16

La decisión de San

BAJO el mar, la luz era difusa. Se posaba cambiante sobre las capas marrones, creando curiosos juegos de luz. Los cuatro Asesinos, dos mujeres y dos hombres, avanzaban rápidos y silenciosos.

Uno de ellos, Demar, miró a su alrededor. Ya hacía una semana que estaban en Zalenia, pero aún no se habían habituado a aquel paisaje en cierta medida espectral, ni al aspecto demacrado de sus evanescentes habitantes.

Estaba orgulloso de sí mismo. Para alguien como él, que había ingresado tarde en la Gilda, aquella misión no era una mera oportunidad de ascender. Fue admitido en la secta tras haber asesinado a su hermana cuando tenía catorce años, el límite a partir del cual ya no se era Niño de la Muerte. Durante el adiestramiento fue objeto de las burlas de sus compañeros por haber sido el último en llegar, si bien tenía notables cualidades y una fe inquebrantable.

«Lo que cuenta no es cuándo somos elegidos, sino ser elegidos», había dicho una vez el Supremo Guardián, y él había depositado toda su confianza en aquellas palabras. Creía que Yeshol era el único capaz de comprenderlo. En realidad aspiraba a demostrarle su devoción y su valor, por eso se esmeraba en llevar a cabo las misiones que le encomendaban con la mayor diligencia y crueldad posibles. Sin embargo, con veintitrés años sólo había cometido dos asesinatos y algún que otro robo, y la incertidumbre que le causaba pensar que el propio Yeshol no lo consideraba un auténtico Victorioso lo atormentaba a todas horas.

Un día fue llamado a su presencia junto con Fenula, Tess y Jalo.

—Tengo una misión de absoluta importancia para vosotros.

Aquellas simples palabras bastaban para que a Demar se le saliera el corazón del pecho. Mientras escuchaba las órdenes le zumbaban los oídos. Tenían que apoderarse de San, el niño que habría de albergar el alma de Aster. Había logrado escapar de Sherva, un Guardián, y se había refugiado en el Mundo Sumergido junto con Ido, el legendario gnomo que se había erigido en su protector.

Cada fibra de su cuerpo estaba henchida de satisfacción. Por fin, una misión importante, Por fin, la ocasión de demostrar de qué era capaz.

Partió lleno de entusiasmo, y antes de marcharse se postró en el suelo del templo para ofrecer su tributo al dios. No tenía ninguna necesidad de hacerlo: después de todo era un Victorioso, no un vulgar Postulante, pero fue más fuerte que él. Restregó las manos por las columnas de cristal negro y rogó al dios que atendiera sus deseos. Lo hizo porque sintió la necesidad de hacerlo; Thenaar lo había escogido entre otros muchos para confiarle su propio ascenso al poder, y ése era un don que bien merecía unas gotas de su sangre.

El viaje a Zalenia fue largo y fatigoso, pero pudieron aprovechar un antiguo portal subterráneo construido personalmente por Aster. Fue el Infiel quien lo encontró: los Victoriosos llamaban así a Dohor, porque no aprobaban que estuviera edificando su palacio sobre las mismas ruinas de Enawar. Gracias a aquel privilegio, el rey tenía acceso al dédalo de pasadizos secretos y corredores que comunicaba numerosas zonas del Mundo Emergido. Entre éstos también se encontraba el mítico pasaje, invocado en tiempos del profeta con el poder de la magia. Sólo se había utilizado en una ocasión para enviar un emisario al Mundo Emergido. Aquella misión había pasado a la historia porque el elegido se topó con Sennar, el marido de la Meretriz, y murió en la lucha. Aquel hombre se convirtió en un mártir, y su aventura, en una leyenda de todos conocida.

El portal conducía directamente bajo el mar, a un canal excavado por los siervos de Aster. Era una galería mal ventilada y abandonada, que los habitantes de Zalenia usaban ya en muy contadas ocasiones. Sólo había vigilancia a la entrada, pero Demar y los otros lograron pasar gracias a las triquiñuelas de Fenula.

Caminaron sin descanso durante días en la eterna noche que la oscuridad de aquel lugar imponía. No paraban para comer y descansaban muy pocas horas, apenas las necesarias para recuperar fuerzas.

