar de retroceder había realizado un movimiento circular para recuperar la espada que ella le había arrebatado poco antes.

—¿Qué te pensabas, que después de pasarme toda la vida en los campos de batalla no habría aprendido ningún truquito? Soy un carcelero, chiquilla, he matado infinidad de veces, y lo sé todo acerca de la guerra y de la muerte.

Dubhe se llevó una mano a la herida. No era profunda, pero estaba perdiendo sangre. Tenía que agilizar el desenlace de aquella historia.

—Te equivocas, aún tienes mucho que aprender —le respondió con frialdad, tratando de herirlo en el hombro para inmovilizarlo. Le exigió a su propio cuerpo un esfuerzo descomunal, utilizando las técnicas que le había enseñado Sherva.

Forra, por su parte, respondió con estocadas simples y violentas. Dubhe sintió que le fallaban las fuerzas; su cuerpo estaba al límite. Ensayó un último movimiento. Alzó el brazo izquierdo y trató de bloquear todas las ofensivas del contrario con éste. Forra la mantenía a distancia con su espada, y cuando quería atacar, usaba el puñal; ella sólo disponía de un brazal de cuero como única defensa, pero si se movía con cautela podría bastar. Y así lo hizo. Al primer golpe sintió que los huesos del brazo crujían, los capilares se rompían y los nervios hormigueaban exhaustos. El cuero se cuarteaba lentamente, y pronto llegaría el golpe fatal.

«Un brazo es un precio razonable a cambio de acabar con él», pensó fríamente. La Bestia había alzado el grito, pero se agitaba en vano. Ahora, era sólo ella quien deseaba su muerte.

El brazal quedó hecho pedazos al tercer golpe, pero Dubhe logró apartar el brazo antes de que fuera demasiado tarde. Un largo arañazo rojo se dibujó en su piel. Por unos instantes la cabeza le dio vueltas, y tuvo que hacer un gran esfuerzo de concentración para seguir en pie. Las heridas comenzaban a pasar factura.

—¿Quieres que te arranque un pedazo cada vez? —le preguntó Forra con una risotada—. Eso es exactamente lo que me ha pedido Su Majestad, y te aseguro que tengo unas ganas locas de obedecerle.

Dubhe no escuchó sus palabras. Durante unos instantes sólo tuvo una dolorosa conciencia de su cuerpo, y percibió con todo detalle cuanto estaba sucediendo. Intuyó al instante cuál iba a ser el próximo movimiento de Forra —un ataque frontal con la cabeza baja y la espada por delante—, y saltó hacia delante para anticiparse. Se estiró cuanto pudo y sintió la mordedura del acero rozándole el hombro y el cabello. No se detuvo ni siquiera cuando sintió el metal rasgando su carne, pero hundió su puñal con ambas manos entre los omóplatos de Forra. Empujó hasta sentir la resistencia del hueso, y describiendo una cabriola extrajo el puñal y cayó nuevamente de pie frente a él.

Se le removió el estómago, había perdido demasiada sangre y aquella pirueta había supuesto un esfuerzo excesivo. Con el rabillo del ojo le pareció ver que Forra se desplomaba, pero en cuanto sintió su aliento en el cuello comprendió que había sido un error bajar la guardia. Apenas tuvo tiempo de volverse y golpear de nuevo, esta vez en la barriga, pero él se limitó a trastabillar un instante y volvió al ataque. Realmente era una máquina de guerra: estaba perdiendo mucha sangre, pero seguía en pie, empecinado en matarla.

—¡No podrás derrotarme! —gritó a los cuatro vientos antes de descargar su golpe.

Dubhe bloqueó el ataque y, aprovechando el impulso de su adversario, logró romper su guardia. Lo alcanzó de lleno en el pecho, hundiendo la hoja en su carne hasta donde pudo. Forra cayó hacia atrás, con los brazos en alto, emitiendo un lamento ahogado. Su recio cuerpo hizo un ruido sordo al entrar en contacto con el suelo, y Dubhe sonrió maligna a la luna que brillaba sobre su cabeza. Se sentía terriblemente mal. Las náuseas le atenazaban el estómago y la sangre resbalaba abundante por sus piernas. No tenía importancia. Recogió del suelo la espada de Forra y avanzó con lentitud hacia él. Aún estaba vivo. Su pecho ascendía y descendía trabajosamente.

