12

La espada negra

SENNAR y Lonerin se dirigieron a la torre de buena mañana.

El viejo mago había insistido en el horario; al parecer, su visita al cementerio había vuelto a reavivar sus ansias de acción. Era como si hubiera hallado un motivo de redención, y Lonerin sólo lo vio titubear un instante y alzar la mirada cuando llegaron a la entrada. Sobre sus cabezas había una pequeña ventana, la casa donde Nihal y él vivieron tras la Batalla de Invierno. Durante cinco años, habían tratado de hallar la paz en la Tierra del Viento, antes de tomar la decisión de desaparecer del Mundo Emergido. Sennar lo miró de un modo extraño, pero Lonerin no entendió nada, y al cabo de un instante ya estaban subiendo al primer piso.

La tienda del mercader se encontraba en la zona reservada a los comercios. Tiempo atrás era un lugar que bullía de tenderetes de toda clase, pero ya sólo quedaban algunas tienduchas de telas y de baratijas.

No les resultó difícil dar con la puerta que buscaban. El sacerdote había sido bastante preciso, y en cualquier caso era imposible equivocarse. Al girar por un corredor, se hallaron frente a un único puesto, con la puerta casi sepultada de objetos de toda especie. Las mercancías ocupaban buena parte del corredor, y sólo dejaban libre un estrecho pasillo que los viandantes debían recorrer con la espalda pegada a la pared. Junto a la puerta del comercio había colgados cuadros, espadas y recipientes de distintas clases. En el suelo había alfombras, cestas, sillas e incluso mesas, amontonados unos encima de otros. Encima de la puerta, un hermoso letrero de hierro forjado decía: CASA MOLIO – ANTICUARIO.

Sennar entró el primero, haciendo tintinear con la cabeza las jarras que colgaban del techo. El sonido reverberó por las paredes del corredor, emitiendo un ruido opaco. Lonerin lo siguió con más cautela y, en cuanto entró, se quedó asombrado de la confusión reinante. Parecía imposible que un lugar tan pequeño pudiese albergar tantas cosas… Encastrados en la pared, había un sinfín de estantes combados bajo el peso de los objetos que contenían, y había un penetrante olor a cuero que saturaba la nariz. Sennar le estrechó un brazo.

—Hablaré yo. Tú, entretanto, echa un vistazo por aquí —le dijo, y a continuación, añadió en voz alta—: ¿Hay alguien en la tienda?

Sus palabras se perdieron entre los recovecos del bazar.

Sennar obró con astucia.

—Somos dos coleccionistas de objetos antiguos… Tenemos intención de adquirir material, y el precio no nos asusta.

En esta ocasión el silencio fue breve. Un ruido de pasos arrastrados anunció la llegada de un gnomo ya anciano, que avanzaba renqueante hacia los desconocidos. Era realmente pequeño, incluso más que los de su raza. Era calvo, pero lucía una larga y espesa barba adornada con trenzas y cuentas de vidrio, como era costumbre entre los de su pueblo. Llevaba un par de lentes redondos con montura de oro encajados en su nariz chata, y tenía una expresión circunspecta.

—¿Qué se os ofrece? —les preguntó mirándolos de abajo arriba.

—Venimos de la Tierra del Sol, regentamos un comercio en Makrat. Hemos venido hasta aquí porque contactamos con un joven de estas tierras, un tal Tarik…

Sennar hizo una pausa estudiada y, tal como esperaba, el gnomo enarcó una ceja. Aparte de ese detalle, permaneció impasible.

—Sin embargo, ayer nos enteramos de que murió hace ya algún tiempo…

El gnomo adoptó una expresión contrita, muy propia de las circunstancias.

—Sí, una historia muy triste… ¡Asesinados su esposa y él, y por un robo sin provecho! No tuvieron tiempo de llevarse ningún objeto de valor de la casa…

«Ya, menos mal que de eso ya te has encargado tú…».

Sennar se mordió la lengua. Sentía una instintiva repulsión hacia aquel gnomo. Se fijó en sus manos, sarmentosas y resecas, y se las imaginó hurgando en casa de su hijo. Notó una presencia a su espalda, y el toque casi imperceptible de una mano. Lonerin. Aquello bastó para calmarlo.

—Bien… Nos han dicho que vos os ocupasteis de los objetos de valor que había en la casa.

