15

La verdad

LEARCO no fue capaz de regresar a su habitación. Sentía una especie de frenesí en las piernas que le impedía estarse quieto y lo obligaba a moverse a toda prisa por el jardín. Todo giraba en torno a una pregunta: ¿quién era Sanne? ¿Y por qué se había sincerado con él hasta aquel punto sin tomar ninguna precaución? Ahora que se había marchado, lo veía todo bajo otro prisma. Aquella conexión entre ambos que le había parecido sentir era una mera ilusión. Para él, aquella chica era y seguiría siendo una desconocida con un pasado turbio y misterioso. Todo había sucedido por culpa de su desesperada necesidad de tener a alguien a quien confesar sus propios pecados, y ante quien poder mostrarse mejor de como en realidad era. Y ahora comprendía que se había portado como un inconsciente. Se sentó en un rincón y apoyó la cabeza entre las manos. Necesitaba tranquilizarse, pero no lo lograba. La imagen de Sanne entrecerrando los ojos y abriendo los labios para recibir su beso lo atormentaba. Era tan intolerablemente hermosa que se sentía incapaz de afrontar las consecuencias de aquel gesto. Quizá se debiera a que no había habido otras mujeres en su vida.

Forra había intentado llevarle alguna prostituta, aunque él ni siquiera había llegado a rozarla. Su tío siempre le repetía que un hombre no necesita el amor, pero sí la carne. Sin embargo, él se sentía distinto. Los rostros de aquellas mujeres tan cargadas de promesas no hacían sino recordarle las agonías que había presenciado ese mismo día. Conocía demasiado bien el dolor para abandonarse a los sentimientos y a la ternura. Sabía que tarde o temprano su destino era casarse con una noble de otra tierra, con la aprobación del rey, y eso sólo para tener un heredero que perpetuase la estirpe y el poder. Una unión falsa y vacía.

Nada de todo eso podría suceder con Sanne. Pese sus dudas, sentía que la relación que había entre ellos era sincera; lo notó en cuanto ella se apoyó en su pecho. El corazón le latía con fuerza, y estaba convencido de que aquella pasión estaba basada en la honestidad.

Pero al besarla la confundió, y la forzó a aceptar un gesto que no deseaba.

Se incorporó inesperadamente y se encaminó a sus aposentos. No debía volver a verla. Permitirle que se convirtiera en su amiga había sido un terrible error que no pensaba cometer de nuevo. Atravesó los pasillos con paso marcial: por una vez, le traía sin cuidado hacer ruido. Pero cuando iba a doblar la esquina del último corredor, se quedó paralizado. Neor se hallaba frente a su puerta, y al verlo se sonrojó al instante, pues estaba seguro de que sería capaz de leer en su cara todo lo que había pasado.

—¿No logras conciliar el sueño? —le preguntó su tío con mirada escrutadora.

—No. Demasiados recuerdos —dijo Learco, lacónico, mientras sujetaba el tirador de la puerta—. ¿Y tú?

—Te estaba buscando.

Aquella respuesta no le gustó en absoluto, Abrió la puerta en silencio y lo hizo entrar.

Su tío se acomodó en una butaca al fondo de la habitación y se puso a mirar distraídamente el jardín a través de la ventana. Él cerró con llave y se sentó al borde de la cama, expectante. Neor lo miró directamente a los ojos unos instantes, y entonces Learco comprendió cuál era el objeto de aquella imprevista visita.

—Dentro de una semana se celebrará la ceremonia.

El joven suspiró y se pasó una mano por el cabello. Había llegado la hora de la verdad.

—¿Has pensado en lo que te dije? —inquirió su tío.

Learco ni siquiera tuvo tiempo de responder.

—Yo, entretanto, ya he dado algunos pasos —añadió Neor con voz cortante. Learco casi sintió miedo, y le envidió aquella glacial tranquilidad que lo caracterizaba. Había veces en que desearía poseer la misma fuerza descomunal que él—. No soy la única persona que desaprueba la conducta de tu padre.

