9
Libros negros
SHERVA hizo una profunda referencia. El estudio de Yeshol estaba oscuro, y el olor a sangre resultaba más penetrante de lo habitual. Hacía días que el ritmo de los sacrificios había aumentado vertiginosamente, señal de que los acontecimientos se estaban precipitando.
Yeshol siguió escribiendo en el libro que tenía delante, impasible.
—Mi señor…
Y en ese instante el Supremo Guardián alzó los ojos.
—Descansa.
Sherva se incorporó. Notaba una desagradable sensación en la boca del estómago. Desde que fracasó en el secuestro de San, ya no había vuelto a sentirse seguro de nada. Lo curaron, por supuesto, y fue sometido a un largo interrogatorio. Aturdido por el dolor de las heridas y por los extraños remedios que le había administrado el nuevo Guardián de los Venenos, dijo todo cuanto sabía y más. Describió a San, habló de los días que pasaron juntos, aportó informaciones sobre Ido. Cumplió con su deber de siervo, en suma, pero seguía teniendo miedo por haber fallado. Un pecado imperdonable para un Victorioso. Aquellos que habían fracasado antes que él casi siempre lo pagaron con la vida. Y él no quería morir. No era la muerte en sí lo que lo aterrorizaba —siempre había ido a su lado, durante sus largos años de sicario—, era más bien la conciencia de que si moría entonces, habría sido en vano: degollado en las piscinas como un Postulante más. Desde luego, no era a eso a lo que aspiraba desde niño. Su sueño era convertirse en un Asesino Legendario, el mejor. Y la realidad era que aún no había logrado matar a Yeshol, pues éste seguía superándolo en fuerza y en astucia. Sin ese último acto, su vida estaría truncada, y la sola idea le resultaba intolerable.
En cuanto regresó fue degradado: ya no era Guardián del Gimnasio, sino un simple Asesino, un sicario entre otros muchos.
—Deberías morir, ya lo sabes, pero eres una arma valiosa para la Gilda, y yo no desperdicio mis instrumentos —le dijo Yeshol mirándolo desde su altura. Arrodillado a sus pies, Sherva rechinaba los dientes. Ése era el fin que le esperaba: asesinado por un viejo fanático que lo consideraba un mero instrumento para servir a un dios que él despreciaba.
—Permitidme que vuelva a hacerme merecedor de mi puesto, sabéis que soy digno de él.
Yeshol se inclinó.
—Ya has recibido un trato de favor, ¿es que aún no tienes bastante?
—Vos ya me conocéis. Sabéis que no me contento con facilidad.
Fue entonces cuando le encomendó indagar el paradero del gnomo y de San. Sherva se empleó a fondo y dio con la información que buscaba, pero no había servido de nada. De repente su vida le parecía minúscula y mezquina. Su especialidad era arrastrarse, y humillarse, su modo de sobrevivir. Pero eso no era lo que le había enseñado su madre, la ninfa que no se había doblegado ni siquiera tras el destierro que le impusieron los suyos por haber matado a un humano. Él poseía la misma clase de orgullo.
—Cuando llegue el momento, tú te distinguirás de los otros y mostrarás el poder de tu sangre mestiza a quien me humilló —le dijo mirándolo a los ojos.
Y él la había creído. Ser el mejor. Poco importaba que fuera a costa de verter la sangre de los demás. Recordaba perfectamente la forma en que los miraban a su madre y a él. Fue entonces cuando decidió que iba a luchar contra el mundo, a agredirlo, a destruirlo. Por eso eligió el camino del asesinato y se consagró a él como un asceta. Tenía que demostrarles a todos de qué madera estaba hecho, y ahora ya no quedaba nada de aquel sueño.
En cuanto regresó presentó un informe. Había descubierto que los dos fugitivos habían decidido refugiarse en la bóveda del Mundo Sumergido, y que ya habían pasado tres semanas desde que partieron. A esas alturas ya estarían en el fondo del mar. Yeshol lo escuchó atentamente, y estaba claro que pensaba tomar las medidas oportunas. Sin embargo, Sherva aún no había sido convocado. Por eso decidió que sería él quien daría el primer paso: se presentaría ante su superior y le pediría que lo enrolara en la misión. Sólo de ese modo podía aspirar a reconquistar su cargo.
