13
Avanzando
THEANA desplegó sobre la cama una hoja de pergamino repleta de anotaciones. Dubhe se inclinó para examinarlo. Era una relación escrita por la propia maga, donde aparecían una serie de libros y documentos con anotaciones al margen que indicaban su ubicación. Cada uno podía reconocerse por un símbolo: un grifo estilizado que llevaba en la boca algo sumamente parecido a un pentáculo.
—En el catálogo de la biblioteca constan muchos libros que en realidad no se encuentran allí, y todos están marcados con este símbolo. En su lugar he hallado duplicados, y si he comprendido bien las abreviaturas, en su mayoría se trata de legados, cronologías y pactos refrendados. Tal vez los documentos que buscas se encuentran justamente entre éstos.
Dubhe aguzó la vista. Cribó su memoria, tratando de recordar cada instante de su investigación, hasta el momento infructuosa. Visualizó de nuevo los salones, las paredes, los cuadros y hasta los muebles. Y entonces volvió a ver el símbolo.
—¿Me estás escuchando?
Dubhe ni siquiera oyó su voz. De repente había recordado una estancia prácticamente desamueblada donde había visto un cuadro que le había llamado la atención. Una de las figuras sostenía un pergamino en el que había algo impreso. Ahí estaba, nítido y rojo. Era el grifón que le había mostrado Theana, y ése no era el único lugar donde lo había visto.
—Dubhe, ¿te sientes bien? Te noto extraña desde que has entrado…
—Lo he visto —respondió ella con los ojos muy abiertos—. He visto el símbolo. Aparecía en un cuadro, y también en el arquitrabe de una chimenea. También estaba en la puerta de un aparador, pero era pequeño, casi invisible.
Theana se la quedó mirando, asombrada, pero con una esperanzada sonrisa en los labios.
—¿Qué documentos son? —preguntó Dubhe al tiempo que le arrancaba la lista de las manos—. Nombres genéricos: «Documento del 15 de marzo», «Crónica del 23 de diciembre», «Libro reencontrado el 8 de enero».
Sintió que algo se movía en su interior. Tal vez iban por buen camino.
—Son éstos —murmuró.
—Sabía que iba a resultarte de utilidad —respondió Theana, con un comprensible matiz de orgullo en la voz.
Tenía razón, había estado realmente brillante, pensó Dubhe. Cogió el pergamino, se sentó en la cama y lo leyó con avidez.
—Lo único que tenemos que hacer es rastrear todos los símbolos que hay en el palacio y hallar el que contiene el documento que buscamos —observó.
A su lado, Theana sonreía complacida. Al verla así, Dubhe sintió algo parecido a la ternura.
No obstante, el cansancio estaba pudiendo con ella. Suspiró, y guardó el pergamino bajo la almohada.
—Vamos —dijo—. Tenemos que descansar un poco; mañana hay que volver a salir a escena.
Dejó caer la cabeza sobre la almohada, a la espera de que la inconsciencia se apoderase de ella cuanto antes. Estaba agotada, no sólo por haber estado dando vueltas toda la noche, sino porque la Bestia la había visitado de nuevo, y la había cogido desprevenida. Sucedió tras su encuentro con Learco, en las murallas del jardín. Aquellas charlas nocturnas siempre la dejaban agotada y confusa, y cuando ya estaba descendiendo hacia los pisos inferiores, sufrió un mareo repentino sin ninguna razón aparente. Se apoyó en la pared, la cabeza le daba vueltas, y entonces sintió aquellos arañazos en su interior, aquella sensación que la dejaba helada en cuanto aparecía.
Se descubrió el brazo y pudo comprobar que el símbolo había vuelto a hacerse visible. Cuando era necesario, lo disimulaba con la poción que le había preparado Theana, y por lo general el efecto duraba un par de días como mínimo. Pero aquella noche palpitaba ligeramente, y hasta los símbolos que la maga había trazado durante el ritual podían apreciarse en forma de trazos sinuosos y blanquecinos que brillaban pálidos sobre su piel.
Estaba empeorando. Cerró los ojos e inspiró profundamente, y cuando volvió a abrirlos, el símbolo ya no palpitaba. Sabía con toda certeza que aquello era un mal indicio, pero se negó a darle mayor importancia. Estaba sucediendo otra cosa muy importante, que concernía indirectamente a Learco.
Ahora ya se encontraba casi todas las noches con el príncipe, y cada vez que sucedía, ella lo vivía como una sublime tentación. Al principio se decía que Learco era una pieza importante para la buena marcha de su misión, pero sus charlas nunca versaban sobre asuntos que pudieran ser provechosos para sus indagaciones. Principalmente se sentaban en la galería y hablaban del pasado. Learco estaba casi tan perturbado por sus recuerdos de infancia como ella: la guerra, los malos tratos infligidos por Forra, los enfrentamientos con su padre, al que odiaba y amaba a la vez. Dubhe lo escuchaba embelesada; hasta ese momento había creído que no existía nadie que pudiera conocer el mismo infierno que ella había conocido.
