17
Conjura
REINABA una quietud perfecta. La luna había recorrido una porción de su arco en el cielo y ya no era visible desde las ventanas bajas. Dubhe escuchaba el latido tranquilo y sereno del corazón de Learco bajo la oreja, y se preguntó cuándo fue la última vez que había experimentado una sensación de paz tan profunda. Tenía que remontarse a la infancia para recordar algo similar, a cuando Gornar aún no estaba muerto y ella vivía con sus padres en Selva. Entonces el futuro tenía un sentido.
—Me acuerdo de ti, estábamos en la Tierra del Fuego.
Dubhe levantó ligeramente la cabeza y lo miró. Tenía la mirada fija en el techo.
—Aún éramos unos niños, y ninguno de los dos apartábamos la vista de Forra mientras mataba a los rebeldes supervivientes. Éramos los únicos de nuestra edad que seguíamos vivos, y recuerdo que mientras contemplábamos aquella pesadilla con los ojos abiertos, te observé desde la altura de mi caballo, porque me pareciste la única cosa que había quedado intacta de toda aquella devastación.
Dubhe apoyó el mentón en su pecho.
—Entonces era distinta —dijo, aunque ni ella misma sabía si se estaba refiriendo a su aspecto exterior o a algo más profundo.
—Pero los ojos siguen siendo los mismos.
Sintió que el corazón le daba un vuelco. Aquellas palabras le hicieron comprender que por primera vez quería emprender un camino que no fuera el del homicidio. Algo en su interior la había llevado a amar en lugar de asesinar, y aquella idea la conmocionó.
—Resulta extraño que hasta este momento no haya comprendido quién eras realmente.
—Es normal. Durante todo este tiempo he disimulado mi aspecto, mis movimientos, incluso mis expresiones faciales.
—Entonces ¿cómo eres realmente?
Dubhe se sintió incómoda. Era cierto, él jamás la había visto con su aspecto habitual.
—No soy muy distinta de la niña que conociste aquel día —respondió de forma evasiva.
Se puso en pie. En el exterior, el cielo empezaba a aclararse. Tenía que marcharse. Le esperaba una dura jornada, y más tarde otra noche de búsqueda.
«¿Y ahora, qué? —Había hecho todo lo posible para demorar aquel momento—. A fin de cuentas no ha sido más que una noche, una noche de locura», pensó.
Empezó a vestirse, mientras Learco acariciaba cada centímetro de su piel con la mirada.
—Quiero volver a verte —le dijo de pronto, y Dubhe tuvo que hacer un esfuerzo para poder mirarlo a los ojos.
—No creo que sea una buena idea.
—¿Por qué? —El tono de su voz sugería que estaba realmente sorprendido.
—Entre tú y yo no puede nacer nada. Y tú también lo sabes.
—No estoy de acuerdo. —Había tal determinación en sus palabras, que por un instante Dubhe se recreó en la ternura que irradiaba aquel pensamiento. Pero sólo fue eso, un instante. Se abotonó el chaleco y volvió a la realidad.
—Ha sido una locura —musitó.
Learco se incorporó, le sujetó el mentón y la obligó a mirarlo a los ojos.
—Dímelo ahora.
Sabía que ejercía un gran poder sobre ella, que no podría mentirle si la miraba de aquel modo.
—No importa lo que haya significado para mí. Estoy aquí para matar a tu padre, y eso basta para convertirnos en enemigos.
La mirada de Learco se endureció.
—¿Crees que no sería capaz de traicionarlo? Lo odio.
—Sin embargo, todos estos años has combatido para él y nunca te has opuesto. A fin de cuentas es tu padre, y eso no lo puedes cambiar.
El príncipe, visiblemente contrariado, se apartó de ella y cambió de tema.
—Investigaré acerca de los documentos que necesitas, daré con ellos y…
Pero Dubhe sacudió la cabeza y lo interrumpió.