Cuando lo tuvo a sus pies lo miró con odio. Lo imaginó obligando a Learco a matar al anciano en la Tierra del Viento y sintió una rabia incontenible, que ahuyentó cualquier atisbo de remordimiento. Alzó la espada y clavó la mirada en los ojos del moribundo.

—Learco y Theana… ¿Están camino de la Casa?

Forra tensó los labios y compuso una mueca de dolor.

—Mátame, no lo alargues más —la instó con dificultad—. Y no creas que voy a rebajarme hasta ese extremo.

Dubhe pensó en los otros crímenes que había cometido en el pasado: en el terror, en la angustia, en aquella infinita desazón que tantas veces la había atormentado. Se había prometido a sí misma que no volvería a mancharse las manos, pero en esos momentos aquel voto ya no tenía importancia. Valía la pena condenarse definitivamente por una esperanza.

—Esto es por Learco —dijo a media voz, y hundió la espada en el corazón de Forra.

* * *

A San, la oscuridad nocturna se le antojó un manto cálido y oprimente. Siempre había asociado la oscuridad con el concepto de frescor, pero ahora se veía obligado a admitir que la oscuridad podía resultar más sofocante que un día soleado. El Asesino cabalgaba silencioso delante de él.

Durante todo el trayecto apenas habían intercambiado unas pocas palabras. Al principio San lo curó utilizando la magia, y pudo comprobar, para su disgusto, que no siempre era capaz de invocar sus propios poderes. Cuando lo conseguía, las heridas sanaban con rapidez, casi a ojos vista, pero a menudo el fracaso era total.

Se había llevado de la biblioteca de Ondina el libro de las Fórmulas Prohibidas para estudiar la mejor estrategia con vistas a eliminar a la Gilda. Pensaba destruirla a toda costa, aunque tuviera que comprometer su integridad física. A fin de cuentas, él iba a salvar el Mundo Emergido, las ciudades erigirían estatuas con su imagen y en lo sucesivo la gente transmitiría su nombre de generación en generación. Iba a ser recordado como el joven héroe que se había sacrificado por salvar todo un mundo. Era más de lo que había hecho su abuela en el lejano pasado.

Sin embargo, pese a haber estudiado con ahínco, el poder fluía indisciplinado a través de su cuerpo y, como cualquier fuerza que aún no ha sido domeñada, se manifestaba cuándo y cómo quería. Poderosa e imparable, o reducida y a trompicones.

Cuando eso sucedía, San, airado, dejaba de ejercitarse y se decía que la cosa funcionaría de todos modos. ¿Acaso no había sido capaz de abatir a los cuatro Asesinos bajo el mar? Bastaba con dar rienda suelta a su rabia, y todo iría sobre ruedas. Y rabia, en la Casa, no iba a faltarle.

Casi nunca pensaba en Ido. El gnomo lo había decepcionado, pero lo que más le costaba reconocer era que se sentía mal por haberle desobedecido. Una voz interior no cesaba de preguntarle si estaba haciendo lo correcto, pero él prefería no escucharla. «Los héroes no dudan nunca, y se dirigen derechos a la meta», pensaba.

Entretanto, Demar lo observaba en silencio. San trataba de ignorarlo, en especial cuando acampaban por la noche y sacaba el libro para practicar.

«Ya puedes mirarme cuanto quieras. Total, no vas a poder avisar a nadie…».

—El Libro de los Sabios Oscuros —dijo el Asesino la primera vez que lo vio sacar el ejemplar del zurrón.

—¿Lo conoces?

—El original escrito por Aster se encuentra en la biblioteca de la Casa.

San había pensado con deseo —no exento de remordimientos— en aquellas páginas escritas por un mago tan poderoso. Le encantaría echarle un vistazo.

Una noche, al oír las oraciones que Demar elevaba a su dios con los puños pegados al pecho y la cabeza gacha, se dejó hipnotizar por la melodiosa cantilena que murmuraba. Al final, el nombre de aquel dios terrible, aquel dios que había asesinado a sus padres, se convirtió en un sonido casi familiar, grato.

«Lo erradicaré de la faz de la tierra, y seré el primero en lograrlo», se repetía, afligido y con el corazón desbocado a la vez.

Thenaar, Thenaar, Thenaar. Aquél era el mantra de su odio, la plegaria de su misión.

