23
El cadáver del bosque
EL viento gemía entre los troncos secos de los árboles. El verano estaba mostrando su peor cara; la tierra estaba resquebrajada, y cuando el polvo penetraba en los ojos era como si éstos fueran a arder.
Lonerin no había visto nunca el Bosque. Se había limitado a imaginárselo basándose en lo que había leído en las Crónicas. Pero en sus sueños aquel nombre evocaba un lugar exuberante, umbroso y fresco; nada que ver con el paisaje desolador que se extendía ante sus ojos.
A su lado, Sennar se arrebujó en la capa.
—¿Estás seguro de que es aquí?
Lonerin asintió.
—Volví a probarlo dos veces más ayer por la noche, y siempre me dio este resultado. El talismán está en el Bosque.
Sennar suspiró.
Desde que pusieron el pie en Salazar hasta su regreso a la Tierra del Viento, donde se hallaban, todo el viaje había sido un penoso camino a través de las ruinas de su vida. Aquellos lugres parecían llamarlo, eran una trampa de la que no podía escapar.
—Tiene sentido —dijo el anciano mago mientras trataba de avanzar contra el viento—. No tengo ni idea de cómo ha podido acabar aquí, pero tiene sentido que se encuentre en este lugar.
* * *
Tras el asalto de los piratas los embargó el desaliento. Una vez más estaban a un paso de su objetivo y todo se había ido al traste. Pero mientras que Sennar parecía haberse resignado al fracaso, Lonerin no quería darse por vencido. Seguir buscando, remover cielo y tierra, insistir: eso era lo que él pedía. El obstinado rechazo del viejo hacía que se sintiera casi engañado.
Habían vuelto a la hospedería, y trataban de reflexionar.
—¿Por qué estáis siempre tan predispuesto a rendiros? —le reprochó Lonerin—. Vuestro fatalismo no nos ayuda. Si no teníais ningún interés en esta misión podríais haberos ahorrado el viaje.
Estaba siendo injusto, lo sabía, pero su deseo de desfogarse era superior a sus fuerzas.
—Y tú, ¿por qué eres incapaz de aceptar la realidad? ¿Por qué nunca te enfrentas al fracaso?
Lonerin abrió unos ojos como platos.
—¿Tenéis idea de lo que significa nuestra misión? ¿Ya sabéis que sin el talismán tenemos muy pocas posibilidades de detener a Dohor y a la Gilda?
Sennar se mantuvo impertérrito:
—¿Y tú no te das cuenta de que negar las cosas no sirve de nada?
Lonerin se sentó en la cama y se sujetó la cabeza con las manos. Necesitaba que se disipase su ira.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó con un hilo de voz.
—A grandes males, grandes remedios —respondió Sennar.
* * *
Lonerin conocía aquel encantamiento. Era propio de novatos: identificación del halo mágico. Había aprendido a realizarlo durante su primer año con Folwar.
—¿Es una opción efectiva? —preguntó titubeante—. La verdad, pensaba que tras la muerte de Nihal habría desaparecido cualquier traza de magia del talismán…
—En realidad es así. Sin embargo, estuvo tanto tiempo en contacto con mi mujer que absorbió una pequeña parte de su espíritu. —Era la primera vez que Sennar se refería a ella en su presencia sin llamarla por el nombre—. Aunque se trata de un rastro débil, en teoría es posible localizarlo con este encantamiento. Seré sincero contigo. Si realmente creyera que iba a funcionar, lo habría utilizado desde el principio, en lugar de irme contigo a recorrer los cuatro puntos cardinales del Mundo Emergido. Se precisa una gran capacidad para una cosa como ésta, y mucha fuerza interior. Cualidades que yo no poseo —concluyó tras una pausa.
Lonerin leyó en sus ojos el resto de lo que le quedaba por decir. Se sintió casi orgulloso de sí mismo. Sennar lo miraba infundiéndole serenidad, como si realmente creyera que podía contar con él, y era la primera vez desde que habían partido que se permitía hacer una valoración positiva de sus aptitudes.
—No corras tanto, no creas que es tan sencillo —le dijo el anciano mago al ver la satisfacción en sus ojos.
—Aprenderé.
