20
Mazmorras
HABÍAN transcurrido tres días desde la masacre de Makrat. Los soldados habían peinado toda la ciudad para hacer salir de su madriguera a cualquiera que estuviera implicado en la conjura, y los rastros de aquella devastación aún eran evidentes. Seguía vigente el toque de queda, y por todas partes se propagaba el opresivo hedor de la sangre y de la carne putrefacta.
Oculta en la sombra, Dubhe vio el cadáver de Volco ondeando al viento de la noche. Su cabeza estaba ensartada en una pica atada a la muralla, y su cuerpo se balanceaba colgado de los pies. Aquél era el trato reservado a los traidores. Dohor había ordenado que sus cadáveres fueran expuestos en distintos puntos de la ciudad, para lanzar un macabro aviso a quien aún pretendiera oponerse.
Pero ella no se dejó impresionar. Prendió un garfio del muro por el que había descendido cuando huyó, y trepó en silencio. Una vez en el otro lado, se ocultó tras unos setos a la espera de que la guardia concluyese su ronda. En el jardín había sido eliminado todo indicio de la rebelión. Incluso habían lavado la hierba para hacer desaparecer la sangre que había manchado el suelo. Dubhe sintió un escalofrío. Temía descubrir en aquel muro los cuerpos de Theana y Learco horriblemente mutilados. De hecho, ése había sido el motivo que la había impulsado a actuar. Sabía que no sería capaz de sobrevivir a aquel dolor.
Necesitaría algo de tiempo para obtener las informaciones que precisaba. En la ciudad corría el rumor de que los prisioneros más importantes habían sido trasladados a las celdas de la Academia. En el palacio no disponían de las suficientes, y el rey había ordenado que todos fueran interrogados antes de darles muerte. Pero Dubhe no conocía la Academia y, por tanto, necesitaba un plano para no tener que vagar a ciegas cuando entrase allí. Ése era el motivo de que hubiera vuelto a colarse en la corte, dar con el mapa.
En cuanto la guardia se alejó, se deslizó silenciosa a través del jardín y llegó al atrio. Esperó el momento oportuno, forzó la puerta y entró. Aquél fue el último lugar donde su mirada se había encontrado con la de Learco, y al recordarlo sintió una opresión en el pecho. Inspiró profundamente y trató de no pensar en él. Tenía que concentrarse si no quería que la descubriesen y que todo se fuera al traste.
La débil luz de las antorchas iluminaba apenas el corredor. Había una quietud total, y ella sabía que Dohor dormía tranquilo en los pisos superiores. Aquella idea le produjo una especie de vértigo que hizo más delgada la línea que separaba su mente de la Bestia. Resultaba extraño, porque habían transcurrido cuatro días desde el último ritual, pero sin duda aquel paliativo ya estaba comenzando a dejar de surtir efecto. Tenía que salvar a Theana a toda costa e implorarle que hallara otra solución. Y también debía caracterizarse de nuevo: su cabello ya estaba oscureciéndose, y estaba más corto.
Con aquella idea martilleándole las sienes sin cesar, se dirigió a buen paso hacia las dependencias señoriales. Sabía que aquella noche el cancerbero de la Academia había acudido al palacio para recibir órdenes del rey. Dohor quería transferir otros prisioneros a los subterráneos en el más estricto secreto con el fin de torturarlos. El cancerbero había recibido las instrucciones y lo había anotado todo en un pergamino que describía con detalle la disposición de las celdas y de los prisioneros. Y, tras despedirse, ya debía de estar dirigiéndose a su alcoba. Ella estaba esperándolo en un rincón.
Aquella misma tarde se había procurado lo necesario. Ante todo, una copia de sus antiguos utensilios de ladrona. Con ellos podría evadirse de cualquier prisión, aunque en esos momentos la cuestión era entrar.
Después hizo una escapada a la tienda de Tori, su antiguo proveedor. El gnomo, en cuanto la reconoció —a pesar del disfraz—, cerró la botica a toda prisa para que nadie la viese. Además, era una prófuga, y él sabía que podrían acusarlo de complicidad.