—Exactamente. ¿Sabéis?, esos dos llevaban una vida muy reservada, no tenían amigos que pudiesen reclamar sus pertenencias, y tampoco sabíamos de ningún pariente, de modo que no había testamento.

El gnomo se sentó detrás de lo que podría ser un mostrador, pero que de hecho no era más que un cuadrado de madera sitiado por no menos de cuarenta figuras decorativas de todas las formas y colores.

—Nosotros estaríamos interesados en adquirirlos —añadió Sennar.

El gnomo respondió, suspirando:

—No será fácil… Ya han pasado unos meses desde el robo, y los objetos salieron en seguida. Nadie habría dicho que en ese lugar habría mercancías valiosas.

—Hagamos lo siguiente —intervino Lonerin—: Nosotros os diremos qué objetos habíamos acordado con aquel hombre que le compraríamos, y vos nos decís si aún están en vuestro poder.

—Como prefiráis.

Sennar volvió a hacerse cargo de la situación. De algún modo era como un juego de azar. Lonerin no había visto jamás a Tarik, de modo que él era el único que podía imaginarse los gustos de su hijo. Recordó con un nudo en el estómago que Tarik, desde que era pequeño, había demostrado tener grandes aptitudes para el dibujo, y que había llenado la casa de apuntes, cada vez más bellos y detallados. No dejó de practicar ni siquiera cuando su madre murió. Se limitó a dibujar sólo para sí mismo: tapizaba con ellos las paredes de su habitación, pero no permitía que salieran de allí, o que su padre los cogiese y los colocase en otros lugares.

—Fue lo primero que se vendió; eran muy buenos, y había muchos —respondió el gnomo—. Hallamos un paquete entero de pergaminos atestados de dibujos debajo de un aparador: espléndidos dragones, sobre todo, y muchísimos retratos de Nihal en todo tipo de actitudes y posturas.

Sennar tragó saliva. La situación estaba resultando más difícil de lo previsto, tenía que armarse de valor, mucho valor, si quería seguir adelante.

—También nos habló de algunos objetos antiguos —intervino Lonerin. Sennar admiró su presencia de ánimo.

—Supongo que os referís a los de su esposa. No creo que quisiera venderlos. Más bien parecen reliquias familiares. Puede que me quede algo…

Avanzó con seguridad hasta una zona bastante polvorienta y oscura de la tienda y cogió una caja de madera. En su interior había algunos collares de muy poco valor. Casi todos estaban elaborados con materiales pobres: hierro forjado y toscas cuentas de vidrio. Sennar se esforzó en contener las lágrimas. Aquéllas eran las joyas de su nuera: regalos que posiblemente recibió cuando era una niña, recuerdos de cumpleaños, tal vez obsequios de su marido. Una vida entera de la que él nunca sabría nada.

Lonerin dio un paso adelante, los examinó con ojo crítico y empezó a tantear el precio. Por una vez, Sennar estuvo contento de que se encontrara allí: estaba demostrando templanza e inteligencia, dos virtudes de las que él carecía en ese momento.

El joven acordó el precio de unos pendientes y de un collar, pero antes de pagar abordó el quid de la cuestión.

—Tarik también nos habló de un colgante que no veo…

El gnomo redobló su atención, y Sennar intervino:

—Entonces nos hizo un croquis, lástima que no lo tenga aquí conmigo. Era una especie de medallón grande, decorado con ocho piedras de colores, y con un ojo en el centro.

—¡Ah, sí! ¡El que estaba roto!

Sennar volvió a verlo ante sus ojos como si jamás hubiera salido de su casa. Circular, dividido en ocho secciones, cada uno ocupado por las piedras sagradas que Nihal había reunido en su recorrido por el Mundo Emergido; en el centro, un ojo cuyo iris era una piedra tornasolada, el famoso talismán del poder. Recordaba muy bien el momento en que Nihal la había hecho añicos para salvar la vida de su marido y de su hijo. La sonrisa que ella le dedicó en aquel instante quedó grabada a fuego en su mente, y ya nunca más podría dejar de verla.

—Tuve algunos problemas para venderlo —concluyó el mercader.

Lonerin bajó los hombros ostensiblemente, pero Sennar procuró no exteriorizar su decepción.

—Entonces ¿ya no lo tenéis?

El gnomo sacudió la cabeza.

