19

A un paso de la meta

ESTO no va bien —protestó Sennar.

Lonerin, sudado y jadeante, lo miraba, al límite de sus fuerzas.

En la mano sostenía el puñal que le había dado el mago, y al que estaba intentando transferir su espíritu desde hacía horas.

—No eres capaz de dominar el objeto durante el tiempo suficiente.

Lonerin observó el arma con desánimo. Había sido forjada personalmente por Livon, y Sennar se la había ganado a Nihal en un duelo, cuando aún eran niños. Por tanto, estaba empuñando un objeto legendario, aunque para él, en aquel momento, no era más que un simple puñal.

—Intento resistir —dijo en cuanto logró recobrar el aliento—, pero es como si algo me atrajese de nuevo hacia el exterior…

Sennar se mantuvo impertérrito.

—Resulta de lo más obvio. Desde luego, la naturaleza de tu alma no es acabar atrapada en un puñal.

Lonerin suspiró.

—Debe de haber algún truco que…

—Ya deberías haberlo descubierto por ti mismo.

Aquella respuesta lo dejó boquiabierto. ¿Cómo era posible que un mago genial como Sennar fuera tan poco propenso a la enseñanza? Todo lo contrario que Folwar, que jamás se irritaba y solía alabar sus cualidades con una paciencia infinita.

—Sí, pero no lo he encontrado —respondió, escamado—. Tal vez una sugerencia podría allanar el camino.

Se arrepintió al instante de la dureza de sus palabras, pues notó que la mirada de Sennar se había ensombrecido.

—No tengo nada que decirte. Cada mago debe encontrar su camino.

—¿Y si no lo encuentro?

—No hay ritual.

Lonerin sintió una oleada de rabia.

—Mi maestro procuraba echarme una mano cuando no entendía un problema. Disculpadme, pero no resultáis en absoluto de ayuda; al contrario, aprovecháis la menor ocasión para desmerecer mi trabajo.

Sennar lo miró con insolencia.

—Me extrañaría mucho que tu maestro te hubiera enseñado alguna vez un encantamiento de esta magnitud. En cualquier caso te diré que ya eres lo bastante mayor para poder avanzar sin que nadie tenga que soplarte las respuestas. Tienes un buen dominio de la magia. Ahora debes hallar la solución tú solo. Yo no puedo ayudarte.

Le puso ante los ojos una mano ennegrecida y reseca.

—¡Esto es todo cuanto queda de mis poderes! Los quemé casi todos en una sola noche, y cuando digo «quemé», estoy hablando en sentido literal. Y ya no puedo ir más allá de este límite. De modo que, o te las apañas por ti mismo, o tendrás que abandonar tus sueños de gloria y renunciar a hacerte el héroe a toda costa. Ya encontraremos otro mago que aprenda con más facilidad que tú.

El joven miró al suelo, ofendido. Estaba cansado de tantos reproches, de aquel modo tan irritante en que Sennar se dirigía a él desde que habían partido.

—Seguiremos mañana —zanjó, y se preparó para pasar la noche.

* * *

Sennar siguió toda la escena sin dejar de sonreír.

—Para ser un hombre sediento de venganza, renuncias con mucha facilidad.

Lonerin se volvió de golpe.

—¿Por qué dijisteis que era apto para la misión si me consideráis un inepto? Habríais podido llevar con vos a cualquier otro, sólo con explicar ante el Consejo que no os parecía la persona adecuada…

—Porque tienes aptitudes —dijo Sennar sin inmutarse—. Tienes aptitudes, y también voluntad. Pero tu maestro te ha acostumbrado a que te sintieras el mejor del grupo, y sigues creyendo que podrás lograrlo todo sin esfuerzo, como te ha sucedido hasta ahora.

Tenía razón en lo que decía, pero su actitud resultaba intolerable. Lonerin no llevaba bien aquella difícil convivencia. Se volvió para decírselo, y entonces sus miradas se encontraron.

