8

Acerca del pasado

CUATRO días después del ataque de los saqueadores, ante ellos se extendía el perfil de Makrat, tentacular y caótica. Habían tenido que aminorar el ritmo: pese a los cuidados recibidos, Learco aún estaba débil y se fatigaba fácilmente. Por eso habían avanzado un poco cada día, haciendo largas paradas para comer y deteniéndose toda la noche. Dubhe había hecho todos los turnos de guardia, aunque el príncipe se había opuesto en más de una ocasión. Sin embargo, ella había insistido: desde que hablaron la última vez, le costaba conciliar el sueño, y además él tenía que recuperar las fuerzas.

Jamás se había sentido tan confusa. Por un lado, notaba que en su interior estaba naciendo el espejismo de una nueva tranquilidad, una paz que ya no era una esperanza irrealizable, sino algo tangible. Por el otro, se sentía totalmente insegura, y se detestaba a sí misma por su absurda debilidad de aquella noche, cuando se echó a llorar como una vulgar damisela.

Se debatía entre el odio y la admiración, y cuando por la noche reinaba un silencio absoluto, sus recuerdos la visitaban y se dedicaban a atormentarla.

En el centro de aquella perturbación estaba Learco. Se sentía cada vez más atraída por la perfección de su cuerpo esbelto y desgarbado, mientras que la melancolía de su rostro, junto con la certeza de que compartían los mismos sentimientos, le producía rechazo y le creaba desazón. Para ella el príncipe era un intruso que se había apoderado de sus secretos, robándoselos en un momento de debilidad.

Por eso, cuando empezaron a circular por los bajos fondos de Makrat, Dubhe suspiró aliviada. Se había acabado. Ahora podría concentrarse en su empresa y librarse de aquella obsesión dulce y amarga a la vez.

Se movieron de incógnito, ocultando su verdadera identidad. Learco se cubrió el rostro con la capucha de la capa. Dubhe tenía la sensación de estar en casa: aquél era su ambiente, el lugar corrupto y putrefacto del que provenía y al que pertenecía.

Selva era el pasado, el lugar donde aún yacían los despojos de la niña que fue; pero Makrat, y en especial los barrios peligrosos, era el fango en el que había chapoteado tras la muerte de Gornar. Allí todo le hablaba de su antigua vida de ladrona, y del Maestro. Resultaba extraño, pero su recuerdo ahora ya le parecía menos vívido. Lo había amado, él lo había sido todo para ella, pero ahora ya pertenecía a otra época. Aquello le producía un extraño efecto, se sentía casi culpable por haber permitido que aquella sombra la abandonase para siempre. ¿Quién podía recordar a Sarnek en el mundo, sino ella?

Theana iba pegada a ella, se sentía inquieta.

—¿Nunca habías estado aquí? —le preguntó Dubhe.

La maga sacudió la cabeza.

—Conozco el palacio real, pero no la ciudad.

Era completamente natural. Dubhe se imaginaba cómo debía de asustarla Makrat, con sus casas apiladas unas sobre otras y sus callejones malolientes. Por mucho que hubieran convivido durante las semanas que llevaban viajando juntas, no había que olvidar cuán diferentes eran.

* * *

Cuando llegaron a palacio, Learco se quitó por fin la capucha. Al instante, los guardias le hicieron una reverencia, pero al mismo tiempo lo miraron de reojo, con cierta suspicacia.

—¿Está mi padre?

—Os espera en la sala del trono, Alteza.

Y entonces se volvió hacia Theana y Dubhe:

—Seguidme.

Comenzaron a avanzar por los pasillos de la residencia real. Dubhe conocía el palacio por lo que había oído contar, pero nunca había tenido ocasión de visitarlo. Además, no resultaba muy aconsejable cometer un asesinato o un robo en aquel lugar.

