7

Dos asesinos

KARVA era un pueblo como tantos otros de la Tierra del Sol, o al menos lo había sido en el pasado. Las típicas casas de piedra, las clásicas calles cuadriculadas y un estado general de caos tranquilo eran los rasgos distintivos de la tierra natal de Dubhe. A menos de una legua de las murallas, sin embargo, se alzaba un enorme campamento militar, y eso lo había cambiado todo. La ciudad bullía de soldados llegados hasta allí desde todas las tierras que estaban bajo el control de Dohor. Los habitantes parecían tolerar a duras penas sus gritos soeces, los modales arrogantes y vulgares con que se dirigían a las camareras en las tabernas y a los mercaderes en las calles. Además, en los márgenes del campamento había prófugos que seguían al ejército en busca de una comida caliente o de cualquier trabajo. A Dubhe, aquel espectáculo le recordó Makrat; era como si la guerra estuviera cambiando lentamente la faz de la Tierra del Sol, transformando todas las ciudades en puestos de avanzadilla.

Se fijó en Learco: parecía como si algo lo turbase. Se dijo que a ella no debería importarle. Habían llegado al final de su viaje junto al príncipe, y eso era lo único que contaba. No le sentaba bien estar cerca de aquel joven, aunque no lograba comprender el porqué.

Se encaminaron hacia el campamento. En la entrada, los guardias le hicieron una reverencia, pero Learco pasó de largo sin mirarlos siquiera y se dirigió directamente a un soldado que pasaba por allí:

—Busco a Forra.

Al oír aquel nombre, un escalofrío recorrió la espalda de Dubhe. Forra era el lugarteniente más fiel de Dohor, el hombre al que vio masacrar a los rebeldes en la Tierra del Viento en presencia de Learco, años atrás. Él fue quien le encargó el robo que le hizo contraer la maldición. Por unos instantes, el pánico se adueñó de la chica, pero logró inspirar profundamente. Las pocas veces que había hablado con él llevaba el rostro cubierto; era imposible que pudiera reconocerla.

—En la tienda principal, señor, al fondo de esta calle.

Learco se dirigió allí a paso rápido. Cuando llegaron al umbral del gran pabellón, Dubhe se detuvo y sujetó a Theana por la muñeca. El príncipe debió de percibir aquel titubeo, porque se volvió.

—Entrad conmigo. Os dejaré en sus manos.

«Con esto sí que no contaba», pensó, limitándose a asentir.

La tienda estaba decorada con un lujo desmesurado. Había cojines por todas partes y, en un rincón, un catre de campaña cuya magnificencia nada tenía que envidiar a un lecho real. A un lado, sobre una mesa plegable muy sólida atestada de fruta de varias clases, había una jarra de plata. Forra estaba sentado al fondo, en un sitial labrado. Llevaba el torso desnudo y exhibía una musculatura espectacular, increíblemente vigorosa teniendo en cuenta que ya pasaba de los cincuenta. Tras él, una mujer esbelta y muy atractiva estaba frotándole los hombros con una esponja y masajeándole el cuello.

Dubhe no pudo reprimir un escalofrío. Su rostro feroz, que ahora parecía sumido en una especie de quietud extática, le provocó un sentimiento de rabia incontenible. Fue él quien la indujo al engaño, quien ejecutó el plan de Dohor, condenándola para siempre. El símbolo vibró en su brazo, y la Bestia dejó escapar un agudo lamento que le atravesó el cerebro. Cerró los ojos tratando de tranquilizarse, pero sabía que el deseo de sangre que sentía en ese momento sólo en parte era fruto de la maldición.

Learco se arrodilló, y Theana lo imitó al instante, así como Dubhe.

—Tío…

—¡Ya estás aquí! —exclamó Forra, abriendo los ojos y apartando con malos modos a la mujer que lo estaba sirviendo—. ¡Mi sobrino preferido! —Su carcajada sonaba como un auténtico trueno—. Levántate, levántate… Mientras no se demuestre lo contrario, tú eres el príncipe.

Learco obedeció, pero siguió manteniendo la cabeza gacha. Forra le asestó una potente palmada en el hombro y, a continuación, les echó una ambigua mirada a las dos chicas.

—¿Ésas quiénes son?

Sin esperar respuesta caminó hacia donde estaban. Sujetó a cada una de un brazo, las obligó a incorporarse y las examinó con atención, rozando levemente su carne con sus manos grandes y callosas.

—Un discreto botín de guerra, ¿no es así? Sobre todo ésta —dijo señalando a Dubhe, tras lo cual estalló en una nueva y grosera carcajada.

»No te imaginaba dedicándote a estas cosas… No es que esté mal, al contrario. Me gusta que por fin empieces a disfrutar de los placeres de la vida.