En la expresión de sus ojos había sarcasmo, pero también desafío.

No, no pensaba ponérselo tan fácil.

—Volveré a intentarlo —anunció con convicción, sujetando entre las manos el puñal.

* * *

Barahar tenía un gran puerto, el más grande de todo el Mundo Emergido. Sennar había oído hablar mucho de él, pero sólo había estado una vez, cuando era niño. Era la ciudad natal de su padre, y recordó que entonces había quedado impresionado. Allí había casas de verdad con tejados de tejas, y había mucho ambiente en todas partes. Todo eran callejuelas y caras poco recomendables: un lugar fascinante y peligroso a la vez.

—En Barahar se mueve muchísimo dinero: como todos los lugares donde abunda la riqueza, es una ciudad corrompida por el oro —le había explicado su padre.

Desde entonces no había regresado. Tenía demasiados malos recuerdos vinculados a aquella ciudad. Su madre murió cuando Nihal y él aún no habían abandonado el Mundo Emergido, y su hermana desapareció, sin más. Un día dijo que quería seguir su camino libremente, y en cuanto cruzó la puerta nadie volvió a verla ni a oír hablar de ella.

Nada más entrar en el puerto, el aire del mar les cosquilleó la nariz. Sennar saboreó cada matiz de aquel perfume que olía a hogar. Los gritos de las gaviotas resonaban por las callejuelas estrechas y tortuosas, y lo invadió una vehemente nostalgia de aquellos años tan lejanos en que aún era un joven con grandes esperanzas.

La zona más antigua de la ciudad se encaramaba por el acantilado, mientras que las nuevas construcciones estaban situadas al borde del precipicio que se asomaba al mar.

El puerto era lateral y se extendía a lo largo de una cala bastante amplia sobre la cual se precipitaba el peñón. Los callejones estaban sucios y resultaban intransitables, con adoquines desparejados e irregulares. Las pendientes eran tan pronunciadas que hasta Lonerin estuvo a punto de jadear. Pero aquel caos de fachadas, cada una pintada de un color distinto, le hablaban a Sennar en un lenguaje familiar. Barahar era la ciudad más característica de la Tierra del Mar. Uno podía encontrar gente proveniente de todos los rincones del Mundo Emergido. Allí confluía lo mejor y lo más terrible de aquellos parajes.

Lonerin aceleró el paso tratando de acortar distancias con el viejo mago. Parecía fuera de lugar en aquellas calles, y Sennar no podía reprochárselo. Sabía que provenía de la Tierra de la Noche, un lugar muy frío y tranquilo. En Barahar, la gente se gritaba de una ventana a la otra, en las callejuelas retumbaban sin cesar las voces chabacanas y el aire olía a pescado. A un auténtico habitante de la Tierra del Mar le encantaban todas aquellas cosas, pero sin duda era normal que los extranjeros se sintieran confundidos.

Lamentablemente, él tampoco conocía muy bien aquella ciudad, y al final se encontraron dando vueltas por el gueto cercano al puerto, sin una meta precisa. Cuando el sol señaló el mediodía, se refugiaron en una taberna para comer algo y decir lo que harían.

El interior apestaba a humo, y Lonerin parecía sentirse incómodo.

—No te gusta este lugar, ¿verdad? —le preguntó Sennar, sonriéndole.

—No estoy habituado —respondió él.

El tabernero no tardó en percatarse de que Sennar era un paisano. El mago se sintió halagado. Creía que tras haber permanecido tantos años en tierras extranjeras habría perdido cualquier rasgo de sus orígenes, pero estaba claro que no era así. Le supuso un placer volver a saborear el habla escueta de su gente, aquel modo tan raro que tenían de arrastrar las últimas letras de las palabras. Y también de la hospitalidad: se sucedieron las palmadas en la espalda, y el tabernero incluso los invitó a dos tiburones, la bebida típica del lugar.