—Antes de empezar, quiero que sepas que no creo que funcione. Es una prueba, nada más.
—Lo sé pero es nuestra única esperanza —repuso Lonerin.
Sennar asintió.
—Sí, es nuestra última esperanza.
* * *
Permanecieron una semana entera en la hospedería. Lonerin se pasó los dos primeros días ejercitándose. El encantamiento que debía realizar era ligeramente distinto del que había aprendido cuando aún era un niño.
—La modificación es mía —le explicó Sennar de pasada—. Eres joven, pero tarde o temprano tú también tendrás ganas de experimentar con la magia. Les sucede a todos los grandes magos. Algunos superan esa fase indemnes; a otros, se les suben los humos a la cabeza, y los más desafortunados acaban como Aster.
Un sutil escalofrío recorrió la espalda de Lonerin, y desde aquel instante se aplicó en cuerpo y alma. No le costó aprenderlo, pero el problema era que al parecer no funcionaba.
—Hago todo lo que me habéis dicho… ¿Por qué no resulta? —exclamó un día, presa del desánimo.
—Puede que seas demasiado débil, o tal vez el objeto está demasiado lejos —le respondió Sennar sin el menor tacto—. En realidad, el rastro es demasiado débil —concluyó, sacudiendo la cabeza.
Tras tres días de fracasos, Tennar cogió su bastón y se ciñó la capa.
—No tiene sentido que me quede aquí mano sobre mano. Voy a dar una vuelta en busca de noticias.
—Iré con vos.
—No, tienes que seguir probando. Te he explicado cómo se hace, ahora eres tú quien debe dar con el modo de que funcione.
La puerta se cerró, y Lonerin se quedó con la única compañía del agradable silencio de la habitación. Ante él diez pequeños discos de plata giraban suspendidos en el aire, los mismos que Sennar había utilizado para localizar al emisario de Aster entre la multitud de Zalenia. Lonerin se fijó en las runas élficas que llevaban grabadas en la superficie. Algunas eran nuevas, lo cual indicaba que el anciano había dicho la verdad: las había escrito él cuando modificó el ritual.
Después se sentó en el suelo, cerró los ojos y empezó a murmurar una fórmula. Siguió así durante horas, obstinadamente, sin detenerse ni siquiera cuando se le quedó la voz ronca. La habitación de la hospedería parecía cerrarse a su alrededor como un ataúd. No existía nada más fuera de aquel lugar, el encantamiento lo era todo, alfa y omega, principio y fin.
Sennar regresó por la noche, con rostro sombrío. Dejó el bastón con rabia en un rincón, se quitó la capa y se tendió en la cama, mirando fijamente el techo.
—¿Nada?
—Nada.
Y así transcurrió una semana entera, una semana durante la cual los minutos discurrían desgranando un tiempo inmóvil y estancado.
Y entonces, una noche, de pronto uno de los discos empezó a girar más rápido, casi como si danzara en el aire. Lonerin se lo quedó mirando con la boca abierta. La runa se había teñido de un rojo púrpura. El mismo símbolo empezó a dibujarse lentamente en los otros discos, hasta que todos quedaron marcados con la misma runa: sur.
Tenían que dirigirse al sur.
* * *
Se pusieron en marcha a la mañana siguiente. Se habían hecho con caballos y abundantes provisiones.
Lonerin no acababa de explicarse cómo había funcionado el encantamiento. No sabía si había sido mérito propio o fruto de la casualidad. Sennar le había dicho que la magia trataba de traducir el mundo en palabras inteligibles para los seres sensibles, pero que el universo era un libro escrito con caracteres demasiado complejos para poder llegar a comprenderlo todo. Un concepto difícil de aceptar. Desde que Folwar comenzó a impartirle sus enseñanzas, siempre había creído que para un mago poderoso no existían los secretos inviolables. Por primera vez se topaba con un límite, y aquélla era una idea que jamás había contemplado.
Abandonaron Barahar al galope, se dirigieron hacia el Pequeño Mar y lo estuvieron costeando durante seis días.
—Mi madre era de esta zona —observó Sennar con una sonrisa amarga—. Por eso nunca quise volver al Mundo Emergido. No hay un solo camino en esta tierra maldita que no haya hollado, no hay una sola piedra que no me hable de todo lo que he perdido.