Learco permaneció impasible.

—Las encontré en el mercado de esclavos de Selva y las compré. Son hermanas, la más joven también tiene conocimientos de artes sacerdotales.

Dubhe agradeció a Theana que hubiera tenido la agudeza mental de comprar camisas con mangas anchas, que permitían cubrir el símbolo de su brazo; si no, Forra habría podido reconocerlo.

—No me interesan, basta con que te gusten a ti —repuso él; volvió a sentarse y le hizo una seña a la mujer para que siguiese practicándole el masaje—. Aunque, si me permites que te lo diga, tengo mejor gusto que tú… —añadió, mirando a la mujer que tenía a su espalda.

—Quisiera emplearlas.

Forra lo miró, intrigado.

—Déjalas aquí, a la tropa les encantarán, seguro.

—No, quiero que sean conducidas a Makrat, a casa de mi padre.

Su tío se quedó inmóvil unos instantes. Y al final sonrió con sarcasmo.

—Aunque parezca mentira, algunas cosas no cambian nunca. Han pasado años desde que comencé a adiestrarte, pero sigues siendo el mismo ingenuo de siempre.

Learco se mantuvo impertérrito en su puesto, encajando el insulto.

—Las he comprado, me pertenecen por derecho. Puedo hacer lo que quiera con ellas.

Forra agitó una mano con desdén.

—Haz lo que te plazca, cada uno se divierte como quiere. —Y, tras una pausa, añadió—: Supongo que ya sabes que a tu padre no le gustará.

El príncipe miró al suelo y apretó los puños.

—Ya le has dado muchos dolores de cabeza, y éste no será el peor de ellos. En cualquier caso ya hablaremos después, cara a cara.

El hombre miró de soslayo a las chicas.

—Seguro que habrá algún lugar en la corte para un par de raspas, aunque a mí se me ocurre algo mejor que hacer con estas dos niñas.

—Están bajo mi protección —le replicó Learco.

—De acuerdo —respondió su tío con desgana—, pero ahora he de hablar a solas contigo.

La mujer que estaba detrás de él dejó la esponja con delicadeza y se acercó a las dos jóvenes.

—Seguidme —se limitó a decirles.

Forra volvió a vestirse lentamente.

—Ayúdame —le ordenó con voz prepotente, y Learco obedeció. Le obligó a ponerle la armadura, pieza por pieza, ciñéndole con delicadeza las correas. Durante años había realizado aquella tarea, en todos los campos de batalla que habían pisado juntos.

* * *

El hombre lo mira inmóvil, aunque tembloroso. Es un anciano, y tiene los ojos saturados de miedo. Si pudiera, imploraría perdón, pero el pánico lo ha dejado mudo. Learco siente cómo se distiende la presión que ejerce sobre la empuñadura de la espada. Un sudor gélido cubre su mano.

Forra está detrás de él, y lo desafía.

—Adelante —dice.

Es la segunda vez que le ordena que lo haga, y su voz suena cada vez más irritada. Hace dos meses que es su maestro, y él sólo tiene trece años. Hasta entonces estaba convencido de que no existía nadie tan inflexible y terrible como su padre. Se había pasado años intentando satisfacer sus deseos, adiestrándose con la espada hasta caer agotado, tratando de fortalecer su frágil cuerpo para modelarlo en consonancia con el arte de la guerra, pero él jamás le había sonreído, nunca le había brindado una señal de aprobación.

—Eres un débil —le repetía siempre con voz cortante. Son palabras frías como un hachazo.

Su madre no existe, sólo la ve cuando participa en las ceremonias oficiales más importantes. Por lo demás, vive recluida en su habitación, donde se confinó voluntariamente años atrás. Nunca ha logrado hablar con ella, ni tocarla. Una mujer esquiva, casi una extraña. Por entonces, Forra, su tío, no es más que un mito lejano, un hombre inmenso y extremadamente fuerte al que jamás se ha acercado.

Entonces, un día, llega la decisión paterna.

—Irás a luchar al frente de la Tierra del Viento con tu tío. Ya es hora de que aprendas los procedimientos del combate y te adiestres de verdad para la guerra.

Al oír aquellas palabras, Volco, su edecán, protesta:

—Mi señor, todavía es un niño…

—Yo tenía un año menos que él cuando entré en la Academia.

—Pero la guerra…

—¡Yo soy el rey, y decido lo que es mejor para mi hijo!

Así pues, Forra se ha convertido en su maestro, y Learco ha comenzado a seguirlo por todos los campos de batalla. Siempre con una armadura demasiado pesada, siempre blandiendo una espada que nunca ha sentido suya.

