10
La habitación de Sulana
DUBHE y Theana empezaron a trabajar en las cocinas la misma noche de su llegada. Volco llamó delicadamente a su puerta y, cuando abrieron, estaba sonriéndoles en el umbral.
—Os he encontrado un buen trabajo.
Consistía en hacer de pinche, junto con otras muchas mujeres, en aquella inmensa cocina envuelta en una capa de humo. Allí dentro siempre había agitación y muchísimo trabajo, pues Dohor tejía continuamente las tramas de sus alianzas y conspiraciones en cenas más o menos fastuosas.
Apenas hubo entrado, Dubhe evocó la Casa. También había cocinas como aquélla, y recordó que Lonerin había trabajado duramente en una de ellas durante los meses que estuvo infiltrado. Ella las vio una sola vez, y aquellos cuerpos moviéndose entre el humo —cuerpos de personas que habían vendido su propia sangre a la secta por desesperación— le parecieron casi espectrales. Por eso, en cuanto cruzó la puerta sintió náuseas, pero se contuvo, y siguió interpretando su papel de aldeana arrodillándose a los pies de Volco y besándole las manos en señal de agradecimiento.
—El mérito es del príncipe, no mío —dijo, justificándose.
Aquella noche se acostaron tarde, exhaustas. Theana no estaba acostumbrada a trabajar. Hasta aquel momento su vida había consistido principalmente en estudiar con meticulosidad, y su fatiga era más mental que física. Dubhe tampoco estaba hecha a aquella clase de mansiones. Se dejaron caer en la cama con los músculos doloridos y las manos hinchadas del agua helada. Theana se metió en seguida bajo las mantas sin decir una palabra, mientras que Dubhe aún permaneció despierta un poco más. Aunque estaba cansada, le costaba conciliar el sueño. Su enemigo dormía un poco más arriba, en la planta noble del palacio, y ocultos en quién sabía qué laberinto debían de estar los documentos que habrían de salvarla. ¿Cómo dormir, cuando su vida dependía de aquellos dos elementos, tan próximos y a la vez tan distantes? La necesidad de actuar, de empecinarse en consumar su venganza personal estaba convirtiéndose en una obsesión. Era como si desde el viaje a las Tierras Ignotas algo hubiera cambiado en ella, como si algo se hubiera bloqueado. Por fin estaba preparada para decidir, para tomar las riendas de su propia ida.
Cerró los ojos y lo último que sintió con una especie de dulce dolor, como en un sueño, fue a Learco, que también trataba de dormir.
* * *
Dubhe mantuvo la línea de acción que le había expuesto a Theana: durante los primeros días ambas se dedicaron a su trabajo, silenciosas y entregadas, para no levantar sospechas. Resultó difícil, ya que, al ser las últimas en llegar, las otras mujeres de la cocina les asignaban los trabajos más ingratos, y a menudo solían vejarlas sin motivo. Por la noche, Dubhe oía llorar comedidamente a su compañera en el camastro, mientras recitaba sus oraciones con más fervor de lo habitual.
—Trataré de actuar cuanto antes —le susurraba, incapaz de hallar otras palabras para consolarla. Theana no respondía, desbordada por aquella situación absurda y peligrosa.
La oportunidad llegó cuando llevaban una semana en la casa. En plena noche, cuando todo el palacio dormía, Dubhe se levantó de la cama sin hacer ruido. Colocó en una talega sus ropas de mujer y se puso unos calzones de tela y un chaleco de hombre, de cuero, que había robado el día anterior en la lavandería. Su indumentaria oscura le recordaba mucho al uniforme de los Victoriosos, pero era el único disfraz posible para avanzar sin contratiempos a través de los oscuros corredores. Sintió una especie de mudo alivio al ceñirse el puñal en la cintura; por mucho camino que recorriese, por muchos trajes distintos que vistiera, la batalla formaba parte de su ser, y sólo se sentía ella misma cuando iba armada. Se recogió la melena rubia con un lazo y ya estuvo lista.
La noche la acogió suavemente, como un amante al que no veía hacía demasiado tiempo. Dubhe saboreó las sombras y el placer de moverse en la oscuridad cargada de silencio: investigar era la parte de su trabajo de ladrona que más le gustaba.
Avanzó furtivamente por los corredores, caminando con cautela, dispuesta a actuar en cualquier momento. Pero no se topó con ningún guardia; en los pisos inferiores sólo vivía la servidumbre y era imposible acceder al exterior. ¿Para qué tenerlos vigilados?