—No quiero que lo hagas. No quiero convertirte en mi cómplice, porque sé que un día cambiarás de opinión.
—Ya he hecho mi elección al entrar contigo en este lugar —replicó él con determinación—. Venimos del mismo infierno, Dubhe, y si he de ser condenado, que al menos lo sea junto a ti.
La besó, sin darle tiempo a replicar.
—Mañana por la noche estaré aquí. ¿Vendrás?
Dubhe lo miró embelesada. Se levantó de improviso.
—Sí —dijo, y salió corriendo escaleras abajo.
Learco se quedó en el centro de la buhardilla, solo. Ya no tenía la sensación de estar loco, y su corazón no albergaba dudas. Conocía los abismos en los que su padre era capaz de adentrarse, pero este último crimen, gratuito y cruel, por algún motivo excedía toda medida y lo llenaba de una rabia renovada.
Bajó la escalera y caminó por el palacio, que ya comenzaba a despertarse. Se dirigió sin titubear a la habitación donde sabía que encontraría a la única persona capaz de escuchar sus razones.
«Mi padre ha destrozado la última de mis ilusiones. Dubhe no es un sueño, y no le permitiré que me la arrebate».
Entró sin llamar. Neor ya se había levantado y se estaba vistiendo. Faltaban pocos días para su perdón.
—Dime qué debo hacer, y lo haré.
* * *
Dubhe estuvo todo el día como en estado de trance. Tenía la sensación de que su cuerpo no le pertenecía, como si el secreto que había nacido entre el hijo de Dohor y ella hubiera quedado estampado en su carne y la hubiera hecho distinta a los ojos del mundo. Se sentía eufórica y perdida al mismo tiempo. Era la primera vez que acariciaba la idea de estar con alguien y de ser correspondida con la misma intensidad. A Learco no parecía importarle en absoluto que fuera una Asesina, y ella había comprendido al fin lo que unía sus almas: un sutil, íntimo juego de equilibrios que ambos eran capaces de llevar adelante, cogidos de la mano. Resultaba increíble, pero ahora sentía que había lugar para ella en el futuro. Learco había roto el conjuro y le había proporcionado un objetivo por el que valía la pena luchar.
—¿Qué te pasa?
Dubhe se descubrió a sí misma en la cocina, con una patata pelada en las manos y Theana observándola intrigada. Siguió cortando el tubérculo.
—Nada.
—Te noto distinta…
Ella sólo acertó a sonreír distraídamente. Sintió deseos de decirle la verdad, de contárselo todo, como cuando era pequeña y se sinceraba con su amiga Pat, pero un extraño pudor hizo que se contuviera. Era algo sólo suyo, y quería deleitarse un poco más saboreándolo.
Cuando cayó la noche, se precipitó hacia la buhardilla sin pensarlo apenas. Al final de la escalera halló a Learco esperándola con una sonrisa. Le parecía imposible, y sin embargo sólo ahora era consciente de cuánto necesitaba compartir su existencia con otra persona. Durante años no había hecho más que engañarse a sí misma.
Le echó los brazos al cuello y dejó que tomara la iniciativa, pero esta vez la experiencia fue distinta de la de la noche anterior, más tranquila y natural. Había muchos modos de amar. Y Dubhe disfrutó aquel instante como si de una revelación se tratara.
—He procurado informarme acerca de tus documentos —le dijo él más tarde.
—No quiero hablar de ello.
—Estuve hurgando un poco en la biblioteca, pero mi padre no confía lo bastante en mí como para tenerme al corriente de temas tan delicados. Ni siquiera tenía noticia de que había documentos secretos esparcidos por el palacio.
Dubhe lo miró enfurruñada:
—He dicho que no quiero hablar del tema.
—Sólo trataba de ayudarte.
—Lo sé —le respondió ella, acariciándole una mejilla—, pero las palabras tienen un extraño poder. Si dices una cosa, de pronto se vuelve cierta. Mientras estoy aquí contigo, la Bestia no existe, y puedo hacerme la ilusión de que así será en el futuro. Pero cuando me hablas de ella, todo se vuelve real, y comienza a atormentarme. No quiero pensar en ello. No ahora, al menos.