—Mira, Dubhe, no quiero problemas —le espetó antes de que ella pudiera abrir la boca—. Hasta ahora los guardias me han dejado en paz porque me mantengo neutral; sabes perfectamente que no deberías estar aquí.
Ella, sin dejarse amilanar, depositó una lista sobre el mostrador.
—¿Tienes todo esto?
Tras echar un vistazo rápido a la hoja, Tori suspiró.
—¿Te ha visto entrar alguien?
—¿Por quién me has tomado? —le preguntó Dubhe a su vez, sonriente.
—De acuerdo. Pero debemos hacer un trato: tú nunca has estado aquí.
El gnomo satisfizo sus peticiones, y en ese instante sostenía en la mano una de las ampollas que le había dado. Cogió una gasa y la impregnó con aquel líquido claro, procurando no aspirar sus acres vapores. El cancerbero entró en la estancia y ella lo siguió amparándose en la oscuridad. El hombre ya estaba preparando el chisquero para prender una vela, cuando Dubhe lo sorprendió por la espalda y le tapó la boca con la gasa impregnada. Al cabo de unos segundos su cuerpo achaparrado se desplomaba sin un solo lamento. La Bestia exigía su tributo de sangre, pero ella hizo oídos sordos a aquella llamada tan atractiva y tentadora.
Rebuscó entre las ropas del hombre, y en cuanto dio con el plano y el manojo de llaves abandonó la alcoba en silencio.
* * *
No fue fácil entrar en la Academia. Dohor la había convertido en una especie de cuartel personal donde adiestraba a sus fieles milicias. Dubhe se preguntó qué pensaría Ido, que tantos años de su vida había consagrado a aquel lugar.
El edificio era un paralelepípedo de aspecto sólido e impenetrable, con guardias custodiando todas las entradas. El acceso a las cocinas era la única zona que no estaba especialmente vigilada, y Dubhe decidió empezar por allí. La suerte estuvo de su parte, pues el cerrojo de la puerta era viejo y estaba oxidado. En cuanto estuvo en el interior, desenrolló el plano sobre la mesa que había en el centro del local y lo analizó a la luz de la luna. Los calabozos se encontraban en aquella misma planta. Muchos de los detenidos estaban hacinados en celdas atestadas, y en una de ellas Dubhe identificó el nombre de Theana.
Sólo había una celda que constituía una excepción. Era pequeña, separada de las demás y de difícil acceso. Al lado habían escrito «Learco». Dubhe sintió que la embargaba una oleada de odio hacia Dohor, pero tenía que controlar la ira si quería salir con bien del intento. Eso era lo que le había enseñado el príncipe durante sus encuentros: a hallar la esperanza hasta en el más negro de los infiernos.
Repasó el mapa para grabarse en la memoria el recorrido que habría de seguir. No había indicaciones referentes al número de guardias que vigilaban las distintas puertas, sólo estaban señaladas las garitas principales. De pronto reparó en que con toda probabilidad tendría que matar, pero no permitió que eso la turbase. Aunque tuviera que perder su alma por Learco, lo haría igualmente. Si él sobrevivía, ella nunca moriría del todo.
Enrolló el mapa y se lo guardó en el bolsillo. Envolvió el manojo de llaves en una tela, y ya estuvo preparada para salir.
* * *
Los primeros corredores estaban semivacíos. Se encontraba en el nivel superior de los calabozos, donde tenían a los delincuentes comunes. La vigilancia era escasa, y cuando Dubhe se halló frente a la primera puerta, dispuso del tiempo que quiso para hallar la llave que la abría.