—Es un déspota —dijo Learco sin el menor empacho y, no sin enojo, se dio cuenta de que le dolía reconocerlo—. La mayoría de los que lo apoyan, lo hacen porque es fuerte, pero también es cierto que no le faltan enemigos en más de un territorio.

—Tampoco le faltan en la corte, si me permites decirlo. La Tierra del Sol está sufriendo el azote del hambre por culpa de sus ansias de conquista.

Learco apoyó la espalda en la cabecera de la cama.

—Lo sé.

La conversación estaba resultando realmente penosa.

—Ellos verían con buenos ojos que alguien más razonable tomase el relevo…

—¿Como tú?

El joven pronunció la ocurrencia con un involuntario tonillo burlón.

—Como tú. —Aquellas palabras pesaron como piedras en el silencio de la alcoba; Neor prosiguió—: Yo ya soy viejo y estoy cansado, sobrino. Ahora bien, las facciones más moderadas de nuestro Consejo aprueban tu conducta y ven con buenos ojos tu actitud de oposición a la guerra. Tu fama de magnánimo se ha propagado por todo el reino y la gente te quiere.

—La gente me adula —rectificó el príncipe.

Neor sonrió.

—Creía que eras más maduro, Learco. Eso no es adulación. Tú sabes hacerte querer, a diferencia de tu padre, que sólo sabe hacerse temer.

Tras oír aquellas palabras el príncipe se puso en pie.

—¿Y entonces?

—Entonces, hay gente dispuesta a destituirlo y a ponerte a ti en su lugar.

A Learco le entró un sudor frío. Empezó a recorrer la habitación con paso desmañado, arriba y abajo. Sentía que le faltaba el aire.

—¿Me estás pidiendo que lo mate?

—Te estoy pidiendo que salves tu reino.

—Para lo cual he de matar a mi padre.

—No necesariamente.

Aquella respuesta lo pilló desprevenido. Nunca había contemplado seriamente la posibilidad de ser rey. A veces había pensado rebelarse contra su padre, pero aquel sentimiento de amor y odio que sentía siempre acababa refrenándolo. Ahora estaban sirviéndoselo en bandeja de plata.

—Creía que ya habrías tomado una decisión. Creo que te he dado tiempo suficiente para ello —dijo Neor, retomando el hilo de la conversación—. Sé que resulta difícil porque es tu padre, pero las cosas deben cambiar.

—No es eso —repuso Learco—. No soy más que un chico, y tú me estás pidiendo que encabece una conspiración y que me haga con el trono. Creo que aún no estoy preparado, lo siento…

En el fondo de su corazón, sabía que no eran más que excusas para negarse a hacer lo que debía haber hecho mucho tiempo atrás. Tal vez su madre tenía razón, y él estaba obligado a cumplir su promesa. Era su ocasión para redimirse.

—Contarías con muchos cortesanos dispuestos a ayudarte a administrar el reino. De hecho, sólo tendrías que ocuparte de la Tierra del Sol, las otras regiones serían restituidas a sus legítimos habitantes. Y tú podrías convertirte en un Nammen, Learco, en el príncipe que siempre quisiste ser.

El chico esbozó una sonrisa burlona. Nammen siempre había sido su mito, desde la infancia. Fue el único rey élfico que, una vez convertido en soberano absoluto del Reino Emergido, restituyó las tierras a sus pobladores de origen para que escogieran sus propios reyes. Para algunos fue un loco; para otros, un héroe.

—Si no soy capaz de controlar mi vida, cómo voy a hacerlo con un reino… —respondió contrariado.

—Tienes todas las cualidades de un buen rey, y ni siquiera lo sabes. Eres culto y juicioso, conoces a tu pueblo y lo amas, y sabes el valor que tiene el compromiso.