Demar gozaba con el dolor de sus músculos. Aceptaba feliz los calambres que mortificaban sus piernas, y cuando dormía acuclillado en el reducido espacio de la galería, rezaba con cada punzada de dolor. Morir por el dios era la mayor de las gracias, y el dolor físico que se sufría en su nombre era el Sello que Thenaar estampaba en sus hijos más amados.

«Tú ocupas un lugar especial en mi corazón. Tú serás el instrumento de mi retorno». Eso era lo que le decía su sufrimiento.

Salieron a la luz rarificada del sol bajo el mar tras tres semanas de marcha. Se caracterizaron con rapidez. Largas capas marrones, pero sobre todo filtros para modificar su aspecto. Se los había proporcionado el nuevo Guardián de los Venenos, un anciano de rostro severo, con las manos quemadas por el permanente contacto con sustancias y plantas tóxicas. Gracias a sus misturas, podían confundirse entre la multitud, pues eran iguales a cualquier habitante de aquella ciudad —cabello blanco, piel clara y unas inquietantes pupilas negras sumergidas en un iris tan blanco que parecía transparente.

Fenula les ordenó que se detuvieran mediante una seña. Demar despertó de sus propios pensamientos.

—Ya es la hora.

Entraron en una posada, con las capas ondeando casi al unísono.

Fenula, la jefa de la expedición —pues era la Guardiana de los Encantamientos—, se descubrió el rostro ante el posadero, mostrando una faz angelical de jovencita y una sonrisa resplandeciente. Pidió una habitación, haciendo gala de unas encantadoras maneras y sonriéndole coqueta; Demar pensó en cómo un auténtico Victorioso es capaz de sacar ventaja incluso de las propias armas de su enemigo. En la Casa, las mujeres eran alentadas a abandonar cualquier marca de feminidad. Los hijos de Thenaar no tenían sexo, eran meras armas en manos del dios, y mostrarse femenina sólo tenía por objeto recabar nuevos siervos para el culto. Pero fuera de las paredes de la Casa, la belleza y los flirteos de una mujer volvían a ser de utilidad.

El hospedero sonrió, distraído por el aspecto agradable y seductor de la chica. Ni siquiera se fijó en las tres personas que tenían a sus espaldas. Les asignó una habitación y los acompañó al primer piso, abriéndoles el camino. Pero en cuanto se cerró la puerta, Fenula eliminó de su rostro hasta el menor signo de ternura: su cara volvió a convertirse en la inexpresiva máscara de siempre.

«Éste es el aspecto de un Victorioso, la imagen inmutable de un rostro carente de expresión, un lienzo en blanco donde Thenaar pinta sus propios rasgos», pensó Demar con un escalofrío de excitación.

Se sentaron los cuatro en el suelo, y Fenula sacó unos discos de metal de la capa. Era uno de los conjuros más sencillos que se aprendían en la Casa durante el adiestramiento, pero resultaba muy eficaz. Servía para rastrear el aura mágica de las personas y, en aquel caso en particular, había sido ajustado por la Guardiana de los Encantamientos para localizar semielfos. Los cuatro habían llegado hasta allí siguiendo aquel rastro.

Fenula depositó los discos en la palma de la mano, los agitó y los arrojó al suelo susurrando una palabra en élfico. Los discos cayeron sobre la tierra emitiendo un tintineo, y cuando los Victoriosos colocaron las manos encima, aquéllos empezaron a girar anárquicamente, como si hubieran cobrado vida propia. Los Asesinos salmodiaron el nombre de San y, entonces, poco a poco, el remolino comenzó a reordenarse hasta formar una especie de flecha que flotaba en el aire, señalando una dirección concreta.

Demar miró a Fenula, y observó que se le estaba hinchando una vena en la sien.

—¿Qué significa? —preguntó con voz trémula.

—Que estamos cerca, a menos de un día de camino.

El silencio que se sucedió estuvo cargado de alusiones.

—Estoy preparado —afirmó Demar con orgullo, y Tess lo miró, esbozando una sonrisa entre paternal y burlona.

«No te reirás de mi determinación cuando le entregue a Yeshol su trofeo», pensó el joven rechinando los dientes.