Una vez superado aquel obstáculo, avanzó con prudencia, pendiente de no hacer ruido. La garita de los guardias estaba cerca. Había dos, pero las antorchas apenas iluminaban el corredor; se arrastró sinuosamente a lo largo de la sombra que la pared de la garita proyectaba en el suelo, y cuando estuvo segura de que los soldados no se habían percatado de nada, se puso en pie. El corazón le latía con fuerza. Permaneció a la espera; entonces, en el momento propicio, corrió hacia la primera bifurcación. En cuanto dobló la esquina, sin embargo, tuvo que detenerse: otro guardia. Estaba delante de ella, de espaldas. Sin pensarlo dos veces, cogió la gasa que había utilizado con el cancerbero y la empleó para aturdir al soldado. Abrió una celda que sabía que estaba vacía e introdujo el cuerpo inerte en su interior, cogió el mazo de llaves, descartó las que ya había usado hasta ese momento y se dirigió hacia la puerta que daba a la escalera.
La abrió, y en cuanto entró supo que allí empezaba lo difícil.
* * *
Por aquella zona de los calabozos pululaba un buen número de guardias que hacían su ronda con regularidad. Estaban atentos a cualquier sombra, a cualquier movimiento. Si quería pasar, Dubhe tendría que recurrir a todo cuanto le había enseñado Sherva, pues no abundaban los lugares donde ocultarse. Había bastantes antorchas, y éstas iluminaban bien todos los rincones. Lo único que jugaba a su favor era el ruido. Un murmullo continuado de lamentos, gritos y dolor escapaba de todas las celdas. Resultaba escalofriante, y los soldados debían de pensar lo mismo. Tenían las facciones tensas, los rostros sombríos, y cuando se cruzaban intercambiaban miradas cargadas de impaciencia.
Dubhe procuró mantener la calma y concentrarse en los movimientos, a fin de hacerse invisible. Tardó un buen rato en llegar hasta la puerta que le interesaba, y eso la puso nerviosa. De un momento a otro alguien repararía en el cancerbero y en el guardia inconscientes, y entonces se desataría el caos. En el último recodo encontró a un muchacho de aspecto cansado custodiando la puerta con un compañero. Decidió actuar con astucia. No podía matarlos a los dos y dejarlos allí, por lo que retrocedió hasta un corredor contiguo e hizo todo el ruido posible.
—¿Quién anda ahí? —dijo el guardia.
Dubhe se pegó a la sombra de la pared y contuvo la respiración. Estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para mantenerse contraída en aquella posición, y esperó que ambos se decidiesen cuanto antes. Al poco los vio girar por el corredor y alejarse para controlar que todo estuviera en orden. No esperó más. Se deslizó fuera de su escondite con el manojo de llaves preparado en la mano.
El corazón le palpitaba sin freno, y el sudor lo hacía todo más resbaladizo. Ruido de pasos: los guardias ya estaban de vuelta. Iba descartando las llaves una por una, probándolas frenéticamente.
«¡Ábrete, ábrete, ábrete!».
El chasquido fue suave y acolchado, y a Dubhe le pareció el sonido más hermoso del mundo. Abrió la puerta, se coló por la estrecha abertura que acababa de crear y pasó al otro lado. Los pasos ya estaban muy, muy cerca. Tendría que ser extremadamente cuidadosa para volver a cerrarla sin que los guardias se dieran cuenta.
En cuanto supo que lo había conseguido, se concedió unos instantes de descanso. Le dolían todos los músculos, pero no podía entretenerse. Allí abajo, al fondo de aquella escalera oscura, Learco la esperaba.
Avanzó con rapidez por aquel laberinto de galerías. Ese piso era más intrincado que el de arriba. Los corredores eran especialmente estrechos y las puertas de las celdas, muy sólidas. El techo era tan bajo que creaba un ambiente claustrofóbico. Y además, hacía un calor sofocante. Le parecía estar en un círculo infernal, entre condenados que se lamentaban y llamas eternas.
Lejos de desanimarse, acuciada por la urgencia, Dubhe no tardó en localizar la celda de Learco.