Neor se había puesto en pie y estaba mirándolo directamente. Learco rehuyó su mirada. Se sentía atrapado, el beso de Dubhe aún le quemaba los labios, y decidir algo así, a bote pronto, le parecía una empresa fuera de su alcance.

—No me veo capaz —dijo en tono claudicante.

Neor siguió impasible.

—Lo comprendo, pero no estoy de acuerdo. Además, sabes que nosotros seguiremos adelante igualmente, con o sin ti. Lo siento en el alma, pero elijas lo que elijas, tendrás que tomar partido.

—¿Es una amenaza?

—Es una constatación.

Su tío dio un paso atrás.

—Piénsalo bien. Ha llegado la hora de que asumas tu destino. Ya no eres el niño que crees ser, eres un hombre y debes comportarte como tal. Todos luchamos por algo, Learco. Aún dispones de tiempo, aprovéchalo. —Neor abrió la puerta—. Yo creo en ti, no lo olvides —le dijo, y se volvió para marcharse.

Learco no hizo ningún comentario, y se limitó a observar la capa de su tío desapareciendo en el corredor.

* * *

La noche siguiente Dubhe reanudó sus pesquisas. Además, estar en movimiento era el único remedio que conocía para el sufrimiento, tanto físico como emocional.

Hizo los preparativos sin prisas, saboreando cada gesto que confirmaba el retorno de la auténtica Dubhe. Ya había llegado la hora de dejarse de juegos infantiles; la realidad era otra, mucho más triste y dura. Ella era una Asesina, y eso no podía cambiarlo. Se vistió como una sacerdotisa se prepararía para una ceremonia y se recogió el cabello al modo de las esposas.

«Lástima que no tenga aquí mis armas», pensó. Pero con el puñal había más que suficiente; el mero contacto con el metal la hacía sentir bien. Abrió la puerta y penetró en el silencio soñoliento del palacio, en dirección a las plantas nobles. Aquella noche comenzaría la búsqueda allí arriba.

Días atrás, sucedió algo extraño en una de aquellas salas. Había entrado sin tomar demasiadas precauciones y se topó con un Asesino. Lo espió entre las sombras, y cuando llegó un soldado para comprobar que todo estuviese en orden, aquél le explicó que estaba allí para hacer una inspección. Dubhe pensó al instante que se trataba de una excusa, pues ése era cometido de soldados, no de sicarios, pero cuando Theana le habló de los misteriosos volúmenes desaparecidos, le acudió a la mente aquella incongruencia. Quizá aquella noche el Asesino estuviera custodiando algo que la Gilda y Dohor querían mantener oculto… Así pues, ¿por qué no comprobarlo? A lo mejor lograba descifrar aquel enigma.

Eligió pasar por el jardín, donde abundaban los escondites. Echó una mirada al lugar secreto que durante un mes había sido el escenario de sus encuentros nocturnos con Learco. Él no estaba, pero se le encogió el corazón igualmente. «Así es como debe ser», pensó.

Accedió a la planta por una puerta secundaria, deslizándose inadvertidamente junto a un guardia borracho. La sala que le interesaba se encontraba al fondo, sin vigilancia.

Se deslizó de sombra en sombra, con los rítmicos pasos de un guardia que caminaba a lo lejos como única música de fondo. Cuando éste se hubo alejado definitivamente, abrió la puerta y entró.

La sala estaba vacía. Tal vez fue pura sugestión, o tal vez la maldición estaba empeorando realmente, pero oyó a la Bestia rugir en su interior. Su inseparable y odiada compañera seguía sedienta de venganza. Avanzó hacia la zona en que había visto al Asesino. Había una mesilla, y encima una cajonera con una serie de pequeños compartimentos. Todos estaban cerrados con llave, pero el verdadero problema era saber cuál debía abrir. Dubhe se acercó y empezó a acariciar la superficie con la palma de la mano. Era lisa y casi pegajosa por efecto del barniz brillante que la revestía. Sin embargo, en uno de los cajones notó cierta protuberancia. Las yemas de sus dedos no lograron descifrar de qué podía tratarse. Era tan diminuta que podría ser de un simple arañazo. Entonces lo vio claro.