Lo primero que la impresionó fue la majestuosidad de las salas. Desde el exterior, el palacio ya exhibía toda su magnificencia: pináculos, cúpulas, dorados y bajorrelieves aquí y allá conformaban una exuberancia decorativa que resultaba casi sofocante. Pero el interior aún era más espectacular: una sucesión de grandes salones decorados con mármoles blancos, bóvedas de cañón caladas, inmensos trípodes en las esquinas de las paredes que proyectaban una luz cálida por todos los espacios y saturaban el aire de aromas especiados. Dubhe caminaba encorvada, sin dejar de mirar a su alrededor, asombrada y confundida. Theana, en cambio, avanzaba con paso firme y miraba hacia delante en todo momento. Su familiaridad con los centros de poder resultaba evidente, sólo un leve temblor en la mano delataba su nerviosismo. Dubhe pensó que tal vez la asustaba la idea de conocer a Dohor, un hombre al que todo el mundo consideraba terrible, el más encarnizado enemigo del Consejo de las Aguas.

Por fin llegaron a una amplia puerta decorada con complejas miniaturas de bronce. Delante había dos soldados armados con lanzas que en cuanto vieron al príncipe le hicieron una profunda reverencia.

—Solicito audiencia con mi padre.

—El rey ya ha sido avisado de vuestra llegada —dijo uno de los guardias, incorporándose—. Las dos mujeres deberán esperar fuera.

—Solicito que entren conmigo. Tengo que hablar acerca de ellas con el rey.

El guardia parecía confuso.

—Mi señor, los plebeyos no pueden ser admitidos en presencia de Su Majestad, ya conocéis sus órdenes.

—Asumo toda la responsabilidad de mi petición.

El soldado miró a Learco, sin saber qué hacer; finalmente, con la ayuda de su compañero, abrió las pesadas puertas de bronce.

Ante sus ojos se extendió una sala inmensa, decorada casi en su totalidad con mosaicos dorados. En el centro había una enorme lámpara de oro y piedras preciosas que pendía amenazante sobre las cabezas de quienes se disponían a mostrarse ante el rey. El espacio que componía la sala estaba dividido en tres naves con gruesas columnas de granito negro, extremadamente relucientes, y las laterales estaban decoradas con nichos que albergaban estatuas. Learco, Dubhe y Theana desfilaron bajo las severas miradas de aquellos rostros de piedra. Al fondo se encontraba el trono, una extraordinaria obra de orfebrería con piedras preciosas engastadas por doquier. Estaba por encima del nivel de la sala, y sus dimensiones habían sido pensadas para ensalzar el poder de Su Majestad.

A medida que se iban aproximando —midiendo el espacio con el rítmico sonido de sus pasos— la figura del rey iba volviéndose más nítida. El parecido entre Dohor y su hijo resultaba asombroso: el mismo cabello extremadamente claro, casi blanco, pero las facciones del monarca eran menos delicadas. Parecía un Learco envilecido, que hubiera ahuyentado de su propia alma todo rastro de gentileza para quedarse sólo con el pragmatismo de la política y la crueldad de un rey guerrero. Llevaba una armadura sobria, y una espada ceñida en el costado. Esperó impasible la llegada de su hijo y le lanzó una mirada severa. No prestó la menor atención a las jóvenes.

Cuando estuvo a unos diez pasos del trono, Learco se arrodilló e inclinó la cabeza. Sus heridas aún no habían cicatrizado del todo, de modo que se movía con cautela, soportando en silencio las dolorosas punzadas que aguijoneaban su costado.

—Padre…

—Has tardado mucho —dijo Dohor, de pronto.

Learco sintió un escalofrío en la espalda.

—Pero es mejor tarde que nunca —añadió el rey, sin dejar de mirarlo con suficiencia.

El príncipe no replicó; permaneció inmóvil, con la vista clavada en el suelo, al igual que Dubhe y Theana.

—Veo que has tenido algunos contratiempos.

—Nos atacaron unos saqueadores. Eran cinco, y tuve dificultades para acabar con ellos. Durante la lucha me hirieron, pero por suerte las dos esclavas que traigo conmigo son expertas en las artes sacerdotales y me han sanado.

El rey se puso en pie, y en su rostro se dibujó una mueca sarcástica.

