22

Determinación

SHERVA miró la luna que había en lo alto. ¿Qué pensaría de él su madre, si lo viese en esos momentos?

Se había equivocado, ahora lo tenía claro. La Gilda lo había dejado seco; Yeshol le había arrebatado años de vida sonsacándole los secretos de su cuerpo ágil y flexible, y ni siquiera le había dejado conservar una ambición, como una planta que hubieran mantenido demasiado tiempo en la oscuridad. Había traicionado a su madre, incumpliendo su venganza y cavándose su propia tumba. Se había dejado atrapar por aquella secta de posesos. Aquel viaje era su última oportunidad para restituir su honor ofendido, el último modo de reencontrarse a sí mismo.

* * *

La noticia había llegado después del almuerzo, y en un instante el comedor se convirtió en un murmullo incesante. San estaba a punto de llegar a la Gilda, y además por propia voluntad.

—¿E Ido? —preguntó Sherva en cuanto se enteró.

—Las órdenes eran dejarlo en paz. Además, después de lo que te pasó a ti, era comprensible…

Dos Asesinos que había a su lado apenas pudieron reprimir una risita burlona. Sherva montó en cólera. ¿Cómo osaban burlarse? Se levantó de golpe e hizo callar a todos con la mirada. Sentía una rabia devastadora corriendo por todo su cuerpo, y sin pensarlo demasiado fue a ver al Supremo Guardián.

—Me impedisteis que fuera a buscar a Ido de nuevo y os obedecí —dijo con voz temblorosa—. También he vuelto a trabajar como un simple Asesino sin oponerme, pero ya no puedo soportar el sarcasmo de los otros subordinados. Aquí dentro, yo sólo me debo a vos.

Se preguntó si eso era cierto, pero lo dijo como si lo creyera realmente, y una leve sonrisa tensó el labio de Yeshol. Sherva tuvo la certeza de que lo odiaba profundamente. Él y su culto infernal debían desaparecer de la faz del Mundo Emergido.

—Tendrías que estar por encima de estas necedades.

—El honor siempre ha sido algo fundamental para mí.

Yeshol lo miró de reojo.

—¿Qué quieres decirme, Sherva?

—Quiero tener la posibilidad de vengarme.

—Ya te fue denegada.

—Quiero ir al encuentro del gnomo e interceptarlo. Seguro que viene hacia aquí.

Durante el desconcertante silencio que siguió, Yeshol tuvo tiempo de ajustarse los lentes de oro y de masajearse el puente de la nariz. Hasta esos gestos tan simples repugnaban a Sherva.

—No es un asunto de nuestro interés —repuso el Supremo Guardián poniéndose en pie—. San vendrá a nosotros, y con eso basta.

—El gnomo no permitirá que el niño caiga en vuestros brazos.

—No lo lograría nunca, y tú lo sabes.

—La noticia ya debe de haberse propagado por todo el Mundo Emergido, y el gnomo está al frente de la resistencia. Hay que detenerlo antes de que se una a sus amigos.

Yeshol lo miró de nuevo sin decir una palabra. Era la mirada de un rey que estaba dirigiéndose a un súbdito insignificante.

—Fracasaste. Si tuvieras más fe, Thenaar satisfaría tu petición, pero tú sigues rechazándolo. Durante todo este tiempo te has mantenido al margen del culto, y sólo has expiado tu culpa renunciando a tu cargo. Te conozco, Sherva, porque creí en ti. Fuiste tú quien llamó a nuestra puerta hace muchos años, y aunque se tratase de un hecho insólito, te acogimos de buen grado porque eras un Niño de la Muerte con muchas aptitudes. Aquí dentro el honor del que hablas no existe, y ése ha sido siempre tu problema: todo el que entra en la Gilda renuncia a su vida y a su pasado, y eso tú nunca lo has hecho.

Sherva rechinó los dientes.

—Enviadme a buscar a Ido.

