11
Buscando entre los libros
THEANA se despertó cuando el sol aún no había salido. Al principio siempre era Dubhe quien la zarandeaba en su camastro; tras un día entero trabajando en la cocina se sentía completamente exhausta. Por la noche sólo a base de fuerza de voluntad lograba rezarle a su dios antes de caer profundamente dormida. Pero al fin había logrado establecer un ritmo, y algunas veces ya estaba despierta cuando su compañera regresaba de sus incursiones nocturnas.
—¿Es que no duermes nunca? —le preguntaba mientras se preparaba para ir a la cocina.
—He aprendido a apañármelas con unas pocas horas de sueño —le respondía.
Theana albergaba algunas dudas. Solía estar muy pálida y estaba adelgazando a marchas forzadas.
—Si te sientes mal, tienes que decírmelo.
—Lo haré —contestaba Dubhe, pero parecía decirlo sin la menor convicción.
Aquella mañana también. Theana ya se había levantado y estaba vistiéndose, cuando la vio colarse en la habitación. Parecía más cansada de lo habitual.
—No deberías regresar tan tarde.
Dubhe se volvió, haciéndose la sorprendida.
—Trato de aprovechar al máximo el poco tiempo de que disponemos.
Pero su respuesta sonaba evasiva, y tenía la mirada extraña.
Sin pensarlo dos veces, Theana le examinó el símbolo del brazo. Ya le había impuesto el sortilegio para neutralizar la maldición en tres ocasiones, y tenía la sensación de que el efecto era menos duradero.
—Tendré que volver a aplicarte el ritual antes de lo previsto —dijo al tiempo que miraba una tabla del suelo. Estaba suelta, y en su interior guardaba las ampollas con todo lo necesario para las ceremonias. Dubhe no parecía escucharla. La maga tuvo que situarse frente a ella, agacharse y tocarle las manos para que le prestara atención. Parecía consumida por una especie de fuego interior, y le temblaban las manos. Pero no era sólo la maldición, podía percibirlo con toda claridad.
—Dime la verdad —le susurró.
Dubhe se volvió del otro lado y Theana suspiró.
—¿Qué sentido tiene mi presencia aquí, Dubhe? ¿Y desde cuándo hemos acordado que tú tengas que irte de paseo todas las noches, sin parar ni para dormir, mientras yo me quedo aquí desempeñando el papel de criada?
—Ése ha sido siempre tu cometido, desde el principio, y lo sabías. Además, tú no sabrías moverte furtivamente, y…
—Ya lo sé —zanjó Theana—. No es que quiera quejarme… Lo que pasa es que si me ocultas cómo te sientes realmente, no podré ayudarte, ¿lo entiendes?
Trató de que su mirada pareciese sincera. Ya llevaban casi dos meses conviviendo, y Theana había empezado a comprender a aquella extraña compañera de viaje: su actitud esquiva, sus silencios y su sufrimiento. Ahora entendía de forma más clara lo que tanto le había atraído a Lonerin, y era algo que también la atraía a ella. Los abismos de los que provenía Dubhe resultaban muy seductores, y el grito de ayuda que se percibía era imposible de ser ignorado por gente como ellos.
—¿Estás peor?
—A veces.
—¿Tienes la impresión de que el sello resulta menos eficaz?
Dubhe se incorporó de golpe.
—¡Déjalo ya! —le espetó, mientras se alejaba hacia un extremo de la habitación.
—Estoy aquí para esto…
—¡No me gusta cómo me miras!
Theana se puso en pie.
—Dubhe, comprendo que…
—Tú no comprendes nada. ¿Alguna vez alguien te ha mirado con conmiseración? ¡Es insoportable! Lonerin me miraba así, como si tuviera que salvarme a toda costa, como si se tratara de su victoria personal sobre el destino. Pero yo no necesito que nadie me salve.
—No hay nada de malo en ser débil. Todos necesitamos a alguien.
—Ya, y tú sabes algo de todo eso, ¿no es así? Tú, que recurres a tu estúpido dios todas las noches, sólo para ahuyentar el miedo a la muerte…
Dubhe debió de percatarse de la enormidad de lo que acababa de decir. Sin embargo, Theana no dio muestras de haberse ofendido, no protestó. Sólo pensó en que su fe seguía siendo tan maltratada e incomprendida como en los tiempos de su padre.