Yeshol se lo quedó mirando.
—¿Y bien?
Sherva se incorporó y lo miró a su vez con determinación.
—Hice todo cuanto me ordenasteis. Ahora quiero preguntaros si habéis reflexionado sobre mi petición de reincorporarme.
—Has hecho un buen trabajo, pero ése era tu deber, nada más.
Sherva apretó los puños.
—Entonces enviadme en busca del niño. Además, tengo una cuenta pendiente con el gnomo.
Yeshol le lanzó una penetrante mirada.
—No eres la persona adecuada.
—¡No tiene sentido que me dejéis con vida si después no me dais la oportunidad de resarcir mi error!
Sherva había cometido la impropiedad de alzar la voz, y un destello de ira iluminó los ojos de su superior. Yeshol rodeó el escritorio dando pasos lentos y pesados, y se plantó frente a él. Lo miró con severidad, le puso una mano en el hombro y presionó hacia abajo. Sherva opuso resistencia: no pensaba volver a arrodillarse, esta vez, no.
—¿Realmente tienes la intención de enfrentarte a mí?
Su voz sonaba como un silbido, como una hoja fría contra su espalda, pero Sherva sólo sintió ira. No entendía cómo había podido llegar a aquel punto, cómo había podido perder los papeles de aquel modo. Bajó la cabeza.
—Yo…
Yeshol disminuyó la presión.
—Ya he enviado a otras personas a esa misión —anunció, ignorando la mirada compungida de su subalterno.
«Pero pronto tendré otro cometido para ti, un asesinato de gran nivel que sin duda hallarás adecuado a tus capacidades. Necesitas volver a entrar en contacto con la sangre, y con tu dios».
«¡Yo lo que necesito es librarme de ti y de ese maldito Thenaar!».
Sherva apretó los puños hasta que se le pusieron los nudillos blancos.
—¿Me estáis diciendo que no volveré a recuperar mi cargo de Guardián?
Yeshol volvió a sentarse.
—Exactamente. Un título no es más que un título, Sherva, y no disminuye ni aumenta tu valor. Tú sabes cuánto vales, y yo también. Pero has fracasado, y la cosa aún es más grave precisamente porque eres uno de nuestros mejores hombres. Por eso no voy a reconsiderar mi decisión, resígnate. Y ahora, márchate.
Sherva permaneció inmóvil unos segundos, debatiéndose entre actuar de inmediato o demorarse, calculándolo mejor. Habría deseado saltarle al cuello a Yeshol, y aclarar de una vez quién era el más fuerte. Morir en el intento le parecía mejor que quedarse allí con la cabeza gacha.
Se llevó los puños al pecho, haciendo el saludo de los Victoriosos, y se encaminó hacia la puerta.
—No me desafíes —dijo de pronto Yeshol a su espalda—. No sólo eres inferior a mí, tanto que ni siquiera eres capaz de darte cuenta, sino que detrás de mí hay un dios, ¿lo entiendes? Yo estoy dispuesto a todo por él, le he consagrado cada aliento, y también mi alma, y él me ha prometido que triunfaré.
Sherva no se volvió. Oyó aquellas palabras temblando de rabia.
—Ve al templo y búscalo tú también. Tu pecado te está desquiciando.
Sherva asintió con un breve gesto y salió, reprimiendo a duras penas un portazo. La imagen del corredor de la Casa lo dejó sin respiración. Y comprendió: permanecer tanto tiempo allí abajo lo había debilitado. Arrodillarse una sola vez implicaba tener que hacerlo siempre. Era un hábito extremadamente fácil de adquirir. Debía salir de la Gilda, derrumbar los puentes, cancelar el pasado. Sí, la Casa le había dado mucho, allí había desarrollado sus artes marciales, su prodigiosa capacidad para doblar las articulaciones, pero ya hacía años que la Casa no tenía nada que ofrecerle: había llegado la hora de marcharse, y de perpetrar una verdadera traición.
* * *
San miró afuera, inquieto. Más allá de la pared de cristal se desplegaba ante sus ojos un panorama fantástico de peces suspendidos en el azul. ¿Cómo permanecer sentado teniendo una tentación como aquélla delante de las narices?