Se detuvo en una esquina, la puerta estaba a unos pocos brazos de distancia: no tenía ni idea de lo que le había sucedido. Quizá lo habían torturado, o tal vez ya estuviera muerto. La angustia le atenazaba la garganta, pero no se dejó llevar por la precipitación. Dos guardias armados, fornidos y experimentados, montaban guardia ante la celda. Dubhe pensó en qué estrategia podía adoptar. El cuerpo a cuerpo resultaba inviable en un lugar tan estrecho, aunque al pensarlo la Bestia se removió en su interior. Entonces rebuscó en su talega y cogió las dos ampollas que le había dado Tori. Las destapó, procurando no inhalar su contenido y las hizo rodar silenciosamente entre los pies de los soldados. Esperó.
No tuvieron tiempo de pronunciar una sola palabra. Ambos cayeron al suelo, inconscientes. Dubhe aprovechó para apagar las dos antorchas que iluminaban la puerta de la celda: llevaba consigo unos trapos empapados en agua, un viejo truco que había utilizado en numerosas ocasiones. Bastaba tapar las antorchas con ellos, y la llama se extinguía. Rápido y eficaz.
En cuanto se hizo la oscuridad, se acercó a la puerta.
«Por favor, que esté bien», pensó, y sonrió de desesperación.
La cerradura chasqueó emitiendo un ruido sordo. Dubhe empujó la puerta hacia delante. Era pesada, y temía el chirrido. Arrastró los cuerpos de los dos soldados al interior de la celda y volvió a cerrar.
—¿Y bien? ¿Ya ha amanecido?
Aquella voz la sobresaltó. Se volvió lentamente. La celda era pequeña y asfixiante. Una única vela en un rincón iluminaba apenas aquel antro.
Él se hallaba colgado de la pared por las manos. Estaba de rodillas y sólo llevaba puestos los pantalones. El pecho desnudo estaba surcado de marcas rosáceas y cárdenas. Le había crecido la barba y tenía el cabello sucio de sangre incrustada y mugre. Pero sus ojos seguían siendo vivaces y despiertos, y la miraban asombrados.
—Dubhe.
Ella corrió junto a él y lo besó desesperadamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas al verlo en aquel estado. Lo habían destrozado y torturado. Tenía heridas profundas, y cada uno de sus gemidos hacía que creciera una rabia ciega en el pecho de Dubhe.
Se puso a rebuscar en el llavero de inmediato para abrir los grilletes que lo mantenían sujeto a la pared, pero no tardó en darse cuenta de que ninguna de aquellas llaves servía. Entonces cogió sus herramientas y tras unos pocos movimientos expertos logró liberarlo. Lo ayudó distender los brazos agarrotados.
Learco le sonrió. La miraba de una forma extraña, como si la viera por primera vez. No sin dificultad, sus dedos apresaron un mechón de su cabello.
—Así que éste es tu auténtico color… —observó en una exhalación.
Dubhe no sabía qué responderle. Permaneció en silencio y lo ayudó a incorporarse: estaba débil y hacía tiempo que no se ponía en pie. Se tambaleó unos instantes y finalmente decidió sostenerse por sí mismo. Cogió la espada de uno de los guardianes desvanecidos, y entre muecas de dolor se apoyó en la empuñadura a fin de mantener el equilibrio. Dubhe no intervino. Ambos eran iguales a este respecto: orgullosos, independientes e intolerantes con las miradas compasivas.
—No es necesario que vayas armado, yo ya me basto para defendernos —le dijo.
—No me subestimes —le replicó él con una sonrisa burlona—. ¿Cuál es el plan?
—Primero tenemos que liberar a Theana.
Learco la miró desconcertado, y entonces Dubhe recordó que él no sabía el verdadero nombre de la maga.
—Es Lea, mi compañera de viaje.
Él asintió, pero su rostro se ensombreció de pronto.
—Se la llevaron, ayer por la noche. Reconocí su voz.
Dubhe tragó saliva; acababa de quedarse helada. Recordó lo que se contaba acerca de los interrogatorios, y su corazón empezó a palpitar desbocado.
—¿Crees que la han torturado para sonsacarle información?
—Es tu cómplice, de modo que resulta muy probable. Pero no sé adónde pueden haberla llevado. Vámonos —indicó Learco mientras se dirigía hacia la puerta.
