21

Fuga

FORRA miró las murallas de palacio. Las cabezas de los conjurados eran puntitos negros en el azul absoluto del cielo estival. Desde que habían sido expuestas, la ciudad estaba sumida en un silencio sepulcral. Frente a él, Dohor, con el rostro cansado y abatido. Lo habían despertado en cuanto la noticia de la fuga se extendió por palacio, y desde aquel momento no había parado de dar órdenes con vistas a normalizar la situación.

—Perdón, señor —dijo Forra, trémulo, arrodillándose a sus pies—, sé que todo es culpa mía.

El rey permaneció inmóvil sin decir una palabra, disfrutando de aquel acto de sumisión.

—Ponte en pie —le ordenó unos instantes después.

Se fijó en su expresión suplicante y recordó la primera vez que lo había visto. Entonces era un niño obeso y grandullón, al que sus compañeros consideraban un estúpido con una fuerza descomunal. Hacía de pinche en la Academia y soñaba con convertirse en caballero, aunque sabía que para un hijo ilegítimo del rey aquello era un sueño inaccesible. Nadie había visto en él otra cosa que no fuera su mirada obtusa. Dohor, por el contrario, vislumbró la luz del odio en sus ojos. Forra era una espada que sólo esperaba encontrar un amo, era un carnicero, y fomentó su deseo de revancha. Lo crio a su lado, como se hace con los perros, apaleándolo cuando era necesario, pero también alabándolo si se lo merecía. En cuanto se convirtió en rey, lo nombró lugarteniente, permitiéndole redimirse en el campo de batalla, y los resultados no tardaron en llegar. En poco tiempo, Forra se convirtió en un mercenario letal y sanguinario, pero sumiso a su amo. Nunca había rechazado una misión, y Dohor sabía que en esa ocasión tampoco haría excepciones.

—Ha huido —se limitó a decir.

Forra redobló la atención y enderezó la espalda a la espera de oír el resto.

—Mi hijo es un traidor —siguió diciendo Dohor—. Sé que has hecho cuanto estaba en tu mano por enderezarlo, pero tú lo creaste, y tú lo destruirás.

Un destello homicida iluminó los ojos de su subordinado y el rey sonrió en su fuero interno, saboreando de antemano la venganza. Desde aquella última vez en la sala del trono no lograba quitarse de la cabeza la mirada audaz y combativa de su hijo. Se había rebelado, y en su reino de terror aquel que no lo temía se convertía en un peligro, porque era un hombre libre. Learco debía pagar aquella afrenta.

—Tráemelo vivo —añadió, pronunciando con esmero cada palabra—. Quiero estar en primera fila cuando nuestros aliados lo desangren en el templo. También les he prometido a la maga, pero no a la Asesina. Ella debe morir y basta. Haz lo que quieras con ella, no me interesa, pero tráeme su cabeza.

Forra tardó unos instantes en reaccionar, y por fin hizo una reverencia.

—No os defraudaré —dijo, implacable, y se despidió.

El rey lo observó marcharse mientras el silencio de Makrat lo envolvía todo. «He ahí mi poder», pensó. La sola idea de que todo pudiera derrumbarse bajo sus pies le provocaba un miedo irracional, que nunca hasta entonces había experimentado.

Sólo lograba calmarse cuando imaginaba los gritos de dolor de Learco. Ladraría como un animal clamando piedad, estaba seguro de ello, y él no pensaba concedérsela. Al final vencería sobre todo y sobre todos: sobre su hijo y sobre todo el Mundo Emergido. Únicamente así fue capaz de olvidar el fuego que había visto en los ojos de Learco el día que dejó de temer a su padre.

* * *

Dubhe sumergió el rostro en el agua helada de la Fuente Oscura. Sentía la necesidad de purificarse, de borrar de la memoria las imágenes terribles de todo cuanto había sucedido en la prisión. Esta vez no había sido sólo la Bestia. Esta vez, parte de aquella cólera le pertenecía, estaba segura de ello. Se incorporó de golpe y trató de limpiarse de sangre el chaleco y las manos con gestos convulsos. No había nada que hacer, los olores parecían impresos en la piel para siempre.

—Déjalo ya.

Dubhe se volvió. Learco había apoyado una mano en su hombro y ahora la miraba directamente a los ojos. Estaba exhausto, pero trataba de transmitirle igualmente calma y serenidad. Dubhe sabía que a él también debían de estar asediándolo pensamientos sombríos, pero le agradeció aquella impostura. Necesitaba su apoyo, y su absolución era todo cuanto deseaba, desde siempre, sobre todo ahora que se hallaban en aquel lugar que le hablaba de su pasado.