—¡Ahora ya no sólo te mides con ancianos, también lo haces con ladronzuelos!

Se aproximó lentamente hasta donde se encontraba su hijo, dominándolo con su imponente presencia física. Lo miró unos instantes y le propinó una fuerte patada en el costado. Exhalaba una rabia ciega, atávica. Learco se llevó una mano a la herida de forma instintiva, reprimiendo a duras penas un grito de dolor.

Dubhe y Theana permanecieron inmóviles en su puesto, heladas, sin dar crédito a lo que estaban presenciando.

—Eres un débil —musitó el rey.

—Perdonadme, padre —dijo Learco con un hilo de voz.

—¡Eso es lo único que sabes hacer, pedir perdón. Perdón por no haberme traído la cabeza de Ido, perdón por no haber podido con unos vagabundos callejeros, perdón por haber permitido que te salvaran dos pueblerinas cualesquiera! —gritó Dohor.

Dubhe rechinó los dientes.

—Perdonadme, padre, no volverá a suceder…

El rey se sentó de nuevo en su trono, perdido en sus pensamientos.

—¿Por qué llevas a cuestas a esas dos mujeres?

En ese instante Learco alzó la vista.

—Las salvé en una aldea, cerca de la frontera. Nuestros enemigos destruyeron sus casas, no tienen con qué vivir, las he traído aquí para que sean siervas.

Dohor sacudió la cabeza.

—Qué magnánimo es nuestro príncipe… ¿Por qué la suerte no habrá querido darme un hijo a la altura de su cometido? Contigo no hago sino perder el tiempo. Jamás serás capaz de convertirte en mi digno sucesor. Te doblegas como un junco y careces de la menor severidad. —Exhaló un profundo suspiro y miró al exterior, a través del amplio vitral que se abría a su izquierda—. Tu hermano sí habría sido capaz, si hubiese sobrevivido.

Se le rompió la voz ligeramente, y Learco apretó el puño que apoyaba en el suelo.

—Llévalas con Volco, y no quiero cruzarme con ellas nunca más —concluyó—. Que las meta en la cocina o donde sea, pero si las vuelvo a ver no respondo de su vida, ¿he sido lo bastante claro?

—Sí, mi señor.

Dohor hizo un gesto de contrariedad con la mano.

—Ahora, lárgate, retírate a tus aposentos. Tú y yo ya hablaremos a la hora de la cena.

Learco se incorporó y volvió sobre sus pasos en dirección a la salida, cojeando levemente. Theana lo siguió, pero Dubhe siguió de rodillas unos instantes. La embargaba una rabia oscura, insoportable. Lo había logrado, finalmente: estaba ante el hombre que había de matar. Jamás lo había visto hasta ese momento, pero lo odiaba desde que entró en la Gilda. Y por primera vez experimentó una hambre de muerte que brotaba en estado puro de su corazón. No era la Bestia quien quería aquella sangre: era ella, sólo ella. Se alzó lentamente, con la vista fija en el trono, y su mirada era amenazante. Durante una fracción de segundo, en el rostro del soberano se materializó una sombra, como si hubiera advertido algo, pero sólo duró un instante; volvió la cabeza en otra dirección y Dubhe se encaminó hacia la salida con la cabeza gacha.

* * *

Volco era un anciano de aspecto amable. Abrazó afectuosamente a Learco y le estuvo mirando a los ojos un buen rato.

—Tienen que veros los médicos inmediatamente, mi príncipe —dijo, compungido.

—No te preocupes, lo haré.

—¿Por qué sois tan poco cuidadoso con vos mismo?

Learco le sonrió, y cambió de tema: le explicó someramente quiénes eran aquella chicas y se las confió.

—No temáis, hallaré una buena ocupación para vuestras protegidas —dijo el anciano al tiempo que le acariciaba paternalmente una mejilla.

Learco parecía algo azorado, pero contento al mismo tiempo.

—Os dejo en buenas manos —les dijo a Dubhe y a Theana—. Seguro que hallaremos la manera de volver a vernos en el futuro.

