5
Tres viajeros
EN cuanto cruzó las murallas de la ciudad, Dubhe sintió que por fin el aire volvía a llenar sus pulmones.
Había recorrido las tortuosas callejuelas de un tirón, moviéndose rápida y furtivamente, como cuando estaba en Makrat y era una ladrona. Le ordenó a Theana que comprase todo cuanto fueran a necesitar, incluidos vestidos nuevos, y se fundió con la multitud.
Ahora podía saborear el intenso perfume que desprendía el bosque cercano. Se sentó junto a un árbol y trató de pensar. Aquél era el mejor sistema para liberar la mente: el Maestro siempre se lo decía cuando se adiestraban. No obstante, desde que entró en la Gilda había perdido la costumbre de levantarse al alba para sumirse en sus propios pensamientos.
Cerró los ojos y apoyó la espalda en el tronco, con la esperanza de disfrutar de un poco de paz, pero las imágenes de su pasado volvieron más vívidas que antes. Había algo en aquel lugar, un vehemente sentido de pertenencia, que era incapaz de neutralizar. ¿Y cómo habría podido hacerlo? Aquéllos eran los bosques por donde paseaba con su padre cuando era pequeña. ¿Quién podía saberlo? Tal vez su espíritu continuaba vagando por aquellos parajes, buscándola sin tregua. Cuando la expulsaron de la aldea, su padre siguió su rastro. Murió en el intento de llevarla de vuelta, y ella jamás había tenido tiempo de llorarlo. Lo echaba terriblemente de menos, por primera vez.
Notó que se le habían humedecido los ojos.
Se puso en pie, y comprendió que huir resultaba imposible: en su vida no había habido atajos: sólo caminos rudos y empinados, que jamás había podido acabar de recorrer hasta el final. Sentía que Selva estaba cerrándose sobre ella como una trampa, y finalmente claudicó.
Una vez, cuando era muy pequeña, su padre y ella liberaron una liebre del lazo de un cazador, justo en aquel lugar. Su padre le sonrió mientras el animal desaparecía entre la vegetación.
—Será un secreto entre tú y yo, ¿de acuerdo?
Ella asintió. Estaban haciendo algo prohibido —si el cazador los hubiera visto se habría enfadado— pero se sintió orgullosa de tener un secreto que compartir con su padre.
Más allá, en cambio, donde se encontraban aquellos matorrales, estuvo oculta toda una tarde para que su madre se sintiera culpable. Había tirado al río toda su colección de insectos, y ella, despechada, huyó al bosque. «Aquí no me encontrarán, creerán que me ha pasado algo malo, y así aprenderán a no tratarme mal».
Enarcó los labios y esbozó una débil sonrisa. Estaba acercándose al punto en que todo había empezado, lo sabía, y no podía hacer nada por evitarlo. Sin embargo, cuando llegó a las inmediaciones de la gruta, se quedó inmóvil, perpleja. La recordaba más grande, casi como una caverna espeluznante sin final. No obstante no era más que un oscuro y húmedo agujero cubierto de musgo. «Justo a la medida de un niño», pensó antes de entrar. Allí era donde se refugiaba con sus amigos —Mathon, Renni, Pat y Gornar— cuando más apretaba el calor. Allí tenían su tesoro.
Reptó al interior con una sensación de derrota. ¿Qué sentido había tenido caminar tanto durante aquellos diez años, sufriendo y luchando, cuando en realidad nunca había salido de allí?
En el interior todo estaba igual que entonces, nadie había tocado nada: en un rincón estaba la espada oxidada, su valiosísimo botín, y también la madera ya podrida de las cañas de pescar. Dubhe consiguió imaginarse a sus amigos, parados ante la entrada de la cueva, pero sin Gornar y sin ella. Tal vez se demoraron allí, preguntándose si habría que entrar a recuperar el tesoro, pero después debieron de cambiar de idea, empezando por Renni. Tal vez en aquel instante comprendieron que todo había cambiado, para siempre.
Por primera vez, Dubhe fue plenamente consciente de la gravedad de su gesto. Aquel día no sólo mató a Gornar: aquel primer día de verano murieron todos. Ninguno de ellos volvió a ser el mismo, todo acabó allí dentro, y había sido por su culpa.
Cayó de rodillas sin tan siquiera darse cuenta de ello, con los puños apretados sobre la roca. Habría dado cualquier cosa por volver atrás, por poder lavar el remordimiento, pero nada, ni siquiera el agua del torrente que todo lo pule y todo lo arrastra consigo podía lavar la sangre de sus manos.
Se arrastró fuera de la gruta y se arrodilló en la orilla del río, sollozando convulsamente.
—Perdón —musitó con el rostro vuelto hacia el agua—, perdón, yo no quería…
Un ruido de pasos la sobresaltó. En un acto reflejo se llevó la mano al puñal que llevaba oculto bajo el corpiño que el soldado le había obligado a ponerse, pero en cuanto alzó la mirada, sus dedos se relajaron instantáneamente. Ante ella, en pie al otro lado del pedregal, estaba Learco. La miraba, inmóvil, con su refulgente armadura, pero aunque tenía el aspecto de un gran adalid, su rostro no transmitía la seguridad que cabría esperar de alguien que tiene en sus manos el destino de tantos hombres. La observaba con tristeza, como si la comprendiera.