Su corazón latía intensamente con cada secreto desvelado, y al final, casi sin darse cuenta, ella empezó a sincerarse a su vez.
La segunda noche ya le contó la historia del proceso. Al principio trató de enmascarar la verdad manteniendo la fachada de una humilde sirvienta, pero en seguida comprendió que era inútil. Las palabras brotaban como un río desbordado, hasta el punto de que le resultaba muy difícil refrenarse. Entonces acababan escapando y se reprendía a sí misma por ser tan ingenua. No debía bajar la guardia, ella era una Asesina, y había ido al palacio por un motivo muy concreto. Todo lo demás tenía que resultarle totalmente accesorio.
Se juró a sí misma que no volvería a ver al príncipe, pero sólo fue capaz de saltarse una cita. Al día siguiente, cuando Learco se cruzó con ella por los corredores de los subterráneos, la sujetó de un brazo y la obligó a mirarlo a los ojos.
—¿Acaso la última noche te dije algo que te sentó mal?
—Nada —respondió ella, bajando la vista de inmediato.
—Entonces ¿vendrás mañana?
—No puedo —dijo Dubhe, mordiéndose los labios. Era difícil no ceder a la tentación, pues sin duda una parte de ella quería continuar. Pero no podía, porque tarde o temprano aquellos ojos se llenarían de resentimiento. Ella tenía que matar a su padre, y estaba segura de que Learco la vería como un enemigo. Para siempre.
—¿Por qué?
Lo miró con ojos implorantes.
—Mañana por la noche estaré en el jardín. Si quieres, ya sabes dónde encontrarme.
Y ella se marchó con las manos sudadas y los ojos bajos. Cuando estaba con él, ni siquiera era capaz de adoptar la mirada bondadosa que ponía durante toda la jornada, y que era su cobertura. Con él, sus ojos volvían a ser dos pozos de tinieblas.
Cuando llegaba a su habitación se sentía aliviada, y se juraba que no volvería a caer. Pero todas las noches aceleraba el paseo por el palacio para poder estar allí cuando la luna estuviese alta. Siempre lo encontraba sentado, esperándola, él y sus ojos verdes a los que era imposible mentir.
Le contó lo de cuando el Maestro la obligó a matar al cervatillo, le habló de su adiestramiento. La verdad salía de sus labios contra su voluntad, y la dejaba abatida. La adornaba con mentiras piadosas, las suficientes para que Learco no sospechase demasiado. Estaba sucediendo algo de una gran magnitud, algo terrible, pero también era algo muy placentero. Nunca se había sincerado con nadie de un modo tan abierto. No lo había hecho con Jenna, con quien compartió muchos años de trabajo, ni con el Maestro, ni siquiera con Lonerin.
Learco absorbía su sufrimiento, la comprendía, era igual a ella y tan distinto al mismo tiempo… Formaba parte de ella y le resultaba un extraño a la vez, lo sentía lo bastante próximo para experimentar su dolor, y lo bastante distante para no poder aliviarlo. ¿Cómo podía decir que no a algo así?
Dubhe se permitió demorarse unos instantes en aquellos pensamientos. Y entonces el sueño lo cubrió todo.
* * *
La noche siguiente la dedicó a estudiar. Hasta entonces había ido de reconocimiento cuando caía el sol. Había descubierto muchas cosas, pero tenía la clara sensación de que avanzaba dando pasos demasiado cortos, en vista de la velocidad con que la maldición estaba devorándola. Ahora, Theana y ella ya repetían el ritual cada diez días, pues al séptimo sentía los arañazos de la Bestia en lo más profundo de su estómago.
Durante aquel mes de trabajo había logrado ganarse la confianza del personal de palacio, y por fin había conseguido acercarse a Dohor para estudiar sus hábitos. Siempre se desplazaba acompañado de dos hombres vestidos con ropa sobria y oscura, sin ningún distintivo, dos individuos con rostros aparentemente vulgares, difíciles de recordar. Pero no para ella, puesto que eran dos Asesinos: los había visto en la Casa el día de su iniciación. Ambos lo seguían a todas partes como si fuesen su sombra, y además uno de ellos era su catador personal; por la noche vigilaban los aposentos reales relevándose continuamente. Para darse ánimos, Dubhe se repetía sin cesar que había sido capaz de derrotar a Rekla, su temible perseguidora, y, por tanto, no debía preocuparle tener que enfrentarse a dos vulgares Asesinos.
Durante el día, Dohor seguía una rutina más bien rígida. Se despertaba al alba, audiencia matutina con los ministros —en especial con Forra, cuando estaba en palacio— y después una hora de adiestramiento en combate armado, aunque ya hacía muchos años que empuñaba una espada en el campo de batalla. Dubhe pudo espiarlo fingiéndose enferma en la cocina. El hecho de que Theana y ella fueran las preferidas de Volco le había resultado muy útil para obtener pequeños privilegios. A juzgar por sus movimientos, el rey debió de ser un discreto espadachín, pero el alejamiento del campo de batalla había disipado su bravura. De hecho, ya pasaba ampliamente de los cincuenta, y era lógico que sus reflejos hubieran mermado.