—¡San! —El niño se volvió de golpe—. ¿Quieres dejarte de fantasías y escucharme de una vez?
El niño masculló:
—Sí, Quar.
—Maestro Quar —dijo con voz severa aquel hombre tan envarado que tenía delante.
—Maestro —añadió San sin demasiada convicción.
Ya hacía tres semanas que recibía clases. Ido entró en su habitación al segundo día de su estancia bajo el mar.
—La condesa dice que tiene un maestro muy bueno que puede enseñarte magia. ¿Qué te parece?
Tomar aquella decisión no resultó fácil. Lo que más deseaba San era poder desarrollar sus poderes, pero hacerlo implicaba infringir una prohibición explícita de su padre. Por otra parte, quería hacer algo, tener la mente ocupada. La inmovilidad siempre le acarreaba dolor y pensamientos con los que no quería lidiar. Y así fue como empezaron.
El maestro era un anciano mago de porte altivo que le llenaba la cabeza de nociones inútiles.
—¿Y cuándo empezaremos con los hechizos?
—La magia no consiste en realizar estúpidos trucos de prestidigitación, es, fundamentalmente, estudio, profundo conocimiento de la naturaleza.
Amparándose en ese pretexto, con Quar no había acción: todo era estudiar y estudiar. San empezó a pasar tardes enteras inclinado sobre los libros, con el anciano mago enfrente, dispuesto a asestarle un palmetazo en cuanto apartase la vista de la lectura.
—¿Qué tal la clase de hoy? —le preguntaba Ido por la noche, cuando cenaban juntos.
San no era capaz de explicarle que había sido terriblemente aburrida. Ido se mostraba siempre tan entusiasta que no quería decepcionarlo.
Pero él seguía echando de menos la acción. Necesitaba poner el cuerpo en movimiento a toda costa, y por eso empezó a tomar clases de espada con el gnomo. También era una excusa para estar con él y pedirle que le contara historias de su abuela y de las aventuras que habían vivido juntos.
Ido se percató de la amplitud de sus poderes gracias, precisamente, al adiestramiento con la espada. Recurría a ellos de forma natural cuando las cosas se le complicaban. Una vez, poco antes de que Ido lo alcanzase con su espada de madera, levantó instintivamente una barrera alrededor de su cuerpo.
—¡Fantástico! ¿Te lo ha enseñado Quar?
San vaciló unos instantes.
—Sí.
No acababa de saber por qué no había dicho la verdad, pero se sentía muy orgulloso de sí mismo.
Además había adoptado la costumbre de practicar la magia en solitario. Durante el día estudiaba con Quar, por la tarde entrenaba con Ido y por la noche se dedicaba a sus propios trucos, dado que le parecía mucho más interesante aprender encantamientos nuevos que llenarse la cabeza de inútiles conceptos sobre la naturaleza y otras memeces por el estilo.
—Quar dice que a veces resultas insoportable —le dijo un día la condesa. Le encantaba hablar con él y tenerlo cerca siempre que podía. Todas las noches cenaba con él y con Ido.
»¿Te aburres?
—No… Es que… —No quería parecer ingrato. Además, la condesa había sido muy amable al proporcionarle un maestro de magia—. Lo que pasa es que me gustaría saber qué está sucediendo arriba, en mi tierra…
¿Qué estaba sucediendo en el Mundo Emergido? ¿Qué sucedía en el interior de la Gilda? ¿Y Dohor? Aquellos pensamientos lo obsesionaban, al igual que los recuerdos de la noche en que todo cambió.
—¡San! —volvió a llamarlo Quar.
Dio un bote. Frente a él, el maestro lo miraba rojo de ira: había vuelto a perderse.
—¡Quieres dejar de distraerte! ¡Tienes que escucharme, si es que alguna vez te decides a acabar algo!
Quar golpeó la mesa con la mano abierta e hizo saltar el libro. San estaba harto. A fin de cuentas, ¿qué autoridad tenía sobre él aquel mago?
—Adelante, repite lo que estaba diciendo.
El pequeño le lanzó una mirada desafiante.
—No lo sé.
—¿Y te parece bonito?
—Vos mismo habéis dicho que estaba distraído, entonces, ¿por qué me preguntáis cosas que no puedo responder?