—Ya basta. Responde a mi pregunta: quiero saber cómo estás —dijo finalmente con voz severa.
Dubhe la miró; parecía cansada de todo aquello, pero por fin se sinceró:
—Últimamente, la Bestia me agrede sin motivo. No creo que tenga relación con el debilitamiento de tu magia. Simplemente la siento, de pronto, y el mundo empieza rodar y se vuelve rojo. Después se me pasa. Sin más.
Durante el silencio que siguió, Theana buscó las palabras, pero no fue necesario.
—Sennar me dijo que no existe cura, soy consciente de ello. La única solución está en la muerte de mi enemigo, y por ello me consumo todas las noches. No hay otro camino.
—No sé qué más puedo hacer para ayudarte.
—Ya estás haciendo mucho —repuso Dubhe, con una sonrisa tensa en los labios—. Sin ti, la Bestia ya habría emergido; y tu papel será aún más importante cuando demos con los documentos.
Theana trató de sonreír a su vez, pero no pudo. Resultaba grotesco comprobar que no había cambiado nada; cuando aún estaba en el Consejo de las Aguas, solía sentirse inútil. Y ahora, después de todo cuanto había afrontado durante el viaje, seguía siendo como entonces: no había nada que ella pudiera hacer, salvo ser una espectadora impotente. Tal como había sucedido muchos años atrás.
* * *
La sujetan. Sus explicaciones son en vano.
—¡No es lo que creéis! ¡Nunca le ha hecho daño a nadie!
La gente grita, mientras su padre es arrastrado, cargado de cadenas.
—¡Asesino!
—¡Estás conchabado con esos malditos!
—¡A muerte con el sacerdote de los Asesinos!
La horca se encuentra a un paso.
Por fin habían hallado un lugar donde vivir en paz, tras aquel eterno peregrinaje; habían logrado establecerse allí, en la Tierra del Mar. Nunca habían hecho mal alguno, habían tratado de llevar una vida retirada. Pero ella no podía pedirle a su padre que dejase de rezarle a su dios. Bastaba con que alguien oyera aquel nombre para que todo se precipitase. Thenaar.
—No es lo que pensáis —grita con todas sus fuerzas mientras introducen la cabeza de su padre en el lazo. Él aún tiene fuerzas para decirle que se vaya, que huya, pero ella no es capaz, y se queda allí, asistiendo a aquella injusticia, sin poder hacer nada. Ha renegado de sus enseñanzas y del culto a Thenaar, ha ultrajado su nombre e incluso ha pensado en dejarlo solo con su locura. Pero ahora se da cuenta de hasta qué punto lo necesita. Su vida depende de aquel hombre.
Muchísimas personas han ido al templo del dios negro y ya no han regresado. El odio hacia el culto es enorme en aquellas tierras cuyo feudatario, un hombre justo y querido, ha sido asesinado por la Gilda.
—Nos estableceremos aquí, porque en este lugar la Gilda ha perpetrado sus horrores. Nosotros debemos purificar el nombre de Thenaar, rescatarlo de toda la inmundicia que la secta ha diseminado a su alrededor.
Eso fue lo que dijo su padre cuando se establecieron en aquel pueblo. Ahora la mira con tristeza, y también con resignación. Sólo quiere que se ponga a salvo y que no vea lo que está a punto de suceder.
Una mano la sujeta del brazo y la arranca de la multitud.
—Calla —le ordena alguien mientras la conduce hasta un rincón, detrás de una casa.
—¡Él no ha hecho nada, van a matarlo y no ha hecho nada! ¡Decídselo vos!
Es un anciano, mayor que su padre; su rostro expresa bondad y aflicción, lleva el cabello rapado. Le pone una mano sobre la boca.
—No se puede hacer nada contra la ira de la gente.
Ella intenta zafarse, escapar, pero el hombre la tiene bien sujeta. Además, ella sólo tiene doce años. Impotente por completo, asiste al linchamiento desde lejos. Ve el cuerpo de su padre agitándose con las últimas convulsiones, y cómo la gente lo patea en cuanto aquél cae al suelo. Una vez, y otra, y otra. Al fin, Folwar le tapa los ojos con la mano y la abraza.