Forzó sin la menor dificultad la habitación del administrador y robó pergaminos y un tintero. Quería asegurarse de no olvidar ningún detalle, de modo que tomaría apuntes.
Ocultó en un rincón el hatillo con sus ropas de sirvienta, justo en la entrada del piso inferior. Si alguien la descubría, podría recuperarlas y cambiarse rápidamente.
Prosiguió su ronda de reconocimiento por los pisos inferiores, a fin de poder trazar un mapa detallado de la zona. El Maestro siempre le repetía que lo primero era conocer bien el espacio por el que habría que moverse. La vía de escape ha de estar muy clara cuando uno tiene que huir a toda prisa y no puede pensar. Sin embargo, aquella noche el objetivo también era poner a prueba sus propias fuerzas. Con Theana, habían realizado el ritual la noche precedente; ya era la tercera vez. Dubhe se quedó más tranquila al comprobar que su cuerpo respondía bien a los estímulos, e incluso parecía que sus sentidos estaban más aguzados que antes. Obviamente, al constatarlo no pudo evitar estremecerse de miedo: sabía que ésa era la señal de que la Bestia que habitaba en su interior aún no había sido derrotada, sino que, por el contrario, iba creciendo día a día. Y, en cualquier caso, aquel hecho podría jugar en su favor.
La segunda noche se aventuró a explorar las zonas superiores del palacio. Había decidido proceder por niveles, de manera que primero se internó en el ala de las criadas y de los asistentes personales de los cortesanos, y a continuación exploró el ala habitada por los dignatarios. Anotaba todo lo que le parecía interesante en el pergamino que llevaba consigo, con especial atención a las rutinas de los guardias. En todas las zonas con salida al exterior aumentaba el número de efectivos que vigilaban. Dubhe observó a otro nutrido grupo de hombres que patrullaban por los pasillos, y también se percató de que controlaban las habitaciones vacías.
«Hay muy pocas vías de escape y apenas existen lugares donde esconderse», pensó con amargura.
Los soldados eran bastante jóvenes. Al parecer, Dohor los reclutaba directamente en la Academia, de la que era Supremo General hacía ya muchos años. Algunos de ellos realizaban íntegramente su aprendizaje vigilando salones vacíos y alas en desuso del palacio: un modo más bien indigno de explotar un recurso que tiempo atrás había servido para velar por la seguridad de todos los pueblos del Mundo Emergido.
Ahora bien, a juzgar por su celo y por el grado de atención, Dubhe dedujo que debían de estar acostumbrados a bregar con situaciones de peligro real, lo cual no jugaba a su favor.
La noche siguiente se dirigió directamente a la planta noble. No era distinta de las demás, salvo por los controles más próximos y continuos. Tenía que triplicar la atención que dispensaba a sus movimientos, y una vez más agradeció a Sherva que le hubiera enseñado a moverse sinuosa como una serpiente.
Hubo muchas estancias a las que no pudo acceder; por lo demás, no siempre era necesario. En general, le bastaba cualquier detalle para intuir quién vivía dentro. Poca vigilancia, un cortesano; un corredor patrullado por un soldado, un intendente de algún ministro; guardia fija ante la puerta, un ministro.
Sólo descubrió una puerta sin vigilancia. Le pareció extraño, puesto que aquélla era la planta de las personas importantes, las que contaban para los juegos de poder del rey.
Entró en una estancia antigua que sabía vacía y se dirigió sin titubear hacia el balcón. Cuando lo alcanzó, sintió un escalofrío. La última vez que había hecho una cosa parecida fue durante el robo que cambió por completo su vida y la puso en manos de la Bestia. La cabeza le dio vueltas, pero abrió igualmente los postigos. En un instante estuvo fuera, y el viento fresco de la noche la envolvió con sus perfumes. A sus pies se extendía un exuberante jardín salpicado de fuentes. «Un lugar perfecto para ocultarse», anotó en un rincón de su mente. Trepó al balcón y osciló en el vacío. Le encantaba trepar, y además lo hacía muy bien.
