18
El perdón y la venganza
DUBHE y Theana se despertaron al alba. Era el día del perdón de Neor, y el palacio era un hervidero de gente.
Dieron inicio al ritual. Theana se lo aplicó a Dubhe en silencio, con unos pocos gestos estudiados. Ahora ya se había convertido en una rutina para ellas. En cuanto hubieron acabado, se vistieron en silencio sin mirarse a los ojos y se dirigieron a la cocina para recibir las órdenes concernientes a los preparativos.
Dubhe estaba distraída; por mucho que se esforzase, no lograba quitarse a Learco de la cabeza. Entre ella y el príncipe había quedado pendiente una pregunta, y ella se había pasado toda la noche pensando en la respuesta. Cuanto más reflexionaba sobre ello, más convencida estaba de que Learco no sería capaz de soportar la muerte de su padre. No estaba en su naturaleza matar a nadie, ni siquiera los años de adiestramiento podían cambiar aquella situación. Y ella no pensaba ayudarlo.
«Moriré antes de verlo en el trono. No hay futuro para nosotros».
Un escalofrío le recorrió los brazos haciendo que se le cayera de las manos la guirnalda que estaba trenzando en el jardín.
—¡Sanne! ¡A ver si prestas un poco más de atención! —exclamó una compañera que estaba cerca de ella.
Dubhe sonrió.
—Lo siento, habrá sido el cansancio —dijo a modo de disculpa, y reemprendió el trabajo de inmediato.
No sabía qué hacer exactamente. ¿Era mejor dejar que Learco siguiera su camino o estar con él mientras fuera posible, hasta que la maldición acabara con ella?
Estaba tratando de hallar una respuesta, cuando un destello bajo el pórtico llamó su atención. Entrevió al príncipe observándola con semblante grave detrás de una columna. Llevaba la armadura de gala y la refulgente espada colgando de un costado. Dubhe sintió que le faltaba la respiración. Era peligroso verse allí, al descubierto, pero resultaba excitante a la vez. Dejó la guirnalda sobre el césped y, cuando estuvo segura de que nadie miraba en aquella dirección, se levantó y corrió hacia la columnata, tratando de mantener bajo control su corazón, que ahora palpitaba desbocado. En cuanto llegó a donde se encontraba Learco, éste la empujó contra la columna y la besó apasionadamente.
—Tenemos que vernos —le dijo desligándose a toda prisa de aquel abrazo.
Learco sonrió mientras ella, azorada, se arreglaba el cabello.
—Mañana tienes que darnos una respuesta. —Dubhe tragó saliva—. Quiero saber cuál será.
—Iré contigo —dijo ella tras una pausa.
—¿Cuándo piensas matarlo?
Un ruido de pasos los sobresaltó. Se ocultaron mejor entre las sombras, pero Learco no se dio por vencido.
—¿Y bien?
—He dicho que iré contigo.
El príncipe suspiró; la desilusión se traslucía en su voz.
—Dubhe, él morirá igualmente. Pero si es por tu mano, tú y yo podremos vivir en paz.
—Te engañas a ti mismo. No serás capaz de superar su muerte.
—Habrás sido tú quien lo haga, y con eso me bastará.
—¿Dónde está el príncipe? —Una voz cercana los interrumpió.
—Tienes que irte —le dijo Dubhe en una exhalación, y se apartó de él.
Learco la sujetó por un brazo.
—Te quiero —le susurró.
—Tienes que irte —insistió ella, y tras liberarse de su presa regresó al jardín.
* * *
Un sol espléndido acompañó la ceremonia. El jardín estaba atestado de gente, entre la que destacaban nobles y dignatarios de otras tierras a las que Dohor había extendido su poder. En el centro habían dispuesto un palco de madera donde descollaba el trono. A sus pies, una larga alfombra roja. Allí era donde Neor se postraría antes de pedir perdón a su rey, a fin de que el mensaje de aquella ceremonia quedase bien claro.
Dubhe observaba la escena desde una de las galerías. Theana y ella no tendrían ninguna tarea hasta la hora del almuerzo, por lo que habían sido autorizadas a presenciar la primera parte de la ceremonia a una distancia prudencial de la zona destinada a los nobles. Habían escogido una posición discreta que les brindaba una amplia panorámica del espectáculo.