* * *
Volco entró en la cocina poco después del almuerzo. Theana estaba fregando el suelo, arrodillada sobre el pavimento de piedra y con un trapo sucio en las manos. Dubhe se hallaba un poco más allá, fuera del alcance de su vista.
La joven maga miró hacia arriba y se puso en pie de inmediato.
—Mi señor…
Volco apoyó una mano en su hombro y le sonrió con benevolencia. Le recordaba a Folwar, su salvador: él también tenía aquel aire bondadoso.
—Estarás cansada de trabajar siempre aquí…
—No, mi señor, me siento feliz sirviendo a mi rey —se apresuró a responder.
—Tranquila, no te estaba acusando de nada —observó Volco, divertido—. Sólo me preguntaba si te gustaría hacer otro trabajo para mí. Fuera de aquí.
La idea de dejar el trapo y dar un poco de descanso a sus cansadas rodillas la atraía, pero no quiso mostrarse demasiado impaciente.
—Como mi señor guste.
—Ven conmigo.
Salieron, recorrieron lentamente todos los corredores que conducían desde las entrañas del palacio hasta las plantas superiores, donde la corte vivía entregada al lujo y a un sinfín de intrigas.
—Es una tarea más tranquila que la que realizabas hasta ahora. Se trata de la biblioteca.
Llegaron frente a una gran puerta de bronce medio abierta. Volco entró y Theana lo siguió, vacilante. El panorama que se abrió ante sus ojos le levantó el ánimo: era una amplia sala rectangular, dividida en estrechos pasillos con numerosos estantes de madera de cerezo. Cada uno de ellos estaba repleto de libros por ambos lados. No era una biblioteca enorme, pero nunca habría imaginado que pudiera encontrarse un tesoro así en aquel lugar.
—Por lo general suelo ocuparme yo personalmente —comentó Volco con cierta satisfacción—. Aquí es donde el príncipe, vuestro benefactor, llevó a cabo su educación.
Theana se quedó asombrada.
—No es un trabajo demasiado complicado; hace mucho tiempo que nadie limpia aquí. Sólo se trataría de airear un poco los libros y de poner en su interior hojas secas de laurel para las polillas.
Ella aceptó sin hacerse de rogar, mientras el anciano la acompañaba en la inspección de la sala. Por fin se sentía en casa; desde luego, la biblioteca de Laodamea, donde ella había estudiado, era inmensa comparada con aquélla, pero su adiestrada vista captó al vuelo que allí dentro había obras de gran valor. Y muchos, demasiados, libros prohibidos.
Volco abrió un trastero polvoriento al fondo de la sala. En su interior había unos sacos llenos de hojas secas y algunos trapos de lana.
—Usarás éstas, ¿de acuerdo? Una hoja en la primera página y otra en la última.
Theana asintió de nuevo. La idea de trabajar en la biblioteca la entusiasmaba; sabía que los lugares como ése eran una fuente inagotable de conocimientos.
—¿Has manipulado libros alguna vez?
Se preguntó qué debía responder.
—No, pero estoy familiarizada con las cosas delicadas.
—¿Sabes leer, al menos?
Theana sacudió la cabeza. Cuanto más ignorante pareciera, mejor.
—Es una lástima —comentó Volco, desolado—. Quién sabe, a lo mejor podría darte algunas clases…
—Si mi señor tiene la suficiente paciencia… —le respondió sonriente, con una inclinación de cabeza.
Aquello pareció enternecer al anciano.
—De ahora en adelante, todas las tardes vendrás aquí, ¿de acuerdo? Los primeros días estaré contigo, para asegurarme de que no haces un estropicio. Más adelante ya veremos cómo organizamos lo de las clases.
Y así fue. Theana se pasó la tarde hojeando libros, fingiendo que no sabía leer y echándoles rapidísimos vistazos. Volco se sentó en un rincón y al poco ya estaba concentrado en la lectura de un grueso volumen de historia. La maga estuvo preguntándose todo el tiempo cómo podría sacar provecho de su situación. Sin duda allí debía de haber documentos referentes a la vida en la corte, y tal vez informaciones que podrían interesarle a Dubhe. En silencio, mientras abría y cerraba las cubiertas, sonrió: finalmente había llegado su turno.
* * *
Habló de ello con Dubhe esa misma noche.
—Me han dado un trabajo en la biblioteca.