Hizo una leve inclinación de cabeza a modo de despedida y se encaminó a la puerta. Las dos jóvenes se quedaron solas con Volco.

—Seguidme —les indicó.

Obedecieron y fueron tras aquel anciano de andares inseguros. Era delgado y de aspecto débil, e inspiraba confianza. Dubhe pensó que sería bueno ganarse su simpatía. Seguía estando confusa con respecto a lo que había sentido en la sala del trono, pero poco a poco fue recuperando el control de sí misma.

—Entonces, vosotras también habéis podido constatar cuán bondadoso es nuestro príncipe —infirió Volco en un suspiro—. Tenéis que saber que el reino está lleno de personas a las que ha hecho favores o les ha salvado la vida. Mujeres, niños, incluso enemigos en algunas ocasiones, pero él no quiere que se sepa.

Hablaba como si Learco fuera su hijo, y cada una de sus palabras transpiraba afecto.

—Pero jamás había traído a nadie a palacio. Su Majestad no tolera determinadas libertades, las considera un síntoma de debilidad. Por lo demás, un rey tiene que ser inflexible —apostilló, rectificando al instante su afirmación anterior, consciente de que sus palabras podían haber sonado ambiguas. Seguía recorriendo los pasillos sin detenerse, seguro de sí mismo. Muy pronto, los bajorrelieves dieron paso a simples paredes de piedra y accesos más estrechos. Estaban descendiendo a las entrañas del palacio.

»Siempre hay espacio para alguna chica, sobre todo si viene recomendada por nuestro príncipe —siguió diciendo el anciano—. Debéis de sentiros orgullosas por el honor que ello supone.

—Y lo estamos —respondió Theana con modestia.

Por fin llegaron a un corredor con una decena de puertas cerradas. Volco extrajo de su túnica un pesado manojo de llaves, tomó directamente una de ellas y la introdujo en la cerradura de la puerta que tenía enfrente. A Dubhe, el interior le recordó la Casa: era una pieza modesta, sin apertura al exterior, con dos camastros y dos arcones.

—Podéis acomodaros aquí —señaló el anciano mirándolas sonriente.

—Es perfecto —observó Dubhe mientras entraba.

—¿Cómo os llamáis?

—Yo soy Sanne y ella es mi hermana Lea. Tenemos algunas nociones del arte del sacerdocio, y conocemos muy bien las plantas.

Volco asintió.

—Supongo que os gustaría tener un puesto en la cocina, ¿no es así?

—Nos sentimos tan afortunadas de que el príncipe nos haya salvado la vida, que cualquier cosa nos parecerá bien —respondió Theana con total modestia.

Volco sonrió conmovido.

—Me informaré y ya os diré alguna cosa. Ahora descansad. Esta noche os traeré noticias.

Salió y cerró la puerta tras de sí, lentamente.

En cuanto se marchó, Theana se arrojó sobre el camastro.

—Ya estamos aquí.

Dubhe se sentó al borde del mismo, silenciosa. Era cierto. Después de todo, había resultado menos complicado de lo previsto: la suerte había estado de su parte.

—Los primeros días estaremos tranquilas —comenzó a explicar—. Tenemos que familiarizarnos con este lugar, conocer sus reglas y procurar no llamar la atención. Somos unas desconocidas y, por lo tanto, se mostrarán recelosos con nosotras. Ya te diré cuándo podremos empezar a actuar. En cualquier caso, para la primera fase no te necesitaré, yo me encargaré de buscar todo cuanto necesitamos. Tú entrarás en juego cuando llegue el momento de celebrar el ritual.

Theana asintió.

Sin embargo, a Dubhe le pareció notar cierta incertidumbre en su rostro.

—¿En qué piensas? —le preguntó.

Ella desvió la mirada, se tendió y se puso a mirar el techo.

—Nunca pensé que me vería envuelta en algo así —murmuró.

—Estás aquí por propia elección.