A partir de entonces, sólo sangre, miembros amputados, el hedor de los campos arrasados por el combate… Y él siempre en medio, siempre a la zaga de su tío, dispuesto a incitarlo a la venganza, a todas horas.

No les preocupa que pueda caer herido, que pueda morir. Lo empujan a la lucha como harían con un vulgar soldado de infantería. Hasta el momento, los únicos que han intentado salvarlo han sido sus compañeros de armas. Lo apartan a un lado en plena batalla y matan en su lugar. Ya lleva dos meses, y tiene la certeza de que aún no ha matado a nadie.

Learco sabe que su padre no está contento con él. Sabe que él quiere que sea despiadado como un Asesino. Sólo tiene trece años, pero ya es consciente de que los cimientos de los reinos están hechos de cadáveres y que por sus venas discurre la sangre de miles y miles de hombres. Pero no es capaz. No quiere.

Forra lo castiga siempre que incumple su deber. Cincuenta latigazos que cada vez abren surcos de sangre en su espalda.

—¡Has de ser el primero en entrar en combate, ¿comprendes?!

Es una cantinela sin fin, que penetra en su mente con la misma violencia que la fusta cuando saja su carne.

Y, finalmente, llega el día.

—Hoy ejecutamos a los rebeldes. Quiero que estés presente.

Learco agacha la cabeza. No es la primera vez que asiste a una ejecución. Ha habido otras muchas en cinco meses, pero aún no se ha acostumbrado. Siempre cierra los ojos cuando la espada penetra, en el momento en que el estruendo de la multitud les inflige el último, doloroso suplicio. Pero no tiene elección. Sigue a Forza hasta el lugar establecido sin decir nada.

La espada desciende inexorable sobre los cinco desventurados. Queda el último, el anciano.

—A éste lo matarás tú.

Las palabras de su tío retumban, terribles.

—Pero yo…

—Nunca llegarás a ser un hombre, ni un soldado, hasta que hayas matado de verdad.

Como en un sueño, Learco se deja arrastrar hasta la tarima de madera. Le han puesto en la mano la espada que el verdugo suele emplear en las ejecuciones, la que lleva grabados unos pocos —pero importantes— versos: «Acoged, oh dioses, el alma del hombre que estoy a punto de matar».

No mira aquella hoja. Mira los ojos aterrorizados del viejo, y siente piedad.

—No quiero —murmura volviéndose hacia Forra. Sabe que no es un hombre misericordioso, pero está convencido de que su mirada, en ese momento, podría llegar a ablandar incluso el corazón de su padre.

—Hazlo y basta.

—Os lo ruego…

—¡Adelante!

Learco siente la mirada de la multitud, la expectación de los soldados que lo rodean.

El verdugo empuja al anciano arrodillado, obligándole a apoyar la cabeza en el tajo. Empieza a chillar como un ternero, y sus gritos vuelven a paralizar la mano del príncipe. Aquel hombre no le ha hecho nada, y ahora está allí, inerme, esperando una suerte que no merece.

—No, no puedo, lo siento.

Recibe una patada en el centro de la espalda que lo derriba. El frío de la hoja bajo su mejilla contrasta con la calidez de la sangre que brota del corte que acaba de hacerse.

—¡Hazlo!

Learco llora en silencio. Coge la espada, se incorpora. El hombre implora piedad, sigue gritando. No consigue reunir el valor suficiente para hacerlo. Entonces Forra lo atrae hacia sí, le coge las manos y las estrecha contra la empuñadura, hasta que empieza a sentir dolor. De ese modo ambos asestan el golpe, pero sólo Learco hunde la espada en el cuello de la víctima. No puede detenerse, el arma pesa demasiado entre sus manos. Cierra los ojos para no ver, él también grita, pero en el preciso instante en que siente el corte en la carne, sabe que a partir de ese día ya nada será igual. Aquella ejecución señala el fin de su infancia.

Fusta.

Un golpe, cinco, diez.

Learco los acoge con placer. Procura que no se le escape ni un gemido, pues cree que es merecedor del castigo. Lo ha decidido: no piensa volver a matar a nadie más. Tal vez sólo haga una excepción con Forra. Quiere verlo muerto, anhela matarlo con una espada maldita que infecte su alma para toda la eternidad.

—¡Nunca más vuelvas a mostrarte amedrentado como una niñita virgen, ¿está claro?! —Forra le grita al oído mientras Learco se limpia la sangre de la boca. Se ha mordido los labios hasta hacerlos sangrar para no darle la satisfacción de oír sus gritos. Lo mira de soslayo, desafiante, y su tío ríe a placer.