A Dubhe le acudió a la mente aquel lejano día en que se vieron por primera vez. También entonces notó que ambos sentían lo mismo ante aquel espectáculo de muerte, aquel terrible instante los hizo distintos de todos los demás, e iguales el uno a la otra. Como en esos momentos. Era como si Learco comprendiese la razón de su dolor y la compartiese.
Dubhe se enjugó apresuradamente las lágrimas mientras él cruzaba el torrente sumergiendo las botas hasta media pantorrilla.
Cuando llegó, se agachó hasta ponerse a su altura.
—¿No tenías nada que hacer en la aldea?
Sacudió la cabeza, confusa.
—No, yo…
Se hizo un silencio embarazoso, sin embargo Learco no apartó la mirada.
—Fuera lo que fuese, ya se ha acabado —le dijo.
Ella miró hacia otro lado, tratando de tragar saliva para reprimir las lágrimas. Había algo tranquilizador en el tono de su voz y, sin embargo, sentía en lo más profundo de su ser que ni siquiera él se creía aquellas palabras.
La ayudó a ponerse en pie tendiéndole la mano. Dubhe no se opuso, y por fin lo miró directamente a los ojos.
—Aprovecha estas últimas horas en la villa —le dijo el príncipe—. Mantén la mente ocupada. La soledad no es buena.
—No obstante, vos también estáis aquí, solo —le respondió.
Learco sonrió con amargura.
—En ese caso, no te aconsejo que sigas mi ejemplo.
Y, sin decir nada más, se encaminó hacia la espesura y desapareció entre la vegetación.
Dubhe sintió una emoción extraña. Al igual que ella, aquel joven estaba buscando un momento para estar solo consigo mismo.
Por primera vez después de tanto tiempo sentía que compartía algo con alguien. Había estado pidiendo perdón a la orilla del torrente y él la había visto. Había sido como confiarle el terrible peso de su secreto, pero tal vez el príncipe escondiera otra verdad.
* * *
Cuando Dubhe y Theana se reencontraron, el sol estaba incendiando la plaza de Selva. Los mercaderes habían levantado sus tiendas; sólo quedaban tarimas de madera vacías y trastos esparcidos por todas partes. Era una vista desoladora, pero Dubhe se sentía extrañamente aliviada.
Si bien la visita a la cueva la había dejado exhausta, ser descubierta en un momento tan íntimo le había sentado bien. Tal vez, pasar por allí había tenido un sentido, quizá había consistido en algo más que en sumergirse en el pasado.
Theana llegó caminando con dificultad. Llevaba a cuestas dos zurrones llenos de ropa y dos paquetes con los vestidos nuevos.
—He procurado hacerme con todo cuanto necesitábamos, y en abundancia —dijo mientras dejaba la carga en el suelo. Jadeaba de cansancio, pero parecía satisfecha.
Dubhe la miró con sarcasmo: evidentemente, su compañera no estaba habituada a aquel tipo de transacciones, ni mucho menos a una misión como la suya, propia de sicarios.
—Ya lo veo —le respondió con frialdad.
Theana le lanzó una mirada interrogativa.
—Cuantos más trastos acarreemos, más difícil resultará engañar a Learco. Creía que ya lo habrías entendido —le recriminó Dubhe.
Theana miró el equipaje con preocupación. No había caído en ello. Por más que se esforzara, seguía razonando como si aún fuese la ayudante de Folwar, como si aún estuviera moviéndose entre los alambiques del laboratorio, y no en un campo de batalla.
Al ver su cara, Dubhe se arrepintió casi al momento de haberle lanzado aquella pulla. En realidad la había dejado sola resolviendo aquella tarea.
—Lo cubriremos todo con los vestidos —dijo, restándole importancia—. Nos cambiaremos en la tienda de las esclavas, ya que ahora no hay nadie.
Lo hicieron todo en silencio mientras el cielo cambiaba hacia una tonalidad violeta cada vez más oscura.
«La hora violeta», pensó Dubhe, suspirando. Cuando era una niña, algunas veces había asistido a aquel extraño capricho de los elementos. Tras el crepúsculo, todo se teñía de una luz irreal, como si estuviera bajo el influjo de un encantamiento. Era un momento extraordinario, y a ella siempre le había gustado mucho.
—¿Crees que es buena idea viajar con el príncipe?
Dubhe se volvió de golpe. Por suerte la voz de Theana había llegado antes de que su infancia volviera a secuestrarla.
—Si nos ganamos su confianza, lo habremos conseguido —respondió con convicción.
Sin embargo, tuvo una extraña e imprevista sensación de incomodidad. Siguió cambiándose sin darle más importancia, y cuando se incorporó, notó que su compañera seguía allí, inmóvil, mirándola con fijación.
Theana se ruborizó levemente y Dubhe se puso tensa. Sabía con toda certeza cuál era el problema.