Se habían refugiado en su viejo escondite, una gruta oculta en la espesura del bosque que había a las afueras de Makrat, donde habían dejado a Theana, aún exhausta a causa de las torturas.

En cuanto puso el pie en la gruta, Dubhe se sintió embargada por un sentimiento de desolación. No parecía haber cambiado nada desde la última vez que estuvo, como si todo el camino recorrido hasta ese punto no hubiera servido de nada. Era un eterno retorno, un destino del que no se podía escapar. Después de tanto vagar, después de tanto sufrimiento, volvía a estar allí.

Entonces miró a Learco. No, no era cierto, habían cambiado muchas cosas, porque ahora estaba él para darle un nuevo sentido al tiempo, y para liberarla de su soledad.

Un gemido la devolvió a la realidad. Learco había empezado a lavarse las heridas empapando una gasa en el agua negra como la pez, y la sensación de fragilidad que transmitía le oprimió el corazón.

—Deja, ya lo haré yo —le dijo, cogiéndole la gasa de la mano. La mojó en la fuente y le frotó en la piel, procurando que el contacto fuera lo más suave posible.

Él le alzó el rostro, la besó, y por un instante no existió nada más bajo la espesura de aquellos árboles.

—¿Adónde iremos ahora? —le preguntó sin dejar de rozar sus labios.

Dubhe tuvo la sensación de que un lastre estaba haciéndola caer de nuevo a la tierra a una velocidad vertiginosa. Apretó el pañuelo entre las manos y volvió al presente.

—Theana debe reposar al menos un día entero, o no llegaremos a ninguna parte —respondió. La fuga había consumido todas sus fuerzas, y ellos tampoco estaban en condiciones de continuar. Habían logrado atravesar las callejuelas de mala nota de la ciudad cubiertos con largas capas, pero el último tramo en el bosque había sido un suplicio.

—Los soldados peinarán los bosques para encontrarnos —objetó Learco.

—No antes de que tengan controlada la evasión. Eso nos proporciona cierta ventaja; ¿acaso tienes una idea mejor?

El joven sacudió la cabeza y suspiró.

—No, creo que no.

Sobre sus cabezas, el cielo estaba dando paso a una nueva jornada tórrida y bochornosa.

—Quiero frenar a mi padre a toda costa. Tenemos que unirnos a los demás y acometer una ofensiva.

A Dubhe le sorprendió el tono tan firme y decidido de su voz. Tenía que haber sucedido algo, porque ya no había miedo en sus palabras.

—Creo que lo mejor será ir a Laodamea y consultarlo con el Consejo de las Aguas. Sin duda, Ido y Lonerin ya habrán vuelto para informar.

Pronunciar aquel nombre delante de Learco le produjo una sensación extraña, y no pudo evitar ruborizarse.

Resultaba cómico. Le había contado tantas cosas de sí misma… y, sin embargo, nunca le había hablado de Lonerin. Se lo explicó sin entrar en detalles, pero no necesitó explayarse demasiado.

Él comprendió lo que había que comprender.

—Perfecto. Me uniré a ellos —dijo sin titubear.

Dubhe esbozó una sonrisa amarga. Muy bien. Pero ¿y ella? ¿Qué lugar ocuparía ella?

«Ninguno. Tú morirás pronto».

Sintió un intenso escalofrío recorriéndole la espalda, y Learco pareció darse cuenta.

—Tú estarás conmigo y lucharemos juntos —afirmó convencido—. Y al final, harás lo que tengas que hacer —añadió.

Dubhe desvió la mirada.

—Mírame. Sé lo que has decidido, pero no pienso permitir que suceda. No puedo vivir sin ti.

Dubhe no supo replicarle. Aquellas palabras habría podido decirlas ella. Había algo en aquella correspondencia de sentimientos tan profunda y perfecta que la asustaba. Era demasiado hermoso e intenso para que pudiera durar.

—Dubhe, mi padre también contribuyó a darme la vida, pero lo hizo por mero interés. Quería una copia de mi hermano para poder amaestrarla y así desafiar a la muerte; pero yo soy distinto, hasta ahora no lo había comprendido. Mi tierra necesita su sangre, y tú necesitas su cabeza.

Dubhe no reaccionó. ¿Qué podía hacer? ¿Morir, y preservar la perfección de su relación con Learco, o matar a su padre, y arriesgarse a que su cadáver se interpusiera entre ellos para siempre, separándolos día tras día?

—Júrame que lo harás… —murmuró Learco.

Por un instante, ella imaginó su vida junto a él, y se sintió feliz. Fue la ilusión de un instante: en el fondo de su corazón sabía que era una fantasía que jamás llegaría a cumplirse.