—No. Eres tú quien primero debe someterse al dios. Sigues pensando en tu madre y en tus orígenes. Aquí dentro, en cambio, somos un solo cuerpo y un solo espíritu. Ése es el único modo de ser Victorioso que Thenaar permite.

—Sí, pero para vos no es así.

Se le había escapado. En realidad no tenía intención de decirlo, pero no había podido reprimirse.

—¿Qué has dicho? —La voz de Yeshol vibraba de cólera contenida.

—Vos sois la cabeza de este cuerpo, dejáis que los demás se anulen en la fe, pero vos mantenéis íntegra vuestra individualidad, y mandáis sobre quienes son a todos los efectos vuestros siervos personales.

Yeshol lo agarró por el cuello de la casaca. Tenía una fuerza increíble, que su aspecto no delataba en modo alguno.

—¿Estás cuestionando mi fe, gusano? ¿Es eso lo que estás diciendo?

Le ardían los ojos, y a Sherva le costó cierto esfuerzo sostener su mirada.

—Todo cuanto hago es a mayor gloria de Thenaar, yo vivo en función de él, no existo fuera de este lugar.

Lo soltó dándole un empujón y lo obligó a arrodillarse. Sherva recuperó el resuello, aunque respiraba con dificultad.

—Debería matarte aquí y ahora, espero que seas consciente de ello. No tolero esta clase de insolencias.

Sherva se sintió humillado. Yeshol lo trataba como un padre que regaña a un hijo indisciplinado.

—Haz lo que quieras. Mata al gnomo, te lo concedo, pero porque quiero ser magnánimo, no por otro motivo, tenlo bien presente. No volveré a permitirte que te abandones a tus estúpidas ideas de bastardo mestizo. Cuando hayas concluido tu misión, tendrás que cambiar, o el próximo que se desangrará bajo la estatua de Thenaar serás tú.

* * *

Por la noche, Sherva se reía al recordar aquel episodio. Yeshol lo había anulado por completo. Aquel último encuentro había resultado emblemático: él era un subordinado, uno entre tantos, una arma tal vez más afilada que otras, pero un mero instrumento. Yeshol siempre había sido su amo, y eso nunca cambiaría. Al contrario que él, el Supremo Guardián había logrado llegar al fondo de su propia misión, se había dedicado en cuerpo y alma a aquello en lo que creía, hasta las últimas consecuencias, hasta anularse. Por eso era más fuerte.

«Ahora ya no me queda más opción que salvar lo insalvable».

Se asomó al acantilado. El viento soplaba con fuerza, y más abajo, el mar rugía contra las rocas. Muy pronto las olas le llevarían el único enemigo que esperaba que estuviera a su altura: un viejo desilusionado y cansado, superviviente de un mundo que ya no existía. La luna se deslizaba hacia el mar, y Sherva no pudo evitar pensar que había caído muy bajo. Ahora sólo le encomendaban descarnar osamentas que el tiempo ya había descompuesto.

* * *

Registraron el palacio hasta los cimientos. Convocaron a Quar, que aún iba con el bonete y la camisa de dormir puestos, y hasta Ondina iba de aquí para allá, despeinada. Ido buscó en cada recoveco, recorrió escalón por escalón, se coló en todas partes, pero no había ni rastro de San.

—Tal vez el prisionero ha logrado liberarse y lo ha raptado. Pero estaba herido, de modo que daremos con él en seguida. Ya he dado órdenes a los guardias, y los emisarios están repartiendo un retrato de ambos en los otros condados. Todas las calles están bajo vigilancia, sólo es cuestión de tiempo.

Ondina parecía segura de sí misma, aunque su rostro delataba la tensión que le generaba cuanto había sucedido.

Ido fumaba nerviosamente su pipa, y las volutas de humo se sucedían con gran rapidez, compactas. Le temblaban las manos, y sentía una terrible inquietud, una mezcla de rabia, frustración e impotencia, bajo las cuales subyacía un terrible sentimiento de culpa.

—Sé razonable, no puede ser de otro modo… —objetó Ondina.