—Existe un futuro, Dubhe, y yo quiero entregártelo como presente.
Por un instante el rostro de Lonerin se superpuso al de Learco. En aquellas palabras había aflorado la consabida, intolerable piedad.
—No es necesario que lo digas para tenerme contenta, ya sé cuál es mi destino —replicó ella, tajante.
Sin embargo, Learco no pareció ofenderse.
—Si crees que hay piedad en mis palabras, estás equivocada. Hablo por mí, pues quiero disfrutar para siempre de tu presencia.
Dubhe sintió que se le empañaban los ojos, y lo estrechó en un cálido y reconfortante abrazo.
—Te lo ruego, ahora no. Permanezcamos aquí, en silencio, y dejemos fuera todo lo demás.
* * *
Las noches sucesivas fueron aún más hermosas. Rodaban por el suelo jugando como dos amantes, diciéndose entre pausa y pausa todo aquello que aún no se habían contado. Al día siguiente, cuando descubría en su cuerpo las señales de aquellos encuentros furtivos, Dubhe sonreía. No le dijo nada a Theana. Aquel estado de felicidad le hizo olvidar pronto el objetivo de su misión. Sólo la Bestia, de vez en cuando, volvía a visitarla con sus pesadillas, pero ella procuraba ahuyentarlas, sobre todo si Learco estaba presente.
No quería admitir que también existía otra realidad, quería detener el tiempo, pero una noche el príncipe la recibió con un beso menos intenso de lo habitual.
—Tenemos una cita.
Dubhe se puso rígida, y entonces se percató de que sostenía algo.
—¿Confías en mí? —le preguntó mientras le tendía una capa con una amplia capucha.
Lo miró, recelosa.
—¿Adónde piensas llevarme?
—A un lugar donde te sentirás a tus anchas vistiendo esta prenda.
En cuanto se caló la capucha, Dubhe se sintió mejor. Llevaba tanto tiempo vistiendo como una mujer que cuando rozó la superficie áspera de la capa, un escalofrío recorrió su espalda. Era inútil hacerse ilusiones al respecto: aquélla era la verdadera Dubhe, no la niñita rubia que interpretaba obstinadamente en palacio.
Los dos desanduvieron todo el camino. Desde los pisos altos fueron descendiendo progresivamente hasta el jardín y entraron en una caseta que Dubhe ya había visto y que creyó que sería la del jardinero.
—Ésta era mi caseta de juegos cuando era pequeño. Mi madre la hizo construir para mi hermano, pero él no llegó a usarla. Entonces me la dieron a mí, al menos hasta que mi padre decidió que ya era demasiado mayor para estas cosas. Venía todos los días, era el único lugar donde me sentía en casa.
Dubhe la observó a la luz de la luna. Era una pequeña construcción de madera con el tejado a dos aguas y falsos ladrillos dibujados en las paredes. Tenía dos plantas, y daba la sensación de estar decrépita y abandonada.
Learco abrió la puerta lentamente y una luz amarillenta se proyectó sobre la hierba del jardín. Cruzó el umbral con Dubhe cogida de la mano. Ella entró, vacilante, y al instante saltó hacia atrás mientras se soltaba del príncipe.
* * *
En la sala había una decena de personas. Todas llevaban capas idénticas a la suya. Learco era el único que no ocultaba el rostro.
Una idea cruzó, rápida y terrible, su mente.
«Me ha traicionado».
Su mano salió disparada automáticamente hacia el puñal, pero los dedos se detuvieron en la empuñadura. El príncipe estaba delante de ella, y la miraba directamente a los ojos. Aquella mirada no podía engañarla, pensó. Acto seguido, se caló más la capucha y esperó en la penumbra a que se aclarase el misterio.