Se ocultó entre las sombras que la luna llena proyectaba sobre el palacio y se deslizó sinuosa a lo largo de la fachada, sin hacer el menor ruido. Saltó hasta la cornisa del otro balcón y se sujetó a la piedra con mano de hierro. Aunque bajo sus pies no existiera sustento alguno, la altura de aquel salto no la hizo titubear en ningún momento. Cuando llegó hasta la ventana, se incorporó de nuevo sin que su respiración se hubiera alterado apenas y se hizo invisible entre las sombras que creaba el postigo. Se asomó ligeramente, lo justo para poder echar un vistazo al interior, y entonces su corazón se detuvo, las manos le temblaron levemente y estuvo a punto de caerse.
En el centro de la habitación, sentado a una mesa sobre la que descansaba una copa medio llena, se encontraba Learco. Estaba inmóvil y miraba al suelo. La luz de la luna iluminaba su cuerpo de lleno, dándole una pátina de plata a su cabello. Parecía como si la luz envolviese su cabeza, y Dubhe lo estuvo contemplando con admiración. El corazón pareció ascenderle hasta la garganta, y el tiempo se detuvo. ¿Por qué le causaba aquel efecto el príncipe? Sólo habían estado frente a frente en un par de ocasiones, pero en lo más íntimo de su ser reaccionaba como si estuviera enamorada. Aquella idea la escandalizó, tal vez estaba yendo demasiado lejos. De pronto se hizo a un lado y desapareció del campo visual del joven, tan aterrorizada que ni siquiera podía respirar. Seguro que él no tardaría en abrir la ventana y descubrirla.
Pero el ruido no llegó. La vegetación de abajo se movió por efecto de una delicada brisa, mientras una lechuza ululaba en la noche. No podía continuar. No en esos momentos. Descendió lentamente por la fachada y retrocedió.
* * *
Learco miró por la ventana, le había parecido vislumbrar algo, un rostro. Sin saber por qué, pensó de inmediato en la joven que había salvado en Selva: Sanne. Permaneció con la mirada fija en el exterior, observando las sombras de los árboles que proyectaban extraños reflejos en el cristal. Habría sido bonito que ella estuviese allí. Ni en la corte ni fuera de palacio había nadie con quien tuviera la menor afinidad. En cambio, aquella chica lo había escuchado, y él había comprendido que tenían la misma visión del mundo. Era la única con quien se atrevería a hablar de su pasado.
Pensó que era un estúpido. Sanne era una extraña a la que había recogido en la calle, una aldeana cualquiera con la que había compartido un breve viaje. ¿Cómo podía tener opiniones tan definitivas, tan absolutas acerca de ella? Sin embargo, sentía algo distinto hacia ella, algo que iba creciendo en su interior.
Y por eso volvía a pensar en ella, porque ella, probablemente, lo comprendería.
La noche era inmensa, y las palabras de Neor, unos días atrás, habían excavado un surco que él era incapaz de cubrir. Era como si se hubiera abierto una puerta a través de la cual los fantasmas del pasado pudieran entrar sin obstáculos en su vida. Learco se sujetó la cabeza con ambas manos, mientras aquel recuerdo maldito, que habría querido suprimir a cualquier precio, volvía a visitarlo con toda su virulencia.
* * *
Tiene catorce años, y su madre está muriéndose. Lo han hecho regresar a toda prisa del campo de batalla para que pueda asistirla durante los últimos momentos de su vida. Ella quiere hablarle, le han dicho, y el corazón le ha dado un vuelco al saberlo. Nunca lo había hecho llamar, a tal punto que apenas recuerda su aspecto. Learco avanza lentamente hacia el aposento de Sibila, la dama de compañía. Para él aquella mujer resulta tan misteriosa como su madre. Pese a que nunca han hablado, le inspira cierta simpatía. Es la esposa de Neor, y todo en ella le recuerda a su tío. Apoya con temor la mano en la manija, y cuando entra ve a una anciana señora vestida de negro, con una larga melena blanca recogida en una cofia del mismo color, que lo mira con expresión fría y hostil.
—Habéis llegado, por fin.
Learco la saluda con una inclinación de cabeza.
Sibila se incorpora y se acerca a él, silenciosa.
—Vuestra madre os espera hace días. Está empeorando por momentos, y temía que no llegaseis a tiempo.
Learco traga saliva. De repente se siente confuso y asustado. Todo le parece irreal como en un sueño. No es capaz de decir nada: se limita a seguir con la mirada a Sibila mientras abre con delicadeza la puerta de la alcoba de su madre. La mujer desaparece en la densa oscuridad que reina allí, y él sólo oye sus palabras:
—Mi señora, el hijo de Dohor está aquí…
Learco se queda inmóvil, petrificado por el sonido de aquella frase. El hijo de Dohor. ¿Eso es él para su madre?