—¡No uses ese tono conmigo, me debes un respeto!
—No estoy usando ningún tono.
Los labios de Quar se estrecharon y los ojos se le agrandaron de la ira. A San le pareció un hombrecillo ridículo. Acudieron a su mente un par de fórmulas para ponerlo en su sitio, fórmulas que probablemente aquel mago tan corto ni siquiera conocería. Estaba a punto de pronunciarlas cuando el hombre cerró de golpe el libro que tenía ante sí.
—Me niego a seguir dando clase a un niño estúpido que ni siquiera me escucha. Basta por hoy.
Probablemente había supuesto que aquello sería una especie de castigo para San, pero el niño enrolló al instante el pergamino en el que estaba tomando apuntes.
—Perfecto —dijo con total naturalidad, y saltó de la silla, feliz por tener el resto del día libre.
—¡Te arrepentirás! —musitó Quar—. De momento quiero que para mañana te aprendas de memoria la composición de los cuatro tipos de tierra, con sus correspondientes espíritus protectores.
—¡Seguro! —exclamó el niño mientras salía por la puerta.
Estaba cansado de aquellas clases. Aprendía más por su cuenta que con aquel viejo apolillado. Resultaba extraño: hasta hacía muy poco contemplaba sus propios poderes con horror y, ahora, en cambio, le despertaban un gran interés y estaba orgulloso de poseerlos. Era poderoso, lo sentía. Ya había empezado a atreverse con algunas de las cosas que hacía su abuelo cuando era pequeño, e incluso con las que hacía el Tirano. Desde luego, no era un ejemplo que seguir, pero ante todo Aster había sido un gran mago. Que después emplease sus facultades para el mal ya era otra cuestión, en eso hasta Ido estaba de acuerdo.
San fue corriendo a la biblioteca. Por lo general aquel trayecto solía hacerlo de noche, procurando que no hubiera nadie en los alrededores. El acceso a aquel lugar fue el primer privilegio que la condesa Ondina le había concedido. Cruzó tranquilamente la puerta; allí jamás había guardias. De hecho, aquel lugar sólo lo frecuentaba él. En el interior había catalogados muchos volúmenes que trataban de Zalenia, pero también había gran cantidad de ellos que hablaban del Mundo Emergido y de su magia.
—Ve cuando quieras y escoge algún libro. Descubrirás que son el mejor bálsamo para un espíritu que sufre —le había dicho una noche.
De algún modo era verdad: aquellos libros servían para aliviar las heridas de su espíritu, aunque, tal vez, no sólo en el sentido al que se refería Ondina.
San fue directamente a la sección que le interesaba. Lo había descubierto hacía poco, y desde entonces era de visita obligada. Se pasaba horas allí dentro, escamoteándolas al sueño.
Se detuvo ante las librerías: había dos, eran de ébano macizo y llegaban hasta el techo. En cuanto las veía, el corazón le latía un poco más fuerte Estaban atestadas de libros negros; eso fue lo que hizo que se fijara en ellos.
El primero fue un libro histórico: la biografía de Aster. Un volumen escrito por un autor anónimo en forma de larga canción. El hombre firmaba simplemente como «El Trovador». San lo leyó con fascinación. Le pareció natural comparar sus propios progresos en las artes de la magia con los del Tirano. Aster le había curado una herida a su madre cuando era apenas un bebé.
—No, eso, desde luego, yo no lo he hecho —admitía San casi con pesar—. O tal vez mi padre no me lo dijo nunca, él no veía mis poderes con buenos ojos —se decía a continuación con un ligero matiz de orgullo.
Leyó sobre las proezas de Aster en la Tierra de la Noche, de cómo procuró ayudar a sus paupérrimos habitantes a cultivar plantas comestibles en aquellos campos que jamás habían conocido la bendición de un solo rayo de luz. Se sentía muy predispuesto a aprender de su ilimitada pasión por la justicia, de sus ansias por enderezar el mundo. Percibía un eco de todo aquello en su propio corazón. Ciertamente, sus objetivos eran mucho más humildes: vengar la muerte de los suyos era una idea que acariciaba cada vez más a menudo. Sólo era una fantasía, o eso se decía: a veces pensaba en ello cuando luchaba con Ido, y se imaginaba que era un gran guerrero, quizá un Caballero del Dragón. Entonces volaría hasta la Tierra de la Noche, hasta aquel templo que imaginaba terrible, y, una vez allí, él solo destruiría la Secta de los Asesinos. También pensaba en ello durante las aburridas clases de Quar: usar su magia para aniquilar al enemigo, matar a Sherva, el hombre que había asesinado a su padre y a su madre. Era un pensamiento insólitamente agradable, capaz de acallar los gritos que con frecuencia sentía nacer en el corazón.
