6
Un adiós definitivo
SALAZAR se extendía ante ellos. Las casas, los torreones en ruinas aparecían diseminados por todo el llano como monedas caídas de una bolsa demasiado llena. Era la primera vez que Lonerin veía aquella ciudad legendaria de la que sólo había leído en los libros. Sin embargo no se sentía emocionado, probablemente porque ningún vínculo lo unía a aquel lugar. Al contrario de lo que le sucedía a Sennar. En efecto, desde que llegaron, notó que el mago estaba agitado, incluso nervioso. Tal vez durante los largos años que pasó en soledad persiguiendo el fantasma de Nihal, se dedicó a grabar en la mente cada ladrillo, cada piedra y cada brizna de hierba de aquel lugar.
Lonerin se volvió para mirarlo, pero sólo se topó con una mirada gélida, casi indiferente, que lo dejó pensativo.
Había sido así desde el principio del viaje, pocos días atrás. Dos días después de que el Consejo hubo deliberado, partieron hacia la ciudad donde habían asesinado a Tarik en busca del talismán. Sennar había llamado a la puerta de su habitación en plena noche. Lonerin seguía tendido en la cama, mirando el techo: estaba pensando en Theana. La había visto tan decidida mientras preparaba lo necesario para seguir a Dubhe en su misión que casi no la reconoció. Le había parecido una persona completamente distinta de la frágil ayudante de Folwar a la que estaba acostumbrado. Y, no obstante, habían crecido juntos, lo habían compartido todo durante los años que pasaron estudiando magia. Habían permanecido unidos sutilmente, tan sutilmente que ni siquiera ellos mismos lo habían percibido en realidad. Ahora Lonerin se daba cuenta de hasta qué punto su vida se había modelado a imagen y semejanza de la de Theana, y de hasta qué extremo, asimismo, ella había sido la artífice del equilibrio que reinaba en aquel extraño terceto que ambos formaban con Folwar. No lograba comprender el motivo de aquella decisión. Theana no era un mujer de acción, al menos hasta donde él la conocía. La distancia que se había abierto entre ellos lo había sumido en la incredulidad.
Sennar entró justo en el momento en que sus pensamientos estaban tomando un lastimoso cariz. Fue lapidario:
—Prepara tus cosas.
Lonerin tardó un poco en reaccionar.
—¿A qué… a qué os referís?
—Me refiero a que partimos ahora mismo. Te espero fuera, en las murallas. Date prisa.
* * *
Lonerin lo preparó todo de prisa y corriendo, prácticamente sin darse cuenta de lo que hacía. Se precipitó al exterior con un hatillo liado de cualquier modo, y sin resuello. La silueta de Sennar se perfilaba en las murallas, al borde de la cascada, bajo la luz de una luna llena. No llevaba equipaje consigo.
—Te has tomado tu tiempo —dijo, impasible.
—Disculpadme, pero no esperaba viajar de noche…
Sennar lo miró con cara de fastidio y se limitó a hacer un gesto con la mano; entonces, desde detrás de la muralla se materializó una enorme silueta negra que oscureció la luna: un par de alas traslúcidas y poderosas se desplegaron en la oscuridad.
—Nos valdremos de Oarf hasta la frontera. Vamos faltos de tiempo y es mejor no perderlo en inútiles desplazamientos a pie.
El dragón clavó unos ojos como brasas en Lonerin y lo examinó con prevención. El joven recordó su primer encuentro en las Tierras Ignotas, cuando Oarf casi los mata a Dubhe y a él. Durante el viaje de regreso a Laodamea, hasta cierto punto aprendieron a tolerarse, pero el dragón siempre le lanzaba miradas feroces: era evidente que sólo seguía obedeciendo a su amo.
A Sennar le costaba un poco subirse a la grupa por culpa de su pierna enferma, que le obligaba a utilizar el bastón, por lo que Lonerin se apresuró a sostenerlo, pero él lo detuvo con una mirada.