Era una incisión apenas perceptible, pero reconoció su contorno de inmediato. Se trataba de un grifo con un pentáculo en la boca. A continuación examinó atentamente la minúscula cerradura. Si hubiera tenido allí sus útiles de ladrona, forzarla habría resultado un juego de niños. Pero con suerte podría arreglarlo empleando algún recurso de emergencia.

Extrajo del cinturón un delgado punzón de metal que había obtenido de la punta de un tenedor; lo había llevado consigo justamente en previsión de un contratiempo como aquél.

Empezaron a temblarle las manos ligeramente, por lo que la operación duró más de lo previsto. Por fin, un gratificante clic le hizo saber que lo había conseguido. Tiró hacia sí y el cajón se abrió con facilidad.

El interior estaba tapizado de terciopelo rojo, y el espacio apenas podría albergar un pergamino cuadrado de un pulgar de ancho. Estaba vacío, pero Dubhe no se desanimó. Resiguió el contorno interior del cajón con la uña y levantó la tela. Debajo encontró una hoja muy fina, doblada de forma que apenas resultaba perceptible. La sacó con manos sudorosas y la desdobló.

No era lo que buscaba. Se trataba de un legado con fecha del 13 de mayo. Se le escapó un tenso suspiro. Cogió la hoja con las anotaciones de Theana y buscó la entrada correspondiente a aquella fecha.

«E. Ci., Li. Qui». Reflexionó un instante. Aquellas letras no indicaban ni estantes ni librerías, se referían a otra cosa, y, de repente, se hizo la luz. La sala donde se encontraba era conocida como Espacio Ciano. Al principio no le dio importancia, si bien en su plano ella también había transcrito los nombres que los sirvientes solían emplear para diferenciar las estancias. Contó los cajones. El documento estaba en el quinto. En este caso, «li», libro, era sólo un modo de denominar al cajón; «qui» hacía alusión a que era el quinto.

Sintió una íntima satisfacción. Estaba empezando a atar cabos. Volvió a doblar cuidadosamente el documento, y lo puso de nuevo en su sitio. Cerró otra vez el cajón de modo que nadie pudiera notar que había sido forzado y se sentó en el suelo con las anotaciones en la mano. Buscó el título correspondiente a la fecha que le interesaba: «E. Cua. Li. Oct.».

Repasó mentalmente y con gran escrupulosidad todos los espacios. Espacio del Trono, Espacio de la Caza, Espacio de las Audiencias. Espacio Capitular, Espacio del Príncipe, Espacio de la Reina. Espacio Principal, Espacio de la Representación y Espacio Cuadrangular.

Era una estancia más bien pequeña, con cuatro entradas sin vigilancia. En cada pared había un gran tapiz de vivos colores que describía la historia del linaje de Sulana.

Abrió los ojos de golpe. Los documentos estaban allí, no tenía la menor duda.

Se puso en pie, salió con cautela y se internó en las sinuosidades del palacio.

Recordaba perfectamente el recorrido que debía seguir, pero se llevó una desagradable sorpresa: un guardia estaba haciendo su ronda justo en el corredor de donde partía la escalera que daba a la sala, y se dirigía derecho hacia ella. Dubhe se pegó a un saliente de la pared y contuvo la respiración. Había obrado precipitadamente, sin reflexionar, y ahora no tenía elección.

Desenvainó el puñal y esperó en la sombra, con los músculos en tensión. El soldado estaba acercándose peligrosamente y ella se preparó para atacar; pero cuando ya todo parecía perdido, el guardia giró por otro corredor y se alejó.