—¡Por fin, una mirada digna de un rey! ¡Así debes mirarme, así! ¡Que nada te impida ejercer tu poder! Y ahora ayúdame a ponerme la armadura.

Learco se pone en pie, no osa negarse. Lentamente va cogiendo las distintas piezas y, mientras ata los lazos, sus oídos siguen oyendo los desgarradores gritos del anciano en el patíbulo.

* * *

Learco apartó los dedos del último lazo anudado en el jubón. Aunque ya hubieran pasado ocho años, todo se repetía.

Forra se acomodó de nuevo en su sitial y lo miró.

—Siéntate.

Cogió una banqueta que había en un rincón y obedeció. Le irritaba constatar hasta qué punto seguía estando sometido a aquel hombre.

—Tu padre ha decidido que debes volver a Makrat.

Se quedó sin habla. Había sido destinado a una misión en la frontera tras haber fracasado con Ido, cuando se enfrentó al gnomo y no lo mató. Estaba convencido de que aquel castigo iba a ser mucho más prolongado.

—¿Y a qué se debe, si puedo preguntarlo?

—Neor. Ha sido perdonado.

Learco abrió los ojos como platos, incrédulo. Neor era primo de Dohor. No lo veía desde hacía muchísimo tiempo, y el último recuerdo que conservaba de él era el de un hombre cansado, casi doliente.

—Trata de resistir, Learco, hazlo por mí —le había dicho, sujetándole el rostro con ambas manos. Entonces él aún era un niño, y no lo entendió. Después su padre lo confió a Forra, y aquellas palabras adquirieron sentido.

—Pareces sorprendido —comentó su tío con una sonrisa.

—Pensaba que el perdón no llegaría jamás, eso es todo.

—Bueno, como sabes, ya han pasado muchos años, y su mujer ha muerto.

Sibila. Se acordaba muy bien de ella: cuando su marido fue condenado al exilio, ella fue los ojos y los oídos de Sulana, su madre. Cuidó de ella con entrega, la informaba de cuanto sucedía en palacio y comunicaba sus deseos a la servidumbre.

Cuando, por una ironía del destino, Sulana murió de fiebre roja como su primogénito, Sibila decidió ocupar su estancia, y ella también se fue aislando progresivamente del mundo. Learco apenas la conocía, pero hizo extensiva la simpatía que sentía por Neor, su marido.

—Eres mayor, y hay cosas que ya puedes comprender. Ahora que ya no existe la amenaza de que le pueda suceder algo a su esposa, Neor es peligroso. Ya conspiró en una ocasión, y podría volver a hacerlo. Pero ahora Su Majestad, magnánimo, vuelve a acogerlo en la corte, le regala algún título nobiliario y una ocupación que le permita pavonearse, y así el lobo malo se convertirá en un corderito.

Forra estalló en una estruendosa carcajada.

Learco lo miró sin sumarse a su hilaridad. Neor no era de los que se dejaban comprar, al menos tal como él lo recordaba.

—¿Se celebrará una ceremonia? —preguntó.

Su tío asintió.

—Por todo lo alto. Y la familia volverá a reunirse, incluso estaré yo, imagínate. El carnicero de la Tierra del Sol vestido de punta en blanco.

Forra era sin duda el hombre más cercano a Dohor, su brazo derecho, pero le gustaba definirse a sí mismo como alguien ajeno a la corte: era hijo ilegítimo del anterior rey, y sabía que todo se lo debía a Dohor. Sin él, que lo acogió pese a ser el hermanastro de Sulana, sin duda habría tenido un fin miserable.

—Y tú también estarás en primera fila.

Learco se puso en pie sin decir palabra. Se inclinó, tal como ya sabía hacer perfectamente a aquellas alturas, y cruzó la puerta.

* * *

—Partiréis mañana —les dijo la mujer a Theana y a Dubhe. Tenía un rostro resplandeciente y glacial, del que parecía haber suprimido cualquier posible emoción—. Con el príncipe —añadió.

A Dubhe el corazón le dio un vuelco, pero logró disimularlo.

—El primo del rey ha obtenido el perdón del soberano; el príncipe ha de asistir a la ceremonia. Toda la corte estará de fiesta.

La mujer abandonó en silencio la tienda donde las habían alojado, y ambas se quedaron solas.

—Es mejor viajar con el príncipe —dijo Theana, exhalando un suspiro—. No me inspiraría la menor confianza tener que ir de aquí para allá con cualquiera de estos hombres.

Dubhe asintió sin mucho convencimiento. Se sentía incómoda viajando con Learco, su proximidad le provocaba extrañas sensaciones que no sabía cómo interpretar: de atracción y repulsa al mismo tiempo.