—Lo sé… lo sé… —Theana no podía evitar sentir miedo. Antes de partir estaba convencida de que sólo tendría que utilizar sus poderes, que la cosa sería rápida e indolora, y al mismo tiempo le permitiría contribuir personalmente a la salvación del Mundo Emergido. De pronto, la grandeza de aquella empresa la superaba por completo. No dejaba de tratarse de matar a un hombre, un hombre que, en efecto, era un tirano, pero que también tenía un hijo, una familia. No se podía ir por ahí matando alegremente, ni siquiera a un déspota.

—¿Lo has pensado mejor? —le preguntó Dubhe, mirándola fijamente.

Theana sacudió la cabeza.

—Lo que sucede es que hasta hoy no era real. Ahora… ahora es inminente.

—No puedes dar marcha atrás.

—Soy perfectamente consciente de ello.

Sin embargo, aquello no cambiaba las cosas.

«¿Qué lugar ocupa la justicia en lo que vamos a hacer?».

—Yo lo haré todo. —Dubhe tenía la mirada perdida, lejana—. Yo lo mataré, tú te limitarás a liberarme de la maldición. No tendrás que mancharte de sangre.

Theana suspiró. Eso resultaba casi peor: ocultarse tras Dubhe, obtener la absolución diciendo que serían otros quienes harían el trabajo sucio. Sin embargo, agradeció su intento de liberarla del sentimiento de culpa. Sonrió.

—Lo estamos haciendo entre las dos, y ambas responderemos de ello.

—Yo siempre he estado sola.

—Tal vez ha llegado la hora de dejar de estarlo.

* * *

Learco recorrió a grandes zancadas el camino que conducía a su habitación. Sentía una especie de alivio ante la idea de regresar a su guarida, el lugar donde se refugiaba desde que era un niño, cuando quería estar solo. Allí era donde se escondía cuando regresaba del campo de batalla. Los horrores de la guerra se desvanecían ante la imagen tranquilizadora del lugar en que había crecido. Y, además, a dos pasos de su alcoba se hallaba la de su madre, un lugar prohibido donde nunca entraba, pero que formaba parte de su espíritu. Aunque su madre ya se hubiera marchado, era como si siguiera presente allí, tan presente como el dolor que le causaba que ella siempre lo hubiera rechazado.

Estaba pensando en todo aquello cuando le pareció distinguir una silueta oscura al fondo del corredor. Caminó más despacio. El hombre iba vestido de un modo extravagante, con unos calzones ceñidos de color verde y una camisa roja de anchas mangas; avanzaba con aire arrogante, y en cuanto vio a Learco, empezó a agitar enérgicamente el brazo, indicándole por señas que quería hablarle. El príncipe se detuvo de golpe: era como si su propio pasado estuviera yendo a su encuentro.

El hombre se le acercó y le sonrió abiertamente. Tenía el cabello igual que él, de un color rubio casi blanco, pero más largo y hermoso. Lo llevaba recogido en una cola sedosa, y una barba larga y bien cuidada enmarcaba su rostro. No había cambiado tanto desde la última vez que lo había visto: alguna arruga más, y la espalda más encorvada, pero era él, Neor.

—Tío…

Neor le dio un fuerte abrazo.

—Caray, Learco, ya eres todo un hombre… —Parecía emocionado. Se alejó unos pasos y lo miró a los ojos—. ¿Cuántos años han pasado… nueve, diez?

—Ocho —respondió Learco igual de conmovido—. Ocho.

Neor desvió la mirada.

—Ven, tenemos que contarnos muchas cosas.

* * *

Se acomodaron en el jardín interior donde Sulana y Dohor habían celebrado la fiesta de su boda. Cuando era pequeño, Learco solía ir allí buscando un poco de tranquilidad.

Su tío escogió un rincón apartado, donde nadie pudiese molestarlos. Se sentaron en el suelo, como hacían siempre, cuando Neor aún era el maestro, y Learco, su alumno predilecto.