—No necesito tu ayuda, aún no soy tan viejo —le espetó en tono glacial—. Sube detrás de mí.
Lonerin obedeció, pero en cuanto trató de subirse al lomo del dragón notó cómo Oarf tensaba los músculos al contacto de sus manos. Era difícil hallar un agarre en aquellas escamas resbaladizas, pero al fin lo logró, y en un instante ya estaban surcando el cielo.
* * *
Durante todo el viaje Lonerin tuvo la sensación de que Sennar estaba huyendo de algo. Habían partido sin previo aviso, y ahora volaban como si el enemigo les estuviera pisando los talones. Oarf iba dejando atrás leguas y leguas de camino manteniendo un ritmo de vuelo perfectamente regular, pero Sennar nunca parecía sentirse satisfecho: estaba inquieto, ansioso por entrar en acción, impaciente.
Por la noche, ante el fuego del campamento, miraba en todas direcciones y no paraba de hablar de magia.
Sennar comenzó el adiestramiento sin previo aviso.
—El encantamiento que deberás llevar a cabo es especialmente complejo; tendrás que liberar a Aster de la prisión en que está recluido en este momento, y lo harás atrayendo su espíritu hacia el talismán, que actuará como catalizador. Deberás arriesgar tu propia alma, y eso requiere poderes de los que por ahora careces.
Lonerin se quedó perplejo al oír aquella afirmación. Estaba convencido de que ya hacía años que había alcanzado la cúspide de sus poderes, un nivel máximo innato en cada mago, como el color del cabello o la estatura. Pensaba que en adelante todo consistiría en aprender nuevos encantamientos, pero que sus capacidades ya estaban asentadas.
—Y entonces, si no los poseo, ¿cómo podré hacerlo?
—Cada mago posee una fuerza latente que no explota, sólo hay que exteriorizarla.
—Disculpadme, pero creo que ya he desarrollado todos mis poderes, y también mi maestro…
Sennar lo hizo callar con un gesto de la mano.
—Bobadas. Yo he perdido buena parte de mis fuerzas, pero estoy seguro de que tú aún no has explorado todas tus potencialidades. Existen encantamientos bastante poderosos que ahora pueden parecerte inaccesibles y que, sin embargo, están a tu alcance. Todo es cuestión de adiestramiento.
Empezaron de nuevo con los principios básicos y los ejercicios más elementales de concentración. Lonerin se aplicaba con diligencia; incluso en pleno vuelo, Sennar seguía explicándole las cosas que podrían resultarle de utilidad.
—El ritual es muy antiguo, de modo que deberás formularlo en élfico. Tendrás que memorizarlo, así como los gestos que lo acompañan. Hay que separar el alma del cuerpo y elevarse hasta un estado de éxtasis místico. Es una especie de muerte aparente, difícil y dolorosa, que puede acabar convirtiéndose en real…
Cada vez que se detenían por la noche, Sennar le impartía nuevas enseñanzas, o le pedía que pusiera en práctica todo cuanto había aprendido el día anterior. A Lonerin, algunos ejercicios incluso le parecían demasiado elementales.
—Concéntrate en la respiración del mundo.
—Eso ya sé hacerlo.
—No al nivel que se precisa —le replicaba Sennar con sequedad.
Otros ejercicios le parecían simplemente extravagantes.
—Quiero que extraigas de esa hoja su linfa vital, así.
Sennar cogió una hoja, la puso en el centro de su mano, la cubrió con la palma de la otra y arqueó las cejas por un instante. Cuando abrió las manos, en una parte había una hoja seca y en la otra, una luz verde brillante.
A Lonerin le recordaba una magia prohibida que había estudiado, y aquello lo inquietó.
Sennar se dio cuenta.
—No te las des de virtuoso. Incluso los más puros pueden necesitar recurrir a medios como éste. Y, en cualquier caso, esto no es magia prohibida.
Sennar siempre era igual que en ese momento: brusco y huraño, y con muy poca paciencia.
—Siento no estar tan preparado como vos quisierais —dijo Lonerin una noche.