—Por eso habías desaparecido… —señaló ella mientras se cambiaba de ropa. Había algo que a Theana siempre le causaba cierta extrañeza: parecía como si Dubhe mudara de piel cada vez que se vestía con ropa masculina; la gentileza y la dulzura de sus facciones cuando trabajaba en la cocina, o siempre que estaba en presencia de extraños, desaparecían. Pese a llevar el cabello distinto, volvía a ser ella. Parecía mentira hasta qué punto era capaz de modificar su propia apariencia sólo con cambiar actitud.
—Mi trabajo consiste en hojear libros.
—¿Le has dicho que sabes leer?
Theana sacudió la cabeza, y Dubhe le sonrió.
—Aprendes de prisa…
—Dime cómo son esos documentos.
Dubhe se sentó a su lado en la cama.
—No pueden estar ahí.
—¿Existe mejor lugar para ocultar un pergamino que entre otros pergaminos?
—Cuando los robé estaban ocultos en un compartimento secreto detrás de un tapiz.
Theana no se desanimó.
—Permíteme intentarlo.
Dubhe dejó escapar un suspiro.
—No tenían nada de particular. Eran textos escritos en un pergamino enrollado, cerrado con un sello de lacre, sencillo, rojo, sin ningún distintivo.
—¿Y de qué trataban?
—Lo ignoro.
Theana parecía decepcionada.
—¿No crees que si fueran fácilmente identificables ya los habría encontrado? En cualquier caso, una biblioteca es una gran fuente de informaciones: no desaprovecharemos esta ocasión, desde luego.
Theana no se lo hizo repetir dos veces.
* * *
Empezó el primer día que Volco la dejó sola. Se apresuró a dejar en condiciones algunos libros, aunque en realidad nadie le había marcado un plazo para finalizar el trabajo. Pero, en cualquier caso, era mejor que el anciano no sospechase nada.
Se situó en el centro de la sala y miró alrededor. No tenía ni la más remota idea de por dónde empezar. ¿Cómo buscar algo cuyo aspecto se desconoce, que posiblemente está emparedado en alguna parte y que casi con toda seguridad ni siquiera se encuentra en el lugar donde se está buscando?
«Nunca habías hecho cosas como ésta, es inútil que trates de jugar a los espías».
Theana tuvo un arranque de rabia. ¡No, maldita fuera! Si había acompañado a Dubhe, era precisamente para dejar de caer en aquel estúpido victimismo. Tenía que dejar de compadecerse y ponerse manos a la obra.
Partió del catálogo. Sabía por experiencia que todas las bibliotecas tenían uno: por lo general era un voluminoso libro que contenía la lista con todas las obras y las indicaciones para encontrarlas en la sala.
Empezó a revisar los estantes y se asombró al comprobar la gran cantidad de textos manuscritos de Aster que había en aquel lugar. La mayoría no los conocía, y además muchos manuscritos del Tirano acabaron quemados en las hogueras que siguieron a la euforia que había provocado su caída. También reconoció muchos textos élficos apilados en los anaqueles. Probablemente, el anónimo escriba que los copió ni siquiera conocía bien aquella lengua, pues algunas runas eran incorrectas y resultaban irreconocibles.
Por fin su búsqueda obtuvo recompensa: al fondo de una de las dos librerías, sepultado por un montón de pergaminos atestados de anotaciones, yacía un librito blanco bastante desgastado que contenía la ubicación de los diferentes volúmenes. Estaba claro que llevaba mucho tiempo sin usarse. Tal vez Volco tuviera una memoria prodigiosa respecto al contenido de aquel lugar, y recordase la posición y la naturaleza de todos los textos allí custodiados. Tampoco era una tarea imposible de asumir, juzgó Theana tras echar un vistazo a su alrededor: no habría más de un millar de libros. Milia, el conservador de la biblioteca de Laodamea, se sabía de memoria la ubicación y el contenido de más de la mitad de los cien mil volúmenes que la componían.
Abrió con cuidado el pequeño volumen y dejó escapar un gemido. Al parecer, estaba cifrado. Los libros no estaban consignados con su título completo, sino con iniciales entre puntos, y su ubicación en los anaqueles también seguía una lógica peculiar. Tal vez el escribano había adoptado aquel método de escritura para facilitar su trabajo.
«¿Y ahora, qué?».