—¡No! —La condesa se sobresaltó, e Ido casi se arrepintió de aquel tono de voz tan brusco y perentorio—. Ese idiota no tenía modo de escapar, y además los guardias estaban adormecidos.

—Era un sicario, utilizaría algún somnífero.

—En la habitación de San no se han hallado signos de lucha.

—También lo habrá dormido a él y…

—Se ha marchado —sentenció Ido, interrumpiéndola. Era la primera vez que lo decía. Hasta ese momento había mantenido aquella idea en los márgenes de la conciencia, pero ya no podía hacer otra cosa que capitular—. Ha liberado al prisionero y se ha marchado.

—¿Por qué lo habrá hecho?

—Está convencido de que puede derrotar a la Gilda, y quiere ir a su guarida para vengarse. Hablé con él, lo conozco, sé que es así.

Se pasó una mano por la cara. Ahí estaba el magnífico resultado de su gestión. Tarik y su esposa muertos, y San escapándose en sus narices, y además impulsado por su actitud. Porque la culpa era suya y sólo suya, eso resultaba obvio: no había sabido cuidar de él, no había sabido responder a su dolor, ni había tratado de aliviarlo; sólo había sido capaz de llenarle la cabeza con historias viejas y polvorientas.

«La vejez te ha dejado ciego y sordo. Él es como Nihal, y has cometido el mismo error de entonces».

Sintió la necesidad de destrozar aquella estancia y de gritar, pero no podía.

—¿Adónde crees que pueden haber ido? —Ondina miraba a su alrededor, perdida, devanándose los sesos—. Tal vez han tomado el mismo camino que seguisteis vosotros para llegar hasta aquí.

Ido la miró fijamente.

—¿Existen rutas más rápidas?

Ella no sabía qué responder. Había muchas opciones por las que inclinarse, pero en aquellas condiciones no se veía capaz de pensar.

—Podemos preguntárselo a nuestros guías… —aventuró con un hilo de voz.

—Debo adelantarlos. A estas alturas ya no tengo otra opción. Necesito tu ayuda.

Partió aquella misma tarde. Le pidió a Ondina que le expidiera un salvoconducto especial, a fin de que la burocracia fronteriza no retrasase su marcha.

—Si tenéis noticias, comunicádmelas al instante. Soana me enseñó el encantamiento que permite comunicarse a distancia. Debo estar aquí en caso de que San volviese.

Ondina asintió sin salir de su perplejidad.

—Cuando dejes el Mundo Sumergido y vuelvas a la superficie, hallarás una nave, la más veloz de mi flota. Ya me he asegurado de que esté a tu entera disposición.

Ido se limitó a asentir mientras cargaba sus cosas en un caballo.

Ondina lo miró con tristeza.

—Siento que tenga que acabar así. Habría tenido que escogerle un maestro mejor…

—No es culpa tuya —la interrumpió Ido—. El único responsable soy yo.

Se despidieron con aquellas palabras, sabiendo que probablemente no volverían a verse. Pero no había tiempo para adioses más largos. Ido debía tratar de reparar su garrafal error, al menos en parte, de modo que espoleó su caballo y comenzó a dejar atrás leguas y leguas de camino bajo el mar.

* * *

Los Acantilados Ocultos le parecieron tan abruptos e impracticables como cuando los había abandonado. Entonces todo parecía en su lugar: el dolor del chico era su dolor, y él estaba seguro de que San sería la Nihal de su vejez.

Trepó con ímpetu por el sendero que conducía a la cima, y preguntó a los marinos si había atracado una nave con un joven vestido de negro y un niño con las orejas puntiagudas a bordo.

—Desde que vos partisteis sólo ha pasado un barco de mercancías. No llevaba pasaje.

Ido profirió una maldición. Tal vez hubieran seguido otra ruta y aún no habían llegado, o quizá nadie los había visto y ya habían reemprendido el camino.