Sibila resurge de la oscuridad con su rostro severo y le hace una seña.
—Venid.
El primer paso es el más difícil. Le tiemblan las piernas, como la primera vez que visitó el campo de batalla. Agradece de corazón aquella oscuridad tan densa, que le permite ocultarse a la vista de la persona que yace en la cama. Flota un penetrante olor a cerrado y a muerte.
Los postigos de las ventanas están entornados, y la luz que se cuela por los intersticios proyecta láminas de fuego en el suelo. Lentamente, Learco se habitúa a la penumbra, y repara en los pocos muebles que decoran aquel presidio. En las paredes sólo hay dos cuadros, un arcón en una esquina y una mesa de modestas dimensiones. En el centro de la estancia descuella un majestuoso lecho con dosel, finamente tallado, y todo el suelo está cubierto de pesadas alfombras que amortiguan el ruido de sus pasos.
Learco avanza desconcertado, con el corazón golpeándole el pecho. Uno de los cuadros es un retrato de su madre cuando era joven. Tiene las facciones delicadas, de niña, y el cabello castaño ligeramente ondulado le cae sobre los delgados hombros. Hay demasiada poca luz para poder distinguir los colores, pero Learco sabe que esos ojos son verdes, iguales que los suyos.
Él siempre la ha recordado así, hermosa e inaccesible.
Pero ahora ni siquiera sabe qué aspecto tiene. Antes de llegar a la cabecera de su cama, le echa un vistazo al otro retrato. Un niño que no debe de tener ni tres años, envarado y aristocrático, mira fijamente hacia delante; su expresión seria contrasta con sus rasgos infantiles. Tiene el cabello rubio oscuro, y Learco sabe quién es. Se trata de su homónimo, el único hijo que Sulana reconoció. El hermano al que la fiebre roja arrancó la vida, aquel al que todos recuerdan como un don precioso. Cada vez que él falla, su padre y todos en la corte lo comparan con aquel niño. Inimitable y perfecto, quizá porque no tuvo tiempo de defraudar las expectativas de nadie. Learco sabe que no puede competir con aquel ideal, pese a que él sí ha crecido y ha tenido la posibilidad de convertirse en adulto.
Un estertor seco, inesperado, distrae su atención de aquellos pensamientos tristes. Bajo las mantas, que se ondulan apenas para dibujar un cuerpo, se mueve algo. Es ella.
Sibila lo conduce hasta el borde del lecho; una vez allí, sin decir palabra, se retira, dejándolo solo.
Su madre yace casi sepultada entre los cobertores. Tiene el cabello blanco extendido en desorden sobre la almohada. Su rostro anguloso y excavado por la enfermedad parece una máscara espectral. Tiene las manos, enjutas y nudosas, apoyadas en las mantas. Su boca, abierta, está contraída en una mueca que horroriza a Learco. No puede evitar contemplar aquella imagen soñada durante tantos años con una involuntaria sensación de desagrado. Sabe que ha llegado demasiado tarde.
Tiene miedo, un miedo desquiciado y ciego, como el que lo atenazaba cuando oía los gritos de los soldados, cada vez más salvajes y desesperados, y la sangre empezaba a teñir la tierra. Si pudiera, huiría lejos, fuera de aquella alcoba y de la pesadilla que para él es Makrat.
Una de las manos sale disparada hacia su muñeca y la sujeta. Un escalofrío de repulsión recorre la espalda de Learco.
De pronto, los ojos verdes de la reina se abren: aún están vivos, centelleantes. Pero su mirada destila un odio inextinguible.
—Has tardado demasiado.
Learco había fantaseado tantas veces con aquella voz… En sus noches solitarias la imaginaba suave y persuasiva, cantándole una nana para adormecerlo. Ahora podía comprobar cuán distinta era: seca y metálica, casi asexuada.
—He venido todo lo de prisa que he podido —responde con la garganta seca.
—Acércate, debo hablarte.
Learco alberga la esperanza de que le diga todo aquello que nunca le dijo: tal vez le revelará el porqué de tantas cosas de su vida: por qué lo rechazó, por qué lo ha odiado. Su corazón está pidiendo a gritos ese momento de reconciliación.