Theana estaba indecisa. Sacar el registro de la biblioteca podría resultar peligroso. Volco podría echarlo en falta. Aun así tampoco podía dejarlo correr.
«Lo descifraré aquí —se dijo—. Me pondré en un rincón y lo descifraré».
En cuanto tomó aquella decisión, se sintió mejor. Al menos haría algo para lo que tenía gran habilidad.
Invirtió toda la tarde. Las anotaciones eran diminutas y, además, con una caligrafía poco legible. Para acabar de complicar las cosas, el escribano utilizaba las mismas abreviaturas para referirse a distintas entradas: a veces, transcribía «Crónicas» con una simple «C.», y otras, empleaba «Cro.», y también aparecía la misma «C.» para «Cronología». Theana se sintió frustrada.
Entonces la puerta chirrió. La chica alzó la vista instintivamente y su mirada se posó en el rectángulo de la ventana: vacío. Ocultó a toda prisa el catálogo bajo la ropa y cogió al azar el primer libro que tenía a mano junto con una hoja de laurel. Volco entró con paso cauteloso mientras ella intentaba controlar los latidos de su corazón, que palpitaba sin freno.
—¿Aún sigues aquí? —preguntó el anciano, sonriéndole.
—El tiempo vuela cuando una está ocupada —respondió, tratando de adoptar una expresión de lo más inocente.
—Dentro de poco ya será la hora de la cena. Vamos, ya acabarás mañana.
—Sí, pero los libros…
—Déjalo todo como está —le dijo Volco, indicándole con un gesto que no se preocupara—. Mañana lo retomas donde lo dejaste. Además, aquí ahora ya sólo entro yo, y el príncipe, cuando está en la corte.
Al salir de la sala, Theana apenas logró reprimir un quejido. El libro apretado contra sus senos bajo el vestido parecía quemarle el pecho.
* * *
—¿Qué es esto?
Había anochecido, y Dubhe estaba preparándose para salir. Tenía ante sí un plano detallado del palacio, con algunas estancias aún sin anotar. Lo tenía todo apuntado. De cada una de ellas, qué tipo de estancia era, cuántas puertas y ventanas tenía y, sobre todo, las costumbres de sus habitantes: a qué hora se acostaban, cómo dormían, cuántos guardias los vigilaban…
Theana, por su parte, había sacado el catálogo y lo tenía abierto sobre la cama.
—Es el catálogo de la biblioteca —le explicó.
Dubhe se acercó y le echó un vistazo.
—Está cifrado.
—Posiblemente… Yo también lo he pensado, pero las abreviaturas parecen casuales. ¿Ves esto? Aquí la «E» corresponde a estante, pero más adelante la misma indicación está combinada con un número y aparece al final del título.
Dubhe lo examinó atentamente. A continuación, poco a poco, desplazó la vista desde el libro hasta Theana. Se la quedó mirando unos instantes, y la joven maga se sintió incómoda.
—¿Qué pasa? —le soltó, confusa.
—¿Lo has robado? —le preguntó Dubhe, riéndose.
La chica se puso roja como un tomate.
—Volco me sorprendió cuando lo estaba consultando, no pude reponerlo, tuve que apresurarme y…
Dubhe se alejó con una sonrisa burlona en los labios.
—Mi compañía resulta contagiosa…
—¡No lo he robado! —estalló Theana—. Es un… préstamo.
Dubhe se puso seria.
—Sólo te estaba tomando el pelo —dijo—. Lo has hecho bien. Cada vez me estás resultando más útil —añadió mientras se recogía el cabello. Y cruzó la puerta con la suave y fluida elegancia de un gato.
* * *
Theana no tardó mucho en descifrar aquellas anotaciones. Tomaba apuntes de los volúmenes que podrían interesarle en un pergamino. Se trataba fundamentalmente de documentos oficiales del palacio, actas de venta y registros, pero albergaba la secreta esperanza de dar con algún indicio que pudiera ayudar a Dubhe a encontrar los papeles que necesitaba.
En cuanto volvió a la biblioteca empezó a ojear los ejemplares que había señalado. Navegó entre mares de cifras y nombres más o menos desconocidos con los que fue reconstruyendo pieza a pieza la historia de aquel lugar. Descubrió que una buena parte de los Libros Prohibidos, en especial los más raros, provenían de una misma fuente. «GT», anotaba el diligente bibliotecario, que por una vez había utilizado las mismas siglas para todos los volúmenes.