—Ya. Desafortunadamente, el destino ha puesto en mis manos un discípulo bastante lento —respondió Sennar con la evidente intención de humillarlo.
Pero Lonerin no se lo tomaba a mal. Sentía una infinita admiración por aquel hombre, siempre había sido su modelo, su héroe. Estaba dispuesto a dejarse maltratar por él, pues era consciente de los abismos de sufrimiento de los que provenía.
Además, acababan de adentrarse en un territorio que Sennar no había visto en cuarenta años. El joven se preguntaba qué debería sentir al contemplarlo. Allí se había escrito su historia y, sobre todo, se había cumplido el destino de Nihal. Aquellos parajes hablaban. Era la gran estepa que Nihal, Sennar y Soana habían recorrido cuando huyeron tras el ataque a Salazar. En aquella ocasión, la semielfa salvó la vida por pura suerte. Y también estaba el bosque, apenas visible en el horizonte, donde tiempo atrás se custodiaba la última piedra que encajaba en el talismán del poder, la piedra de la Tierra del Viento.
Lonerin observaba el rostro de Sennar y esperaba percibir alguna emoción, un recuerdo o una añoranza, pero aquella faz surcada de arrugas seguía siendo una máscara impenetrable.
Dejaron a Oarf a buen recaudo en un puesto fronterizo y prosiguieron a caballo, totalmente envueltos en sus largas capas. Casi toda la estepa que se extendía al norte de la Tierra del Viento ya estaba bajo el control del Consejo de las Aguas, pero la mayor parte del territorio aún seguía en manos de Dohor y de sus aliados.
—¡Un viejo mercader y su joven aprendiz, quién va a fijarse en una pareja semejante! —le dijo Sennar al explicarle cómo habrían de comportarse en adelante.
Lonerin captó apenas un destello en los ojos clarísimos de su compañero de viaje, y creyó adivinar la causa: años atrás Sennar ya había utilizado aquel disfraz; fue cuando se adentró con Nihal en la Tierra de los Días, y se desviaron para ir a Seferdi.
Tal vez para él aquello fuera el principio de la única redención posible, después de pasarse años y años hurgando silencioso en las pesadillas del pasado. Lonerin tenía la esperanza de que a medida que iban aproximándose a aquellos lugares, él se volviera más locuaz, pero aquél fue el único instante en que Sennar se dejó ir. Aparte de eso, ni un comentario, ni un suspiro.
Cuando Salazar apareció en el horizonte, se detuvieron a unas pocas leguas de la entrada. El viejo mago fue el primero en detenerse. Silencioso, observó las murallas durante bastantes minutos, como si fuese un estratega y, transcurridos éstos, desmontó del caballo como si no pasara nada.
—Vamos. Empezaremos por la casa de Tarik.
* * *
Salazar era caótica y paupérrima. Todo había cambiado, ya no era el lugar donde había tenido comienzo la historia de Sennar.
Se detuvieron en una venta, sólo el tiempo necesario para comer algo y dejar reposar los caballos.
—Ido me dijo que Tarik vivía en la casa de su madre.
A Lonerin le sorprendió que pronunciase aquel nombre con tanto aplomo.
«¿Habrá superado realmente la muerte de su hijo?».
—Si es así, debemos dirigirnos al torreón. Iremos por la tarde, ¿te parece bien? Con un poco de suerte tendremos vía libre.
Lonerin no pudo evitar mirarlo insistentemente, y el viejo mago a su vez le lanzó una mirada indagatoria.
—¿Y bien?
Él bajó la vista hacia su cerveza.
—No es nada. Estoy de acuerdo.
Sennar no preguntó nada más, y el joven se concentró en su jarra, pasando el dedo por el borde.
Habría querido superar la distancia que los separaba, pero Sennar no parecía dispuesto a ayudarlo. Tomaba su sopa a toda prisa, hundiendo y sacando la cuchara casi con rabia.