—Sé que eres su hijo, y debe de haber muchas cosas que os unen. Él te plantó en mi vientre para que le robases el puesto a mi Learco.
Su madre respira, agónica. Learco está paralizado del horror: siente la sangre bombeando en sus oídos, percibe cada latido de su corazón, lento y trabajoso.
—Pero tú me debes la vida, una vida que habría deseado no darte, y que ahora te reclamo de nuevo.
—Madre, pero…
Aquella palabra le sale de forma espontánea, aunque al instante de haberla pronunciado le parece un sueño absurdo. Si ella le pidiera que muriese, lo haría, pues a pesar de todo quiere a esa mujer.
—Estoy a punto de morir, y he cometido muchos errores en mi vida. Uno de ellos se remonta a muchos años atrás, cuando consentí un matrimonio que no tenía razón de ser. ¡Sin embargo, traté de reparar aquella equivocación con todas mis fuerzas! —dice Sulana, elevando la voz—. Los dioses son testigos de que intenté librarme de él, pero ese gusano me encadenó a su persona dándome aquella flor que fue Learco, y yo no fui capaz de impedir que se lo llevasen…
Tose, y Learco busca desesperadamente la jarra del agua. La ve sobre la mesa, logra librarse —no sin esfuerzo— de la sujeción de su madre y corre a llenar un vaso. Se lo pasa, y ella bebe dando grandes sorbos, tragando cada gota con avidez. En cuanto ha saciado su sed, vuelve a sujetarle la muñeca y prosigue:
—Mi segundo error ha sido no tratar de matarlo. Yo he permitido que se convierta en lo que es, yo le he dado su maldita fuerza.
—Os lo ruego, madre, no os fatiguéis. Guardad silencio y permitidme simplemente que me quede un poco más a vuestro lado.
Learco siente las lágrimas deslizándose por sus mejillas. Ni siquiera se había dado cuenta de que había empezado a llorar.
—Por eso sólo voy a pedirte una cosa, y te conmino a cumplirla, porque pude matarte antes de que nacieras, pero no lo hice. Y ahora estás en deuda conmigo.
Tras lograr incorporarse con gran esfuerzo, acerca los labios a su oído.
—Mátalo —musita con un hilo de voz antes de dejarse caer sobre la almohada, exhausta.
Learco no da crédito a lo que acaba de oír, y no sabe qué responder.
—Él te ha forjado a su imagen y semejanza, y tú incluso puede que lo ames. Pero ésta es mi última voluntad. Mata a Dohor, y si no lo haces, maldito seas.
Lo mira fijamente con ojos glaciales, y él es incapaz de desviar la vista.
—Ahora, vete, no tengo nada más que decirte.
Learco permanece en pie, junto al lecho, incapaz de moverse. Mira a su madre extenuada y siente un hormigueo en las manos. Es como si tuviese la sangre de cera; la siente circular lenta y viscosa por sus venas.
—¡Márchate! —grita Sulana, y con una mano, en un postrer esfuerzo, coge una campanilla que tiene junto a la almohada. La hace sonar, produciendo un sutil tintineo.
La puerta se abre casi de inmediato, y Sibila aparece rápida y silenciosa.
—Fuera, sal de aquí —le ordena, sujetándolo del brazo delicadamente pero con firmeza.
Learco se deja arrastrar afuera, sin poder apartar los ojos del lecho. No puede verla, pero sabe que su madre está mirándolo con un odio inmenso.
* * *
La copa cayó al suelo y el vino se derramó por el suelo. Learco se levantó de pronto y cruzó la puerta. Necesitaba que le diera el aire. El corredor estaba iluminado por la luz de los trípodes de bronce. Todo estaba tranquilo, en contraste con el tumulto que se había desatado en su pecho. ¿Por qué aquel lugar maldito no se desmoronaba en ese instante, ante sus ojos?
Recorrió varios pisos a paso ligero, sin prestar atención a los alarmados guardias que se apresuraban a inclinarse a su paso. Cuando llegó al jardín se dejó caer sobre la hierba, miró el cielo estrellado y respiró a pleno pulmón. El aire fresco y el sonido cantarín del agua de las fuentes lo tranquilizaron momentáneamente, purificando su alma atormentada.
«Nada podrá lavarme por completo».
Miró la luna, redonda y extremadamente luminosa, y por fin supo adónde debía dirigirse. La idea era tan absurda que lo dejó fulminado, pero no podía resistirse.