Escrito élfico desconocido, Verdadera crónica de la Edad Arcaica, Formulario en runas desconocidas…
Todo eran copias. Copias recientes. ¿Y los originales? ¿Adónde habían ido a parar? ¿Y por qué Dohor poseía todos aquellos volúmenes escritos por el Tirano, mientras que en el resto de las bibliotecas del Mundo Emergido no había ninguno?
También descubrió que una parte de los documentos consignados en el catálogo no estaban en la biblioteca. Poseían, como todos los demás, un código de colocación, pero cuando iba a mirar en el estante correspondiente, en su lugar hallaba copias de otros libros, que habitualmente estaban fichados en un lugar distinto. ¿Acaso se habían perdido? Y si así fuera, ¿por qué no anotarlo?
Aquello la sorprendió mucho. El enigma parecía irresoluble. Pero quiso la casualidad que se percatara de que existía una pequeña diferencia entre las anotaciones de los volúmenes duplicados: un símbolo, un pequeño símbolo escrito en rojo, al lado de los libros que faltaban. Lo copió cuidadosamente en un pergamino y decidió que lo mejor sería hablarlo con Dubhe. Se sentía excitada; después de pasarse varios días buscando una pista, por fin había dado con algo.
Estaba a punto de irse cuando un título llamó su atención: El camino del Consagrado.
Se le paralizó el corazón y el tiempo pareció detenerse, mientras el pasado salía a su encuentro.
* * *
Sucedió una noche cuando ella tenía ocho años. Su padre estaba leyéndole un fragmento de las Crónicas del Mundo Emergido a la pálida luz de una vela. Ya había escuchado aquel pasaje infinidad de veces, y le parecía igual que los discursos sobre Thenaar y Shevraar: largos y aburridos; y además, secretos. Ella no podía revelar a nadie sus identidades, al igual que tampoco podía mostrar en público sus dotes como futura sacerdotisa. Su padre sonrió al verla resoplar: la entendía, pero el único texto que hablaba del culto antes de haber sido mancillado por los embustes de la Gilda ya se había perdido. Se llamaba El camino del Consagrado. Aquel libro hablaba del papel de los Consagrados y de su poder en el mundo, como demostración de la grandeza y la magnanimidad de su dios. Al oír aquellas palabras, Theana prestó más atención y le preguntó si aquel libro también hablaba de su heroína, Nihal.
—En cierto sentido —le respondió su padre, y ella empezó a fantasear, como si fuera el comienzo de un cuento.
Theana no pudo resistirse. Buscó la indicación y se dirigió al estante. Era uno de los más polvorientos y peor iluminados. Encontró lo que buscaba entre otros libros desgastados por los años.
La cubierta era de piel clara y las cantoneras de cobre estaban reverdecidas por efecto del tiempo. Al instante pensó en su padre, y en cuánto habría deseado hallar aquel texto. Lo acarició con los dedos, y el recuerdo de su voz mientras le leía las Crónicas le removió algo en el alma. Examinó el libro con cautela. No era una copia: era el libro auténtico, había atravesado todos aquellos siglos hasta llegar allí, quién sabía cómo, a las manos de la última sacerdotisa de Thenaar. Theana no pudo evitar rezar desde lo más íntimo de su corazón, mientras estrechaba contra el pecho aquel pequeño libro, un libro que sin duda nadie de allí dentro había leído, que había sido juzgado tan insignificante que había ido a parar a un anaquel secundario, donde nadie podía verlo.
Esta vez le resultó fácil. Sólo tuvo que colocárselo con cuidado bajo el corpiño, sin dudar ni un instante. En cualquier caso, aquel volumen le pertenecía. Cuando Volco fue a llamarla para la cena, Theana lo llevó consigo, abrazándolo delicadamente bajo el tejido, como si fuera un valioso tesoro.
* * *
Dubhe no estaba, como todas las noches. La vela iluminaba apenas la alcoba. La joven maga abrió el libro cuidadosamente. El olor a moho que desprendían las páginas le pareció un perfume que evocaba su infancia y las cosas perdidas.