Lonerin, al ver aquel vaso lleno de un líquido de color violeta, se quedó estupefacto. Sabía lo que era, pero nunca se había atrevido a probarlo. Le habían dicho que bajaba lentamente por la garganta como si fuera fuego líquido. Procuró ganar tiempo y miró a Sennar con la esperanza de que éste se echara atrás, pero el viejo mago ni se dignó a mirarlo. Estaba como hipnotizado contemplando el vaso.

«¿Aún seré capaz?». Se lo bebió todo de un único trago, cerró los ojos y esperó. El fuego partió de la garganta y bajó por el cuello hasta abrasarle el pecho. «Excelente».

Le dedicó a Lonerin una sonrisa de satisfacción.

—Si has leído mis pésimas Crónicas, ya sabrás cuál es la costumbre. Los adultos deben bebérselo de un trago, sin titubear. Es un rito de iniciación.

Lonerin observó con desconfianza el color oscuro del líquido.

—Es fuerte…

—Si no lo fuera, ¿qué clase de rito de iniciación sería?

El joven dudó unos momentos, cogió el vaso y lo vació de un trago. Sennar lo vio ponerse rojo al instante y estalló en una carcajada. Resultaba cómico observar cómo trataba de reprimir los accesos de tos sin demasiado éxito. Tardó unos segundos en poder respirar de nuevo, y le lloraban los ojos.

—Misión cumplida —dijo el mago al tiempo que le daba una palmada en la espalda.

Lonerin le sonrió afectuosamente.

—¿Y bien?

—Se nota que estáis en casa.

El viejo mago se ruborizó. En efecto, hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien, y aquella sensación casi lo irritó. Llevaba muchos años creyendo que no tenía derecho a la paz ni a la serenidad. Se lo debía a Nihal, y ahora también a Tarik y a Talya. Su dolor era el eterno tributo que depositaba en sus tumbas, una especie de precio que los muertos le exigían para poder descansar en paz.

Se hizo el silencio, y ya no volvieron a pronunciar ni una palabra durante todo el almuerzo.

Poco antes de levantarse para partir, Sennar le preguntó al tabernero si podría darle razón del coleccionista.

—¡Sí, es Ydath! Pero no vive aquí, entre sabandijas como nosotros. Él está bien fresquito, en la cima del acantilado, junto con otros ricos.

—¿Podéis decirme exactamente dónde? —le preguntó Lonerin.

El hospedero dejó escapar una sonora carcajada.

—No es necesario. En cuanto estéis arriba, reconoceréis de inmediato su casa. Es la villa más grande y pomposa de toda Barahar, no tiene pérdida.

Empezó a recoger la mesa y se despidió de ellos, pero volvió atrás, como si se hubiera olvidado algo.

—Ah, para subir, gracias a los dioses, no hace falta trepar por las callejuelas. —Echó una ojeada fugaz al bastón de Sennar, y el viejo mago sostuvo la mirada velada de conmiseración—. Han construido unas garruchas, un sistema de poleas, que son una maravilla de la técnica. Hay una aquí detrás, al volver el callejón. Os aconsejo que la uséis, ¡es una de las atracciones de nuestra ciudad!

Lonerin y Sennar asintieron.

—¿Compraremos el talismán? —preguntó el joven en cuanto estuvieron solos.

—Le haremos una propuesta.

—No creo que tengamos bastante dinero. Es un coleccionista, ¿y si no acepta nuestra oferta?

—Nuestra misión está por encima de cualquier escrúpulo moral.

—Podríamos probar de explicarle la situación…

—Claro, y así la noticia llegaría de inmediato a oídos de la Gilda…

Lonerin suspiró, mientras reseguía el borde del vaso con el dedo. De pronto se le escapó una risita.

—¿Qué pasa?

—Parece ser que el robo es una constante en mis misiones. Primero tuve que ir con una ladrona, y ahora, esto…

—Muchas veces, los medios que deben emplearse para alcanzar el objetivo no están en consonancia con la nobleza del fin. Pero en este caso la importancia de la misión los justifica —dijo Sennar con voz solemne.