En cualquier caso no tenía otra alternativa; al contrario, aquél era el único modo de obtener un puesto seguro en la corte y de asegurarse esa mínima libertad de acción que tanto necesitaba. Por eso procuró concentrarse exclusivamente en la misión.

Aquella noche, sin embargo, le costó mucho conciliar el sueño.

Al día siguiente viajaron atravesando los bosques, en dirección a Makrat. Volvían a ser tres, pues Learco no quiso contar con ninguna escolta. Llevaba su armadura y sus pertenencias en dos grandes sacos que había atado al caballo. Theana y Dubhe, por su parte, tenían que compartir el poco espacio que les brindaba la silla del animal.

Mientras avanzaban, el joven parecía pensativo, como si algo lo atormentase en lo más profundo de su ser. Dubhe se preguntaba si no sería a causa de su entrevista con Forra. Sentía la extraña tentación de hablarle, así como un curioso interés por conocer lo que sentía. Para alejar aquellos pensamientos ociosos, discutía en voz baja con Theana acerca de cómo deberían comportarse en la corte.

Una de las noches, la luna estaba alta y soplaba una suave brisa.

Por una vez, Learco parecía dormir más profundamente de lo habitual. Dubhe sabía que si surgía algún peligro él saltaría en apenas unos segundos, pero estaba segura de que no podía ser plenamente consciente de cuanto estaba sucediendo a su alrededor. Eligió aquel momento para preparar la pomada que necesitaba: no habría sido seguro ir a la corte con el símbolo bien a la vista en el brazo. Ella misma elaboró el emplasto, pero Theana añadió un ingrediente especial.

—Es polvo de luna, una piedra molida que posee ligeras propiedades miméticas —le explicó entre susurros—. No tiene propiedades mágicas, pero casi.

Dubhe observó cómo el símbolo se desvanecía lentamente, creando una fantástica ilusión.

—¿Cuáles son nuestros planes para cuando lleguemos? —preguntó Theana más tarde.

Dubhe le echó un vistazo a Learco, que seguía durmiendo, y por precaución, se llevó algo más lejos a su compañera y habló casi en un suspiro.

—Tú no harás nada hasta que encuentre lo que necesito. Yo me ocuparé de las averiguaciones, tanto para dar con los documentos como para… —Prefirió no continuar. Nunca se era lo bastante prudente—. En realidad, mi tarea no se puede decir que sea fácil.

Como siempre que hablaban de ello, Theana sintió un escalofrío.

—¿Lo has hecho muchas veces? —preguntó entre susurros.

—No, he practicado poco el arte del asesinato —dijo Dubhe, lacónica—. Yo soy fundamentalmente una ladrona, sólo recibí adiestramiento de los Asesinos.

—¿Cómo te iniciaste? —A la joven maga parecía darle apuro hacerle aquella pregunta, y la respuesta no fue menos azorada.

—Mi Maestro era un miembro de la Gilda. —Theana se puso rígida—. Abandonó la secta por el amor de una mujer, y después vivió unos años trabajando de sicario. Me salvó la vida cuando fui desterrada de Selva, y yo, para poder permanecer a su lado, lo obligué a que me tomara como discípula.

La mirada de Theana era intensa. Por fin desvió los ojos hacia el fuego, y le hizo la pregunta, esa que gravitaba sobre sus cabezas desde que habían estado en el mercado de esclavos:

—¿Por qué te desterraron?

Dubhe suspiró y cerró los ojos. No supo con certeza por qué se lo contó todo, pero sentía que algo había cambiado entre ambas. Y así, a media voz, le habló de Gornar y de aquel primer día de verano.

Cuando hubo acabado, un pesado silencio se adueñó de la pequeña explanada. Theana miraba el fuego.

«No sabe qué decirme. Nadie sabe nunca qué decirme, porque yo soy demasiado distinta de ellos, porque no existen palabras que puedan definirme».

—Si no te hubieran desterrado, hoy no estarías aquí —dijo al fin Theana—. Si en lugar de condenarte, te hubieran mantenido a su lado, tú no habrías vuelto a matar, y ahora aquel niño sería un recuerdo lejano.

—No puedo criticarlos por lo que hicieron. Tenían razón. Tal vez habrían debido matarme.

—¿Por un accidente? ¿A una niña? —Theana alzó la voz, tanto que Dubhe tuvo que acallarla.

—Había matado.

—Tú eras tan víctima como el niño que murió.

Dubhe sacudió la cabeza.

—No lo puedes entender: no importa por qué has matado, lo que cuenta es que lo has hecho; las cosas ya no vuelven a ser como antes.

—Porque no sabes perdonarte. Si ellos, por su parte, lo hubieran intentado, quizá…

—Hay cosas que no pueden perdonarse.