Había sido muy bien adiestrado. Aunque aún tenía los músculos doloridos, se movía con agilidad y en silencio por aquellos pasadizos. Dubhe lo observaba con admiración: se ocultaba entre las sombras casi tan bien como ella.
No tuvieron que andar mucho. La celda de las torturas se hallaba en un estrecho pasillo lateral. Dubhe se sintió mal sólo con ver la puerta. No había nadie custodiándola, ninguna antorcha iluminaba aquel agujero. La oscuridad era densa y maloliente.
No tenían ningún plan trazado. Aquel lugar no estaba indicado en el mapa, de modo que tendrían que proceder a ciegas. Desenvainó el puñal y avanzó, seguida por Learco.
Cuando ya estaban cerca, un grito agudo rasgó el silencio. Dubhe sintió un vuelco en su corazón. Era una mujer. Sacó el llavero inmediatamente y trató de dar con la llave. Los murmullos provenientes del interior se hicieron más apagados, lastimeros. Era la voz de Theana, sin duda. Entonces un sonido lacerante llenó el espacio, y la maga volvió a gritar. Dubhe sintió que la Bestia estaba a punto de salir. El mundo perdió sus contornos, el olor a sangre transformó la apariencia de las cosas. Como en un sueño, vio cómo Learco le arrebataba el manojo de las manos, encontraba la llave correcta y abría la puerta. En el interior, el infierno.
Grandes braseros iluminaban la sala baja y alargada. En una esquina, una virgen de hierro, el terrible sarcófago con silueta femenina mostraba las dos puertas abiertas y el interior tapizado de afilados pinchos. Por todas partes colgaban pinzas, tenazas y cuchillos. Una mujer con la espalda desnuda estaba atada a un cepo de madera; detrás, un pequeño hombre de aspecto repugnante sostenía un látigo de nueve colas.
Era como estar en la Casa. El horror se mezcló con la rabia, y la maldición rompió definitivamente el sello. Dubhe sintió gritar a la Bestia.
No pudo refrenarse o, para ser más exactos, no quiso. Lo último que vio fue a aquel hombrecillo volviéndose, estupefacto.
* * *
Learco se quedó horrorizado. Vio a Dubhe saltar hacia delante como una fiera y abalanzarse sobre el torturador con el puñal en la mano. Tenía la cara irreconocible, y parecía como si sus escurridizos músculos fueran a estallar bajo el velo de la piel. Ya no era ella.
El puñal se hundió infinidad de veces en la carne mientras la víctima se debatía desesperada. Había sangre por todas partes, las salpicaduras alcanzaron incluso las paredes de la celda. Learco estaba como paralizado. Todo pensamiento había huido de su mente, y ahora sólo existía lo que sus ojos estaban viendo. Entonces recordó lo que Dubhe le había explicado y lo comprendió todo.
—¡Detente! —le gritó mientras se abalanzaba sobre ella.
Dubhe se debatía entre sus brazos con una fuerza increíble. Al fin logró soltarse y lo arrojó al suelo. Learco miró hacia arriba y vio dos pozos negros que lo miraban abismados, mientras el puñal, en alto, estaba a punto de descargar el golpe.
«Va a matarme», pensó sin sentir miedo; sólo era una constatación, pues todo había sucedido demasiado de prisa.
Sin embargo, Dubhe se detuvo. La ira se evaporó en unos pocos instantes —que se hicieron eternos—, y sus ojos volvieron a adquirir el aspecto habitual. Se desplomó de repente, cayendo en los brazos de Learco.
—¡Dubhe, Dubhe! —gritó él mientras la sacudía. Tras un par de intentos, ella abrió los ojos de nuevo y lo miró.
—¡Lo he hecho! —murmuró entre lágrimas—. ¡Lo he hecho otra vez! —repitió, dejando escapar un sollozo.
Fue un llanto desesperado, y él la abrazó y le susurró al oído que todo había pasado. En cuanto se hubo calmado, la dejó apoyada en la pared y se acercó a Theana.