Los primeros en entrar fueron los soldados, lanza en ristre y con uniformes rojo escarlata. Dubhe apenas lograba distinguir sus rostros, pero uno le pareció extrañamente familiar. Inquieta, echó un vistazo a la multitud y reconoció otras caras conocidas. Asesinos. Había muchos Victoriosos entre el gentío, y era la primera vez que los veía en un acto público celebrado en palacio. ¿Qué interés tendrían en llegar tan lejos? Los dignatarios comenzaron a desfilar entre la multitud, emperifollados con sus vestiduras de brocado. Entre ellos también estaban Forra y Learco.
Dubhe los siguió con la mirada hasta que se sentaron en primera fila.
Por fin llegó el rey. Tenía el aspecto severo y terrible de un gran adalid; Dubhe conocía aquella expresión; durante los días que había pasado en palacio la había visto impresa en su rostro cada vez que se celebraba un acto oficial. El monarca recto y justo, el hombre que cargaba sobre las espaldas la responsabilidad de la vida de su pueblo, y que estaba dispuesto incluso a cometer actos de crueldad con tal de defenderlo. Ésa era la máscara que a Dohor tanto le gustaba exhibir.
Cuando llegó al trono, la voz del pregonero se alzó entre renovados toques de clarín.
—Hoy el Augusto Soberano ha reunido aquí a su pueblo para hacerlo partícipe de su ilimitada clemencia. Él, terrible en la cólera pero magnánimo en el perdón, vuelve a admitir en la corte a un súbdito que erró gravemente su camino. Su Majestad le permitirá enmendar su error, concediéndole que vuelva a ser acogido en palacio, donde vivirá a partir de ahora.
Unos gritos de júbilo no demasiado espontáneos sellaron aquel anuncio. Cuando el público se hubo calmado, entró Neor. En esta ocasión no lucía sus habituales ropajes llamativos, y se había cortado el cabello. Todo en él indicaba contrición y sobriedad. Llevaba una casaca de tela como las que usaban los jóvenes durante el primer año de Academia.
Dubhe sonrió con sarcasmo. Sin duda Dohor era magnánimo al concederle el perdón, pero no quería privarse del placer de humillar al perdonado.
El brillo inconfundible de una arma llamó su atención. Algo estaba sucediendo. Miró instintivamente hacia donde se encontraba Learco. En el palco todo estaba tranquilo. Neor había llegado a la altura del trono y estaba postrándose. Cuando estuvo completamente tendido en el suelo, dos soldados apuntaron sus lanzas contra su espalda. Un persistente murmullo se elevó entre el auditorio.
Dohor se puso en pie.
—Hoy, querido primo, estás aquí para suturar un desgarro que nos separó hace muchos años. Postrado en el suelo, me ruegas que te readmita en mi séquito y que te restituya los cargos que ostentabas en palacio. Nada me haría más feliz. Fuiste un valioso colaborador, antes de decidir rebelarte en mi contra. —Sonrió con socarronería—. Ahora sería mi deseo recuperarte como valioso aliado y así poder beneficiarme de tus dotes militares y tu ingenio.
Dubhe observó que Learco jugueteaba inquieto con la empuñadura de su espada. Ella también deslizó lentamente una mano bajo la falda y aferró con los dedos el puñal. El aire estaba cargado de tensión.
—Desgraciadamente, ha surgido un problema. Ayer sucedió algo que no debería haber pasado —siguió diciendo el rey.
Neor hizo ademán de levantar la cabeza, pero uno de los soldados le obligó a agacharla de nuevo.
—Y es justo que mi pueblo también lo sepa.
El rey hizo una seña, y dos guardias condujeron a un hombre al palco. Lo llevaban sujeto por los brazos y arrastraba los pies, inertes. Tenía la camisa desgarrada y manchada de sangre en algunas zonas. Su rostro tumefacto resultaba irreconocible. Los guardias lo obligaron a arrodillarse y lo exhibieron públicamente.
Dubhe decidió actuar.