Después llegaron a las montañas, y a las espesuras de la Marca de los Bosques. Siguieron sin descanso las indicaciones de los discos, que insistían en señalar al sur.
En seguida comprendieron que tenían que volver a la Tierra del Viento.
Sennar se mostró muy contrariado, pero al final pareció resignarse.
—La gente cree que la vida es una senda que avanza en línea recta, pero está muy equivocada. La vida es un círculo, un maldito círculo que gira sobre sí mismo. Al final, te encuentras exactamente con lo mismo que tenías al principio, y acabas por volver al lugar del que venías —sentenció.
Ya estaban en la Tierra del Viento cuando las runas volvieron a hablar: «Bosque». Un nombre escrito con toda claridad en cada uno de los discos. Sennar los miró como hipnotizado, incapaz de apartar los ojos. Lonerin pensó un montón de cosas a la vez: en el Bosque estaba la casa de Soana, en el Bosque fue donde Nihal se había iniciado en la magia y había hallado la última piedra del talismán. Era un lugar cargado de significado, un enclave mágico.
Sennar tenía razón: había un sentido en aquel retorno al origen.
* * *
Atravesaron lo que quedaba del Bosque en el más absoluto silencio. El ejército había talado los árboles para fabricar picas y para alimentar las fogatas nocturnas. Después llegaron las vacas flacas, y los campesinos quemaron lo que quedaba en un intento de arrancarle algún campo de cultivo a la tierra. Ahora, lo único que había a su alrededor era un llano disperso con unos pocos arbustos raquíticos.
Lonerin conocía la historia. Aquel lugar dejó de tener vida en el momento en que Nihal cogió la piedra del árbol que protegía la espesura, el Padre del Bosque. Sin él, las plantas se vieron expuestas a todo tipo de percances, y pronto no quedó ni rastro de ellas. Hacía siglos que la estepa y el Bosque se disputaban aquella tierra: todos los ancianos del lugar lo mencionaban. Hubo un tiempo en que la vegetación se extendía hasta la Tierra del Agua, y Lonerin se sorprendió al pensar con tristeza que las cosas hermosas jamás duraban eternamente. Sólo quedaba de ellas un pálido recuerdo en las historias que se contaban alrededor del fuego.
La caducidad de las cosas, eso era lo que le estaba revelando aquel largo viaje junto a Sennar. Los héroes envejecen y pierden la esperanza, los bosques se desecan, y todo, tarde o temprano, desaparece.
* * *
Al anochecer acamparon en un estrecho claro, a la lumbre de un pálido fuego mágico. La hierba estaba tan seca que traspasaba la ropa y pinchaba la piel. Sennar escrutaba el horizonte sin decir una palabra, y Lonerin seguía ejercitándose para celebrar el ritual.
—Sé hacia dónde nos estamos dirigiendo —dijo de pronto el anciano, alzando los ojos—. Y no quiero ir.
* * *
Lonerin se lo quedó mirando.
—Me queda muy poco por lo que poder sentir apego… y no quiero perderlo también.
—Nadie puede arrebataros los recuerdos —dijo Lonerin, sonriéndole con tristeza.
—Te equivocas. La realidad nos los arrebata uno a uno.
* * *
A la mañana siguiente, a Lonerin lo despertó un insistente tintineo. Estaba soñando que se hallaba en Laodamea, bajo las cascadas, y el estruendo del agua lo ponía nervioso. Abrió los ojos, y un sol pálido y enfermo lo saludó entre las ramas retorcidas de los árboles. Hacía un calor asfixiante, pero el cielo estaba tapado. El tintineo seguía. No era un sueño.
Se volvió y contempló los discos de plata enfrentándose unos a otros hasta formar una flecha. Se puso en pie de un salto y despertó inmediatamente a Sennar. Nunca había sucedido nada así: sin duda era una señal, y no tenían tiempo que perder. El viejo mago observó la dirección que indicaban y, sin decir nada, recogió sus cosas.
Caminaron a buen paso a través de lo que quedaba del Bosque mientras los discos seguían tintineando dentro de la bolsa que Sennar llevaba atada a la cintura.