* * *

Regresaron a la cueva y, después de haber camuflado la entrada, reposaron durante el resto del día. Estaban exhaustos, y las heridas de Learco se hacían sentir. Dubhe tampoco estaba en la mejor de sus formas, dado que la Bestia había seguido atormentándola, manteniéndola en un estado de tensión permanente.

Cuando ya fue noche cerrada decidieron que había llegado el momento.

—¿Podrás caminar? —le preguntó Dubhe a Theana. Ella se limitó a asentir. Desde que había sido liberada hablaba poco, y su voz sonaba distinta. Dubhe no tenía ni idea de lo que había sucedido en aquella celda antes de que ellos llegaran, y era consciente de que tampoco quería saberlo.

Theana se puso en pie tras un considerable esfuerzo.

—¿Y tú, por cierto, cómo estás?

—Puedo resistirlo.

La maga le tomó la tensión y examinó el símbolo. Palpitaba, más vivo que nunca. Hizo una mueca.

—Debemos volver a practicar el ritual. La maldición está actuando demasiado rápido.

—Ahora no estás en condiciones —replicó Dubhe apartando el brazo—. Y en cualquier caso no tenemos tiempo. Lo más importante es huir; nos están buscando y no tardarán en dar con nuestra pista.

—Pensaba que mi papel era salvarte, no al contrario.

Dubhe la miró con sorpresa. No se esperaba una respuesta tan directa. Hizo como que no la había oído y se encaminó a la salida.

En el exterior la oscuridad era densa y silenciosa. En adelante sólo se desplazarían al amparo de las tinieblas. No disponían de caballos y los tres estaban maltrechos, pero tenían que seguir avanzando.

—Tal vez no pueda repetir el ritual, pero para esto aún dispongo de energías suficientes.

Dubhe se volvió y vio que la maga esbozaba una sonrisa tensa. Sostenía unas cuantas piedras de colores en la mano y estaba mostrándoselas.

—Las encontré mientras estabais en la fuente y las he hechizado. Nos permitirán comunicarnos con el Consejo de las Aguas. Les avisaremos de nuestra llegada, así nos estarán esperando en la frontera con la Tierra del Mar.

Dubhe la miró con gratitud.

—Lo lograremos, puedes darlo por seguro —le susurró Theana.

Ella le mostró una sonrisa tímida. Se obligó a creer que era verdad; de pronto sentía que no podía dejar de tener esperanza.

* * *

La segunda noche decidieron que se procurarían un medio de transporte.

Se desviaron por un sendero y robaron tres caballos en el establo de una casa aislada. Se ocuparon Dubhe y Learco mientras Theana los esperaba en el bosque. El príncipe estaba resultando un excelente compañero de viaje. Siempre estaba tranquilo, aunque sabía mejor que nadie que la muerte podía estar esperándoles en cualquier recodo. Dubhe se aferró a él con desesperación, e incluso dejó de preguntarse cuánto duraría aquella ilusión.

Sin embargo, no tardaron en oír las patrullas. Primero fue un golpeteo sordo y lejano que hacía vibrar el suelo; después los caballos empezaron a triscar, nerviosos. Y por fin, una sombra negra e inmensa oscureció la luz de la luna: dragones.

—Tenemos un problema —dijo Learco—. Nos están buscando con dragones. Eso significa que Forra está cerca.

Dubhe se puso pálida. Tenían que acelerar la marcha. En las condiciones en que se hallaban era imposible enfrentarse al tío de Learco y al contingente de soldados que había llevado consigo.

Acamparon con las primeras luces del alba. Ataron los animales a un árbol y establecieron turnos de guardia para poder descansar. Iban demasiado lentos, así no lo conseguirían.

No obstante, una noche, inesperadamente, recuperaron la esperanza.

Acababan de subir a la silla cuando un humo azulado envolvió el cuerpo de Theana.

La maga se apresuró a bajar del caballo, ordenó las piedras de colores formando un círculo y murmuró una fórmula. Al instante su frente se cubrió de sudor mientras el humo se condensaba dibujando una esfera. Theana colocó debajo un pedazo de tela que arrancó directamente de su vestido. Las runas comenzaron a dibujarse una a una en la tela, nítidas y precisas.

«En la frontera os estará esperando un escuadrón armado. Encuentro en cuatro días».

Sólo unas pocas leguas los separaban de la salvación.

* * *

El obstáculo surgió inopinadamente cuando ya casi habían llegado a la meta. Los árboles se abrieron como el telón de un teatro, y ante ellos apareció un claro. No era muy extenso, una noche de viaje, a lo sumo, pero estaba al descubierto.