Era uno de los muchos primos de Dohor, y tenía fama de excéntrico, pero también de ser un hábil espadachín. Por ese motivo el rey decidió acogerlo en la corte, pese a su carácter rebelde. Las cosas fueron bien durante algún tiempo, y Neor demostró ser una valiosa adquisición. No obstante, pronto comenzó a demostrar muy poco entusiasmo por el proyecto político de su primo. Empezó a negarse a realizar determinadas misiones, cuestionó al rey en privado y, más adelante, incluso ante el Consejo en sesión plenaria. A partir de entonces Dohor se distanció de su aliado; empezó a excluirlo de las decisiones más importantes y al mismo tiempo estrechó los lazos con Forra, mucho más maleable y despiadado.

Por entonces Learco era pequeño, y aún no comprendía muchas cosas; sólo más adelante, gracias a las historias que se filtraban en la corte, logró concluir que Neor había trasladado su rebelión fuera de los muros de palacio.

En primer lugar se percató de cuán peligrosos e injustos eran los sueños de grandeza de Dohor. Lo intentó por las buenas, tratando de hacer oír su disidencia en el Consejo, pero no obtuvo ningún resultado. Al final empezó a fomentar la sublevación entre los súbditos para deponer al rey.

El último acto tuvo lugar cuando Dohor decidió confiarle el adiestramiento de Learco: evidentemente, debió de parecerle una tarea poco comprometida, y sobre todo muy adecuada para mantener a su primo alejado de las amistades peligrosas.

Fueron pocos meses, pero Learco los recordaba como los mejores de su vida. Neor era un maestro perfecto, que sabía combinar la severidad con equilibradas dosis de afecto. En aquella gélida corte, con una madre ausente y un padre demasiado riguroso, Neor se convirtió en su única tabla de salvación: no le exigía cosas imposibles, no se avergonzaba de demostrarle cuán orgulloso estaba de sus progresos y, sobre todo, siempre lo escuchaba atentamente.

Durante aquellos cuatro meses que pasaron juntos, su tío fue un auténtico maestro de vida. Learco sentía que en él había hallado un espíritu afín, alguien con quien podía contar y en quien podía confiar.

Pero un día todo acabó. Su padre consideró que su adiestramiento era demasiado blando y decidió retirar del cargo a su primo y asignárselo a Forra.

Learco aún recordaba estar espiando la larga y violenta discusión que mantuvieron ambos. Escuchaba cómo sus palabras iban degenerando y sus gritos iban subiendo de tono, mientras él, al otro lado de la puerta, lloraba en silencio. Fue entonces cuando descubrió que Neor había ido más allá de las palabras: había elaborado estrategias para lograr que el rey se hallara en minoría ante el Consejo, lo cual significaba que, indirectamente, había tratado de quitarlo de en medio.

Todo se resolvió sin escándalos. Neor fue desterrado a la Tierra de los Días. Oficialmente se ocupaba de administrar una provincia, pero en realidad vivía recluido en un palacio, en medio del desierto, donde no podía tener contacto con ninguno de sus amigos. Su mujer fue retenida en la corte, para poder chantajearlo en caso de que cambiase de idea. Desde entonces, Learco no había vuelto a tener noticias de él.

—Me he enterado de que ahora ya sueles entrar en combate.

Miró a su tío y, por un instante, ambas imágenes, la real y la de sus recuerdos, se superpusieron.

—Sí… pero no soy un entusiasta de la guerra.

Decir aquello fue como quitarse un peso de encima. Hacía tanto tiempo que no podía permitirse el lujo de decir la verdad… Sabía que con Neor no necesitaba mentir, sabía que él lo conocía mejor que nadie.

El hombre sonrió.

—Por lo que veo, no has cambiado demasiado…

Learco tragó saliva.

—Ahora soy un asesino…

Su tío miró al suelo y esbozó una sonrisa amarga.

—Si hubiera podido, me habría quedado contigo.

—No tienes nada que reprocharte. Entonces no lo entendía, pero ahora ya sé cómo fueron las cosas.

Volvió a hacerse el silencio.

Learco fue el primero en romperlo.

—¿Cómo te ha ido estos años?