Leyó las primeras líneas, nerviosa. Empezaba con una oración que ella conocía muy bien, una oración que su padre le hacía repetir todas las mañanas, y que ella aún seguía repitiendo cada vez que iniciaba un nuevo ritual.
Salve, Shevraar, salve, señor del río y de la espada, creador y destructor, dueño del eterno ciclo de la vida, salve. En su nombre, yo, Heiraal, me dispongo a hablar de sus hijos predilectos, de cómo llegaron al mundo y de cómo el dios se sirve de ellos. Que el dios inspire mis palabras y me guíe con éxito hasta el final de mi empresa.
Theana descubrió unas anotaciones en los márgenes de las páginas. Cuando las leyó, la sangre se le heló en las venas.
«Thenaar, no Shevraar».
«Consagrado, Aster».
No había duda de que el libro había pasado por las manos de la Gilda. Nadie, salvo un Asesino, definiría jamás a Aster como un Consagrado.
Se sumergió en la lectura con una mezcla de conmoción y desdén. Le había causado una honda impresión comprobar hasta qué punto habían calado las mentiras de la secta: ahora ya nadie recordaba a Shevraar y lo que realmente era, sino únicamente a Thenaar.
En ocasiones los Consagrados son elegidos por el dios: adalides y guerreros, sabios y magos, sacerdotes, hombres destinados a servir, que desde el principio muestran una especial propensión hacia las artes de la guerra o el mantenimiento de la paz. Porque Shevraar tiene un doble rostro, y eso es algo que no conviene olvidar nunca.
En un lateral habían anotado la palabra «herejía», en rojo. Theana se enfureció. Así calificaron en la Gilda a su padre cuando descubrieron que predicaba. «Hereje». Empezaron a perseguirlo cuando ella aún era una niña. Apenas recordaba los tiempos felices en que todavía eran una familia y vivían sin tener que esconderse de nadie.
Los Consagrados aparecen principalmente en momentos de gran confusión, y son el medio a través del cual el dios restablece el orden en el mundo. Porque el eterno equilibrio entre paz y guerra, entre muerte y vida, jamás debe romperse. Ésta es su función: restablecer el orden a través de su propia obra.
Miravar fue el cuarto Consagrado. Él derrotó al Gran Enemigo, devolviéndolo a las profundidades del infierno del que provenía. La profecía que hablaba de él fue pronunciada por Krissa, la sacerdotisa del templo de Seferdi que predijo su llegada durante el encarnizamiento de la Suprema Guerra.
Hechos remotos, de los que sólo había oído hablar a su padre. Miravar había invocado el talismán del poder contra el Gran Enemigo, como hizo Nihal contra el Tirano. Seferdi era la capital de un reino élfico.
Aquella lectura tenía hipnotizada a Theana; las notas, por el contrario, despertaban su indignación. Observaciones sobre la herejía, fragmentos subrayados y refutados por la doctrina de la Gilda… Todo aquello le resultaba intolerable. Lo que Sennar le dijo a Lonerin cuando se encontraron era cierto: en el Mundo Emergido había fuerzas que actuaban con el objetivo de corromper todo lo que fuese puro. Y así, la profundidad de su fe había ido disipándose a lo largo de los siglos, había sido corrompida hasta que se desnaturalizó por completo. Por fin comprendía a su padre, y el sentimiento de soledad que lo había oprimido durante todos aquellos años en que vagó de tierra en tierra con ella. Ser los últimos, y estar solos. No tener a nadie con quien compartir los secretos más íntimos de su corazón, las dudas y las certezas y, por el contrario, ser objeto de escarnio, como solía hacer Dubhe con ella.
¿Qué plan oculto podía haber tras aquel sufrimiento al que su padre, y ahora ella, estaban sometidos? Él solía decir que había un objetivo, aunque ellos en aquel momento no pudieran verlo. Había un plan del que Miravar formaba parte, al igual que Nihal había sido guiada por algo a lo largo de su camino. ¿Y ella? ¿Qué sentido tenía su sufrimiento, su soledad?
Había un capítulo entero dedicado a los artefactos que el Consagrado podía utilizar. Se mencionaba el talismán del poder y cada piedra en particular. Explicaba dónde podían encontrarse, qué peculiaridades tenían y cómo usarlas.