Se detuvieron en el límite mientras los caballos mordisqueaban la hierba húmeda de rocío.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Theana.

Ni Dubhe ni Learco sabían qué responder. Tal vez podrían rodear la llanura, pero ¿cuánto tiempo les llevaría? No podían faltar al encuentro y se hallaban en el extremo opuesto. Sentada en su caballo, Theana parecía un fantasma, tenía la piel del rostro tensa y le temblaban las manos. Había logrado convencer a Dubhe para renovar el ritual, pero no contaba con las suficientes fuerzas para llevarlo a cabo con provecho. Esta vez el efecto duraría menos, y ella no podía mover ni un músculo.

—Vamos allá —dijo Learco inesperadamente.

Dubhe reconoció en sus ojos aquella determinación tan propia de él.

—De acuerdo, pero hagámoslo de prisa —respondió ella, espoleando su caballo.

Se lanzaron al galope por la llanura, bajo una luna que parecía un inmenso ojo dispuesto a mostrarles a todos su posición.

El ruido pesado de los cascos de los caballos pisando la tierra cubrió el sordo y rítmico aleteo que llevaba días haciendo vibrar el suelo. El resuello de las bestias les impidió oír el entrechocar metálico de las armaduras, y así fue como la sombra apareció delante de ellos, imprevista y terrible.

Negra en el negro de la noche, inmensa, le cerró el paso al caballo de Theana, arrojándola al suelo. Dubhe y Learco la oyeron gritar y la vieron rodar por la hierba, hasta que una garra cubierta de escamas la sujetó por la cintura.

Dubhe gritó.

«¡Ahora no, ahora no!», imploró desesperada.

El dragón volvió a descender, pero esta vez sobre Learco. Él se defendió encogiendo el cuerpo y blandiendo la espada. Hizo cambiar de dirección al caballo, aumentó la velocidad para desorientar a su agresor, y por un instante pareció que iba a conseguirlo.

—¡Corre, corre! —gritó Dubhe, pero él no la oyó. Su mente se vació de cualquier otro pensamiento. Ante ella apareció una fila de soldados que se acercaba inexorablemente a ella, cerrándole el paso. Trató de tranquilizar a su montura, pero siguió tirando coces, fuera de sí, hasta que le hizo perder el equilibrio. El mundo se disolvió en un dolor sordo que saturó su cabeza, y cuando se recobró, lo primero que vio fue la luna, hermosa y despiadada, brillando en lo alto.

La cabeza le daba vueltas y la Bestia arañaba su pecho con voracidad. Miró en dirección al dragón: Learco se defendía de sus zarpazos parando los golpes con la espada, pero era una lucha desigual. Estaba a punto de acudir en su ayuda, cuando notó el frío de una espada en el cuello.

—¿A qué tanta prisa? —dijo una voz vulgar. Un soldado la amenazaba espada en mano—. Será mejor que disfrutes del espectáculo.

Dubhe miró a su espalda. Había otros diez hombres, todos armados y dispuestos a atacar, pero no se dejó impresionar. Con un gesto rápido le puso el puñal en el pecho al individuo que tenía enfrente y trató de avanzar, pero eran demasiados, y no tardaron en derribarla e inmovilizarla.

—¡Ya no podrás escupir más veneno, maldita serpiente! —le gritó al oído uno de los soldados.

Dubhe no sabía qué hacer. El dragón acababa de destrozar el caballo de Learco de un mordisco, él había caído al suelo y rodado por la llanura. Lo vio ponerse en pie con la espada aún en la mano; tres soldados lo atacaron sin darle tiempo a recuperarse. Se batió con ferocidad, pero sus rivales eran demasiados, y al final se desplomó acorralado y sin fuerzas.

Dubhe trató de zafarse poniendo en práctica los trucos que había aprendido de Sherva, pero los soldados contrarrestaron todos sus movimientos. Se sintió embargada por un devastador sentimiento de impotencia.

Llorando de dolor y de rabia, vio cómo el dragón se posaba en tierra y cómo descendía su caballero. El hombre se acercó al príncipe, pero estaba demasiado lejos para distinguir quién era. Vio a los soldados atando a Learco y a Theana y asegurándolos a la silla del animal. El dragón alzó el vuelo y su rugido resonó en todo el claro.

El hombre avanzó hacia ella, y Dubhe vio cómo lentamente sus facciones adquirían definición a la luz de la luna. Su rostro feroz y su enorme corpulencia pertenecían a alguien que ella conocía muy bien.

—Y ahora te toca a ti —dijo Forra, componiendo una mueca despiadada.