—Tú, quédate aquí —le dijo a Theana.
—¿Qué…? —trató de decir ella, pero Dubhe ya iba camino del palco.
Entretanto, Forra se había puesto en pie y había ordenado a sus hombres que empuñasen la espada.
—Adelante, Karno, diles a todos lo que has confesado esta noche.
Dubhe, que avanzaba a toda prisa pegada al muro, se sobresaltó al oír aquel nombre. Karno era un alto dignatario, y la multitud se agitó inquieta.
A su espalda, una sombra sospechosa se desvaneció entre el público. Alguien la seguía, estaba segura de ello.
El hombre no dio muestras de haber comprendido, y entonces Forra le asestó una patada en el costado.
—¡Habla!
—Hace ya algún tiempo… —empezó a susurrar Karno, pero Forra lo agarró del cabello y tiró de su cabeza hacia atrás con violencia.
—¡En voz alta, que todos te oigan!
El hombre tragó saliva y empezó de nuevo, esta vez de forma más inteligible.
—Hace poco menos de un mes, Neor y otros diez dignatarios se reunieron en la Caseta de los Juegos, en el jardín de palacio. Allí urdieron un complot para derrocar a Su Majestad, y el príncipe participó en la conjura.
Un grito de estupor se alzó entre la multitud. Dubhe rodeó el palco. Tenía que llegar hasta Learco. Más cuchillos, más Asesinos. Y la sombra, a su espalda, cada vez más próxima.
—¡¿Lo habéis oído?! —gritó Dohor con una mueca triunfal—. ¡Mi hijo y mi primo conspiraban para asesinarme!
Su voz estentórea logró acallar al auditorio. Un manto de pánico cubrió el jardín bañado por un sol ardiente.
—Tejisteis una tupida red que he logrado desentrañar con esfuerzo, pero ahora, al fin, ya está todo claro.
Learco trató de intervenir, pero Forra apuntó rápidamente la espada a la garganta del príncipe. Dubhe echó a correr hacia el palco con el puñal desenvainado.
Neor trató de reaccionar levantándose del suelo, pero Dohor lo inmovilizó con la espada.
—Pretendías decapitar a este rey, ¿no es así? ¡Y hacerte con el poder para convertirte en monarca! —gritó, triunfal—. Pero no será mi cabeza la que caerá hoy —concluyó con voz sibilante.
La espada trazó una parábola en el aire y descendió, asestando un único golpe, limpio y certero, en el cuello de Neor. Su cabeza se elevó por encima de la multitud y acabó cayendo bajo el palco. Fue la señal de inicio.
Cada uno de los Asesinos que estaban ocultos entre la multitud desenvainó su arma y se abalanzó sobre el conspirador que tenía más cerca, mientras la guardia de Dohor se hacía cargo del resto de los rebeldes. Dubhe trató de llegar al palco para socorrer a Learco, pero fue interceptada de pronto por una sombra que la agarró del hombro. El individuo se abalanzó sobre ella tratando de alcanzarle el corazón con la hoja de su cuchillo. Dos serpientes abrazadas decoraban la empuñadura, y Dubhe ya no tuvo la menor duda de lo que estaba sucediendo.
Rodaron por el suelo mientras a su alrededor estallaba el caos. Durante unos minutos sólo existieron sus cuerpos entrelazados, los cuchillos tratando de vencer la resistencia del rival y hundirse en su carne. El símbolo empezó a palpitar en el brazo de Dubhe, y el grito de la Bestia saturó su mente. Sin embargo, la magia de Theana la mantenía refrenada, y aquel grito sólo sirvió para aturdir a la joven. Apenas tuvo tiempo de esquivar la puñalada que se dirigía directamente hacia su hombro. Logró zafarse de la llave de su oponente y se puso en pie, pero su enemigo ya estaba en posición de ataque.
Permanecieron inmóviles unos segundos. A su alrededor, gritos, entrechocar de armas y olor de sangre, intensa y penetrante. La cabeza le daba vueltas, pero la Bestia no podía salir de su limbo.