Dubhe sabía que no sería fácil matarlo, pero era una empresa viable. Ya había decidido que actuaría de noche, colándose en su alcoba tras burlar la vigilancia de los Asesinos.
Sin embargo, lo que le preocupaba eran los documentos. Ni un indicio, ni una palabra al respecto pronunciada por descuido… En ese sentido, el descubrimiento de Theana, la noche anterior, había resultado de lo más oportuno.
Tendida en la cama, Dubhe se dedicó a analizar la lista de su compañera, que estaba durmiendo al lado, exhausta.
Observó que había una fecha anotada junto a cada volumen. Aquél era el mejor dato para poder deducir en qué lugar habían sido ocultados los documentos que necesitaba. Recordaba perfectamente cuándo le habían pedido que robara el botín: fue el mismo día en que la Bestia había entrado en su vida. Fue el 16 de octubre. Bastó con seguir la lista, y en seguida halló lo que buscaba.
«Car. 106».
La fecha estaba cifrada, pero la suerte jugaba a su favor, porque en realidad se trataba del décimo sexto día del décimo mes. Se permitió unos instantes de regocijo, y procedió a leer las anotaciones:
«E. Cua. Det. Li. Oct.».
Theana le había dicho que los ejemplares estaban ordenados por estante, número de libro y fila delantera o trasera. La «E» sin duda correspondía a estante, y «Cua.» podría ser cuarto, o cuadragésimo, pero en ese caso sería una librería demasiado alta. Dubhe registró igualmente aquel dato y siguió adelante. «Det.» podría indicar que los documentos se hallaban detrás de cualquier otra cosa, ya que otros muchos volúmenes llevaban la anotación «Det.» o «Del.» para designar en qué fila estaban. En cambio «Li. Oct.» era con toda probabilidad libro octavo. U octogésimo, pero era difícil que existieran librerías con filas tan largas.
Así pues, los documentos estaban en alguna parte, bajo alguno de aquellos símbolos diseminados por el palacio, en el cuarto estante, fila de detrás, octavo libro. Pero ¿dónde?
Dubhe respiró y se situó boca arriba, con el pergamino aplastado bajo su cabeza. No debía dejarse vencer por el desánimo. Ahora ya estaba cerca de hallar la solución, y también sabía que matar a Dohor no era una empresa imposible. Todos los hombres tienen cierto aspecto patético cuando duermen, y él no sería la excepción. Se vio entrando en su alcoba y alzando el puñal. Sabía que esta vez la alegría que sentiría al matarlo no provendría de la Bestia: sería suya y sólo suya, y le produciría un alborozo genuino y sincero.
Pero ¿y después? Una vez le oyó decir a un sacerdote que la vida es espera. Uno está proponiéndose objetivos continuamente, y acaba consumiendo su existencia a la espera de alcanzarlos. Tras cada paso que se da, hay que abrir un nuevo camino; de lo contrario, sobreviene la muerte. Al final del camino de Dubhe se hallaba el asesinato de Dohor y la muerte de la Bestia. Pero ¿podía asegurar que eso era lo que deseaba realmente? ¿Ése era el objetivo que anhelaba con todas sus fuerzas? ¿Y qué camino abriría su enésimo homicidio?
Lonerin se lo había preguntado muchas veces. Ella siempre se enfurecía cuando él cuestionaba que desease salvar la vida realmente. Aunque tal vez no fuera desencaminado, se decía ahora, mientras miraba el techo. La perspectiva de regresar a Makrat y dedicarse a robar le produjo una inmensa sensación de soledad. Lonerin luchaba por el Mundo Emergido, y Theana también. Pero ¿y ella? En su alma sólo había un vacío imposible de llenar.
La imagen de Learco irrumpió en su mente. Él también arrastraba una carga igual de pesada, pero había hallado las fuerzas que le permitían seguir su propio camino. No se había detenido en la culpa, había ido más allá, se había enfrentado a sí mismo. Finalmente, Dubhe había descubierto que compartían los mismos valores. Por eso él era un fruto prohibido que no debía tocar. Si realmente quería matar a Dohor, no podía permitirse el menor sentimiento, tenía que cortar de raíz aquel arrobamiento que la embargaba. Una vez en el trono, Learco la perseguiría por todo el reino para vengar la muerte de su padre, y aunque no quisiera hacerlo por propia iniciativa, sus cortesanos lo obligarían.
Dubhe se revolvió bruscamente en la cama.
«No tiene sentido que piense estas cosas. Debo comportarme como si estuviera segura de lo que estoy haciendo, como si fuese lo que más deseo en este mundo. Porque no quiero morir, eso lo sé con toda seguridad. No quiero y no puedo. Esto es lo único que he de tener presente».
Pero la sensación de vacío no acababa de desaparecer. Permaneció en la oscuridad, mirando fijamente a Theana; las palabras que le había dicho tiempo atrás seguían rondando por su cabeza:
«Y con ese vacío interior tuyo, ¿adónde has llegado hasta ahora?».