Después pasó a las historias élficas; leyendas antiguas, crónicas de guerras terribles. Y magia. Una magia extraña, de la que Quar jamás le hablaba. Una magia que nada tenía que ver con los espíritus naturales ni otras cosas por el estilo. Aquélla era una magia que doblegaba la naturaleza a su antojo y hacía que se produjesen milagros. La encontraba fascinante.
Aquel día, San estuvo examinando largamente los estantes de libros negros. Ya había leído muchos, pero quería algo especial para la ocasión. Sus ojos se detuvieron en un volumen más bien pequeño; en el dorso había una inscripción plateada, medio carcomida por el moho. Eran runas, lo único interesante que estudiaba con Quar. El Compendio de la Lucha, un título que prometía acción. Lo extrajo lentamente. Estaba tan estropeado que tenía la sensación de que iba a deshacerse entre sus dedos. Era de terciopelo, y en la cubierta aparecía un grabado que representaba un complejo pentáculo rojo. San lo acarició. Los cantos de los bullones que había a los lados eran cortantes, y tuvo que prestar atención para no lastimarse.
Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y lo abrió por la primera página. En el interior había un separador de un mortecino color rojo oscuro, un color que le llevó el cruel recuerdo de la sangre seca.
Volvió la página, y sus ojos se toparon con una escritura pequeña y regular.
Llegó el momento en que hube de instruirme en las prácticas mágicas del homicidio durante la Guerra de los Pequeños. No fue una elección fácil, y la hice con la muerte en el corazón. Pero yo ya llevaba la muerte y la sangre conmigo, y su olor había penetrado en mi alma, impregnándola. Tomé esa decisión para castigar a mi enemigo, lo hice para vengar a las personas amadas que él me había arrebatado. No me sustraje a ningún horror, pues la guerra había hecho que me habituara a todo, y el deseo de dar paz a los muertos me devoraba.
San alzó la vista un instante. La Guerra de los Pequeños. Un acontecimiento lejano, de los tiempos en que los elfos eran los dueños del Mundo Emergido. Le pareció terrible que también entonces se hablara de muerte y sangre como ahora, y sintió una extraña simpatía por aquel hombre que utilizaba un lenguaje que él comprendía a la perfección.
Porque él también deseaba dar paz a los muertos, o al menos esperaba que los muertos lo dejasen en paz a él. Lo estaba aprendiendo lentamente, y en sus propias carnes: la ausencia de las personas amadas resulta más oprimente que su presencia, y sus sombras, la reverberación de su dolor y de su odio, no lo abandonan a uno jamás.
Se sumergió en la lectura, con la imagen de su padre herido de muerte, arrastrándose hacia la puerta, en sus retinas.
* * *
Cuando salió ya era bien entrada la tarde. Se había leído casi todo el volumen y no se había dado cuenta de que había permanecido en la biblioteca más de lo debido. Le bastó con sacar un pie fuera para tropezarse con un criado bastante inquieto.
—Pero ¿dónde os habíais metido? ¡La condesa y el caballero os esperan para cenar, y están preocupados por vos!
—Sólo estaba leyendo.
—Su Excelencia Ido os espera en su habitación.
El criado lo cogió de un brazo y se lo llevó a toda velocidad. Recorrieron los pasillos entre una multitud de sirvientes ajetreados y nerviosos.
—¡Lo he encontrado, lo he encontrado! Decidle a la condesa que todo está en orden.
El sirviente abrió por fin la puerta de la habitación de Ido.
El gnomo estaba sentado a la mesa y fumaba, nervioso. En cuanto oyó que se abría la puerta, se puso en pie de golpe.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¿Dónde narices te habías metido?