—¿Y quién decide hasta dónde se puede llegar?

—La conciencia de cada uno. —Sennar apoyó la espalda en la silla. Miró a Lonerin y esbozó una sonrisa.

—Eres igual que yo a tu edad. Puro e inocente…

El joven hizo una mueca.

—Sé perfectamente que en la vida, a veces hay que jugar sucio.

—Ya… pero tú nunca lo has hecho, ¿no es así?

Lonerin desvió la mirada. Sennar, por su parte, dulcificó la suya.

—Si llegase a vivir lo bastante para poder verte con mis años, me encantaría haberme equivocado al comprobar que seguías tan puro como ahora. Pero no lo creo, porque la vida te obliga a aceptar cosas que hasta poco tiempo antes resultaban impensables. Y hay cosas mucho peores que un pequeño robo, ¿no te parece? En el fondo apruebas el viaje de tu amiga, aunque sepas que ha ido a cometer un asesinato.

A Lonerin se le ruborizaron hasta las raíces de cabello.

—Yo ya me he resistido a algunas formas de tentación y las he vencido.

Sennar fijó la vista en su vaso.

—Bendito seas —murmuró.

No podía decirse lo mismo de él. Tuvo la ocasión, muchos años atrás, de matar para vengar la muerte de Laio, el escudero de Nihal, y no se echó atrás. Aún en esos momentos recordaba con desasosiego la irracional alegría que había sentido. Eso era lo que no podía perdonarse, ni siquiera después de todos aquellos años.

Volvió al presente y miró de nuevo a su joven compañero.

—¿Crees que serás capaz de rebajarte a participar en una baja acción de esta naturaleza?

Lonerin guardó silencio unos instantes, pensativo.

—Sí —dijo al fin—. Sí —repitió con determinación.

* * *

La villa de Ydath era una exhibición de opulencia. Suspendida entre el mar y el cielo, gozaba de unas vistas increíbles. El jardín, enorme, estaba rodeado por un alto muro de piedra que lo ocultaba de las miradas indiscretas. La única entrada era una verja vigilada por un guardia armado que caminaba arriba y abajo entre dos columnas blancas coronadas por dos leones de piedra. Sennar sólo consiguió ser anunciado al coleccionista después de que Lonerin se presentase como mago supremo del Consejo de las Aguas. Si realmente habían de robar el talismán, aquella mentira ensuciaría a sus superiores. ¿Otro compromiso que se veía obligado a incumplir? Prefirió no pensar en ello.

Obtuvieron audiencia para aquella misma noche, a la hora de la cena, y el joven decidió aprovechar el resto de la tarde para conseguir ropa adecuada para la ocasión. Sennar se quedó descansando en la venta donde habían almorzado, y Lonerin se fue a recorrer Barahar en solitario. Tenía ganas de ver aquel lugar tan diametralmente opuesto a su tierra natal. Quería confundirse en aquel caos de perfumes y colores antes de volver a partir. Por eso se divirtió subiéndose varias veces en aquel peculiar medio de transporte que les había descrito el hospedero. Eran cabinas metálicas que hacían subir y bajar unos esclavos fammin con la única fuerza de sus brazos y unos complejos mecanismos de latón que eran una auténtica maravilla de la técnica. Desde la cima se podía admirar toda la ciudad.

Aquella noche, ante la verja de la villa de Ydath, los dos magos, vestidos elegantemente, se dispusieron a iniciar la farsa.

—Lo de la ropa ha sido una buena idea —observó Sennar mientras contemplaba el jardín que estaban atravesando.

—Al parecer, nuestro anfitrión es un hombre de buen gusto.

En efecto, todo cuanto les rodeaba transpiraba riqueza. Animales y aves exóticos caminaban tranquilamente entre fuentes de un blanco inmaculado con complejos surtidores de agua. El parque era inmenso y estaba bien cuidado, y aquí y allá abundaban las estatuas y los elementos decorativos.