Dubhe no esperó ni un segundo. Se lanzó escaleras arriba y entró en la Sala Cuadrangular. En aquella zona del palacio los guardias hacían doble turno, y al mirar a su alrededor comprendió que aquél era el mejor lugar para esconder un valioso tesoro. Las otras tres entradas conducían a los aposentos de los nobles, al jardín y a las salas de representación, lo cual hacía que quienquiera que quisiera robar algo allí tuviera que correr un gran riesgo, pues aquella zona no ofrecía ninguna vía de escape segura.

Procuró calmarse, iba por el buen camino, pero ahora tenía que pensar muy bien cómo actuar en el menor tiempo posible. Inspiró profundamente y recordó la anotación: «Li. Oct.».

Echó un vistazo a los tapices, pero eran demasiado complejos, demasiado cargados de detalles y colores. Reconoció a Sulana cuando era joven, con el primer Learco en brazos, y también a Kharva, el patriarca de la dinastía, pero no lograba ver qué relación podía tener aquello con lo que ella estaba buscando. En especial un dibujo que representaba una batalla naval: no le decía nada. Sin embargo, no se dejó vencer por el desaliento y cerró los ojos para no distraerse. Lo que contaba era la visión de conjunto, sólo así podría dar con aquella pista que estaba resistiéndosele. Un ruido de pasos interrumpió el hilo de sus pensamientos.

Se volvió y empuñó con fuerza el cuchillo. «¡Lo que faltaba!».

Se ocultó junto a la puerta de la que provenía el ruido y se preparó para atacar. En cuanto vio una silueta indeterminada cruzando el umbral, le tapó la boca con la mano libre y la empujó contra la pared, golpeándole la cabeza. Alzó el puñal, dispuesta a clavarlo con todas sus fuerzas, pero cuando estaba a escasos milímetros de su garganta se detuvo. Frente a ella, con los ojos desencajados por la sorpresa, estaba Learco. Dubhe sintió que la atravesaba con la mirada y soltó la presa de inmediato.

—¡¿Quién anda ahí?! —bramó una voz desde el fondo de la escalera. Al momento, el sonido metálico de una espada desenvainándose invadió la bóveda del corredor. Dubhe sintió que le flaqueaban las piernas. Pero Learco reaccionó al instante, empujándola fuera de la sala y ocultándola tras una puerta entreabierta del atrio lateral. Le indicó por señas que guardara silencio, se arregló la ropa y esperó a que llegara el guardia tratando de simular que todo estaba en orden.

—Soy yo —dijo con nervios de acero en cuanto el soldado apareció en el pasillo.

—Disculpad, Alteza, no sabía que estuvierais aquí… —La voz del soldado casi rozaba la puerta. Dubhe oyó el ruido de la hoja entrando de nuevo en la funda y, al instante, al hombre arrodillándose.

—No tienes por qué excusarte, soldado. Sólo cumplías con tu deber. Ya puedes irte.

En cuanto se quedaron solos, el príncipe la sujetó de la muñeca.

—Cállate y sígueme —le ordenó.

Ella no reaccionó. Se dejó llevar como un peso muerto por los corredores del palacio, hasta que llegaron a una empinada escalerilla de hierro. Dubhe sabía que conducía al tendedero, una buhardilla de techo bajo que los soldados raramente vigilaban.

En cuanto hubieron subido, Learco la arrojó al suelo sin la menor consideración. Tenía la mano apoyada en la empuñadura de la espada y estaba serio, terriblemente serio; Dubhe jamás lo había visto así.

—¿Qué estabas haciendo allí?

No había ni rastro del joven que había conocido durante sus encuentros secretos. Su rostro tenía una expresión fría y hostil.

«Tengo que matarlo —le dijo una voz cargada de dolor—. Debí hacerlo la primera vez, cuando estábamos en el claro tras el enfrentamiento con los salteadores. ¿Acaso ayer no tomé una decisión?».