—Lo he encontrado frente a la biblioteca —dijo el criado.
Ido aspiraba su pipa a intervalos infinitesimales, formando compactas nubecillas de humo. San ya había aprendido que aquello era mala señal.
—Márchate —le ordenó Ido con voz cortante al sirviente, y éste no se hizo de rogar. La puerta se cerró tras él y a San le flaquearon las piernas.
—¿Dónde has estado? —La voz del gnomo vibraba de ira reprimida y su mirada era penetrante.
—Verás, yo…
—¡Responde!
—En la biblioteca —dijo San de corrido—. Ondina siempre me dice que puedo ir allí cuando quiera —añadió a media voz, ofendido.
—Tal vez no tienes clara la situación.
Ido lo sujetó enérgicamente del brazo, su mano parecía una tenaza. Tiró de él hasta que ambos quedaron encarados. El olor a tabaco se le pegó a la garganta.
—¿Acaso has olvidado por qué estamos aquí?
—No estaba haciendo nada malo.
—Ésa no es la cuestión. Yo he querido confiar en ti, y te permito hacer lo que quieras. Sinceramente, no esperaba que te comportases como un estúpido niño sin cerebro…
San sabía que lo mejor que podía hacer era disculparse, pero sentía que no tenía nada que reprocharse.
—Ido, estás exagerando, yo…
—¡Cállate! —Su voz sonó tan fuerte que San se sobresaltó—. ¿Crees que estamos seguros aquí abajo? No lo estamos. ¿Crees que Yeshol ha soltado la presa? Bien, pues no lo ha hecho. Si tú desapareces, yo pienso que te ha sucedido algo, ¿está claro?
El niño desvió la mirada. Ido, furioso, no le quitaba la vista de encima.
—De acuerdo, si… si crees…
Habría querido replicar, pero finalmente no se atrevió.
—Lo siento —se disculpó con un hilo de voz.
—Sigues sin comprenderlo.
—Te he pedido disculpas, ¿qué más puedo hacer?
Ido sonrió con sarcasmo.
—Veo que has heredado lo peor de tu abuela. Me hizo una escena similar, hace muchos años, y yo la creí. En fin, no volveré a cometer el mismo error. A partir de mañana irás a todas partes con una escolta.
San abrió los ojos como platos.
—No puedes hacerme esto.
Ido caminó hasta la ventana.
—No es un castigo. No estamos aquí de vacaciones: de tu seguridad depende la salvación del Mundo Emergido.
—¡Ido, estaba en la biblioteca! ¡Leyendo!
—De ahora en adelante irás acompañado.
San dejó escapar un largo suspiro. Notaba cómo ascendía la rabia, y no era sólo por ese momento. Era por todo el mes pasado sin hacer nada y por toda la frustración que había sepultado en su interior y que iba sedimentando día tras día.
—No necesito una estúpida escolta. Sé defenderme solo.
Ido se volvió y lo miró burlón.
—¿Ah, sí? ¿Y con qué? ¿Con tus manos?
—He estado adiestrándome.
—La espada no es tu fuerte, y además acabas de empezar.
—Tengo los poderes… tengo la magia.
San cerró los puños y apretó cada vez con más fuerza.
—Ah, claro, la magia. Me olvidaba de lo más importante: Quar vino a verme hecho una furia, quejándose de que su alumno, ese que tiene grandes poderes, ni siquiera es capaz de permanecer una hora sentado escuchando las enseñanzas de alguien que sabe más que él.
—Él no sabe más que yo. ¡Él no sabe nada, no posee ni una décima parte de mi poder!
Ido se carcajeó.
—Claro… Me dijiste que querías aprender, que querías recibir clases. Si te importaba tan poco tendrías que haber sido lo bastante coherente para rechazar mi propuesta.
—Son aburridas, tremendamente aburridas —protestó San—. ¡Me tiene ahí sentado todo el tiempo y me dice cosas sin sentido, mientras que yo ya he abatido a un dragón con estas manos, y tú estabas allí cuando lo hice!
Ido no se dejó impresionar por sus gritos.
—Una casualidad que no sabrías repetir. San, el estudio también es aburrimiento, la magia también es sacrificio. ¿Qué te creías, que todo era diversión y basta? La vida es esto, San: esfuerzo.