—Actuaremos tal como acordamos —dijo Fenula tras romper el círculo y recoger los discos—. Ido no nos interesa. Si nos vemos obligados lo mataremos, pero en la medida de lo posible procuraremos evitarlo.

Demar asintió con presteza, y miró hacia fuera: una luz lechosa envolvía el lugar. Pero él ya lo veía todo teñido del rojo de la sangre, el color de Thenaar.

* * *

San no podía dormirse.

Acababa de vivir su enésima bronca con Quar, y ya no podía aguantar más. Su maestro se había vuelto pedante, además de aburrido, y más bien sádico a la hora de castigarlo. Desde que Ido lo había autorizado a castigar las correrías de su alumno como creyese más oportuno, la vida de San había ido de mal en peor. A veces le hacía copiar larguísimos párrafos de historia; otras, aprenderse de memoria algunos pasajes importantes de la cultura élfica… pero lo peor era que aquella vieja momia no había tardado en darse cuenta de cuál era su verdadero punto débil, y cada vez más a menudo le prohibía ir a la biblioteca.

—Pedidme lo que queráis, menos eso.

—Pues ahora estarás cuatro días sin ir. Así, la próxima vez aprenderás a portarte bien.

Esta vez, Quar le había vetado la biblioteca durante una semana entera. Y San no había logrado convencer a Ido de que intercediera por él.

—No me gusta la actitud que estás adoptando con tu maestro —le dijo el gnomo en respuesta a sus lamentaciones.

—Ya te he dicho mil veces lo aburrido que es.

—Y yo te he explicado otras tantas que la magia también tiene su parte aburrida. Cuando se está empezando a aprender algo, también son necesarias ciertas dosis de sufrimiento.

—Y aunque eso sea cierto, ¿por qué tiene que prohibirme ir a la biblioteca? Aprendo más por mi cuenta encerrándome allí dentro que escuchándolo a él; además, los libros son lo único que me hace pasar el tiempo.

Ido se sacó la pipa de la boca y suspiró.

—Ya sé que este lugar no te ofrece demasiados atractivos, pero ¿cómo puedes estar pensando en distraerte si no cumples para nada con tus estudios?

La verdad era que Ido no lo comprendía. Las historias que contaba sobre el Mundo Emergido siempre eran deprimentes y llenas de dolor, y San sólo lograba despejar la cabeza de pensamientos negativos cuando se adiestraba en el combate con la espada, pero también se cansaba en seguida de eso.

Lo consumía no tener nada interesante que hacer en toda la jornada, y le achacaba a Ido toda la culpa de su malhumor. El recuerdo de la muerte de sus padres había terminado por convertirse en una obsesión. Tenía muy claro que el único modo de librarse de aquellos fantasmas era actuando. Todo lo demás era palabrería, mentiras para no afrontar la realidad. Eso era lo que pensaba, y no comprendía por qué Ido se comportaba como un cobarde.

Todos estaban moviéndose, en el Mundo Emergido todos estaban haciendo algo, y él no quería quedarse de brazos cruzados. Por eso estaba tan furioso con Quar y sus castigos, porque los libros de fórmulas de la biblioteca constituían su salvación. Leía sin cesar, y por las noches probaba los encantamientos. Muchos no funcionaban, pero aprendía de prisa. Y la magia era lo único que le permitía evadirse del pasado.

Mientras se revolvía en la cama con rabia, San se preguntaba qué iba a hacer una semana entera sin su único consuelo.

La noche abismal lo miraba desde el exterior de las ventanas, y él no podía evitar un sentimiento de opresiva angustia cada vez que observaba aquella oscuridad.

Cuando cerró los ojos, sintió una mano tapándole la boca. Volvió a abrirlos de inmediato y gritó, tratando de zafarse. Con el rabillo del ojo pudo distinguir tres siluetas a su alrededor. Fuera de la habitación, el guardia yacía en el suelo, degollado.

El asalto fue silencioso y terrible. San no se dio cuenta de nada: entraron sin hacer el menor ruido, como los fantasmas que parecían ser. Tenían el mismo aspecto que los habitantes de Zalenia, pero la expresión de sus rostros era inconfundible. El niño no tardó ni un segundo en comprenderlo, y de pronto la realidad se sobrepuso al recuerdo.