* * *
Subieron por el torreón lentamente. La escalera que llevaba de un piso a otro era desigual, y Sennar tenía dificultad para avanzar por ella con su bastón. Apenas cruzaron la puerta de acceso, su paso se hizo más inseguro. Se le velaron los ojos y su mirada empezó a vagar entre las piedras que el humo de un antiguo incendio había ennegrecido. Lonerin sintió un nudo en la garganta.
—Dame el brazo, esta maldita pierna lo hace todo más difícil —le dijo Sennar, furioso, y él acudió inmediatamente en su ayuda. Al principio, le pareció normal que aquella mano ejerciera tanta presión en su brazo. En realidad, Sennar se estaba agarrando casi con desesperación, y Lonerin lo notó por el ligero temblor de sus huesudos dedos.
—Tarik vivía encima de la puerta, tenemos que ir por aquí —dijo el mago mientras tomaba un pasillo lateral—. Aquel día, los fammin llegaron en seguida porque conocían este atajo. Era un camino que incluso yo utilizaba cuando iba a encontrarme con Nihal.
Entonces aceleró el paso y soltó sin más el brazo de Lonerin. Su bastón tampoco tocaba el suelo, pues el anciano se apoyaba con una mano en la pared. El chico tuvo que esforzarse para poder seguirlo.
—Livon, el padre adoptivo de Nihal, escogió una vivienda que estuviera encima de la puerta por comodidad. Tenía su armería en la casa, y el mejor lugar para un comerciante era cerca de la entrada a la torre. Sin embargo, aquella elección habría de resultar fatal.
Sennar caminaba febrilmente, sorteando con destreza las piedras que obstaculizaban el paso y las grietas del suelo. Era como si hubiera recobrado toda la fuerza y la agilidad de su juventud, y ni siquiera parecía pesarle la pierna que arrastraba inerte. Lonerin veía su espalda iluminarse a intervalos regulares por efecto de las luces que se filtraban a través de las ventanas y de las brechas de las paredes. Cada vez hablaba más alto y más de prisa.
—Es aquí, aquí era donde Nihal jugaba con sus amigos, entre las tinajas de los comerciantes y los tenderetes repletos de fruta.
Se volvió hacia el joven con los ojos encendidos.
—¡Aquí vivía un montón de gente, no como ahora!
Era como si de pronto estuviera regresando al pasado: estaba viendo la Salazar de su juventud, la Salazar de Nihal y de la edad de oro, de aquel período en que Aster aún no había conquistado la Tierra del Viento.
—Id un poco más despacio, por favor —trató de decir Lonerin, pero Sennar no lo escuchaba, enfrascado como estaba en sus propios recuerdos. En el siguiente recodo lo perdió de vista.
«¡Maldita sea!».
Aceleró el paso y siguió el sonido de su voz. Y entonces, silencio. Repentino y denso.
—¿Dónde estáis?
Giró la esquina del corredor, y lo vio. Inmóvil. Encuadrado por el marco de una puerta abierta, envuelto en una melancólica penumbra. Lonerin disminuyó la velocidad, consciente de lo que estaba sucediendo. Era la primera vez que veía la casa de Nihal o, mejor dicho, la casa de Tarik. Ido la había descrito en el Consejo de las Aguas con gran detalle y, sin embargo, no logró transmitir el escalofriante aspecto de aquel lugar, congelado en el instante del suceso. Desde la puerta se divisaba una sala más bien espaciosa, totalmente patas arriba. Muebles destrozados por el suelo, fragmentos de cristales y loza, y sangre por todas partes. Unas grandes manchas se extendían por el suelo de madera, y también podían apreciarse unas huellas confusas que conducían hasta la puerta. Lonerin no sabía qué decir, qué palabras utilizar, pero Sennar lo previno. Bajó la cabeza, la sacudió levemente y lo miró con determinación.
—Separémonos. Tú busca en la cocina, yo iré al dormitorio. ¿Sabes cómo es el talismán?
Lonerin no supo qué responder y miró apesadumbrado a Sennar; su mirada fue tan intensa que logró irritar al mago.