Theana estaba a punto de replicarle cuando Dubhe notó algo a su espalda. Se volvió instintivamente. Vio que Learco cogía la espada y se incorporaba a toda prisa.

—Silencio —ordenó. Sentía que algo no estaba en orden—. Detrás de mí.

De pronto Dubhe se preguntó si no las habría sorprendido en plena conversación, descubriéndolo todo. No tuvo tiempo de seguir pensando porque Learco la sujetó del brazo y la obligó a situarse a su espalda; hizo lo mismo con Theana, y entonces se preparó para atacar. El peligro anuló cualquier otro pensamiento en la mente de Dubhe. Eran al menos cinco, y estaban bastante cerca; percibía su presencia y sentía sus pasos apresurados entre los helechos de la espesura. Demasiados para Learco. Su mano estrechó instintivamente el vacío, dispuesta a empuñar el cuchillo. ¿Qué podía hacer?

—Suceda lo que suceda, manteneos entre mi espalda y el árbol de aquí atrás —susurró el príncipe, y en su voz vibraba la tensión de la lucha.

Surgieron como un relámpago de entre la vegetación. No llevaban ningún distintivo y vestían modestamente: saqueadores. Sin duda eran hombres que antes de la guerra se dedicaban a las labores del campo y que ignoraban que se hallaban ante el hijo del rey. Dubhe sujetó a Theana de la muñeca y la obligó a ponerse a su lado, con la espalda pegada al árbol. Introdujo la otra mano bajo la falda, donde ocultaba el puñal. No podía usarlo delante de Learco, pero en caso de que éste muriese en combate, le serviría para defenderse a sí misma y a su compañera.

Learco reaccionó de inmediato con un ataque. Su rapidez de reflejos le permitió abatir de un salto al primer enemigo, asestándole una única estocada en el abdomen. Con un solo movimiento, aprovechando el impulso, giró sobre sí mismo y logró matar al segundo. Entonces se dirigió hacia los otros dos hombres con una rapidez y una sangre fría que impresionaron Dubhe. Era hábil, un auténtico soldado.

La lucha se hizo más cruenta, pero Learco no se amedrentó. Era preciso, letal. Forzaba el ritmo para no permitir que sus enemigos ganaran terreno. Éstos, por lo demás, no estaban habituados a la lucha y sólo contaban con la superioridad numérica como ventaja.

Durante unos instantes se sucedieron una serie de rápidas estocadas largas y de paradas. El silencio de la explanada sólo se veía roto por el choque de las espadas y los jadeos de los hombres. Y entonces, un primer gemido. Habían rozado a Learco en un costado.

No perdió el aplomo. Siguió luchando mientras la sangre empezaba a brotar de la herida.

Dubhe se volvió de golpe: a su derecha, un enemigo iba hacia ellas; dudó por un instante: ¿salvar la vida y descubrir su subterfugio o confiar en Learco?

No fue necesario decidir: el príncipe se interpuso entre ellas y el agresor, deteniendo con precisión el golpe, si bien dejó el flanco izquierdo al descubierto. Un nuevo corte, más profundo que el primero, surcó su brazo. Dubhe lo vio entrecerrar los ojos de dolor para contraatacar al momento, defendiéndose a sí mismo y a las dos jóvenes. Mientras lo observaba batiéndose desesperadamente, se preguntó por qué las protegía con tanto ahínco, por qué estaba dispuesto a morir por salvar a dos desconocidas. Comprendió que aquélla era una lucha sin esperanza, y que el príncipe moriría. Su mano aferró con más fuerza la empuñadura del cuchillo.

«No tiene por qué importarte su muerte, tu plan no depende de su supervivencia. Si desenvainas el puñal para ayudarlo, después tendrás que ser tú quien lo mate».

Sin embargo, debía actuar, algo le decía que interviniese. Ya estaba a punto de extraer el arma cuando Theana puso su fría mano sobre la de Dubhe, frenándola.

—Tápate los oídos.

Ésta la miró, perpleja. Estaba pálida como un espectro y temblaba, pero se la veía muy decidida.

—¡Haz lo que te he dicho!

Obedeció. De pronto, el ruido de las espadas se extinguió, y los jadeos cesaron de golpe. Los cinco hombres que estaban atacándolos yacían en el suelo, así como Learco.

—¿Qué has…?

—¿Nunca has leído las Crónicas del Mundo Emergido? —Theana estaba apoyada en el árbol y respiraba con dificultad. Mediante un gesto, Dubhe le indicó que no entendía nada.

—Es un encantamiento que utilizó Sennar cuando huyó de Salazar con Nihal. Permite dejar inconscientes a varias personas durante un tiempo.