—Se lo quedó un coleccionista. Estaba entusiasmado con la idea de comprarlo; me pagó un precio francamente excesivo, teniendo en cuenta su valor real. Le brillaban los ojos cuando lo miraba, os lo juro, y…

Sennar intervino, sin permitirle acabar la frase.

—¿Recordáis el nombre del comprador?

El gnomo se lo quedó mirando un buen rato, receloso.

—Es un viejo cliente, viene aquí una vez al mes y revuelve toda la tienda con mucho entusiasmo. Le gusta estar entre cosas viejas. Es de la Tierra del Mar, se llama Ydath, es un ricachón de Barahar.

Sennar tomó nota mentalmente. Parecía como si todo en aquella misión tuviera que conducirlo al pasado. Tras la Tierra del Viento, ahora tendrían que ir a su tierra natal.

—Comprendo…

—¿Queréis comprárselo? —inquirió el gnomo. Sin duda estaba preguntándose por qué había tanta gente interesada en aquel objeto.

Sennar se encogió de hombros.

—Ya veremos, aunque será difícil de conseguir. Los coleccionistas tenemos en mucha estima estos objetos, y nunca nos separaríamos de ellos.

—Por cierto, hay una última cosa que me interesa.

Sennar se volvió hacia Lonerin. No comprendía.

—Decidme, pues.

—Se trata de una espada, una hermosa espada de cristal negro.

Al gnomo le brillaron los ojos, y Sennar sintió que el corazón se le salía del pecho. Volvió a ver la espada envainada en su funda, apoyada al pie de la cama.

* * *

—¿La piensas tener siempre ahí? —le pregunta a Nihal, sonriente.

Ella lo mira divertida.

—Durante un tiempo. Tengo que pensar cómo formará parte de mi nueva vida.

Y lo besa con dulzura.

* * *

—Es una excelente reproducción de la espada de Nihal, la que nuestra heroína siempre llevaba consigo. Se trata de una obra extraordinaria, nunca había visto una copia tan lograda, y puedo aseguraros que he visto multitud de ellas —dijo con orgullo el mercader—. Seguidme.

Avanzó ágilmente con sus cortas piernas, conduciéndolos hasta una portezuela que parecía hecha a su medida. Al otro lado se encontraba el único espacio ordenado de toda la tienda. El gnomo guardaba allí sus objetos más preciados. Había sobre todo armas muy trabajadas, además de figuras y platos que no tenían nada que ver con el vulgar género exhibido en la otra sala. Todo estaba colocado cuidadosamente en estantes limpios y sin polvo.

—Ante todo, es de auténtico cristal negro, lo cual encarece mucho el precio —expuso mientras se encaramaba a una inestable escalera—. Y, además, el primor de los grabados… ¡Y la piedra! ¡La piedra blanca es fantástica, y es una Lágrima auténtica!

El mercader desapareció de su vista unos instantes y volvió a bajar los peldaños con un largo paño de terciopelo sujeto contra su pecho. La acarreaba con cierta dificultad, aunque el peso de aquel objeto no parecía suponer un problema para él. En cuanto hubo bajado, depositó el paño sobre la mesa que había en el centro de la pieza y lo desenvolvió.

Sennar sintió que el corazón le martilleaba el pecho, fuera de sí, y en cuanto vio la espada, la cabeza empezó a darle vueltas. Allí estaba, por fin: reluciente, aún afilada, surcada por mil mellas y arañazos, uno por cada una de las innumerables batallas en las que Nihal había participado. También debía de estar el último golpe, el golpe fatal que hizo trizas el talismán. La hoja de cristal negro refulgía a la débil luz de aquel espacio, el dragón de la empuñadura parecía estar bramando. La Lágrima, la piedra que Phos, el duende, le había regalado a Nihal, emitía destellos tan vívidos que casi herían la vista. Su esposa se hallaba íntegramente en aquella arma.

—La tenían guardada en un armario, imaginaos… ¡Y me está costando venderla! Mi clientela no suele disponer de suficiente dinero para pagar un objeto de tanto valor, y hasta aquel hombre que os he mencionado antes, Ydath, está esperando a amortizar el dinero que gastó en el medallón para venir a buscarla. Pero a vos os la ofreceré a muy buen precio.