—¡No te quedes ahí embobado mirándome! Tenemos poco tiempo. Así pues, ¿lo sabes?
—Sí, he leído sobre el tema —respondió Lonerin en voz baja.
—Entonces, búscalo.
Sennar se apresuró a entrar, pisoteando los añicos de loza, y se introdujo en el dormitorio.
Lonerin lo siguió al cabo de un momento, con paso incierto. Entrar allí le causaba una extraña impresión. Aquel lugar apestaba a la Gilda: allí adonde fuera, la Secta de los Asesinos dejaba tras de sí una aura de muerte. Rodeó la mancha de sangre más grande, pero pronto se percató de que le resultaría imposible moverse sin pisar las manchas secas esparcidas por el suelo. El color apagado y polvoriento de la sangre le llevó a la memoria el recuerdo imborrable del cuerpo de su madre entre los otros cadáveres masacrados por la Gilda. Tuvo un repentino acceso de ira, como siempre. Por mucho que uno corriese, el odio siempre era más rápido, no había vías de escape, era como un enemigo imposible de eliminar.
Cerró los ojos en un intento de retornar al presente. De la otra habitación llegaba ruido de puertas abiertas, cajones removidos y objetos apartados. Miró nuevamente a su alrededor tratando de localizar el talismán que andaba buscando: era un medallón de oro, con un gran ojo en el centro y ocho cavidades alrededor que albergaban ocho piedras de distintos colores. El iris era una piedra refulgente, la misma que Nihal había destruido cuando decidió sacrificar la vida por su marido y por su hijo en las Tierras Ignotas.
Lonerin empezó mirando bajo los pedazos de madera rotos y los fragmentos de cristal. Después se puso a buscar entre los pocos muebles que aún quedaban en pie y también en la chimenea, por si existía algún compartimento secreto. Se sentía como un ladrón mientras introducía las manos en la intimidad de aquellas paredes.
«Quién sabe si Dubhe se sintió alguna vez así, cuando robaba en casa de alguien», se preguntó, y la imagen de la chica estalló en su mente sin que lo pretendiese. Era una herida que no cicatrizaba, o tal vez ya sólo fuera cuestión de orgullo, la humillación de haber sido rechazado de un modo tan cruel. Todo se confundía en su mente: amor y afecto, amistad y odio. Por si ello fuera poco, los rostros de Dubhe y de Theana, las mujeres de su vida, se superponían; y entre ambas, algunas imágenes escasas y confusas de su madre.
«¿Por dónde andarán?».
Lonerin pasó a examinar las paredes, golpeando cada ladrillo, pero todos parecían muy sólidos. Levantó las tablas de madera del suelo que estaban sueltas y miró debajo: nada.
De pronto, el ruido de la habitación contigua se convirtió en un estruendo ensordecedor, al que siguió un grito. Corrió inmediatamente hacia allí, pero en cuanto se asomó, se quedó clavado en el quicio de la puerta. Sennar se hallaba en el suelo, en medio de un montón de ropa. Debía de haber vaciado todo el arcón y después debía de haberlo volcado con furia. Estaba de rodillas, con los puños cerrados apretando las sábanas manchadas de sangre y el rostro contraído en una mueca atroz.
—¡No está, maldita sea, no está! —gritaba, mientras miraba a Lonerin con desesperación y las mejillas húmedas de lágrimas. Trató de incorporarse, pero le fallaron las piernas y se vio obligado a permanecer de rodillas—. ¡Maldita sea! —bramó.
Su voz sonó como un rugido, pero en seguida se disolvió convirtiéndose en una especie de triste gemido. Hundió la cabeza entre las sábanas.
Lonerin se acercó lentamente, casi de puntillas. Se inclinó con delicadeza y apoyó una mano en su hombro. Él se volvió de golpe y lo abrazó. El joven se quedó perplejo ante aquel gesto tan espontáneo como inesperado.