—Creía que ya no vendrías —objetó una voz. Dubhe la reconoció al instante: era Neor, el primo de Dohor, que al día siguiente recibiría el perdón oficial del rey.
—He tenido que esperar a la persona que puede ayudarnos.
Aún sin verlos, Dubhe percibió que los ojos de todas aquellas personas estaban fijos en ella.
—Imagino que te estarás preguntando quiénes somos y qué queremos —dijo Neor.
La chica miró cautelosamente al auditorio.
—Has de saber que lo que se dirá aquí no saldrá de estas paredes.
Dubhe agradeció aquel preámbulo y se relajó un poco más.
—Formamos parte del sector que se opone al poder de Dohor. Somos muchos en este reino los que estamos de acuerdo en que hay que detener su política de terror. Por eso estamos aquí. Learco nos ha dicho que tú también tienes sólidas razones para odiar al rey, razones que no nos interesa considerar. No obstante sabemos que, más allá de la venganza, el motivo que te vincula a él es un chantaje personal.
Dubhe volvió la cabeza hacia Learco instintivamente, pero éste no se dio la vuelta, sino que siguió observando a los presentes. No le gustaba lo que estaba sucediendo.
—¿Es así?
Dudó unos instantes y finalmente asintió.
—Sabemos que Dohor abandonará el palacio dentro de dos semanas para ir a ver cómo están las cosas en la Tierra de la Noche. En realidad se reunirá con sus aliados secretos, los Victoriosos de la Gilda.
Ella permaneció inmóvil, en silencio.
—Learco se quedará aquí en palacio y tomará el poder… Tú te encargarás del rey.
Tras aquellas palabras reinó un silencio cargado de insinuaciones.
Dubhe seguía sin decir nada, y entonces Neor la invitó a intervenir:
—¿Tienes alguna pregunta?
—Mis motivos nada tienen que ver con los vuestros —dijo con voz insegura.
—Seguramente, pero todos queremos lo mismo. Te estamos pidiendo que lleves a cabo algo que pensabas hacer de todos modos, pero de manera que nosotros también salgamos beneficiados. El traspaso de poder ha de prepararse con sumo cuidado.
Dubhe cerró los puños.
—Tengo que pensarlo.
—Te asusta formar parte de un complot —añadió uno de los encapuchados.
—¿Quieres dinero? —inquirió otro.
—No se trata de eso —replicó ella con firmeza.
—¿Entonces?
Dubhe miró inquieta a Learco.
—También podemos hacerlo solos —prosiguió Neor—. Pero sólo tú puedes hacer que parezca un accidente.
Dubhe apretó con fuerza la tela de su capa.
—Dejad que lo piense.
—Si lo haces, te daremos diez mil carolas.
—Dejad que lo piense —repitió ella, inflexible.
Los conjurados se miraron entre sí, y por fin intervino Neor:
—Ya tenemos la respuesta. Que cada uno cumpla con su destino.
La asamblea se disolvió lentamente y los presentes abandonaron la casa, uno por uno. Dubhe y Learco se quedaron solos en medio de la espesa oscuridad de aquel lugar que olía a moho. Ella no había dejado de mirarlo todo el tiempo mientras los encapuchados se encaminaban hacia el exterior en silencio.
—¿De qué va todo esto? —le preguntó ella con voz sibilante.
—Te he demostrado que eres libre de hacer lo que creas.
Learco le habló con firmeza, y la serenidad de su actitud irritó a Dubhe.
—¡Este asunto sólo me incumbe a mí! ¿Por qué has tenido que meter en medio a esa gente?
Él sonrió con amargura.