Cuando llegaron al interior, Ydath los esperaba sentado a la mesa. Era un hombre de mediana edad bastante corpulento, vestía una túnica recargada de dudoso gusto, pero que sin duda debía de ser muy cara. Cuando vio a Lonerin, bajó la cabeza a modo de saludo.

—Es para mí un gran honor poder acoger en mi humilde mesa a una personalidad tan preclara.

El joven le lanzó una mirada a su compañero, y tuvo que reprimir una sonrisa tras oír aquel lenguaje tan alambicado.

La cena fue una sucesión de manjares faraónicos, amenizados con el sonido de una flauta que tocaba una espléndida joven sentada al fondo de la sala. Cuando finalmente dieron por terminada la cháchara mundana, Lonerin entró en materia:

—Sabemos que sois un selecto coleccionista, y que poseéis un objeto que el Consejo estaría interesado en adquirir.

Ydath tomó un sorbo de vino y pareció interesado.

—Me halagáis. Sólo soy una persona curiosa, y un apasionado de las antigüedades —dijo, mientras se levantaba de la mesa—. Seguidme, por favor.

Sennar y Lonerin no se hicieron de rogar y lo acompañaron a un amplio pabellón donde tenía reunidos sus tesoros. La mayoría de éstos eran a todas luces copias de mala calidad que había comprado como auténticas. Parecía increíble que alguien pudiera amontonar tanta quincallería, pero en un momento dado Sennar se detuvo. Lonerin siguió su mirada y se le paralizó el corazón.

Estaba encima de un capitel, totalmente a la vista, pero casi irreconocible: el talismán del poder.

Ydath debió de percatarse de su reacción, porque su boca se dilató dibujando una sonrisa pícara.

—Veo que vuestros ojos han reconocido la pieza más preciada de mi colección —comentó con voz rimbombante. Lo tomó entre los dedos regordetes y lo alzó a la luz de las velas.

»Señores míos, he aquí el talismán de Nihal.

Resultaba irónico que aquélla fuera la única pieza auténtica entre tanta baratija, y la única cuya verdadera naturaleza hubiera sido mejor que Ydath desconociera. Lonerin sintió una fuerte presión en el brazo: Sennar se apoyó en él buscando un consuelo que nadie podía brindarle. Podía imaginarse qué debía de estar sintiendo al ver de nuevo aquel objeto, y, para mayor escarnio, en manos de un coleccionista.

—Ésta es exactamente la pieza a la que nos referíamos antes.

Ydath parecía sorprendido.

—¿Nuestro noble Consejo está realmente interesado en esto?

—Tiene un significado histórico, ¿sabéis?

Ydath se los quedó mirando a ambos, confuso.

—¿Y cómo sabíais que lo tenía yo?

—Lo estuvimos buscando durante algún tiempo, y al final reconstruimos su itinerario…

Ydath lo aferró entre los dedos, como si quisiera impedir que se lo arrebatasen.

—Pero pagué mucho para obtenerlo y, además, le tengo muchísimo apego.

—Os compensaremos como es debido por vuestras molestias.

Ydath parecía un niño al que estuvieran a punto de quitarle su juguete favorito. Le temblaban los labios y se le habían dilatado los ojos.

—Cinco mil carolas —se aventuró a ofrecer Lonerin, que era todo cuanto tenían. Ya no les quedaría ni para pagar al hospedero.

Ydath bajó la vista, y el joven no le dio margen para la reflexión.

—Todo el Mundo Emergido os estará eternamente agradecido.

El hombre pareció reaccionar a la llamada patriótica. Miró el talismán y tomó una decisión.

—De acuerdo, pero dejádmelo tener hasta el alba… —dijo implorante—; después os juro que será vuestro.

Lonerin miró a Sennar, pero éste seguía absorto en sus pensamientos. De modo que asintió, esperando haber tomado la decisión correcta.

