14

La decisión

El aire huele a sangre, Learco ya ha aprendido a reconocer su sabor metálico y dulzón que se agarra a la nariz. Las primeras veces le provocó náuseas. Forra, por el contrario, lo considera el mejor perfume del mundo, y no pierde ocasión de llenarse los pulmones con su efluvio. El viento azota el llano y levanta nubes de polvo. El Thal, el mayor volcán de la Tierra del Fuego, resopla en lontananza, pero Learco no siente nada. En sus oídos aún retumban los gritos de dolor y los golpes de espada. Toda la esencia de la muerte está allí, en aquel silencio ensordecedor y molesto. Está temblando, y le cuesta sostener la espada entre las manos: la sangre ha vuelto resbaladiza la empuñadura. Su única esperanza reside en poder llenar aquel vacío con el sonido de su propia respiración. Pero el silencio parece comérselo todo, hasta el sonido sibilante del ruido del aire al entrar y salir de sus pulmones.

El suelo está sembrado de cadáveres, despuntan entre las ruinas de las casas aún humeantes, y él se siente hostigado por todos aquellos ojos sin mirada. A los dieciséis años ya ha presenciado más matanzas de las que un hombre podría soportar en toda su vida. Desde que le ordenó matar a aquel anciano, Forra lo ha enviado siempre a primera línea, obligándolo a exponerse sin la protección de sus compañeros. Pero Learco ya no teme a la muerte, porque sabe que es la única consolación a su alcance para poder huir de aquella tortura. Su cabeza es un hervidero de pueblos devastados donde se posan los cuervos, de gente cuya agonía se ve obligado a presenciar.

—Da una vuelta de reconocimiento y no dejes supervivientes —le ordena su tío.

Una orden que ya ha oído otras veces, pero a la que sigue sin lograr acostumbrarse. Durante la batalla ataca sólo porque el instinto de supervivencia mueve sus manos. Lo cierto es que, en el fondo de todo ese dolor subyace el deseo de que su padre lo acepte.

Pero el rey nunca le ha dedicado una palabra afectuosa. Cada vez que regresa a palacio, Dohor espera a escuchar el relato de su lugarteniente antes de pronunciarse. No se fía de la palabra de su hijo, que, mientras tanto espera, con el cuerpo contorsionado en una profunda reverencia, frente al trono. Si las palabras de Forra son favorables, el rey comenta someramente sus triunfos limitándose a decir que ha cumplido con su deber, pero cuando es informado de sus habituales resistencias, sólo le dedica palabras de desprecio.

No sirve de nada ser más despiadado en el próximo combate. Learco ha tratado de luchar con más ardor, reprimiendo las náuseas y el asco, avanzando imperturbable por la senda que Forra jamás se cansa de señalarle. Pero ¿de qué sirve, si su padre ni siquiera le reconocerá el mérito de haberlo intentado? Él nunca será como el primer Learco; haga lo que haga será una mala copia, una hoja emborronada que hay que romper en mil pedazos.

En el silencio absoluto de aquellos recuerdos, oye el tintineo de una espada, el ruido sordo y pesado de unos pasos de hombre: Forra. Lo reconocería entre otros miles, pero evita volverse y deja que se acerque.

—Bien hecho —le dice su tío dándole una palmada en el hombro. Finalmente se ha roto el silencio, pero no sólo eso: algo se ha roto dentro de Learco. Lo que ha sucedido es atroz, y sólo ahora lo comprende: cegado por el deseo de complacer a su padre, ha combatido a los rebeldes al lado de sus compañeros de armas, pero al hacerlo ha permitido que Forra masacre a civiles inocentes. Un grito desgarrador nace de su interior, y lo deja sordo durante todo el día. Cubre las celebraciones, cubre las palabras de felicitación de Forra, cubre los elogios de los otros soldados que finalmente lo ven como uno de los suyos. Learco se mueve como aturdido, consciente de haber cruzado el último límite, el único que jamás debería haber traspasado. Ahora es un cómplice, como todos los demás.

Cuando cae la noche, el fuego rasga la oscuridad. La hoguera hace arder los cuerpos amontonados, borrando cualquier recuerdo vinculado a aquella aldea.

—¡Esto es lo que le ocurre a quien se subleva contra nuestro rey! —brama Forra, aclamado por los gritos delirantes de la tropa.

De improviso, Learco se desploma tras una tienda, sacudido por las arcadas.