—¿Por qué vas vestida de este modo? —inquirió el príncipe.

Dubhe no podía apartar los ojos de él, sin dejar de pensar que tenía que matarlo, allí, en aquel preciso instante.

—Te he traído aquí en lugar de entregarte al soldado. ¿Sabes lo que eso significa?

En la inflexión de su voz había un matiz de ternura, pero a Dubhe le entraron ganas de reír. Él no sabía nada de ella, ni siquiera ahora era capaz de entender. Su boca se tensó esbozando una sonrisa. Learco la miraba fijamente, incapaz de definir aquella reacción.

—¿Se puede saber qué es lo que te parece tan divertido?

Sus miradas se encontraron, y la seguridad de que hacía gala la noche anterior flaqueó. Algo en su interior seguía diciéndole, contra toda lógica, que aún podría haber un final distinto, que realmente él era su tabla de salvación.

—Me divierte comprobar que no tienes ni la más remota idea de quién soy… —respondió con un tono de estudiado sarcasmo.

Learco desenvainó la espada y la apuntó contra su garganta.

—¿Ahora te parece menos divertido?

Ella siguió sonriendo.

—Podría matarte en cualquier momento. Ni tres espadas, ni otros dos soldados, bastarían para detenerme.

«Están a punto de caer todos los velos, y con ellos las mentiras. Finalmente sabrá quién soy, y será la última cosa que hará antes de morir», pensó mientras una ola de hielo ascendía desde su corazón hasta su cabeza.

Learco no trató de ocultar su desilusión.

—¿Quién eres realmente?

Hubo un instante de silencio, durante el cual ninguno de los dos tuvo valor para continuar con aquella farsa.

—Me llamo Dubhe.

La mano de Learco tembló imperceptiblemente en la empuñadura de la espada, pero al momento la sujetó con fuerza.

—¿Estás aquí por mí?

—No.

—Es por mi padre, entonces.

Una simple constatación, que brotó de sus labios casi con vergüenza.

Dubhe cerró los ojos, y sólo fue capaz de asentir. La severidad de la mirada de Learco empezaba a resquebrajarse, permitiendo mostrar, tras aquella impostura de príncipe guerrero, al muchacho del torrente que le había confiado su pasado. Algo ardió en su pecho, algo intolerable que hizo aflorar las lágrimas hasta sus ojos.

—¿Te envía la Gilda?

—No.

—¿Ido?

—No.

Dubhe apartó la mirada, incapaz de soportar aquel interrogatorio.

—¿Mi tío? —preguntó él tras una brevísima pausa.

—No —respondió desconsolada. Sentía que no podía contener las lágrimas por más tiempo.

Learco apoyó la espada en su cuello, suavemente pero sin titubear. Dubhe leyó en sus ojos el esfuerzo que para él suponía aquel gesto.

—Quiero la verdad, y te conviene decírmela, o de lo contrario te mataré.

No era un farol: el tono de su voz indicaba que ya no tenía nada que perder. Dubhe notó una lágrima descendiendo por su mejilla. No era un mal momento para morir, sobre todo si era la mano de Learco la que iba a brindarle la paz.

—He venido aquí para matar a tu padre, pero no me envía nadie. Es un asunto personal —confesó con un hilo de voz.

—¿Por eso hiciste que te salvara, y después me sedujiste para entrar en palacio?

Algo en su interior gritaba con tal intensidad que tapaba cualquier otra voz… Pero ¿cómo podía explicárselo? ¿Cómo decirle que todo cuanto había habido entre ellos no tenía nada que ver con su misión y que, por el contrario, más bien le había supuesto un obstáculo? ¿Cómo explicarle hasta qué punto lo amaba, aunque no hubiera la menor lógica en ello? ¿Cómo decirle que hasta aquel momento no lo había admitido realmente, ni siquiera en su fuero interno?

—No fue como dices —respondió como en una exhalación.