—Él siempre me hace estar quieto, ¡aquí estamos todos quietos! ¿Qué diablos estamos haciendo aquí abajo? ¡Nos ocultamos como conejos! Pero tú hiciste cosas grandiosas en el pasado, venciste a Dola y… y… no quiero estar escondido como un cobarde. ¿Quién sabe qué estará planeando la Gilda ahí arriba? La Gilda ha matado a mis padres, ¿lo entiendes o no? ¡Y ése no para de hablarme de espíritus naturales y de otras lindezas por el estilo!
San se quedó en el centro de la habitación, jadeante. Se sentía como si fuera a estallar, su pecho ascendía y descendía con violencia, como si en la estancia no hubiera suficiente aire.
Ido se lo quedó mirando sin pestañear, con la pipa en la mano.
—¿Has terminado?
Su voz sonaba tranquila, glacial, y eso sacó a San de sus casillas.
—¡No te atrevas a infravalorarme!
La bofetada llegó de improviso, aquel ruido seco llenó toda la habitación. San se sintió repentinamente vacío. Miró a Ido con incredulidad.
—Y tú no te atrevas a tratarme como tratas a tu maestro de magia. Ya he visto a muchos como tú, jovencito, y he tenido que bregar con otros mocosos estúpidos y engreídos.
San sintió las lágrimas quemándole las pestañas.
—Nos estamos ocultando porque si la Gilda te captura, morirás. Pero tú eres un héroe, ¿no es así? Y morir te trae sin cuidado. Bien, pues te recuerdo que contigo caería todo el Mundo Emergido. Por eso estamos aquí.
Ido dio media vuelta, caminó hasta la ventana y se apoyó en el alféizar. El niño lo vio a través de un velo de lágrimas.
La percepción de que Ido no le comprendía lo destrozó. Hasta aquel momento, él había sido su única certeza: eran dos supervivientes, sufrían el mismo dolor. Si había alguien con quien no necesitaba recurrir a las palabras, ése era Ido. Pero ahora ya no. San se sentía abandonado, solo.
—Te comprendo —dijo el gnomo, como si respondiera a sus pensamientos—. La inactividad también me está matando a mí, ¿qué te crees? Yo he tenido que esperar tres años: he trazado planes de rebelión desde la retaguardia, he visto a mis subordinados morir mientras yo me hallaba seguro en Laodamea. ¿Cómo crees que me he sentido? Pero hay un tiempo para actuar y un tiempo para esperar, y entender eso es algo propio de un gran guerrero.
Guardó silencio, su mirada exhalaba comprensión; se acercó hasta donde él estaba.
—San, yo creía que ya habíamos hablado y habíamos aclarado las cosas… ésta es tu contribución a la lucha: evitar que te maten. Te aseguro que no es poco.
«Pero no es como combatir. Y no me ayuda a olvidar aquella sala llena de sangre, y a mi padre arrastrándose hacia la puerta, y a mi madre inmóvil en el suelo».
San dejó que las lágrimas corrieran libremente. Sus hombros empezaron a agitarse con los sollozos. La primera vez que habló con Ido, creyó que lo había comprendido, y pensó que podría soportar la inactividad. Pero no era así, ahora lo tenía claro, de ahí su inquietud mientras viajaban y el aburrimiento que le provocaban las clases con Quar.
Todo eran caras de una misma moneda: el deseo de venganza. Y si bien entonces carecía de medios, ahora ya era distinto. Porque sabía que era fuerte, porque sentía cómo crecían sus poderes, porque estaba aprendiendo de prisa.
Habría querido decírselo a Ido. Él había visto morir a muchas personas que amaba, y tal vez tuviera una respuesta que fuese más allá del «debes esperar». Pero guardó silencio. Sollozó sobre su hombro sin hallar el menor consuelo.
—Júrame que no volverás a hacerlo.
San estuvo mirando al suelo un buen rato. Por fin, asintió lentamente, e Ido lo abrazó.
—No te pondré escolta, pero es la última vez. Sé que eres un chico listo y te portarás bien.
San volvió a asentir, agotado. Se enjugó las lágrimas, y cuando el gnomo le sonrió, no fue capaz de corresponderle con sinceridad.