—Aquí estaba toda su vida, ¿comprendes? ¡Murió en esa cama, yo no estaba! Ese día Ido se encontraba a su lado, pero su padre, no. Ni siquiera pude decirle cuánto me costó dejarlo marchar de aquel modo… ¡Nunca le dije cuánto lo echaba de menos! ¡No pude pedirle perdón, ni tampoco excusas por haber dejado que nuestra Nihal muriese sin haber hecho nada por impedirlo!
Lonerin sintió un escozor en los ojos al ver, de pronto, a su madre corriendo desesperada por el templo de Thenaar para ofrecer su vida a cambio de la de él. Comprendió cuánto dolor debió de sentir, qué infinito sufrimiento debió de empujarla a dar aquel paso. No fue capaz de decir nada, no había palabras para describir un acto de tal naturaleza, no podía existir consolación alguna para algo tan insensato como la muerte de un hijo.
Permaneció inmóvil, estrechando el hombro del anciano mago con el brazo.
Lonerin lo condujo fuera de la torre. Tras aquel momento de desánimo, Sennar volvía a ser el de antes. Se había enjugado las lágrimas con rabia, tratando de darse un respiro, pero su cuerpo aún seguía exhausto, sometido al esfuerzo de tener que exhumar culpas enterradas muchos años atrás.
—¿Encontraste algo? —le preguntó apoyándose en la pared de un pasadizo lateral.
Lonerin sacudió la cabeza, descorazonado.
—No estaba ahí —dijo Sennar, mirando hacia arriba—, o tal vez sí estaba, pero se lo llevaron. La casa estaba llena de baratijas y de ropa de diario, pero no había nada que pudieran haberse llevado para sacar algún provecho.
—Así pues, ¿creéis que se llevaron los objetos de valor?
Sennar asintió.
—Tarik se llevó consigo la espada de su madre.
Lonerin recordó el arma de cristal negro que utilizaba Nihal, descrita en todos los libros como un objeto de inestimable valor. Tal vez Sennar tuviera razón, sólo la empuñadura tallada ya debía de costar una fortuna.
El viejo maestro separó la espalda de la pared.
—Tenemos que averiguar quién cometió los asesinatos, quién los instigó y finalmente quién se hizo cargo de los cuerpos.
Renqueando levemente, enfiló el camino que conducía al centro de la ciudad.
Lonerin lo estuvo observando un buen rato, y finalmente dijo:
—Creo que tengo las respuestas.
Sennar se volvió, intrigado.
—Tarik sabía cuánto lo queríais, lo sabía todo. Y él también os quería mucho.
Un destello de ternura iluminó los ojos del mago. No dijo nada, se limitó a mirar a Lonerin un instante, y retomó el camino.
* * *
—El gnomo llegó jadeante y me condujo de inmediato hasta donde se hallaba aquel hombre. Hice cuanto estuvo en mis manos para salvarlo, pero era demasiado tarde.
El sacerdote que había atendido a Tarik lucía un aspecto bastante depauperado, llevaba la túnica apedazada aquí y allá, y tenía la mirada de bestia apaleada. No debía de ser muy mayor, al menos a juzgar por su voz y su modo de hablar, pero llevaba mal el paso de los años. Lonerin y Sennar estaban sentados frente a él en una taberna de Salazar, envueltos por el vapor de una densa cortina de humo surgida de un sinfín de pipas y por el olor de la cerveza.
—La mujer ya estaba muerta —añadió el sacerdote—, y las heridas del hombre eran fatales de necesidad. A la mañana siguiente, cuando regresé, ya estaba muerto. Le prometí al gnomo que me ocuparía de los cuerpos, y así lo hice.
Lonerin observó que a Sennar le seguían temblando las manos, aunque era un temblor casi imperceptible.
—¿Les disteis sepultura? —preguntó el mago con voz neutra.
El sacerdote asintió, vacilante.
—Lo hice al día siguiente. Vivían muy apartados, y muy poca gente los conocía. Procuré dar con algún conocido, pero no encontré a nadie que quisiera encargarse del funeral, así que me ocupé yo. Asistieron a la ceremonia unas diez personas.