Cuando llegó a la cima del acantilado miró a su alrededor. Podían estar en cualquier parte, y no había ningún modo de seguirles la pista. ¿Por qué tenía que pagar siempre un precio tan alto por sus errores? Primero fue su carrera como Caballero del Dragón bajo el Tirano, y después el amor, que le llegó tan tarde. Finalmente, infravaloró a Dohor y permitió que Tarik muriese delante de sus ojos.

El instinto lo salvó, eso era algo que ni la vejez ni la desesperación habían anquilosado. Se echó a un lado, apenas a tiempo de ver un puñal que se perdía en el abismo.

«¡Son ellos!», pensó absurdamente, y se volvió al tiempo que desenvainaba la espada. Pero ante él sólo había un personaje flaco y desmañado. Ido lo reconoció casi de inmediato: era el Asesino que había raptado a San y asesinado a Tarik.

—Te has tomado tu tiempo… —dijo el sicario, sonriéndole taimadamente.

—¿Dónde está San?

—Llevo esperándote más de una semana. ¿Tienes idea de cuán largos pueden llegar a hacerse siete días sin otro pasatiempo que mirar el mar?

Ido rechinó los dientes. Había llegado la hora de acabar con aquella historia.

—Dime dónde está.

El sicario se encogió de hombros.

—Probablemente a esta hora ya se encuentre en la Tierra de la Noche, a menos de una semana de camino del templo. Pero también podría equivocarme. Lo que sea de él, ahora ya no me importa.

Ido no comprendía. Era imposible: habrían tenido que volar.

—Quítate de en medio. Esta guerra no es entre tú y yo. La persona que tienes ante ti no tiene nada que ver con aquella contra la que luchaste hace tres meses.

—Yo tampoco soy el mismo —replicó Sherva con sarcasmo.

Aún no había acabado la frase cuando le lanzó dos puñales a unos centímetros de la cara. Ido interceptó uno con la espada, pero el segundo lo vio en el último instante, y para esquivarlo tuvo que bajar la guardia. En cuanto volvió a erguirse, aquel demonio ya se había situado a su espalda.

—Ya te tengo —dijo el Asesino en tono desafiante, mientras cerraba los brazos alrededor de su cuello.

Al momento, Ido sintió que le faltaba el aire, pero no se dejó dominar por el pánico. Le bastó una mirada para saber exactamente qué llevaba encima su enemigo. Su mano avanzó a ciegas hacia el cuchillo del hombre, prendido del cinturón. Alcanzó la empuñadura y lo sacó de la vaina. Se lo clavó en un brazo, pero el otro no gritó. Soltó la presa al instante y recuperó la distancia de seguridad.

Sherva se arrancó el puñal del brazo sin un solo lamento, y al instante lo usó contra el gnomo. Pero esta vez Ido estaba preparado: paró todos los golpes y se percató del ritmo que el Asesino imprimía a sus ataques. Estaba fuera de sí, podía leerlo en su mirada: por eso repetía los mismos patrones de ataque.

Le permitió llevar la iniciativa, haciéndole creer que dominaba la situación; y en cuanto vio en su rostro el fulgor del triunfo, lo pilló a contrapié. Le asestó un golpe en la empuñadura del puñal y aprovechó el contragolpe para traspasarle el otro brazo. La herida era profunda, y empezó a perder sangre por momentos.

—Maldito… —musitó Sherva, alejándose un poco.

—Tú no me interesas para nada. Vete y seguirás viviendo —le dijo Ido entre jadeos.

—¡Sin honor no merece la pena vivir! ¡Ya me he arrodillado bastante durante estos terribles años, y no pienso irme sin haber limpiado la deshonra de mi derrota! —gritó Sherva. Se le arrojó al cuello, armado con un lazo que había aparecido en sus manos como por arte de magia. Ido se apresuró a interponer una mano entre su cuello y la cuerda, pero volvió a quedarse sin respiración. Sin embargo, Sherva estaba perdiendo mucha sangre, y no tenía sujeto a su adversario con la suficiente firmeza. En cuanto Ido notó que su rival disminuía la presión, aprovechó para hacer palanca en su brazo y liberarse. Con un único movimiento lo derribó y lo inmovilizó en el suelo con su espada; hundió la hoja a propósito en su hombro para que pudiera hablar antes de morir. No pensaba marcharse de allí sin obtener la información que necesitaba.