De pronto pensó en él «¡Learco!» y por fin reaccionó. El Asesino le lanzó dos cuchillos que esquivó de un salto. Él tenía todas las armas de la secta, ella sólo el puñal. Partía con desventaja y, además, aquellas vestiduras tan largas eran un obstáculo añadido. Atacó la primera con la intención de desorientar a su enemigo, pero éste detuvo todos los golpes que ella le lanzaba sin demasiado tino. Al final Dubhe bajó la guardia.
En el rostro del Asesino se materializó una sonrisa triunfal, y al instante descargó un golpe desde arriba. Dubhe se agachó, forzó las articulaciones y se escurrió entre las piernas de su rival, saliéndole por detrás. Lo sujetó del cuello y sólo necesitó un instante. El ruido del hueso al romperse la dejó helada mientras la Bestia se regocijaba en el interior de sus entrañas. El cuerpo inerte del hombre se derrumbó entre sus brazos: lo dejó caer al suelo con repugnancia.
Miró hacia el palco. Learco ya no estaba, ni Forra. Tampoco localizó a Theana; la gente huía en todas direcciones, aterrorizada. Por un instante se sintió como aturdida, pero en seguida oyó un ruido silbante a su espalda. Se volvió de golpe y hundió el puñal en la carne de otro Asesino. El hombre cayó al suelo sin un lamento. Ahora ya la habían descubierto. Debía actuar, y de prisa.
Corrió lo más rápido que pudo, abatiendo sobre la marcha a los enemigos que iban cruzándose en su camino. Se dirigió al rincón más oculto del jardín, donde sabía que la muralla era más baja. Los guardias trataron de interceptarla, pero la imagen de Forra amenazando con la espada a Learco fue más fuerte que todo lo demás. Trepó a toda velocidad por la hiedra adherida al muro mientras las primeras flechas empezaban a silbar. Una vez estuvo arriba, descendió unos pocos metros por el otro lado, los indispensables, y saltó cuando ya se encontraba a unos tres brazos del suelo. Aunque sabía cómo caer, sus rodillas gimieron de dolor. Lo ignoró, se incorporó de un brinco y en dos zancadas ya se había disuelto en la confusión de Makrat.
* * *
A Learco, la sala del trono le pareció más grande de lo normal. Estaba arrodillado sobre el suelo de mármol, con las manos y los pies encadenados. Le habían quitado la armadura y la espada. Ni siquiera le habían dejado las botas. Tras él, al fondo de la sala, los dos guardias que lo habían conducido hasta allí lo vigilaban a distancia. En los subterráneos donde se encontraban las celdas había visto a unos pocos conjurados que habían sobrevivido llorando e implorando perdón. Había buscado a Dubhe con la mirada, pero no la había visto. Tal vez había sido conducida a otro lugar, o quizá hubiera logrado escapar. En cualquier caso, sentía que aún estaba viva. A su compañera, en cambio, la habían encarcelado junto con él. Learco recordó que le había impresionado profundamente la dignidad que emanaba de su rostro. No tenía ni idea de quién podía ser realmente aquella mujer, pero había algo que los unía, y ese algo era Dubhe.
—Todo irá bien —le había murmurado afectuosamente. Ella le había respondido con un gesto de cabeza. Entonces, armándose de valor, se lo había preguntado:
—¿Sabes dónde está Dubhe?
Ella había sacudido la cabeza, y él, por un instante, se había sentido perdido, como si alguien, de repente, le hubiera succionado todas las fuerzas.
La gran puerta de madera se abrió de par en par y Dohor se acercó con pasos pesados, sin dignarse mirarlo. Una vez se hubo sentado en el trono, clavó la mirada en él con aquella expresión gélida y severa que Learco conocía tan bien. Al instante comprendió que Dubhe tenía razón: nunca habría sido capaz de matarlo, ni siquiera de delegar aquel crimen en otra persona. Siempre que su padre lo miraba de aquel modo, todo cuanto había a su alrededor se disolvía y perdía su significado. Se avergonzó por sentir miedo del castigo que iba a imponerle, como cuando era un niño.
—Volco no tiene nada que ver —fue lo único que logró decir. En la celda había visto llorar al viejo edecán, implorándole al rey que liberase a Learco. También esta vez trataba de protegerlo, sin preocuparse de su propia suerte.