* * *

Cuando por fin llegaron a la Tierra de la Noche, San fue presa de la angustia.

El crepúsculo había descendido al poco de que despuntara el alba, y en unos instantes la oscuridad lo engulló todo. Era un espectáculo escalofriante. Casi surreal.

Demar se percató de su consternación, y lo miró sonriente.

—Éste es el hechizo de nuestra tierra. En sus fronteras impera un crepúsculo sin fin y en el centro, la noche eterna.

San trató de parecer seguro de sí mismo:

—No pienso dejarme amilanar por un poco de oscuridad.

El Asesino sonrió con sarcasmo.

—La oscuridad atempera el espíritu, jovencito: o eres capaz de convivir con ella o enloqueces.

San empezó a comprender pronto el significado de aquellas palabras. Aún hacía calor, a pesar de que el verano estaba tocando a su fin, y el contraste con aquella oscuridad fresca y fría resultaba molesto hasta la extenuación. La falta de luz transmitía una sensación oprimente, y los ojos no acababan de acostumbrarse a aquella situación tan extrema. El cielo oscuro en realidad era luminoso, y los frutos de la Latescencia, la planta que brillaba por todas partes en aquella noche perenne, parecían espectros vivientes.

Tenía miedo, miedo de la oscuridad, como cuando de niño se metía en la habitación de sus padres.

* * *

—¿Qué tienes, San? —La voz suave y melodiosa de su madre.

—Tengo miedo.

—¿Por qué?

—Hay algo en la oscuridad.

Una sonrisa apenas esbozada, la voz que se vuelve más afectuosa.

—Ven aquí.

Los brazos alrededor de su cuello, el crujir de las sábanas limpias.

—No hay nada en la oscuridad. El sol que se va a descansar, como tú.

Dentro de unas horas volverá. Duerme y verás cómo ese momento llegará en un suspiro. Y además, yo te protegeré.

* * *

—Ya estamos cerca —dijo Demar al tercer día de marcha, y San sintió que el corazón se le subía a la garganta.

—¿Cuánto falta?

—Cuando anochezca ya estaremos frente al templo.

Un torrente de pensamientos alocados inundó la mente del niño. ¿Y ahora? ¿Cuál era el plan? ¿Qué pensaba hacer? No lo sabía. No se lo había planteado. Se había imaginado que entraría y dejaría que sus poderes hicieran el resto. Pero ¿sería suficiente? Ni siquiera le había preguntado al Asesino cómo era la Casa; estaba metiéndose en la boca del lobo, y en cuanto tomó conciencia de cuán inexperto era, por primera vez, sintió miedo.

Sin saber muy bien por qué, pensó en Ido.

«¿Me estará buscando? Seguro, pero aún debe de estar lejos».

Sacudió la cabeza.

«No cuento con que llegue a tiempo. Haré lo que tenga que hacer o moriré, pues la vida ya no tiene sentido. Entraré y daré rienda suelta a mi ira, como cuando me atacaron. Has matado a un dragón, recuérdalo, así que ¿cómo no vas a poder con la Gilda? En el peor de los casos, te llevarás contigo a la tumba a unos cuantos Asesinos».

Cuando estuvieron delante del templo, casi se desilusionó. Pensaba encontrarse una edificación inmensa e imponente, y aquello no era más que un rectángulo de cristal negro que reflejaba la luz transparente de la noche. Las dos únicas cosas realmente impresionantes eran la altura de las tres agujas que formaban el techo y el rosetón central. A través de éste fluía una luz de un rojo intenso que parecía sangre recién brotada de una herida.

—¿Así que ésta es vuestra Casa? —dijo, tratando de sonar burlón. Demar asintió con expresión grave.

San avanzó lentamente. La ira bullía en su interior, y se dio cuenta de que, en determinadas situaciones, el odio y el miedo se parecían mucho.

Recordó los gritos de aquella noche, y a los hombres vestidos de negro. Sus enemigos se encontraban tras aquella puerta, y dentro de poco iba a saborear la venganza. Su cólera los destruiría a todos, y pensó que nada, ni siquiera la muerte, podría detenerlo. Apoyó las manos en el frío cristal negro de la puerta y empujó. Los batientes se abrieron como pétalos de una flor venenosa.