Sennar no lo escuchaba. La espada lo tenía totalmente subyugado. Era como estar viendo de nuevo a Nihal en persona. Cuando murió, la había depositado sobre la pira, a plena vista, y había perdido la cuenta de las noches que pasó velándola. Alargó una mano y la acarició delicadamente. Sus dedos toparon con las asperezas de la hoja, y los recuerdos lo asaltaron con violencia.

—Incluso parece usada.

Sennar tenía la mirada ausente.

—¿Cuánto? —La voz de Lonerin transmitía firmeza.

—Mil carolas. —El precio era exorbitante.

Lonerin trató de hacer un poco de comedia.

—Estoy de acuerdo en que es una pieza única, pero por esa cifra podría comprar la espada auténtica… ¿No os parece excesivo?

—Puedo bajar a ochocientas.

Lonerin volvió a mostrarse indeciso, y finalmente la obtuvo por setecientas. La tomó entre las manos delicadamente y la envolvió con cuidado en el paño de color violeta.

—¿Y la funda? —preguntó.

Por toda respuesta, el gnomo se limitó a encogerse de hombros.

—La vendí aparte. Un objeto sin el menor valor, una simple funda de cuero raído. Además, ¿qué coleccionista tendría enfundada una pieza así? Una maravilla como ésta ha de permanecer a la vista.

—Nos habéis sido de gran utilidad —concluyó Lonerin, sonriéndole.

—Gracias a vosotros. Sois buenos clientes. Acordaos de mí cuando necesitéis nuevas mercancías.

—Contad con ello.

Salieron, pero Sennar no dijo nada. Ver la espada de Nihal lo había turbado. Lo ojos le escocían y no lograba discernir si se sentía feliz al tener nuevamente en sus manos aquella arma que para su mujer había sido más importante que su propia vida, o si lo destrozaba la idea de que ella no podría volver a empuñarla.

Lonerin esperó a que se hallaran fuera del torreón.

—Creo que esto os pertenece.

Le pasó la espada con gesto solemne, como hacen los escuderos con sus caballeros.

Sennar lo miró.

—¿Por qué? —se limitó a preguntarle.

—Porque ya habéis perdido mucho, y vuestra historia no merece acabar enmoheciéndose en un rincón de cualquier tienda o, peor aún, cubriéndose de polvo en la casa de un rico.

El anciano mago pasó la mano por la empuñadura y por la hoja. Sintió el cristal negro hiriéndole las yemas de los dedos, pero fue un dolor agradable. La sujetó con firmeza.

—Yo no sé usar la espada. Sin ella, esta arma no es nada.

—Pero su espíritu aún permanece en ella. —Lonerin lo miraba con solemnidad, como quien contempla a un mito, a un héroe.

Todo eso había dejado Nihal tras de sí, ésa era su herencia. Sennar pensó que tal vez él había fallado, pero Nihal, no. Su recuerdo seguía vagando por aquellas tierras, su ejemplo aún significaba algo para muchos.

—Gracias —murmuró.

Lonerin se limitó a sonreírle.

* * *

Partieron de Salazar inmediatamente. Fueron a la posada y cogieron sus pertenencias. El posadero los miró con desconfianza cuando pagaron al contado. Sabía que habían ido a la torre y que se habían citado con el sacerdote que se había hecho cargo de aquella familia asesinada tiempo atrás. Las habladurías se propagaban de prisa por la ciudad, y los asuntos turbios como las conspiraciones eran severamente castigados por el rey. Nadie podía considerarse fuera de peligro, ni siquiera un simple posadero.

—Dijisteis que os quedaríais más de dos días…

—Hemos tardado menos de lo previsto —respondió Sennar, cortante.

Aquella respuesta, sin embargo, no tranquilizó al hospedero.

—No quiero líos, ¿está claro? Yo soy una persona honesta.

Sennar arrojó sobre el mostrador el dinero convenido, y añadió diez carolas.

—¿Tu honestidad quedaría a salvo con una compensación extraordinaria?

El hombre examinó receloso las monedas.

—Yo no quiero saber nada —dijo, metiéndoselas en el bolsillo.

—En cualquier caso, no hay nada que saber —le replicó el viejo mago.

Recogieron los caballos y se dirigieron de nuevo a la estepa cabalgando a galope tendido.