Esta vez fue Learco quien se rio.

—Mientes —dijo con desprecio.

—No es cierto. Estoy aquí porque hace un año tu padre salvó su vida a costa de la mía, y lo único que puedo hacer ahora para evitar una muerte horrenda es asesinarlo.

Learco no se dejó impresionar, al contrario, aumentó la presión de la espada en su cuello.

—¿Por qué debería creerte?

—Porque jamás te he mentido.

El príncipe volvió a estallar en una carcajada, y ella sintió que se hundía.

—No has hecho más que contarme embustes. Tu nombre, quién eres, de dónde vienes…

—¡No! ¡Lo que te dije de mi pasado es cierto, es todo cierto!

Las lágrimas empezaron a descender incontenibles por sus mejillas y bajaron hacia sus labios.

Se descubrió el brazo, pues el efecto de la magia de Theana ya se había disipado casi por completo; lo sabía porque sentía cómo palpitaba el símbolo bajo la tela de la casaca. Se lo mostró y, sin dejar de sollozar, le contó cómo fue engañada. Le explicó lo del robo, ni siquiera omitió los horrores que había cometido. Le habló de su largo viaje para salvar la vida, y del único camino que Sennar fue capaz de indicarle: matar a quien le había impuesto la maldición.

Cuando hubo acabado su relato, se sintió vacía, exhausta, cansada de su propio dolor, pero, de algún modo, confortada a la vez. Ahora que él lo sabía todo, ya no importaba lo que pudiera suceder.

Learco bajó lentamente la espada y se sentó en el suelo, a su lado. Se pasó la mano por el cabello y suspiró.

—¿Qué debo hacer contigo? —le preguntó mientras esbozaba una sonrisa desconsolada.

Ella permanecía inmóvil.

—Mátame —contestó como en un suspiro.

—¿Qué?

—O yo tendré que matarte a ti. No hay elección. Tú debes salvar a tu padre y yo debo salvarme a mí misma.

Learco le lanzó una mirada tan llena de desesperación que Dubhe sintió que iba a romperse.

—¿Y por qué debería hacerlo? —dijo al fin—. ¿Para proteger a un hombre que vive de la muerte de los demás? No, gracias. Yo no te detendré —añadió alejando la espada—. ¿Quieres matarme? ¡Hazlo! —Sus ojos brillaban con febril inquietud—. Pero si todo lo que me has dicho es cierto, tienes que hacerlo ahora —concluyó, señalando el puñal que ella seguía teniendo en la mano.

Dubhe lo vio centellear en la oscuridad, como si la hoja hubiera capturado y aprisionado cada esquirla de luz de aquella estancia.

Lo alzó un instante. El puñal que le había regalado el Maestro… Al fin lo arrojó, y mientras oía tintinear el metal chocando contra el suelo, se abrazó al cuello de Learco y se abandonó a un llanto desesperado. Él permaneció inerte entre sus brazos, pero a ella ya le bastaba con poderlo estrechar contra sí y pensar que nada de aquello había sucedido realmente.

La mano del joven empezó a ascender despacio por su espalda y se detuvo a la altura del cuello; aquella cálida presión la hizo estremecerse de placer. La besó como la primera vez, y fue un beso largo, sin tiempo. Dubhe sintió que algo había cambiado irremediablemente. Tratar de recorrer un camino distinto, fingir que Learco no había existido, y volver a ser la misma de un año atrás era un total despropósito.

Al fin se sentía libre; el Maestro y Lonerin eran dulces, lejanos recuerdos. Sólo existía la muda promesa de Learco abrazándola, y sus manos que la acariciaban, rozando delicadamente la sinuosidad de su garganta, la curva de su seno.

Le quitó la casaca con suavidad, la dejó en el suelo, y ella lo abrazó con fuerza. Tal vez la belleza de aquel momento sólo duraría un instante, pero Dubhe estaba segura de que valdría por una vida entera.