Tomó el camino con decisión, y fue descendiendo progresivamente hacia las plantas más bajas del palacio. Las paredes fueron desnudándose cada vez más, y los pasillos se estrecharon. Estuvo vagando en busca de la puerta que le había indicado Volco. No conocía muy bien aquella ala.
«Estarán durmiendo tras una dura jornada de trabajo. Es una idea alocada, un príncipe no puede buscar consuelo entre pueblerinos, un príncipe no se sincera con sus siervos».
Dobló al último pasillo y se detuvo de golpe. Estaba allí, ante él. Se dirigía furtivamente hacia su habitación.
—¡Espera!
Dubhe se detuvo. Dio gracias mentalmente por su rapidez de reflejos al haber previsto cambiarse en cuanto llegó a la zona asignada a los sirvientes. En cualquier caso tendría que explicar por qué había salido a aquellas horas. Pensó que lo mejor sería anticiparse a la pregunta. Se volvió de pronto.
—Lo siento, yo…
Dejó de hablar. Era el príncipe, no había reconocido su voz.
—Iba a buscarte.
Los dos se quedaron quietos, mirándose. Ahora que la tenía delante, Learco no sabía qué decirle.
—Príncipe, yo… yo no lograba dormirme —murmuró Dubhe con voz melodramática.
—No tienes por qué justificarte. No eres una prisionera. Puedes ir a donde te plazca.
Ella se mordió el labio.
—Como puedes ver, yo tampoco puedo conciliar el sueño —dijo el joven, sonriéndole. Y, contra toda lógica, Dubhe se sintió feliz de que estuviera allí, a dos pasos de ella—. ¿Te apetece acompañarme al jardín?
Ella titubeó: tal vez no era una buena idea, tal vez debería volver a la cama, tal vez jamás tendría que haberle brindado toda aquella confianza. Pero se limitó a seguirlo, sintiéndose incapaz de decirle que no.
* * *
Pasearon entre las avenidas iluminadas por la luna. A Dubhe, que se había movido de noche con tanta frecuencia, aquello le recordaba el sinfín de trabajos que había realizado amparándose en las tinieblas y los años vividos junto al Maestro. Por un momento, su recuerdo, unido al hecho de estar en compañía de Learco, la hizo estremecerse.
Learco se percató.
—¿Te sientes bien?
—Sí, yo…
El joven la hizo sentar en la hierba, junto a él, y le cubrió los hombros con su capa. La noche era húmeda, y el rocío penetraba a través del tejido.
«Trata de sonsacarle alguna información, es un buen momento para avanzar con las investigaciones», se decía Dubhe, pero su voluntad no la obedecía.
—¿Qué tal el trabajo? —le preguntó Learco.
Dubhe lo miró con cara de sorpresa.
—Bueno, excelente —respondió, reaccionando al instante—. Nos has salvado, y…
—No estás obligada a darme las gracias cada vez, ni forzarte a mostrarte entusiasmada.
—Es un buen puesto, de verdad. Estamos lejos de la guerra, y eso ya es mucho —dijo ella, tratando de sonar sincera.
—¿No trabajáis demasiado?
Ella sacudió la cabeza vigorosamente.
—Siempre hay tiempo para descansar.
Se impuso un denso silencio. Dubhe estaba perpleja: ¿por qué había ido a buscarla? ¿Por qué estaba allí con ella?
—Tengo la sensación de que el otro día te resulté de ayuda —dijo Learco de pronto, mirándola a los ojos—. Por eso te pido que ahora te quedes aquí conmigo, porque esta vez soy yo quien necesita ayuda.
Dubhe se sintió traspasada por aquellos ojos. Se limitó a decirle que sí y a mirarlo de soslayo, expectante.
—Estoy atrapado, Sanne, y no sé por qué te lo cuento a ti, pero es que ahí dentro no hay nadie que… —Suspiró—. Aquí todos me consideran un extraño.
—¿Y qué es lo que te tiene atrapado?
Los ojos de Learco parecieron aclararse ligeramente. Esbozó una sonrisa.
—Un pasado que no quiere marcharse.
Lo dijo todo de un tirón, como si las palabras brotaran de su alma igual que un vigoroso manantial. Le habló de su madre, de cómo lo odiaba y de la atroz petición que le formuló antes de morir.