—Tal vez no tenga nada que ver con esta historia, pero es responsable de aquello en lo que te has convertido —dijo su padre, furioso—. Mañana ordenaré que le corten la cabeza. Ya es hora de hacer limpieza en este lugar.
Learco cerró los puños y apretó los dientes. No podía tolerar que Volco recibiese aquel castigo por su culpa, pero no fue capaz de protestar.
—Nunca creí que llegaríamos a este momento —empezó a decir su padre—. Me has sorprendido, ¿sabes? Siempre te había considerado un inepto, y nunca imaginé que pudieras llegar tan lejos. Nada menos que a tramar un complot, y ponerte en mi contra… Por lo demás, si yo hubiera tenido que matar a mi padre para acceder al trono, probablemente lo habría hecho. Los sueños más grandes merecen mayores sacrificios.
Miró a Learco con ojos risueños.
—El tal Karno es un débil, ¿sabes? En cuanto vio los instrumentos de tortura empezó a temblar como una hoja. Cantó casi al momento, y no resultó difícil hacer encajar las piezas —dijo, acompañando sus palabras con una risita socarrona—. Me resultaba extraño que tú fueras el artífice de todo esto, y al final concluí que el cerebro era Neor. Tú te limitaste a unirte a él porque pensaste que iba a salir vencedor. Ni siquiera te percataste de que vuestra conspiración era una auténtica chapuza. Yo que tú, me habría presentado directamente en la habitación de mi padre y lo habría degollado mientras dormía.
Learco se ruborizó, y sintió asco de sí mismo. Todo era cierto. Había sido pusilánime incluso a la hora de sumarse a la conjura. Cerró los ojos y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
«No puedo seguir permitiendo que me trate así, tengo que romper los lazos que me unen a él».
La imagen de Dubhe se perfiló en su mente.
—Yo no soy como tú.
—¿Qué dices? —le respondió Dohor, llevándose una mano a la oreja—. Si has de decirme algo, te aconsejo que alces la voz, porque si hablas en susurros no puedo oírte.
Seguía sonriendo, de ese modo en que un adulto sonríe al oír las incoherencias de un niño.
Learco sintió florecer en el pecho todo el odio del que necesitaba hacer acopio.
—Yo no soy como tú. Yo no construyo caminos con cadáveres de gente inocente.
Dohor no perdió su sonrisa perfecta.
—Eso ya lo sé, no hace falta que tú me lo repitas. Siempre has sido demasiado blando, jamás has comprendido nada acerca de los mecanismos del poder. Tú no quieres ser rey, tú sólo quieres librarte de mí. Por eso te escondiste detrás de Neor.
Learco sintió que el corazón se le aceleraba, pero no quiso dar su brazo a torcer.
—Te equivocas. Tu muerte no habría cambiado nada de lo que ha acabado sucediendo. Me has convertido en un asesino, aislándome de todo cuanto me rodeaba y obligándome a parecerme a tu hijo.
Las facciones del rey se endurecieron.
—No oses mencionar a tu hermano.
Esta vez fue Learco quien sonrió.
—En efecto, mi hermano, un modelo inalcanzable. Si hubiera llegado a crecer, habría sido como yo, no te hagas ilusiones.
—Él no era un apocado, él nunca me habría decepcionado.
El rey apretó los brazos del trono hasta que se le pusieron los nudillos blancos.
—Habría crecido, y habrías logrado que él también te odiara, porque tú no sabes hacer otra cosa. Destruyes todo aquello que tocas. Lo hiciste con mi madre, lo hiciste conmigo, lo hiciste con esta tierra y ahora quieres hacerlo con este mundo.
—Un rey debe mantener el poder —sentenció Dohor.
—Sí, pero ya no puedes fiarte de nadie, ¿no es así? Estás solo en este trono, y crees que eso es lo que quieres. Te basta con el poder, estás contento de dormir cada noche en una habitación distinta, y ni siquiera te importa que tu primo haya tratado de asesinarte. Él quería hacerlo para liberar esta tierra de tu podredumbre, y fue por eso por lo que lo apoyé.