Dubhe miró al suelo. Había sido una buena idea, pero ¿qué hacer a continuación?

—¿Cómo vamos a explicarle a Learco, cuando despierte, que hemos recurrido a la magia? —preguntó entre irritada y confundida.

—No recordará nada —respondió Theana mientras se sentaba—. Me ha parecido que era mejor solución que dejarte intervenir a ti, ¿no crees?

Dubhe tuvo que admitir que tenía razón. Theana había tenido la suficiente sangre fría para idear un buen plan en medio de una situación peligrosa.

—Date prisa, no estoy acostumbrada a este tipo de sortilegios, pronto volverán en sí.

Dubhe asintió. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer: extrajo una larga cuerda de las alforjas del caballo del príncipe y con ella ató fuertemente a los hombres que estaban tendidos en el suelo. Habría debido matarlos, lo sabía, pero no quería despertar a la Bestia. La barrera que la mantenía a raya era bastante resistente, pero no tenía la menor intención de ponerla a prueba.

—Carguemos con Learco y marchémonos.

—Las heridas no son graves, pero habrá que curarlas cuanto antes —dijo.

—Debemos refugiarnos en un lugar seguro y, además, creo que a ti tampoco te apetecerá permanecer más tiempo aquí, ¿estoy en lo cierto?

Saltaron sobre el caballo y partieron veloces.

* * *

Se detuvieron en un pequeño claro lo bastante alejado y resguardado. No tenían fuerzas para seguir avanzando, y Learco comenzaba a quejarse. Del sueño provocado por el encantamiento había pasado a un penoso estado de inconsciencia.

Lo tendieron sobre la hierba con cuidado, y se pusieron manos a la obra. Dubhe buscó las plantas que Theana le indicó, junto con otras destinadas a prepararle un emplasto curativo.

—Eres una experta botánica —observó la maga.

—Un asesino debe conocer las plantas para los venenos, y un ladrón, para los somníferos —le explicó Dubhe, como si tal cosa—. Además, siempre he sentido una especie de pasión por las hierbas.

Theana no dijo nada más y comenzó el sortilegio. Sus gestos no eran muy distintos de los que había empleado para confinar el sello. Igual que entonces, utilizó una fina rama de abedul y mojó la punta en un bálsamo que había preparado. A continuación, con los ojos cerrados, como si estuviera en trance, trazó sobre el cuerpo de Learco extraños símbolos alrededor de las heridas. Recitó una monótona letanía —más bien parecía una oración en toda regla— en un tono de voz apenas audible. Cada vez que pronunciaba el nombre de Thenaar, Dubhe se sobresaltaba. No obstante vio cómo la encarnadura de Learco iba adquiriendo una tonalidad cada vez más sonrosada, y cómo su respiración irregular iba normalizándose. ¿Sería aquél el verdadero Thenaar, el dios del que le habían hablado tiempo atrás? De pronto comenzó a comprender las palabras que Theana estaba pronunciando aquella noche. La religión también tenía otro rostro, un rostro bueno que, sin embargo, ella no lograba comprender: el rostro de la piedad y de la compasión.

Theana ya había acabado, y Learco parecía descansar tranquilo. Las heridas ya no sangraban.

—Aplícale también uno de tus emplastos —dijo la maga, visiblemente cansada—. Seguro que así sanará más de prisa, y mañana ya estará en condiciones de seguir.

Dubhe no se lo hizo repetir. Empezó a aplicar su cataplasma cuidadosamente, acariciando la piel de Learco. Mientras le curaba el corte del brazo, por un instante recordó al Maestro. Él también había tenido una herida similar, y al curarlo decretó su muerte. Sintió un ligero escalofrío: aquel contacto le producía una extraña inquietud. Trató de hacerlo lo más rápido posible.

—Lo velaremos por turnos hasta el amanecer. He dejado bien atados a los hombres que nos asaltaron, pero es posible que haya otros. En cualquier caso, tenemos que estar despiertas por él —dijo Dubhe, y Theana estuvo de acuerdo.

* * *

A Dubhe, aquella noche le pareció larga e inmensa. Pensaba sin cesar en Learco luchando para defenderlas, y no lograba hallar una explicación. Observaba su tez pálida y sentía una muda admiración por aquel muchacho. Y al mismo tiempo se preguntaba por qué la obsesionaba tanto: había momentos en que buscaba su presencia, en los que se sentía feliz a su lado, y otras en que lo sentía como una amenaza y esperaba que sucediera algo que los separase.

Más tarde, de pronto, lo vio abrir los ojos. Por primera vez reparó en que sus iris eran de un verde muy vivo e intenso, y que tras sus múltiples matices se ocultaba algo muy profundo.