* * *

Dos hombres vestidos de sicarios derriban la puerta de casa. Empuñan largos cuchillos y primero se abalanzan sobre su padre. Él huye a la otra habitación y desde debajo de la cama oye los gritos de su madre, que está resistiéndose. A su alrededor, todo pierde consistencia, es como si su cuerpo se hubiera bloqueado… desea intervenir, hacer algo, pero el miedo puede más. Entonces, de pronto, sólo hay silencio, y él sabe que ha sido un cobarde.

* * *

La rabia partió directamente de su corazón.

San empezó a sacudir las piernas y los brazos, pero los dos Asesinos lo inmovilizaron de inmediato.

«Ido, ¿dónde estás? Ido, ¿por qué no estás aquí?».

Estaba solo. No había nadie, igual que la otra vez. Algo en su interior gritó de dolor, y al instante todo estalló en un millón de chispas rojas. Un calor terrible le atravesó el pecho y fue descendiendo hasta las manos, inflamándole las venas; se acumuló en la punta de los dedos y quemó la carne viva. Después fue sólo fuego. San sintió el calor lamiéndole la carne, pero supo con despiadada certeza que no le causaría ningún daño, que en realidad no podía tocarlo. Los Asesinos soltaron la presa, y de pronto tuvo las manos libres. A su alrededor había un infierno de fuego. Dos de los sicarios se retorcían en el suelo. En ese momento se abrió la puerta. Las llamas se extinguieron de inmediato y San vislumbró el fulgor de una espada cortando el aire en dirección a los Asesinos que aún permanecían en pie. Dos golpes rápidos: uno de ellos cayó al momento, fulminado; el otro agonizaba en el suelo. Ido ni siquiera se dignó mirarlo, sino que corrió hasta el chico y le rodeó los hombros con el brazo. Tenía el rostro desencajado.

—¿Estás bien?

San no supo qué responder. Miraba la habitación: las paredes estaban ennegrecidas, los muebles calcinados, y había cuatro cuerpos en el suelo. Uno había sobrevivido, al otro lo había matado Ido, y los otros dos habían muerto quemados. Los cadáveres de dos Asesinos. Y los había matado él.

* * *

Ido miró a la cara al único Asesino superviviente. Debía de tener unos veinte años, a lo sumo. Tenía un rostro agraciado y limpio, de buen chico. Examinó su vestimenta. Cuchillos de lanzar, dos puñales, un lazo para estrangular. Quién sabía por qué extraña jugada del destino había acabado en manos de la Gilda.

—¿Cómo habéis llegado aquí abajo?

El Asesino lo miró con una expresión totalmente neutra. Ni siquiera estaba apenado por la muerte de sus compañeros.

—Si no me lo dices, te mato —le espetó, pero al instante comprendió que aquella amenaza era del todo inútil.

—Es como si ya estuviera muerto.

Por fin pudo oír su voz. Hacía dos horas que estaba interrogándolo, y ni siquiera había suspirado. El tono era juvenil, al igual que su aspecto. Ido se concentró y trató de componer una mueca feroz. No podía dejar de sentir una inmensa piedad por aquel muchacho.

—Te aseguro que la muerte de verdad es una cosa muy distinta.

—Si muero, me reuniré con Thenaar. Mátame, pues.

Era imposible luchar contra aquella gente; su única razón de vivir era la misión. Si ésta fracasaba, ya no había nada que los sustentase. Habían renunciado a cualquier forma de pensamiento libre, para abrazar unas férreas convicciones que habrían de guiarlos en su camino.

—¿Había alguno más? —preguntó sin convicción.

El joven volvió a levantar un muro de silencio.

El gnomo inspiró profundamente y se encaminó hacia la puerta.

—Había un mundo entero esperándote, ahí fuera, y tú lo rechazaste para encerrarte bajo tierra como un gusano. ¿Acaso te daba miedo decidir por ti mismo?

El Asesino le lanzó una mirada cargada de desprecio. Fue como un relámpago. Y al instante volvió a sumirse en el vacío. Ido cerró la puerta tras de sí. Marna, el jefe de la guardia de palacio, lo miró expectante.