—Tal vez tendríamos que ver lo que quieren decirnos… —observó Lonerin.
—No es necesario. Sé adónde hemos de ir.
El joven lo siguió sin decir una palabra. Delante de ellos, el bastón de Sennar dejaba surcos profundos en la tierra calcinada por el sol. De pronto vio la espalda del mago detenerse y temblar ligeramente. Entonces alzó los ojos y lo comprendió.
Ante ellos se hallaban los restos de un majestuoso tronco que sin duda pertenecía a un árbol centenario. Las azuelas debieron de talarlo mucho tiempo atrás, porque el borde de la madera ya estaba podrido y lo que quedaba de la corteza se veía desgastado. Lonerin observó en la parte superior una serie de incisiones con frases vulgares: estaba claro que ni siquiera los soldados que habían pasado por allí le ahorraron aquella última ofensa. En el suelo, la única señal de una herencia mancillada: una hoja dorada que parecía recién caída del árbol estaba encastrada entre los terrones resquebrajados y brillaba con luz propia.
El Padre del Bosque, el árbol cuyo corazón había albergado la última piedra del talismán del poder, la de la Tierra del Viento. Lonerin trató de convencerse de que su sacrificio había salvado el Mundo Emergido de la destrucción, pero al contemplar aquel estrago no pudo evitar sentir una infinita tristeza.
La carcajada de Sennar lo cogió desprevenido. Al volverse, vio que el mago contraía el rostro formando una mueca de resignación.
—Los dioses tienen un curioso sentido del humor. —Miró el cielo canicular, en cuya extensión el sol se confundía, envuelto en una luminosidad difusa. Extendió los brazos.
»¿Queríais que llegase hasta aquí? Pues aquí me tenéis. No existe nada sagrado en esta tierra, ya hace tiempo que lo comprendí. He abandonado hasta mis recuerdos más entrañables, ¿no creéis que ya es suficiente? Ya estoy harto de vivir así, ¿a qué viene todo esto?
De pronto se alzó una leve brisa, y un tintineo captó la atención de los dos magos. Se volvieron hacia el tronco y vieron, sentado en el canto del tronco, a un diminuto personaje que los miraba con sus ojos azules sin pupila. Tenía el cabello encrespado y unas largas orejas puntiagudas. De su espalda nacían dos alas diáfanas y su terso rostro recordaba el de un niño. Lonerin ignoraba de dónde había podido surgir aquella criatura, pues sólo se había distraído un instante.
—No la pagues con los dioses, la culpa es mía —dijo el duende; en el Mundo Emergido la mayoría de la gente creía que los duendes se habían extinguido hacía mucho tiempo. Nadie había sabido explicar con exactitud aquel fenómeno, lo único que estaba claro era que desde que los bosques fueron esquilmados por la guerra y los hombres, se habían esfumado.
Sennar bajó la cabeza y sonrió.
—Por fin nos encontramos. Tú eres Phos, ¿verdad?
El duende no respondió; se limitó a devolverle la sonrisa.
—Tú nos has guiado hasta aquí, ¿no es así? Y es gracias a ti que la magia de Lonerin ha funcionado.
—En efecto —asintió Phos.
Lonerin pensó que tenía una voz imposible de definir: parecía de niño y de hombre a la vez. Era como su aspecto: indefinible y sin edad.
Durante un momento reinó el silencio, y al fin Sennar dijo:
—Nihal está muerta.
Phos no se inmutó, pero un velo de tristeza asomó a su rostro.
—Lo sé.
—A veces pienso que deberías haber cogido la piedra y devolverla al lugar que le correspondía. Si la cosa tenía que acabar así —dijo el mago, mirando todo cuanto le rodeaba—, habría sido mejor que no resucitaras a Nihal.
Phos seguía mirándolo sonriente. Su sonrisa era triste y apagada, pero sincera. Estaba allí, coronando aquella desolación, pero se notaba que no participaba de ella. Él sabía y, aun así, había aceptado.
—Te has dejado vencer por el peso de las cosas, Sennar —replicó el duendecillo—. Al final has hecho como todos los demás, has depuesto las armas creyendo que rendirse era el único gesto que quedaba para poder comprender el sentido de la vida, pero en realidad lo único que has hecho es dejar de luchar.