La joven maga jadeaba y tenía los ojos cerrados.
—¿Theana?
Ella volvió apenas la mirada hacia Learco.
—¿Y Dubhe?
—Está aquí, junto a mí. Hemos venido a buscarte.
Cogió las llaves del cuerpo destrozado del torturador mientras Dubhe respiraba trabajosamente en un rincón.
Liberó a Theana con cuidado y la sostuvo. La chica miró a su alrededor, deteniéndose apenas un instante en el cadáver que yacía en el suelo.
—¿Ha sido ella? —le preguntó a Learco, mirándolo a los ojos.
Él asintió.
—Maldición, el sello no ha resistido.
—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo Dubhe con un hilo de voz. Tenía el rostro surcado de lágrimas y las manos manchadas de sangre, pero trataba de recuperar el control de la situación. Era evidente que tenía que hacer un gran esfuerzo para conseguirlo.
»Una fuga en masa… las puertas se pueden abrir desde las garitas… es el único modo de salir de aquí —expuso entre estertores.
—¡Mirad en qué estado nos encontramos! ¡No tenemos fuerzas para luchar! —objetó Learco.
—Quizá no sea necesario hacerlo. —Esta vez era Theana quien hablaba—. Yo puedo lograrlo sin movernos de aquí, con un encantamiento.
Dubhe se la quedó mirando. No tenían elección, como siempre, pero decidió confiar en ella. Si Theana lo decía, era porque podía hacerlo.
—De acuerdo —se limitó a decir.
Learco se preguntó quiénes serían en realidad aquellas dos mujeres. Sin duda eran muy distintas, pero de algún modo reinaba una gran camaradería entre ambas.
Theana inspiró profundamente. Estaba pálida y cansada, y en cuanto empezó a susurrar unas palabras en voz baja, su cara adquirió una coloración terrosa, y le flojearon las piernas. Learco la sostuvo de nuevo, pero ella no se detuvo. Los grilletes a los que había estado encadenada habían anulado sus poderes, y ahora precisaba de todas sus energías para invocarlos de nuevo. Con los ojos cerrados y una mueca de dolor en el rostro, pudo acabar el conjuro. El ruido de un sinfín de cerraduras estallando simultáneamente llenó todo el espacio de la celda, se propagó por el pasillo y finalmente se expandió por toda la planta. Theana se desplomó.
Dubhe aguzó el oído. El estruendo no tardó en oírse más allá de la puerta cerrada. Primero fue el chirrido de las puertas y las pisadas de pies desnudos, después el ruido pesado de las botas claveteadas de los soldados que gritaban. Y al poco tiempo, los gritos de júbilo y las órdenes militares se confundieron creando un terrible estrépito.
—¡Ahora! —ordenó.
Salieron a todo correr. Learco iba en cabeza con la espada desenvainada y Dubhe lo seguía, con el liviano cuerpo de Theana a cuestas. Reinaba una gran confusión. Los prisioneros más vigorosos habían logrado hacerse con algunas armas y ya estaban luchando; detrás de éstos, los más débiles ayudaban en lo que podían. Eran muy superiores en número, y ya empezaba a haber bajas entre los soldados.
Learco se abrió paso entre los evadidos. Cayó al suelo en más de una ocasión, y cada vez le costaba más esfuerzo incorporarse.
—Ya puedo yo solo —le decía a Dubhe siempre que ella le tendía la mano.
A su alrededor ya había saltado la alarma. La insurrección había despertado a toda la Academia, y grupos de soldados descendían desde los otros pisos superiores para participar en la refriega.
Aquella multitud podía aplastarlos, pero al mismo tiempo les brindaba amparo.
Y así, invisibles en medio de aquella masa caótica, lograron escabullirse hasta la cocina sin ser vistos.
—¡Por aquí! —gritó Dubhe dirigiéndose hacia la puerta que había dejado abierta previamente.
La oscuridad de Makrat y el aire fresco de la noche les dieron la bienvenida.