Sacudió la cabeza.

—No habla, ni hablará. He vivido lo bastante para saber cómo funciona el cerebro de esa gente.

—Y ahora, ¿qué?

—Ahora hay que triplicar la vigilancia. Quiero que un guardia acompañe a San a todas horas, a partir de esta misma noche.

Marna asintió con determinación y dijo, mirando a Ido a los ojos:

—Hemos descubierto por dónde entraron. Utilizaron el canal subterráneo que conduce a Zalenia, el que va por debajo del mar; evidentemente, eludieron el control militar valiéndose de la magia. ¿Creéis que volverán a intentarlo?

—Es posible —respondió el gnomo, dejando escapar un suspiro mientras se alejaba.

Se sentía terriblemente cansado. Ya no era el legendario guerrero que todos creían. Y ya estaba harto de aquella maldita locura. Sintió las primeras náuseas ante el cadáver de Tarik y de su esposa, pero era ahora cuando por fin comprendía que ya no soportaba la guerra. Ver a esos jóvenes entregar la vida e incluso someterse a cultos absurdos y sanguinarios sin ninguna razón era algo que ya se le había hecho intolerable.

«Estoy cansado de combatir, eso es lo que sucede».

Se encontró a San ante la puerta de su habitación. El guardia que se había convertido en su sombra se apresuró a decir que no había sido idea suya. El niño había insistido en salir.

—Quiero ver al prisionero. —La voz del niño sonaba segura, salvo por un ligero temblor. El gnomo no respondió.

Entraron; San se situó en el centro de la habitación y lo miró fijamente, con los puños cerrados. Para su infinito dolor, en aquellos ojos Ido entrevió el furor y la excitación de quien ha matado.

Se acarició la barba.

—¿Y bien? —preguntó con desgana.

—Déjame ver al Asesino.

—¿Qué quieres decirle?

—Quiero hablar con él.

«Se me está escapando de las manos. No supe escucharlo, y esto es lo que he conseguido».

Una sorda sensación de angustia le oprimió el pecho.

—Acuéstate. Ha sido un día muy duro, y necesitas descansar.

—No, necesito hablar con ese hombre. ¡Él también es responsable de la muerte de mis padres! ¿Dónde está? ¿Lo has interrogado?

—No me ha respondido. No es de los que dan respuestas. Este lugar ya no es seguro, creo que tendremos que buscar otro sitio.

—Ido, los he derrotado.

El gnomo recordaba el aspecto de la habitación de San, las paredes carbonizadas, los cuerpos en el suelo. Había un poder inmenso encerrado en aquel niño, un poder terrible y peligroso.

—No tienes motivos para sentirte orgulloso de ello —le respondió con dureza.

—Pero no podemos seguir escondiéndonos, no sirve de nada, tarde o temprano ellos nos encontrarán. Yo tengo poderes para derrotar a la Gilda. ¡Si lo hacemos juntos, podremos lograrlo! —gritó San, sin respirar.

—Escucha, lo que ha sucedido ha sido fruto de la casualidad —le respondió Ido con crudeza—. Tienes poderes inmensos, es cierto, pero aún no sabes utilizarlos como es debido.

—Estoy aprendiéndolo en los libros de la biblioteca.

—Se requieren años para aprender, y no disponemos de tanto tiempo.

—Te recuerdo que hace un mes abatí a un dragón, y ahora he matado a dos hombres. Si eso no es aprender…

Ido se sintió consternado al oírlo hablar así; era como si se enorgulleciese de haber causado muerte y destrucción con su magia.

—San, hoy has matado a dos hombres.

—A dos Asesinos.

—Eso no es relevante.

—¡Ya lo creo que lo es! Ellos mataron a mi padre y a mi madre, y yo sólo he puesto las cosas en su sitio. ¡Y volveré a hacerlo pronto!

Al oír aquella afirmación, el gnomo se puso en pie de golpe.

—Pero ¿es que no te das cuenta? ¡Sólo tienes doce años! ¡Los niños no deben matar, y mucho menos sentir alegría por haberlo hecho! ¡Mates a quien mates, se trata de una persona, no de un simple pedazo de carne, una persona con miedos, sueños y esperanzas!