Lonerin empezaba a estar cansado de aquella huida sin fin, como si tuvieran una legión de fantasmas a su espalda. A veces, simplemente, sentía la necesidad de detenerse un instante, aunque sólo fuera para comprender qué le estaba sucediendo. Desde que partieron, no había tenido posibilidad de reflexionar. Su misión, la mirada de Dubhe cuando le dijo adiós, la partida de Theana, su sordo rencor hacia la Gilda, que a veces acallaba cualquier otra voz: todo tendía a confundirse, a superponerse formando un caos que lo dejaba agotado.

Aquella noche durmieron bajo las estrellas, en un claro que encontraron en los márgenes de la estepa.

Lonerin se dejó caer en el suelo, extenuado. El cielo, sobre su cabeza, estaba opaco; las estrellas, mortecinas. Empezaba a hacer mucho calor, sobre todo en la Tierra del Viento, una región donde los veranos siempre eran tórridos.

—Levántate, no es momento de descansar.

Lonerin miró a Sennar con el cansancio asomando a sus ojos.

—Estoy exhausto. Llevamos varios días moviéndonos sin parar.

—Esto no es un viaje de placer.

El viejo mago ya estaba sacando algunos libros de su mochila. Adiestramiento. Lonerin sintió que no iba a ser capaz.

—Lo siento, pero esta noche no creo que pueda.

Sennar lo miró con expresión burlona.

—Triplico tu edad y tengo una pierna que no me funciona y, sin embargo, poseo mucha más energía que tú.

No era verdad. Tenía ojeras y le temblaban las manos. Él también estaba agotado, pero no podía detenerse, le resultaba imposible, y eso Lonerin lo sabía perfectamente.

—Creo que deberíamos descansar. No nos hemos concedido ni un instante de tregua, y vos también estáis al límite. No seremos de ninguna ayuda si agotamos nuestras fuerzas en esta búsqueda. Yo en especial necesito estar descansado y fresco para realizar el ritual.

—Disponemos de muy poco tiempo, chico, ya descansarás cuando te hayas aprendido el encantamiento. Lo único que puede salvarnos es la acción, en todos los sentidos.

Sennar lo miró intensamente, y Lonerin comprendió que le aterrorizaba la sola idea de estarse quieto: el pasado le pisaba los talones, avanzaba a una velocidad excesiva y se nutría de recuerdos, los más profundos y dolorosos. La única solución era moverse más de prisa que ellos, aturdirse con la acción y cubrir las voces interiores con el estruendo de sus propios pasos.

—Yo no lo siento así —dijo sin respirar—. Yo necesito comprender. Y desde que descendí a la Casa de la Gilda no he parado de avanzar, y las cosas a mi alrededor suceden demasiado de prisa para que logre siquiera verlas. Y esto no es bueno.

Sennar abrió el libro lentamente.

—No hay nada que entender porque los acontecimientos no tienen el menor sentido. Su curso no sigue un único camino, no responden a ningún diseño que hayas de descifrar. Y en cualquier caso, es imposible detener su flujo.

Lonerin se puso en pie, despacio, tenía las piernas entumecidas y la mente ofuscada por el cansancio.

—¿Estáis aquí por vuestro nieto?

La pregunta surgió espontáneamente de sus labios. Hasta ese momento no se había atrevido a hacerla, pero ahora, aturdido por el agotamiento, había bajado la guardia.

Por un instante, Sennar pasó las páginas un poco más despacio.

—Tus inútiles preguntas no servirán para retrasar el comienzo de la clase —dijo sonriente.

—Sois muy distinto de como os había imaginado —prosiguió Lonerin, impertérrito. Las cosas que lo rodeaban estaban perdiendo consistencia, y en el limbo donde ahora se encontraba sentía que incluso podía permitirse ser irreverente con el mago más grande que había conocido el Mundo Emergido—. Para mí, y para muchos otros como yo, habéis sido un auténtico modelo durante los años de estudio. Pero ahora da la impresión de que habéis perdido por completo la fe. Entonces ¿por qué estáis aquí?

—Porque, al parecer, el Mundo Emergido sigue necesitándome.

Lonerin le sostuvo la mirada.

—¿Por qué? —repitió.

Sennar suspiró y cerró el libro de golpe.

—¿Y tú por qué estás aquí? ¿Por qué te enrolas en todas las misiones peligrosas y te obstinas en ofrecerte voluntario? Primero te infiltras en casa del enemigo, ahora vas de mártir conmigo en una aventura que es muy probable que nos cueste la vida.

—Porque creo en ello —respondió Lonerin con orgullo.