Dohor se carcajeó, y el eco de la sala amplificó aquel ruido grotesco. Learco permaneció inmóvil. Ahora, su corazón latía pausado, mientras todo aquel flujo ininterrumpido de palabras que había ido incubando en su pecho a lo largo de los años brotaba finalmente de sus labios.
—Ah, hijo… No eres más que un cobarde que alimenta su propio miedo con estúpidos ideales.
—Tú me has hecho vivir con miedo, me has hecho sentir asco de mí mismo, obligándome a masacrar a civiles inocentes. Eso es lo que no te perdono ni te perdonaré jamás. Pero a diferencia de ti, que te pudrirás en el infierno sin posibilidad de volver atrás, yo aún tengo un camino, y lo seguiré. Yo puedo salvar el Mundo Emergido.
—El Mundo Emergido es una bestia que necesita ser domada —afirmó Dohor con severidad—. Si yo no me hiciera con el poder, otro lo haría en mi lugar.
—Te equivocas. Si yo accediera al trono en que estás sentado, restituiría todas tus conquistas, y de ti no quedaría ni siquiera el recuerdo.
Dohor se apoyó en el respaldo, y su cara fue ensombreciéndose por momentos. Tensó las comisuras de los labios hasta formar una mueca feroz.
—¿Y crees de verdad que nadie volvería a intentarlo? Eres realmente patético, Learco. Imponerse a los demás es algo que está en la naturaleza de los hombres, y eso no puedes cambiarlo.
—No es cierto: lucharía hasta el último aliento para impedirlo.
El rey se lo quedó mirando un instante con expresión alucinada, pero al fin se relajó, como si de pronto hubiera dado con la solución a todos los problemas.
—En cualquier caso, se acabó, estoy harto de ti —le dijo, haciendo un gesto con la mano—. Ya va siendo hora de satisfacer las deudas que tengo contraídas con mis amigos. Serás conducido a la Casa, y allí serás sacrificado a Thenaar, el mismo dios que dentro de muy poco me conferirá un poder inimaginable. Puedes estar contento, viajará contigo esa jovencita a la que salvaste y que, eso seguro que te gustará saberlo, también es una Asesina. Una traidora, para ser más exactos.
Learco casi dejó escapar un suspiro de alivio. Así pues, Dubhe aún estaba viva. Prisionera, probablemente, pero viva. Sonrió.
—Ahora eres tú quien peca de ingenuo.
Dohor lo miró intrigado.
—Soplan nuevos vientos, y tu tiempo ha llegado a su fin. ¿Crees que esta conjura ha surgido de la nada? ¿Crees que bastará con matarme a mí y a los demás? Has sido tú mismo el que ha sembrado, y muy pronto recogerás la cosecha. Yo tal vez muera, pero tú no tardarás en seguirme.
Dohor se puso en pie y se situó frente a él. Learco contó las arrugas de su frente, observó sus ojos blanquecinos a causa de una catarata incipiente, advirtió la flacidez de su cuerpo, y ya no sintió miedo. Era un hombrecillo. Un hombrecillo que tal vez pudiera aplastarlo a él, pero que muy pronto iba a sufrir la lacerante decepción de ver su reino destruido.
Porque Learco sabía de Ido, de Sennar y de la misión encomendada por el Consejo de las Aguas. Se lo había dicho Dubhe cuando entre ambos ya había caído el velo de la mentira.
«Es un viejo. No es más que un viejo. Está hecho de carne como todos, con él también basta un simple cuchillo».
—Yo moriré en mi cama dentro de muchos, muchísimos años, y el Mundo Emergido caerá rendido a mis pies. Triunfaré donde Aster fracasó… Seré recordado en los siglos venideros.
Learco siguió riendo.
—Te esperaré en el infierno junto con mi madre.
La seguridad que irradiaba la mirada de Dohor se quebró por un instante; hizo una seña a los guardias que había al fondo de la sala. Los dos soldados avanzaron hasta ellos y sujetaron al príncipe por los brazos. Learco abandonó la sala sin dejar de sonreír. Por fin era libre, libre de su padre.