—¡Gracias! —exclamó Ydath con los ojos brillantes—. No os fallaré, si es por el bien supremo de nuestro pueblo —añadió, al borde de las lágrimas.

* * *

Los dos magos bajaron a pie hasta la hospedería. Era tarde, y los montacargas ya no funcionaban. No se cruzaron con nadie durante el trayecto, y el joven se extrañó de ver la ciudad tan desierta. Sennar caminaba veloz delante de él, como si su pierna renqueante no existiese. Ahora Lonerin ya sabía lo que hacía cuando estaba turbado. No era cierto que el tiempo curase las heridas. Había cosas que permanecían detenidas en un eterno presente, sin solución posible.

—Al menos hemos cumplido la misión —comentó cuando estaban llegando a la posada.

—Ya —respondió Sennar con voz cavernosa—. Con el tiempo aprenderás que llegar a la meta sólo deja un vacío mayor —agregó.

Lonerin no supo qué más decir.

* * *

Aún no había despuntado el alba cuando empezó a sonar la campana. Sennar saltó de la cama y sacudió el hombro de Lonerin, quien se despertó de golpe y oyó un vocerío que provenía de la ventana.

—Piratas —anunció Sennar, excitado.

Vestido sólo con la camisa, el joven mago se asomó y miró hacia el puerto. Las llamas lamían las barcas y los almacenes, pero el principal incendio se concentraba en la parte alta de la ciudad. El corazón le dio un vuelco.

—Ydath… —murmuró.

Sin pensarlo dos veces, voló escaleras abajo, decidido a salir para asegurarse de que el talismán no fuera robado. Tenía que hacer algo, lo que fuera, pero cuando llegó a la sala de la hostería se topó con el hospedero cerrándole el paso. En camisón y blandiendo una espada oxidada, lo conminó a no cruzar aquella puerta.

—¡No es prudente salir ahora, fuera están en guerra, chico!

—¡Maldita sea, apártate de ahí! —gritó Lonerin, pero Sennar lo sujetó por los hombros.

—No tiene sentido hacerlo. Ahora ya deben de haber llegado arriba. Lo único que podemos hacer es esperar.

—Pero ¡deberíamos intervenir, tal vez Ydath nos necesite! Podríamos…

—Hacer que nos maten —concluyó lúgubremente Sennar—. ¿Has estado alguna vez en una guerra?

Muy a su pesar, Lonerin se vio obligado a sacudir la cabeza.

—Yo sí, pero ya pasó el tiempo en que podía enfrentarme a los mercenarios con la magia. Lo único que podemos hacer es sentarnos.

Lonerin cerró los puños mientras el anciano volvía al piso de arriba.

* * *

A la mañana siguiente Barahar había sido saqueada literalmente. La gente lloraba ante las ruinas de sus casas; los supervivientes apartaban los cadáveres de los soldados que obstruían el paso en las callejuelas. El ataque de los piratas había sido devastador, y la villa del coleccionista no fue la excepción. Cuando subieron hasta allí, Lonerin y Sennar hallaron a Ydath en el jardín, con la cara renegrida del humo y la túnica deshilachada y llena de rasgones, mientras observaba cómo retiraban los cuerpos sin vida de sus sirvientes. Cuando los vio llegar, pareció no reconocerlos.

—Era tan luminoso que parecía de día… —murmuró aturdido, y ya no añadió nada más. Estaba trastornado, y no podrían obtener nada de él, pensó Sennar.

Entraron solos en la mansión y se dirigieron inmediatamente al pabellón de los tesoros.

Muchas de las antiguallas que habían visto ordenadas en los estantes yacían por los suelos, hechas añicos. Encontrar algo en medio de aquel marasmo era una empresa casi imposible, pero ambos se agacharon y empezaron a hurgar entre el hollín y los tizones que aún ardían.

—¡Maldición! —bramó Lonerin al tiempo que lanzaba lejos una copa.

El talismán ya no estaba.