—¿Dónde? —preguntó Sennar. El sacerdote lo miró perplejo—. ¿Dónde los enterrasteis? —especificó el mago.
—En el cementerio, fuera de las murallas. Yo mismo grabé las lápidas; los puse uno junto al otro. ¿Acaso los conocíais?
—No —se apresuró a decir Lonerin, y prosiguió con el interrogatorio:
—¿Hubo investigación? ¿Qué fue de sus pertenencias?
El sacerdote paseó la mirada de un mago a otro. Tenía miedo, sin duda, y sopesaba las palabras. Con toda probabilidad estaba preguntándose a qué venían tantas preguntas, y quiénes eran esos dos.
—No había mucho que investigar. Un robo que había acabado en tragedia, o al menos eso dijo el alguacil del Consejo de Ancianos. En cuanto a las pertenencias, no había nadie que pudiera hacerse cargo. Tenían poquísimos amigos, y parientes, en Salazar, ninguno. Ella no era de la Tierra del Viento, y nadie supo dar razón de dónde era su familia. En cuanto a los padres de él… —Hizo un gesto indefinido con la mano.
Sennar contrajo los dedos y se le blanquearon los nudillos.
—¿Y qué más…? —prosiguió Lonerin.
—Pues, nada más. Vendimos todo lo que podía ser comprado. Pero la ropa, los muebles y el resto de la decoración siguen allí. ¿Quién podría querer la ropa de alguien que fue asesinado de un modo tan brutal?
—¿Quién se encargó de la venta?
—Molio, un mercader que está en el primer piso de la Torre. Él se quedó con todo, me parece que revendió alguna cosa. No lo conozco bien, pero creo que su establecimiento es bastante famoso: allí puede encontrarse prácticamente de todo.
Lonerin se apoyó en la silla: la cosa empezaba francamente mal. Las pertenencias de Tarik podrían estar en cualquier parte.
—Te doy las gracias, nos has sido de gran utilidad —dijo suspirando, y el sacerdote pareció relajarse.
—Decidme la verdad, ¿se traían algo extraño entre manos? ¿Sabéis?, aquel gnomo se marchó de prisa y corriendo, y sin identificarse… Y además, el modo en que fueron asesinados… Dejando aparte la versión oficial, siempre he pensado que detrás había algo turbio.
Sennar lo fulminó con la mirada, y el sacerdote se encogió en el banco.
—Era sólo por saber…
—No, no. Somos coleccionistas —se apresuró a explicar Lonerin—. Sabemos que ese hombre poseía algunas cosas interesantes, armas, sobre todo, que nos gustaría adquirir. Cuando fuimos a verlo, nos enteramos de que había muerto.
—Comprendo —dijo el sacerdote, evasivo.
Lonerin y Sennar le pagaron la cerveza y salieron en silencio de la taberna.
* * *
Tomaron una habitación en un ventorro de la periferia para pasar la noche. Ambos estaban agotados, y estaba claro que Sennar no se encontraba en condiciones de ir directamente a casa del mercader.
Además, sentía que primero debía hacer algo.
—¿Dónde está el cementerio? —preguntó a la ventera. Él sólo recordaba el antiguo, que ahora ya debía de haber sido engullido por la ciudad.
—Al oeste, a una media milla de la zona habitada. No tiene pérdida, está rodeado por una recia muralla.
Sennar se volvió hacia donde estaba Lonerin.
—Tengo que ir solo.
El joven mago lo miró con inquietud.
—Estáis cansado, desde aquí habrá al menos dos millas de distancia…
El viejo mago lo hizo callar con un gesto.
—Puedo hacerlo, no me infravalores.
Se introdujo en el caos urbano, con la pierna dolorida y, sobre todo, con un peso en el corazón por todo cuanto había visto. La imagen de la casa de Tarik violentada por innobles sicarios seguía atormentándolo. Veía a su hijo tendido en aquel lecho, respirando fatigosamente mientras Ido le cogía la mano. Ido, no él.