San sostuvo su furiosa mirada con una indiferencia glacial.

—¿Y todos aquellos a los que has matado a lo largo de estos años? ¿No eran enemigos? ¿Por qué combatíais?

—No ha habido un día en que no me lo haya preguntado —musitó el gnomo.

—Yo no siento el menor remordimiento —reconoció San, impasible—. He hecho algo justo. ¿Y dónde estabas tú? Lo único que puede salvarme es mi poder. No necesito para nada tus sentimientos de culpabilidad.

La bofetada fue violenta. Era la segunda vez que sucedía. Ido sentía que una distancia inabarcable, terrible, lo separaba de San, un abismo espantoso al que ni siquiera se atrevía a asomarse. Estaba contemplando su fracaso, en toda su magnitud.

El niño lo miró con los ojos brillantes, pero no lloró. Ido habría querido saber qué decirle, cómo hacérselo comprender, pero siempre se está solo ante el crimen.

—Ahora estás alterado, y no eres capaz de comprender que has cometido un acto grave, por el que deberás pagar un precio muy pronto. Mañana veremos qué hacemos, y ahora vete a tu habitación con el guardia que te he asignado, y sin armar escándalo. Si me entero de que te has movido de allí, te juro que no volverás a salir.

San no dijo nada. Se alejó con paso seguro, sin mirarlo a los ojos. Ido se dejó caer en la silla y apoyó la cabeza entre las manos. Le habría gustado que Soana estuviera allí, le habría gustado que Vesa, su querido dragón, se encontrara al otro lado de la ventana. Le habría gustado no tener que sentirse tan condenadamente solo.

* * *

San esperó el momento adecuado, sin pegar ojo. Por suerte, el libro que le interesaba estaba en su habitación. Había adoptado la costumbre de sacar de la biblioteca libros y textos que quería estudiar, y aquél era el último que había logrado hurtar antes de que Quar le impusiera el castigo.

Al cabo de un rato se levantó y abrió la puerta lentamente.

—¿Quién va? —El guardia estaba despierto y alerta.

San ni siquiera se molestó en responder. Se limitó a murmurar las palabras. El soldado se desplomó contra la pared. Con aquel mismo encantamiento, su abuelo logró atravesar todo un campamento enemigo. Avanzó con rapidez por el palacio, con los pies desnudos volando sobre el pavimento. Murmuró las palabras mágicas un par de veces más. Encontró el camino a los calabozos. Cogió las llaves del cinturón del guardia. Había cuatro celdas, y una estaba ocupada. Se acercó discretamente hasta los barrotes. Dedicó un tiempo a observar aquella silueta apenas iluminada por la luz que una antorcha proyectaba en el interior de la prisión.

El joven tenía la tez pálida y estaba herido. Su mirada era gélida, depredadora, y San sintió que lo odiaba con todo su ser. Era como si él en persona hubiera asesinado a sus padres. Lamentó que la llama se hubiera extinguido antes de consumirlo.

«Ha sido el destino, Ahora, este hombre te será de utilidad», se dijo.

—Ponte en pie.

El joven lo miró, burlón.

—No acepto órdenes de alguien que está destinado a ser un simple contenedor.

San estrechó los barrotes con las manos.

—¿Cómo te llamas?

—Un Perdedor no tiene derecho a saber el nombre de un Victorioso.

El chico alzó la mano y le mostró el manojo de llaves.

—Si me lo dices, te dejo libre.

—La libertad no me interesa. La única libertad está en Thenaar.

—Quiero que me lleves a la Gilda.

La expresión sarcástica del rostro del Asesino cambió al instante. El niño lo había descolocado.

—¿Cómo te llamas? —repitió San.

—Demar.

San introdujo las llaves en la cerradura, trasteó con cierta dificultad y al fin abrió. El Asesino salió con esfuerzo, sujetándose un brazo.

—¿Me llevarás a la Gilda?

El hombre asintió lentamente. San se le acercó, le sujetó el brazo y puso una mano sobre la herida. Recitó el sortilegio, y el ancho surco rojo que cruzaba su piel empezó a mejorar al instante.

—Llévame al lugar del que has venido, Demar.