Learco se volvió y la miró.

—¿Qué ha pasado?

—Nos atacaron —respondió Dubhe.

—Eso lo recuerdo. ¿Y después?

—Los vencisteis. A los cinco —mintió—. Pero os hirieron.

Learco se miró el brazo herido, y también trató de examinarse el costado, pero tuvo que desistir a causa del dolor.

—Estaos quieto, o la herida volverá a abrirse.

Él la miró y le sonrió.

—Puedes tutearme.

Dubhe se sintió muy confundida, y miró a su alrededor tratando de hallar desesperadamente algún objeto en el que posar la mirada, algo que no fuese su rostro. Theana dormía y no podía resultarle de ayuda.

—¿Has sido tú?

Ella lo miró, desconcertada.

—Quien me ha curado.

Dubhe recordó la mentira de Theana, recordó que en el nuevo papel que desempeñaba era una sacerdotisa.

—Sí —mintió una vez más.

—Gracias.

Algo se agitó en su interior.

—No tenéis… no tienes por qué darme las gracias, tú nos defendiste.

Learco se incorporó ligeramente y se encogió de hombros.

—No habría tenido sentido que os salvara en Selva para dejaros morir aquí.

Ella seguía sin entender.

—Somos dos desconocidas para ti, ¿por qué hacer todo esto por nosotras?

El joven la miró intensamente.

—Me parece que también he hecho mucho en vuestra contra, ¿no crees?

Dubhe le indicó con un gesto que seguía sin entender.

—Es lo que te dije la otra noche, ¿recuerdas? La guerra os ha convertido en dos fugitivas, y yo soy la guerra. ¿Sabes a cuántos hombres he matado en mi vida?

Si hubiera podido, Dubhe se habría reído.

«¿Y sabes cuántos he matado yo? Y el último será tu padre».

Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.

—Eres el hijo del rey; si has matado, ha sido por tu reino.

—No finjas. Sé que tú puedes comprenderme.

La miró con tal intensidad que se quedó helada. Volvió a pensar en todo lo que le había contado a Theana unas pocas horas antes.

«Nos ha oído. Me ha descubierto. Tengo que matarlo».

La sola idea le resultaba insoportable.

—Yo…

—Poco antes de que nos atacaran os he oído hablar a ti y a tu hermana. Hablabais de lo que te sucedió cuando eras pequeña.

«¡Lo sabe, lo sabe! ¡Conoce nuestros planes!».

—No sé quién eres realmente, tampoco sé lo que te traes entre manos, ni siquiera sé si ésa que va contigo es tu hermana de verdad, pero no me interesa. Me basta con mirarte a los ojos para saber que vienes del mismo lugar oscuro que yo habito. Tú y yo sabemos cosas que la mayor parte de la gente ni se imagina, y que sería incapaz de comprender.

Dubhe estaba tensa, le angustiaba la posibilidad de que Learco pudiera conocer su identidad, o la misión que la había llevado hasta allí, pero aquellas palabras le habían calado más de lo que nunca habría imaginado.

—Por eso llorabas en el riachuelo, ¿no es así? Por eso pedías perdón.

Dubhe bajó totalmente la guardia.

—Sí.

Learco sonrió con tristeza.

—Cuando tenía trece años, Forra, el hombre que viste en la tienda, me obligó a ejecutar a un hombre. Le corté la cabeza delante de una multitud vociferante, y hasta ese momento jamás había matado. Me comprendes, ¿verdad? Sabes lo que sucede cuando matas, cuando tu vida se disuelve en un instante, y el mundo cambia por completo de color y de consistencia.

Dubhe sintió que se le humedecían los ojos. Nadie le había dicho nunca nada parecido, ni siquiera el Maestro le había hablado así. Notó la primera lágrima, hirviente, descendiendo por su mejilla.

El príncipe extendió lentamente una mano y se la enjugó con el pulgar.

—Si puedes comprender todo esto, entonces también entenderás por qué estoy tratando de salvaros.

Dubhe no conseguía dejar de llorar, y sus lágrimas mojaban la mano de Learco.

—No se puede hacer nada por aquellos que han muerto, y tampoco hay modo de borrar la culpa. Pero por los vivos, aún puede hacerse algo. Vosotras sois mi oportunidad perdida, la primera en muchos años.

Seguía acariciándole la mejilla; dejó escapar un gemido, se incorporó y la abrazó con delicadeza. Dubhe permaneció rígida entre sus brazos apenas un instante… entonces su resistencia se desmoronó, y se atrevió a llorar en su pecho, abandonándose al calor de aquel abrazo. En el fondo de aquella noche oscura vislumbró un destello de serenidad, una paz que jamás creyó poder encontrar.