En el interior hacía frío, y el olor a sangre era extremadamente penetrante. La planta estaba dividida en tres naves separadas por dos hileras de columnas apenas labradas. Mientras avanzaba, San apoyó la mano en una de ellas. Se lastimó casi al instante, y la sangre de su palma goteó sobre el suelo.

Alzó los ojos. Al fondo había una estatua, enorme y terrible. Representaba a un hombre con una mueca feroz y la cabellera ondeando al viento. Para él no era más que el rostro del asesino de sus padres. Sintió calor en las manos, casi como si le hirviesen, y acogió con una sonrisa el poder que fluía a través de su cuerpo.

«No hay motivo para tener miedo. Haré que todo arda en un instante, y finalmente reinará la paz».

Una voz rompió el silencio atónito de aquel lugar, y el flujo de su poder se interrumpió de pronto. Se sintió aturdido, y aún no había tenido tiempo ni de sorprenderse cuando unas manos lo sujetaron de los brazos y lo derribaron. Se golpeó la barbilla contra el suelo y por un instante el dolor anuló cualquier otro pensamiento.

—Excelente trabajo —oyó que decían.

—Por Thenaar haría esto y mucho más —respondió Demar.

San trató de alzar la vista. En su campo visual sólo aparecieron unos pies sobresaliendo de una túnica.

—Siempre supe que un día prestarías un gran servicio a Thenaar, y mi confianza se ha visto recompensada con creces.

San vio a Demar arrodillándose, y lo oyó decir con la voz rota por el llanto:

—¡Gracias Vuestra Excelencia, gracias!

—Agradéceselo a Thenaar, Él es quien te ha dado la fuerza.

Trató de liberarse, trató de volver a sentir aquel calor en las manos, pero no lo logró pese a que su rabia era mucho mayor que antes.

El hombre de la túnica se agachó, apoyando una rodilla en el suelo, y lo miró. Los dos soldados que lo sujetaban lo levantaron lo suficiente para que pudiera hablar. San vio ante sí a un hombre de mediana edad, con la piel lechosa y los ojos extremadamente claros; llevaba unos anteojos dorados y sonreía con admiración. Su mirada, penetrante y gélida, infundía respeto.

—Bienvenido a la Casa, San —dijo, llevándose las manos al pecho y cruzando los puños.

El niño se revolvió.

—¡Dejadme, malditos! ¡Me habéis engañado!

El hombre siguió sonriendo.

—¿Sabes? Nunca habría creído que vendrías a mí por tu propia voluntad. He de reconocer que he sido un hombre de poca fe. Ha sido culpa mía —dijo agachando la cabeza.

San abrió y cerró los puños, en un desesperado intento de invocar sus poderes. Se sentía vacío.

El hombre se percató de lo que estaba sucediendo y no se privó de la satisfacción de asustar a un niño.

—Es inútil que te esfuerces de ese modo. He anulado tus poderes con un simple encantamiento. —Sacudió la cabeza y se rio con sarcasmo—. Soy el Supremo Guardián de la Gilda. Me llamo Yeshol. Lo siento, pero no podrás hacerme nada.

San comprendió de pronto la locura que acababa de cometer, la inútil soberbia que lo había empujado hasta la boca del lobo, justo allí donde la Gilda quería tenerlo. ¿Cómo había podido siquiera acariciar la idea de que él solo iba a ser capaz de derrotar a un enemigo tan formidable?

—Imagínate, el nieto de la persona que destruyó el sueño de Aster será quien lo ayude a regresar a este mundo. Qué admirable coincidencia, ¿no crees? O tal vez no sea sino la voluntad de Thenaar.

San sintió las lágrimas deslizándose por sus mejillas. Pensó en Ido, en su última discusión, y comprendió que todo había acabado.

—¡No permitiré que me utilices, antes moriré!

—No me cabe la menor duda. La vuestra es una raza de incorregibles testarudos, dispuestos a toda suerte de estúpidos sacrificios, pero no morirás sin antes haber albergado a Aster en tu interior. Entonces, por un instante, verás a través de sus ojos a los Perdedores, que caerán a cientos, y sabrás que todo ha sido gracias a ti. El reino de Thenaar descenderá sobre el Mundo Emergido con toda su ira, sólo porque tú te nos has ofrecido.

San gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

—Lleváoslo —ordenó Yeshol, incorporándose.

Los soldados le cubrieron el rostro con una capucha y lo arrastraron hacia las entrañas de la Casa mientras pataleaba en vano.