—Yo soy uno de ellos, Dubhe. Estoy cansado de agachar la cabeza. Tengo que hacerlo por mí, por esta tierra, y por ti. Hace años que me escondo tras el nombre de mi padre. Se lo he dado todo: mi inocencia, mis sueños, hasta mi sangre. Sólo he recibido a cambio su mirada gélida y su desprecio. Me estoy volviendo como él, y no quiero. Durante mucho tiempo me he estado diciendo que no había más camino que el de la obediencia. Él moriría, y yo continuaría perpetrando sus estragos, porque ahora ya había llegado demasiado lejos para volver a ser el que era. Pero no es verdad: tú me lo has enseñado, y tú eres el motivo por el que me encuentro aquí ahora. Quiero que me ayudes a hacerlo, Dubhe.
Ella sacudió la cabeza, horrorizada.
—Matarlo no es el camino que has escogido.
—Si no lo mato, tú te irás. Te convertirás en la enésima cosa que sólo he podido llegar a acariciar, y que él me ha arrebatado.
—Entonces ¿eso es lo que soy para ti? ¿Alguien que te redimirá de tu padre? —le espetó ella con crueldad.
—Tú eres mi única posibilidad de salvación.
Dubhe no supo qué responder. Siempre había buscado el perdón y la salvación en los demás, y ahora había alguien que buscaba lo mismo en ella. Se acercó a él con cautela, pero finalmente lo estrechó con fuerza contra sí.
—No quiero que lo hagas matar, no te lo perdonarías nunca, Learco, y tú eres el primero que lo sabe.
Él se apartó lentamente y depositó algo en la palma de su mano. Dubhe miró: era una pequeña bolsa de piel.
—Ábrela —le ordenó.
Ella lo miró, intrigada. Introdujo los dedos en la abertura y extrajo un fragmento de pergamino desgastado y medio roto. El corazón le dio un vuelco en el pecho y se le llenaron los ojos de lágrimas. Lo giró, y en el dorso vio algo que conocía muy bien: impresa en rojo, podía apreciarse la imagen de dos pentáculos superpuestos, con dos serpientes entrecruzadas que formaban un círculo en el centro. El símbolo. El símbolo de su maldición. Era el documento que necesitaba.
—Estaba donde lo buscabas la primera noche, oculto en uno de los tapices. Lo habían cosido detrás de una de las olas del mar que servía de fondo a la batalla naval.
«Li. Oct». Línea octava. La octava línea del mar. Dubhe estableció la relación en un instante. Guardó el pergamino que tenía sujeto en la mano. Su salvación dependía de aquel pedazo de tripa.
—Lo he cogido hoy. Pensé echar un vistazo cuando no hubiera nadie, y recordé las anotaciones de las que me hablaste unos días atrás. Después de todo no ha resultado tan difícil.
Dubhe lo miró con los ojos llenos de lágrimas. No sabía qué decirle.
—No me mires así. Si tú te salvas, yo me salvo contigo —le dijo Learco—. La culpa de lo que hagas recaerá en mí, no en ti. Por eso quiero que seas tú quien lo haga. Hazlo por mí, Dubhe. Hazlo por nosotros.
Ella no respondió. Miró aquel fragmento de pergamino y lo sujetó con fuerza.
* * *
Cuando regresó a su habitación, Theana seguía durmiendo. Dubhe se acercó a su cama sin hacer ruido, se sentó al borde y se la quedó mirando unos instantes. Necesitaba sincerarse con alguien desesperadamente, y ella era la única persona a quien podía contarle todo cuanto le había sucedido. Tras dudar un momento, la despertó sacudiéndole ligeramente un hombro.
—¿Pasa algo? —preguntó de pronto Theana con preocupación. Aún tenía los ojos velados por el sueño, y necesitó unos instantes para centrarse.
—Tengo que hablar contigo —se limitó a decirle Dubhe.
La maga se sentó y se dispuso a escuchar. Fue una narración directa, sin pausas. Le contó todos los detalles de aquel mes, incluido lo sucedido entre Learco y ella, y cómo aquello había cambiado el curso de la misión. Al final abrió la palma de la mano y le mostró el fragmento de pergamino.
Theana abrió unos ojos como platos.
—¿Esto es lo que buscabas?