A Theana le dio un vuelco el corazón. Aquel libro le habría resultado de muchísima utilidad a Lonerin en su misión. La imagen del mago la golpeó con violencia, y eso la sorprendió. Hacía muchos días que lo tenía prácticamente olvidado. Pero ahora que le había acudido a la mente de pronto, era como si no hubiera dejado de pensar en él ni un instante, y se le apareció tal como estaba el último día que se vieron, cuando ella se negó a despedirse. Aquel recuerdo era tan intenso que le causaba dolor, un dolor físico y real.
«Tienes que olvidarlo. También te fuiste por este motivo».
Pero resultaba difícil, si no imposible. Los años que habían pasado juntos habían tejido una red de vínculos entre ambos de la cual no lograba liberarse.
«Perdido. Pendiente de recuperar». Ésa era la anotación que podía leerse al final del capítulo sobre el talismán del poder.
Theana se sintió aliviada. La Gilda no lo tenía, y Lonerin no tendría que volver a la Casa para recuperarlo.
El capítulo siguiente hablaba de otros artefactos utilizados por los Consagrados a lo largo de los siglos. La mayoría habían sido destruidos junto con sus propietarios, pero otros se habían salvado, y en la época del escritor todavía estaban bajo custodia en alguna parte. El escribano anónimo había anotado a un lado el destino de cada uno.
«Fragmento conservado en la Roca, extraviado durante el derrumbe».
«Esquirla conservada en el Anillo Capitular».
Y a continuación, una nota distinta: «Intacta. Conservada en la Casa».
Theana leyó a qué objeto se refería.
LANZA DE DESSAR
Se trata de una de las reliquias principales, una de las pocas a las que se ha dedicado un templo entero. Es la lanza que Dessar el Consagrado usó contra Ratahar, el dragón de la Gran Rebelión. Hay quienes lo consideran un objeto legendario, y afirman que jamás ha habido dragones malvados y que la Gran Rebelión no es más que un relato alegórico sobre los efectos de la pérdida de comunión entre los elfos y la naturaleza. Sin embargo, la lanza posee poderes extraordinarios; en la sala del templo que la custodia continuamente están brotando flores de Latescencia sin necesidad de tierra ni agua. Cuenta la leyenda que Dessar la usó como catalizador para aumentar su poder: así fue como pudo anular las fuerzas de Ratahar y matarlo. Se dice que la lanza es capaz de anular cualquier tipo de magia, incluidos los sellos. No obstante, en los tiempos históricos nadie la empleó con este fin. De hecho, conviene destacar que sólo los Consagrados, al poseer un espíritu tan poderoso, pueden utilizarla sin perecer en el intento. Ninguno de los que lo han probado recientemente han sobrevivido, pues el enorme poder de la lanza absorbe por completo el espíritu.
El miembro de la Gilda que lo leyó antes que ella había anotado otra observación en la parte inferior del texto referente a la lanza:
«¿Posible catalizador del espíritu de Aster? Invocación a los muertos».
Tragó saliva. Según le había explicado Dubhe, Aster estaba atrapado en un limbo, bajo la forma de un espíritu en estado puro, en una cámara secreta de la Casa. ¿Acaso pretendían utilizarlo para que regresara al mundo de los vivos?
Lo de romper los sellos le parecía algo inaudito. Sólo podía hacerlo un mago muy poderoso, y en la mayoría de los casos ni siquiera él. Theana pensó instintivamente en el sello de Dubhe. Sería fantástico poseer esa lanza, Dubhe podría liberarse sin verse obligada a derramar más sangre.
«Por desgracia, la última Consagrada murió hace veinte años…», se dijo, esbozando una sonrisa amarga.
La puerta se abrió con un chirrido.
—¿Aún estás despierta?
Dubhe cerró la puerta tras de sí. Su mirada tenía un curioso brillo de fuego, en franco contraste con su aspecto general, cada vez más desmejorado.
—¿Qué hora es? —le preguntó Theana.
—Faltan dos horas para levantarse.
La maga se maldijo mentalmente. Habiendo dormido tan poco, la jornada iba a ser dura. Cerró el libro de golpe y lo metió bajo la almohada. Por algún extraño motivo sentía pudor de enseñárselo a su compañera. Era algo demasiado íntimo.
—¿Has encontrado algo interesante en tus libros?
Theana estaba a punto de responder que no, cuando se acordó del símbolo. Sacó el pergamino.
—Puede que sí.