—No mucho mejor que a ti, según parece. Vivir en la Tierra de los Días ha sido un suplicio para mí. No estuve aquí cuando Sibila murió. El último recuerdo que tengo de ella es su rostro surcado de lágrimas el día de nuestra despedida. No puedes ni imaginarte lo que eso significa.

Learco no dijo nada, sin embargo su rostro adquirió una expresión grave.

—Estoy débil y cansado, y eso tu padre lo sabe, pero no me he rendido.

Neor se volvió de repente y entonces miró a su sobrino con ojos llameantes.

—Durante estos ocho años no he cambiado de idea, y aunque he pagado un precio muy alto por ello, hoy volvería a tomar las mismas decisiones.

Learco desvió la mirada. Aquel improvisado discurso lo había descolocado. En la corte su tío era recordado como un traidor, un ser abyecto que había mordido la mano que le daba de comer, pero él no podía pensar así. En realidad sentía que su tío había hecho lo correcto. Él mismo habría querido comportarse del mismo modo, si hubiera tenido alguna posibilidad de oponerse a Dohor.

—¿Tú qué piensas? —le preguntó Neor de pronto.

Learco lo miró desconcertado.

—Yo…

—Hace ocho años que no nos veíamos, y una persona cambia en tanto tiempo, especialmente si la última vez que nos vimos tenía trece años y ahora es un hombre. Pero sé que no has renunciado a tu naturaleza, confío en ti.

Las manos de Learco empezaron a temblar levemente.

—Inclinaré la cabeza ante el rey durante la ceremonia. Sonreiré y lo abrazaré como si nada hubiera pasado, pero ahora ya no tengo nada que perder, pienso acabar lo que empecé.

El joven miró al suelo.

—No quiero saber lo que estás a punto de revelarme.

Aquellas palabras desconcertaron a su tío.

—¿Quieres decir que lo seguirás? ¿No querías hacerlo cuando eras un niño, y piensas hacerlo ahora?

—Es mi padre.

—Un padre que ha hecho de ti un asesino, tú mismo lo has dicho. Es una persona que sigue despreciándote.

—Pero sigue siendo mi padre.

El silencio se saturó de palabras aún por pronunciar.

—Sé que tu madre habló contigo, antes de morir.

Learco se estremeció. La imagen de aquella mujer ahogándose entre las mantas desgarró su mente y le golpeó el estómago con la violencia de un puñetazo.

—Sibila me mandó una carta donde me lo contaba, fue una de las pocas misivas que recibí. Sé lo que te dijo.

Las manos del príncipe se cubrieron de sudor helado.

—Se estaba muriendo, y el odio la corroía.

—Es posible, pero había verdad en aquella petición.

—¿Y en este momento tú me estás pidiendo que la lleve a término, para cumplir su última voluntad? ¿Me estás pidiendo que te ayude a matar al rey, porque mi madre me pidió que la vengara tras su muerte?

Neor lo miró un instante.

—No te pido que hagas nada contra tu voluntad, pero debes reflexionar en profundidad acerca del motivo que la impulsó a pedirte algo tan atroz.

Learco empezó a retorcerse las manos. Ahora sabría que aquel recuerdo habría de atormentarlo durante mucho tiempo. Su tío apoyó una mano en su hombro, y al estrechárselo sintió todo el calor de su antiguo afecto.

—No pretendía turbarte, precisamente ahora que acabamos de reencontrarnos después de tanto tiempo, pero tú eres la única persona a quien puedo decirle cómo están las cosas, y he querido hacerte partícipe de mis proyectos. Te estoy pidiendo ayuda. Éstos son unos tiempos terribles, y sé que la decisión que te pido que tomes es espantosa. No obstante, quiero que lo pienses: tus tierras precisan un nuevo soberano.

Neor se incorporó lentamente, y antes de marcharse se volvió hacia su sobrino como si algo lo hubiera sorprendido.

—Estoy contento de haberte visto. Seguiste mi consejo, has resistido. ¡Muy bien! —le dijo, esbozando una sonrisa triste.

Learco sintió que se le humedecían los ojos: su tío había emprendido un camino sin retorno.