Pero la mirada de Sennar le hizo comprender con toda claridad que era mentira. Él también vivía sin motivo en un estado de total agitación, y desde hacía mucho tiempo. Él también trataba de sobrevivir a la vorágine que sentía en su interior recurriendo a la acción.

—Creo que puedo ser útil —se sinceró al fin—. Aunque haya otros motivos que me impulsen a estar siempre en primera línea, considero que mi contribución tiene un sentido. Existe esperanza para el Mundo Emergido, estoy seguro de ello. Creo sinceramente en lo que escribisteis en las últimas páginas de vuestro libro, que todo es un ciclo, y que al final llega la paz. No importa que después vuelva a haber guerra. Importa que ese instante de paz haya existido.

Las facciones del rostro de Sennar se suavizaron, y sus ojos traslucían una especie de dolorosa conmiseración.

—Estoy aquí porque posiblemente este sueño ya no me pertenece —confesó en voz baja—, pero perteneció a Nihal, y perteneció a mi hijo. Ellos creyeron en el Mundo Emergido, y murieron por su fe. Y además está San. Él, que vive aquí, ha de tener un futuro, por su abuela y por su padre que no lo han tenido.

Apoyó las manos temblorosas en la cubierta del libro. Agachó la cabeza.

Lonerin fue relajándose lentamente.

—Debemos descansar —dijo como si hablara consigo mismo—. Es cierto, puede que de este modo logremos ser más veloces que los fantasmas, pero nos consumimos sin sacar ningún provecho de ello, y acabamos por no culminar lo que nos habíamos propuesto.

Sennar dejó el libro y también se acostó. Soltó un gemido cuando su espalda entró en contacto con el suelo.

—¿Piensas decirme cuáles son tus verdaderos motivos? —le preguntó por sorpresa.

Lonerin creyó que el corazón se le iba a salir del pecho. Las imágenes de aquellos años de odio hacia la Gilda lo invadieron, cegándolo. Sin embargo, habló sin tapujos, con soltura.

—Mi madre ofreció su vida a la Gilda para que yo me salvara de la fiebre roja. Desde entonces albergo un rencor sin límites contra esa secta. Al principio quería empuñar la espada, ir a la Casa y perpetrar una masacre. Pero mi maestro me salvó y me inició en la magia. Después estudié, estudié muchísimo, y me uní a la resistencia, y en esta lucha he hallado una razón para seguir adelante. Pero no puedo desprenderme del odio. Destruir la Gilda es la primera razón de mi vida.

El canto de un grillo sirvió de colofón a su historia, y Lonerin se sintió extraordinariamente en paz consigo mismo. Recordó la noche, ya lejana, en que le había contado lo mismo a Theana, y ella, a su vez, había compartido su carga con él. Fue la primera y última vez que le habló de su padre, y lo hizo con una sinceridad tan desgarradora y con tanto dolor que él se sintió destrozado.

—Al final el odio también desaparece.

Lonerin abrió unos ojos como platos. Desde que se conocieron, era la primera vez que los labios de Sennar pronunciaban palabras de esperanza.

—El cansancio llega antes. Las cenizas permanecen siempre, y quizá alguna vez acabes cediendo, como me sucedió a mí.

Permaneció en silencio un minuto, y Lonerin comprendió que estaba recordando aquel episodio en el claro, cuando mató por primera y única vez en su vida.

—Pero al final todo pasa. Nihal lo había superado, ¿sabes? Y también te sucederá a ti. Ahora eres joven, y los jóvenes viven la vida al límite, las pasiones los devoran. Pero pasan los años y ayudan a sofocar hasta los incendios más devastadores. Yo no odio a nadie. Ni al Tirano, ni a los fammin… ni siquiera a los elfos. Ya no odio a nadie. Me limito a sobrevivir.

Lonerin miró el cielo y las estrellas empañadas. No lograba identificar ninguna constelación. Se preguntó si valía la pena pagar aquel precio por ver sucumbir a su enemigo. ¿Valía la pena perderlo todo, y resignarse a la absurdidad del mundo para no volver a sentir la tentación de la muerte?

—Mañana te enseñaré a transferir tu espíritu a un artefacto —dijo Sennar, lacónico.

La pregunta de Lonerin quedó en el aire, sin formular.

—Hoy descansamos, pero mañana, a trabajar —sentenció el viejo mago, exhalando un largo suspiro de cansancio.