—Pusilánime —le susurra su tío apretando los dientes cuando lo ve. El chico se vuelve hacia él, sin fuerzas para reaccionar—. ¿Te ha impresionado, mujercita? ¡Eran malditos rebeldes!

—Eran mujeres y niños…

—¡Que se habrían hecho mayores! Adiestran a las mujeres y a los niños en el uso de la espada, y los hacen practicar con fantoches que representan a tu padre y a ti. ¿Sabías que matan a pedradas a los mensajeros que enviamos a estas tierras?

Learco no responde. No tiene sentido hablar. Forra pertenece a otro mundo, jamás podrá comprender lo que siente su corazón. Ningún pecado merece un castigo como el que han infligido en esa aldea. Un niño siempre es un niño, e incluso bajo la armadura de un soldado corre la sangre de un simple muchacho.

—Ponte en pie y deja de hacer escenas. La guerra es el alimento de todo rey que se precie. Vete acostumbrando o, de lo contrario, esta noche volverás a probar mi fusta.

Learco obedece, se incorpora y se limpia la boca con el dorso de la mano. No importa saber por qué no es capaz de rebatirlo; en cualquier caso, ahora ya no podrá olvidar.

En plena fiesta, abandona todo aquel jolgorio y se retira a sus pabellones. Nadie se da cuenta. Todos están demasiado ocupados divirtiéndose para percatarse del vacío absoluto que hay en sus ojos.

Se sienta en un banco y coge la espada. La hoja refulge, atrayente, y él apoya la muñeca hasta que se dibuja una sutil línea roja. La última cosa que ve es el rostro contraído de Forra en la entrada de la tienda.

* * *

LEARCO le enseñó a Dubhe la muñeca izquierda. Había una marca, un surco sin apenas profundidad, que la atravesaba de un lado a otro. Ella la miró como hipnotizada. Brillaba a la pálida luz de la luna. Alargó los dedos para acariciarla y un escalofrío recorrió su espalda. Ambos estaban en un apartado rincón, en una zona umbrosa del jardín. Allí nadie podía verlos ni molestarlos.

—No sé por qué vino a buscarme Forra. Sigo preguntándome si fue un milagro o una gran desgracia. Se puso a gritar como un poseso, llamó al sacerdote y a un par de magos. Perdí el conocimiento casi de inmediato. Sólo sé que me desperté al día siguiente y que me habían arrancado de las garras de la muerte.

Learco miraba hacia delante. Dubhe pudo sentir en el sufrimiento que traslucía su silueta, y pensó en todas las veces que ella también había acariciado aquella idea. Cuando el Maestro la dejó, quiso morir; la última vez fue en la caverna de las Tierras Ignotas, cuando se dejó deslizar hacia las profundidades del lago.

—Mi padre tampoco cambió su actitud en esa ocasión. «Has cometido una estupidez, algo propio de débiles. Pero aún eres un niño y no eres capaz de comprenderlo. Por eso haré como si no hubiera sucedido nada», fue todo cuanto me dijo, y me destinó al servicio personal de Forra durante un mes.

Learco se volvió y le cogió la mano. Ella no supo sustraerse a aquel contacto: la mantuvo inerte entre las suyas, sintiendo la frescura de su palma.

«Manos que matan, como las mías».

—A mí también me pasó —dijo de corrido.

«No le expliques esto también, no lo hagas…», pero no podía callarse, las palabras oprimían sus labios, y ahora ya pesaban como el plomo.

—Sucedió cuando murió el hombre que me había salvado la vida. —Deseó que la interrumpiera, deseó poder escapar de algún modo, pero su cuerpo quería permanecer allí, como si estuviera bajo el efecto de un sortilegio—. Era mi Maestro, y lo maté yo.

Se le rompió la voz, pero siguió hablando:

—Cuando lo hirieron por salvarme la vida, decidí curarlo utilizando unas hierbas. Con la ayuda de un libro le preparé un emplasto para sanarlo. Quería que se salvara y que dejara de mirarme con todo aquel dolor. Entonces, un día le apliqué el preparado y él empezó a temblar al contacto con mis manos. Me sonreía y me susurraba que pronto habría acabado todo. Nunca antes había sonreído. Yo lo abracé, grité desesperada que no me dejase sola, pero al poco se abandonó en mis brazos, sin vida. En la mixtura localicé un veneno, y fue entonces cuando descubrí que se había dejado envenenar lentamente, porque quería que fuera yo quien lo matase. Y yo, sin saberlo, cumplí su voluntad.