Sabía que no había tiempo para remordimientos, que tenía que concentrarse por entero en la misión, porque Nihal había amado el Mundo Emergido, y su hijo había pasado allí su breve existencia. Eran los únicos motivos por los que valía la pena salvarlo. Pero ¿cómo olvidar?
Lentamente, las casas empezaron a estar más distantes entre sí, y el muro negro del que le habían hablado no tardó en aparecer ante sus ojos, inmenso e imponente, definitivo como la muerte. Cruzó la verja sin apenas aliento. Estaba agitado, aunque no quisiera admitirlo. El sol estaba a punto de ocultarse tras la alta pared y proyectaba sombras largas y oscuras en el interior.
Sennar avanzó lentamente entre las avenidas, rodeado por selvas de lápidas. Parecía una especie de melancólico jardín, en el que a cada vida le correspondía una cepa anónima.
Leyó distraídamente los nombres. Había familias enteras. Preguntó a un hombre que estaba cavando una fosa dónde podría hallar la tumba de Tarik. Lo miró como se mira a cualquier viejo, y le indicó el camino con desgana. Ya nadie en el Mundo Emergido podría reconocerlo: seguramente se acordaban de Nihal y de él, como testimoniaban las muchas estatuas erigidas en las encrucijadas y en las plazas, pero nadie era capaz de reconocer en aquel anciano al héroe que había salvado todo un mundo.
Aminoró el paso cuando ya estuvo cerca del lugar exacto, y finalmente se detuvo. Dos lápidas, ni una sola flor, e indicios que la tierra había sido removida recientemente. De hecho, no habían pasado ni tres meses. Su vida había transcurrido fugaz y silenciosa en aquel lugar, y ahora nadie iba a visitarlos.
Sennar se hincó de rodillas, exhausto. Talya y Tarik. Cómo sería Talya… No lograba imaginarse qué tipo de mujer podría gustarle a su hijo. Aún lo recordaba como un jovencito imberbe y, sin embargo, ya a punto de tomar una decisión de capital importancia para su vida. Quién sabía en qué clase de hombre se había convertido, si se parecía a él, o si su rostro recordaba más al de su madre. Quién sabía de qué trabajaba, si había sido feliz, si cuando murió sintió remordimientos, o si al menos había logrado en parte hacer realidad sus deseos.
—Yo no —murmuró—. Apenas tuve tiempo de disfrutar de lo que tenía, y tras la muerte de tu madre lo perdí todo, incluso a ti.
«Aquí debajo hay un extraño, una persona que no conozco. Si ahora lo viese pasar, ni siquiera lo reconocería», pensó. Y aquella constatación lo dejó sin aliento.
—Siento no haber estado aquí, hijo mío —dijo con voz trémula, mirando la tierra removida—. Tú tenías razón, ahora lo veo claro. Quizá es demasiado tarde, pero quiero enmendarlo. Estos últimos años que me restan quiero emplearlos en realizar tus sueños. ¿Lo estás viendo? He vuelto para luchar, aún creo en algo. Eso era lo que querías de mí.
Sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos, pero las reprimió. También estaba cansado de llorar.
—Tu hijo está seguro con Ido y con otra persona que me ayudó hasta lo indecible en el pasado. Te juro que no permitiré que le suceda nada malo: es lo único que me queda, y pienso protegerlo.
Apoyó una mano en la tierra fría a modo de postrer saludo. Tarik se había marchado, para siempre. Hubo un breve período durante el cual habría podido reconducirlo para que volviera con él, pero prefirió dejar que se fuera y tal vez ahora estuviera haciendo lo mismo con San. Suspiró. Había vivido lo suficiente para saber que no existen elecciones justas o equivocadas. La vida, finalmente, siempre nos lleva por donde ella quiere.
Había llegado la hora de volver a luchar: se lo debía a la memoria de su hijo, y al recuerdo de Nihal.
Se incorporó con esfuerzo, dio media vuelta y se encaminó hacia la salida.