La maga asintió sin más.
—Lo ha encontrado Learco.
Theana suspiró y esbozó una sonrisa tensa.
—Así pues, ya lo tenemos. Yo estoy preparada —dijo con convicción—. Conozco el ritual y…
—No quiero hacerlo.
Dubhe lo dijo de corrido, sin pensarlo demasiado. Theana se la quedó mirando, perpleja, y en su rostro apareció un atisbo de miedo.
—Es su padre, y eso no puede cambiarlo. Una persona como él es totalmente incapaz de matar a un ser querido y seguir con su vida como si tal cosa. Matar deja una huella, siempre, y cada vez es como si perdieras un pedazo de ti mismo.
—Pero ¡él lo odia!
Dubhe la miró con intensidad, y Theana tuvo que bajar la vista.
—Te lo está diciendo porque te ama —añadió en un susurro—. Él está pasando por encima de aquello en lo que cree, y lo hace por ti. Si no lo haces, morirás, y él lo sabe.
—Soy consciente de ello.
—¿Y entonces?
—Entonces, no quiero. Porque después también morirá él, lentamente, y mi amor ya no podrá salvarlo. Cuando me mire, siempre recordará lo que ha hecho, y en mí sólo verá a una Asesina.
Theana tomó una de sus manos y la miró directamente a los ojos.
—Dubhe, lo cierto es que no tienes otra opción.
—Mátame. —Aquella palabra vibró por la habitación como el sonido metálico de una espada al desenvainarse—. La maldición me impide suicidarme, ya lo he intentado. La Bestia me protege de cualquiera que trate de matarme, pero tal vez tú, con tu magia…
—¡No! —gritó Theana con los ojos desencajados del miedo—. ¡Jamás lo haré, no puedo, no puedes pedírmelo!
Dubhe la miró con expresión severa.
—Estos meses hemos sorteado toda clase de peligros, y tú siempre me has ayudado, aunque yo jamás lo habría creído factible. A pesar de que te he insultado y te he hecho la vida imposible, siempre has estado a mi lado. Ahora eres mi amiga, y por eso confío en ti.
—Por favor, no me lo pidas —rogó ella con voz desconsolada.
—Entonces busca el modo de que pueda hacerlo sola, pero ayúdame. Si no mato a Dohor, la mía será una muerte horrenda. Necesito marcharme a mi manera, y en el momento que yo decida. Sé que te estoy pidiendo mucho, pero al final he encontrado algo por lo que vale la pena luchar. Una vez me dijiste que sólo dejo un vacío tras de mí… tenías razón.
—Estaba enfadada, y no pretendía…
—Pero ahora ya no es así —la interrumpió Dubhe—. Ahora tengo algo por lo que vivir. Y, en consecuencia, también puedo morir, ¿comprendes?
Theana no pudo evitar asentir. Nadie mejor que ella, que había sufrido y luchado por aquella única certeza que poseía, podía entenderlo.
—Hallaré el modo de salvarte —dijo entre lágrimas—. Te salvaré sin que tengas que matar a Dohor. Tengo toda una biblioteca a mi disposición, y me pondré a trabajar de inmediato.
Dubhe sonrió con tristeza. Había vivido demasiadas desilusiones para poder creer que podía existir una salida indolora.
—Pero has de jurarme que si es necesario me ayudarás a morir.
—Sólo si no existe otra elección —susurró Theana con voz llorosa.
Dubhe la abrazó, y ella se abandonó casi con desesperación a aquel gesto de afecto. En el exterior, el alba empezaba a colorear un nuevo día.
Aquella misma claridad estaba proyectando su pálida luz en una lujosa estancia, cuatro pisos por encima de la zona de servicio. Forra, que había llegado a palacio pocas horas antes, estaba sentado en un espacioso sillón. Ante él había un hombre encapuchado, de rodillas.
—Cuéntame, pues —murmuró el lugarteniente de Dohor con una sonrisa burlona en los labios.