—¡Mátame! —gritó Sherva con furia—. ¡He fracasado también en esta misión, merezco morir!

Ido no se inmutó al oír aquellas palabras desesperadas. Para él no era más que otro obstáculo que se había interpuesto en su misión, un nuevo motivo de retraso.

—¿Es cierto lo que me has contado? —le preguntó, apoyándose en la empuñadura de la espada.

—¡Te he dicho que me mates! —le espetó el Asesino—. ¡Mi vida ha sido un fiasco, me he vendido a cambio de nada, y al final he tenido que arrastrarme como un gusano, yo, que soñaba con ser el más fuerte!

Ido lo miró como quien contempla un animal en el matadero. Era la enésima víctima de la Gilda, pero también era el asesino de Tarik.

—Primero dime si es cierto lo que me has contado, y después te mataré.

El hombre asintió al borde de sus fuerzas.

—Han empleado el paso subterráneo que utilizó el Tirano cuando envió sus emisarios al Mundo Sumergido, en los tiempos de la Batalla de Invierno. Por eso te han adelantado.

—¡Maldición!

Sherva rio entre estertores.

—Nos la ha jugado a los dos. Él me envió aquí, sabiendo que no podría acabar contigo. Me ha tratado como un instrumento hasta el último instante. —Se volvió hacia el gnomo—: Tú también has sido una simple arma en sus manos, como todas esas columnas de esclavos que está criando bajo tierra, con las cuales destruirá este mundo.

Ido lo miró, sobrecogido.

—¿De qué estás hablando?

—Yeshol, el Supremo Guardián. Entré en la Gilda con la intención de asesinarlo algún día, y al final ha acabado quitándomelo todo.

El gnomo se le acercó en actitud amenazante.

—¿Cuándo se celebrará el ritual?

Sherva lo miró y pareció dudar un instante, hasta que la mueca de dolor que crispaba su rostro se convirtió en una terrible contracción.

—Dentro de dos semanas. Una semana para que el niño llegue a su destino, y otra semana para organizarlo todo.

—¿Por qué una semana?

—Porque el renacimiento de Aster se celebrará con una matanza de Postulantes bajo la estatua de Thenaar, en la Casa. Y entre ellos habrá dos invitados especiales a los que Yeshol aún trata de capturar: una maga llamada Theana y el hijo de Dohor.

Ido se estremeció de la cabeza a los pies. La joven maga que le había salvado la vida y el joven triste contra el que luchó poco tiempo atrás, el príncipe que jamás llegaría a ser rey.

Extrajo la espada del hombro de Sherva dando un brusco tirón que le arrancó un nuevo grito. A continuación la limpió con un trapo que sacó de la talega. La sangre de aquel Asesino tenía una consistencia extraña, y su color era más claro. No parecía sangre humana.

—Me has dado tu palabra —dijo el hombre mientras trataba de incorporarse.

—Nunca mataría a alguien que no puede hacerme daño.

—Si no me matas, te seguiré al fin del mundo si es preciso, e impediré que salves al chico.

Ido señaló su hombro.

—¿Con esa herida? Y, en cualquier caso, no tienes motivos para hacerlo, me lo acabas de confesar.

El hombre miró al suelo, angustiado.

—Mi vida ya no tiene sentido. Si fueras un verdadero guerrero, te apiadarías de mí.

—Sigues teniendo un enemigo —replicó Ido.

Y, tras decir aquellas palabras, enfundó la espada y siguió su camino.

A su espalda, Sherva miraba perplejo cómo se alejaba. Muy pronto, el estupor dio paso a una salvaje determinación; hacía muchos años que no sentía algo parecido. Acogió aquella sensación como si se tratara de una vieja amiga: por fin tenía el valor suficiente para hacer aquello que hasta ese momento tanto había temido.

Ahora estaba dispuesto a todo con tal de alcanzar su objetivo.