Lonerin dio un paso atrás; se sentía totalmente fuera de aquella conversación. Sennar se quedó inmóvil; seguramente, ni él mismo se esperaba aquel reproche.
—No tienes derecho a decirme esto —musitó—. Tú no has perdido lo que he perdido yo, y no has afrontado todo lo que yo he tenido que afrontar.
—¿De verdad lo crees? —respondió el duende con voz tranquila—. Mi especie se ha extinguido. Ya no tengo una casa ni un santuario por el que velar —añadió, acariciando con una mano la madera seca del tronco—. Y sin embargo sigo aquí, y seguiré unido a este lugar por toda la eternidad. Veré generaciones enteras aniquilándose en guerras fratricidas, y veré nacer otras que caerán igual de rápido en el olvido. Siempre estaré solo y no envejeceré ni un solo año, mientras todo se desmorona a mi alrededor.
Sus palabras dieron paso a un silencio irreal. El viento había dejado de silbar entre las ramas, no había un solo sonido a su alrededor, como si el mundo que los rodeaba no pudiese o no quisiese penetrar la densa cortina de dolor de aquellas palabras.
Sennar se había sentado en un tronco cercano y se miraba los puños.
Phos lo miraba a su vez con sus ojos líquidos e implacables.
—Tengo que darte una cosa —dijo, tirando de una cadenita que llevaba prendida de la muñeca.
Lonerin y el viejo mago vieron aparecer el talismán del poder en la cavidad del árbol, oxidado y lleno de polvo tal como lo habían visto en la villa de Ydath.
—Lo sentí en cuanto el hombre que lo había robado holló la Tierra del Viento —dijo mientras le daba vueltas con sus manos pequeñas y huesudas—. Gracias a los poderes que aún conservo, hice que volviese a mí. En el fondo soy el único que podía hacerse cargo de él. Ahora es vuestro, por eso os he traído hasta aquí, para dároslo, pues lo necesitáis.
—¿Cómo sabías que lo andábamos buscando? —preguntó Lonerin, desconcertado.
Phos lo miró y le sonrió, comprensivo.
—Nosotros, los Custodios, sabemos muchas cosas, tal vez demasiadas, y los secretos que protegemos no podrás hallarlos en la literatura de aquellos que sólo han vislumbrado nuestro mundo por un instante.
Alzó el vuelo mientras sostenía con dificultad el talismán por la cadena. Se lo pasó a Sennar, depositándolo en la palma de su mano, y se situó frente a él.
—Sé de tu cansancio y, créeme, estoy tan cansado como tú, si no más. Pero ése no es un buen motivo para rendirse.
Lonerin observó que al mago le brillaban los ojos.
—Desde que ella murió, todo me parece inútil.
Phos apoyó sus diminutas manos en la palma de Sennar y lo miró conmovido. Aquel dolor también era el suyo.
—El sentido de nuestra existencia supera el tiempo de la vida. La condena de los seres mortales, o tal vez su don, es ésta: hay que vivir sin comprender. La esperanza es la única linfa que nos permite seguir adelante. Volverá a haber guerras y desesperación, y después paz y esperanza, y más tarde, de nuevo oscuridad. En este eterno círculo es donde reside el significado, el único al que los mortales podemos aspirar.
Sennar se puso en pie de pronto.
—¿Por qué me has traído aquí? ¿Qué quieres que haga? Soy viejo, ya he dejado mi vida atrás. ¿Qué quieres de mí?
Phos alzó el vuelo y lo miró a los ojos.
—Sólo quería recordarte que ella aceptó, y yo acepté, y tú aún puedes hacerlo, si quieres. Este mundo sigue necesitándote, porque esta historia no llegará a su término sin tu intervención. De nuevo, como en el pasado. Y aunque es verdad que gran parte de tu vida ya ha transcurrido, aún queda espacio para una última cosa: un buen final. Un buen final puede redimir hasta el dolor más incurable —añadió sonriente al tiempo que señalaba el talismán—. Haz un buen uso de él.
Y desapareció tal como había llegado.