—¡Ya está! —exclamó al fin—. Ahora me siento más ligero. Necesitaba liberarme de este secreto. Creo que tú puedes entender a qué me refiero.
Dubhe asintió.
—Todos estos años me he estado preguntando por qué; nunca me dijo una palabra afectuosa, nunca me abrazó ni me buscó. Para ella siempre he sido únicamente el hijo de su marido, y me ha odiado, al menos tanto como ha odiado a mi padre. Y durante todos los años de mi infancia me preguntaba si había hecho algo, si había cometido alguna equivocación que me hiciera merecedor de aquel trato. Pero ese día comprendí que mi culpa era haber nacido, simplemente.
Dubhe lo miró, conmovida.
—Es un pecado que a sus ojos nunca lograría expiar; tal vez pensaba que obligándome a cumplir aquella absurda promesa lo conseguiría.
—¿Por qué me cuentas esto?
—Porque la otra noche espié tu pasado y descubrí uno de tus secretos. Ahora estamos a la par. Deseaba decírtelo. Nadie más en la corte me habría escuchado. —Las comisuras de su boca se tensaron esbozando una amarga sonrisa.
—Hay personas que nacen bajo una mala estrella —dijo Dubhe, y cuando Learco la miró, volvió a sentirse expuesta, vulnerable, como aquella noche en el bosque—. ¿Conoces los rituales de la Gilda de los Asesinos?
Él siguió riendo, pero esta vez con un matiz de sarcasmo.
—Demasiado bien.
—¿Y sabes quiénes son los Niños de la Muerte?
Él sacudió la cabeza. Dubhe se sintió como si estuviera al borde de un precipicio. Sería una locura arrojarse por él, pero el vacío la atraía. Si se decidía a hablar, nada volvería a ser lo mismo.
—Son niños que han matado; tanto si se trata de recién nacidos cuya madre ha fallecido de parto, como niños que matan por accidente o por voluntad propia… la Gilda los considera elegidos. Los busca por todas partes, los integra en sus filas y los adiestra para convertirlos en Asesinos.
Por el modo en que Learco la miró, sintió que lo había comprendido. Y no le interesaba: era el hijo de su enemigo, algo en su interior no dejaba de gritárselo, pero ya estaba hecho.
—Esos niños nacen con un destino marcado. Su mayor culpa es haber sido traídos al mundo.
Dubhe sintió la desesperación abriéndose paso entre las lágrimas.
—Tú no tienes la culpa; la Gilda es un grupo de dementes.
—Es posible, pero un hombre me dijo una vez que aquel que mata de pequeño está predestinado, sólo tendrá un único camino ya trazado.
—¿Y crees que mi camino también está trazado de antemano? ¿Crees que realmente tendría que hacer lo que me pidió mi madre en su lecho de muerte?
Dubhe dudó unos instantes.
—Sólo digo que tú tampoco tenías la culpa. Era su odio, el de tu madre, no el tuyo.
—Ya —asintió él, bajando la mirada—. No el mío…
—En la orilla del riachuelo, durante el viaje, me dijiste que, fuera lo que fuese, ya se había acabado.
Learco se volvió para mirarla de nuevo.
—Sé que es posible que sólo lo dijeras para consolarme —Dubhe se sorbió las lágrimas—, pero tal vez con creerlo ya sea suficiente.
El príncipe sonrió y le acarició la mejilla con ternura. Parecía más sereno.
—Tal vez descargando nuestros pecados, logremos librarnos de ellos.
Dubhe le devolvió la sonrisa.
Learco se puso en pie.
—Supongo que mañana por la mañana tendrás que levantarte temprano. Será mejor que nos vayamos.
Atravesaron en silencio los jardines envueltos en la oscuridad, mientras el alba empezaba a mostrar sus primeros colores por el este, con una franja de un violeta más claro.
Cuando llegaron frente a la entrada del palacio, él se volvió y se puso frente a ella.
—Hay algo misterioso en ti, Sanne, o quienquiera que seas.
Ella trató de mantener la calma, pero aquella revelación la dejó helada.
—En cualquier caso, tu pasado es tuyo, y no seré yo quien te lo quite —añadió Learco en voz baja mientras se inclinaba hacia ella para susurrarle algo al oído—. ¿Puedo ir a verte alguna vez?
Un único y prolongado escalofrío recorrió la espalda de Dubhe. Cuando él se apartó, lo miró intensamente. Y asintió.