Dubhe se volvió rápidamente, temiendo que en la mirada del príncipe hallaría la misma insoportable piedad que había exhibido Lonerin. No podría soportarlo, y empezaron a brillarle los ojos.

Learco, en cambio, la tomó entre sus brazos y dejó que se desahogase. Las lágrimas descendían hirvientes por sus mejillas, y Dubhe disfrutó cada instante de aquel contacto tan íntimo e inesperado. Él se apartó, tomó el rostro de la joven entre sus manos y acercó los labios a su boca. Era como correr hacia un precipicio, deseando detenerse y caer al mismo tiempo. La tentación era demasiado fuerte, y al fin Dubhe claudicó. Dejó que la besara, y en un segundo la dulzura de aquel gesto la llenó de un sentimiento nuevo, bello y peligroso. Los labios del príncipe eran suaves y estaban húmedos, y Dubhe sintió un calor descendiéndole desde la garganta hasta el estómago, venciendo la aprensión que la había dominado hasta hacía unos instantes. Cerró los ojos en la oscuridad, casi como si tuviera miedo de descubrir que no era cierto. Al fin reaccionó y se apartó de él con violencia. Miró a Learco con una mezcla de desaprobación e incredulidad.

Él parecía avergonzado.

—Perdóname, yo…

No dejó que terminase. Se levantó de golpe y comenzó a andar, sin decir una palabra. Learco apenas tuvo tiempo de alcanzarla y cogerle la mano.

—Lo siento, no quiero que huyas de mí…

—No puedo —dijo ella, incapaz de mirarlo a la cara. Se soltó de su mano y se encaminó hacia los pisos subterráneos.

* * *

Corrió hasta su habitación, pero se quedó en la puerta. En el interior estaba Theana, y ella necesitaba soledad. Entró en la cocina con la llave que le había dado Volco para que pudiera hacer su trabajo a cualquier hora del día.

Se sentó en el suelo, con las piernas abrazadas sobre el pecho. Lloró, ahogando los sollozos entre las rodillas. Se sentía confusa y alterada.

Aún conservaba en sus labios la suavidad de los de Learco, y fue consciente de que aquel beso le había sabido a poco. Sufría, porque estaba segura de que no podría renunciar a él. Learco se había introducido bajo su piel, como una droga. La había envenenado solapadamente. No había cura para su maldición si no pasaba por encima de todo cuanto sentía por el príncipe y asesinaba a su padre; pero tampoco había cura fuera de él, lo veía con dolorosa claridad.

Hundió la cabeza entre las rodillas, preguntándose con una sonrisa de desesperación si no era mejor antes, cuando nada iluminaba sus días y ni siquiera había esperanza de hallar esa luz. Y ahora que podía verla pero sabía que no podía alcanzarla, se sentía destrozada.

* * *

Cuando por fin entró en la habitación, tenía los ojos rojos y la cabeza le daba vueltas. Theana dormía plácidamente en su cama. Extrajo sin prisas el pergamino que contenía las anotaciones y examinó el mapa que había trazado a lo largo de aquellos días. Tendría que actuar, sólo así podría poner fin a aquel sueño absurdo que había colmado sus noches. Había nacido Asesina, y eso no podía cambiarse: tenía razón la Gilda. Así pues, haría lo que tenía que hacer, con o sin Learco.

Se sentía impávida y llena de determinación, como la noche en que decidió quedarse con Sarnek y emprender la senda del asesinato. Lonerin le había enseñado a decidir. Pues bien, acababa de tomar una decisión, clara y definitiva.

Echó un vistazo al mapa y superpuso mentalmente los lugares donde le parecía haber visto el símbolo que Theana le había enseñado. Estableció mentalmente el recorrido que llevaría a cabo la noche siguiente y volvió a guardarlo todo. El alba no tardaría en llegar, y tenía que dormir al menos un par de horas si quería recuperar fuerzas para la jornada que estaba a punto de comenzar.

Aún permaneció un rato despierta en plena oscuridad, obstinadamente tendida de lado, inmóvil, moviendo una mano de vez en cuando y pasándosela con rabia por la mejilla para enjugarse las lágrimas, lágrimas que seguían cayendo a su pesar. Sólo cuando despuntó el alba, logró que desapareciera de su boca la sensación que aquel beso le había dejado impresa.