—Te molesta, ¿no es así? Mi modo de ser… o qué soy, quiero decir. —Dejó de alisarse la falda y le lanzó una mirada desafiante—. Te preguntas cómo alguien puede ser tan frío y utilizar a los demás con tanta desenvoltura. Admítelo.
El tono de su voz se había endurecido, pero sentía la necesidad de marcar distancia entre ambas, entre la Asesina y la joven que había crecido en la corte de los magos.
A Theana se le ensombreció el rostro, pero no reaccionó como de costumbre. Al contrario, irguió la espalda y le sostuvo la mirada, silenciosa.
—Sólo pienso en cuán difícil debe de ser tener que soportar el peso de la maldición que arrastras contigo —le dijo.
—No necesito tu piedad —replicó Dubhe al instante—. No necesitaba la de Lonerin, y con más motivo tampoco quiero la tuya.
—No es piedad. Y en cualquier caso, si lo fuera, no habría nada malo en ello. La piedad nos acerca a los demás, nos permite comprenderlos.
Dubhe sintió que la había pillado en falta. Ella había pensado lo mismo aquella tarde en la orilla del riachuelo. No obstante, admitirlo era como bajar la guardia, y eso no podía permitírselo.
—Una hermosa frase que te deben de haber enseñado tus amigos sacerdotes —comentó con sarcasmo.
Theana trató de reprimir el enfado, pero la exasperaba aquella actitud provocadora, y finalmente estalló:
—Yo, cuando menos, tengo mi fe, de la que tanto te mofas. Y no son frases de sacerdote: yo soy así, ya puedes irte acostumbrando. Soy la chica que reza por las noches y busca la esperanza.
Dubhe acusó el golpe de aquel imprevisto rapto de orgullo, pero no estaba dispuesta a ceder.
—A mí no me sirve para nada ni rezar ni tener esperanza.
—¿Ah, sí? Y con ese vacío interior tuyo, ¿adónde has llegado hasta ahora? Aparte de sobrevivir y matar, ¿qué has hecho en tu vida?
Aquellas palabras se clavaron en el núcleo del dolor de Dubhe como un cuchillo al rojo vivo. Se le secó la boca, y de pronto se quedó sin palabras.
—Yo tengo un objetivo —musitó finalmente la maga—. Tú, en cambio, aparte de quitar de en medio a Dohor, ¿qué proyectos tienes?
Aquella pregunta no tenía respuesta. Dubhe se sintió destruida. Se limitó a recoger la ropa vieja en el zurrón, que se puso en bandolera. Silenciosa.
—Es hora de partir —dijo al fin con un hilo de voz. Pero cuando la miró, notó que no había arrogancia en la mirada de Theana. Más bien conmiseración.
—Para mí también resulta difícil viajar a tu lado —repuso la maga, suspirando—. Creo que ahora ya ha quedado claro que no nos soportamos, pero no tiene sentido proseguir con esta tácita guerra.
Dubhe se quedó muy sorprendida al oír aquellas palabras tan directas. Nunca habría creído que Theana fuera capaz de encarar la situación de aquel modo, pero, aun así, tampoco cedió a los remordimientos, y no le pidió excusas.
—Tal vez cometí un error al evaluar la situación, y nunca debería haber ido contigo. Pero ahora estoy aquí, y creo en nuestra misión. Estoy haciendo cuanto puedo para estar a la altura, e imagino que ya debes de haberlo notado. Así que deja de ridiculizarme por aquello que soy: en parte es gracias a mi fe que aún sigues viva.
Dubhe desvió la mirada. Una vez más, todo volvía a hundirse bajo sus pies.
Learco estaba en el centro de la plaza, solo. Llevaba puesta la misma armadura de la mañana, y las esperaba con la mirada perdida.
Al verlo, Dubhe sintió una extraña opresión en el estómago. Había corrido el riesgo de desvelarle su verdadera identidad, y aquello la ponía imprevistamente en una situación de inferioridad. Caminó más despacio, dejando que fuera Theana quien tomase la iniciativa, y ésta hizo una reverencia perfecta. Se notaba que estaba habituada a tratar con la realeza. La imitó, inclinando la cabeza a su vez.
—Ya os dije que esto no es necesario.
La voz cansada del príncipe le recordó, para su incomodidad, las palabras que había pronunciado en el río. «Fuera lo que fuese, ya se ha acabado».
—Tendremos que viajar juntos durante unos días; es inútil seguir con estas formalidades. —El joven las miró a ambas, sin fijarse en ninguna de las dos—. Estamos en la tierra de mi padre, pero aquí tampoco escasean los enemigos. Si queréis seguirme, tenéis que ser conscientes de que no será un viaje fácil.
Esta vez fue Dubhe quien tomó la palabra:
—Mi señor, ya hemos vivido momentos muy difíciles, y ahora que ya no tenemos casa no nos queda otra esperanza que la de seguiros. Incluso la peor de las dificultades no será nada comparada con la suerte que han corrido nuestras compañeras en la aldea.
Habría jurado que Learco la miraba con mayor intensidad que cuando había mirado a Theana.
«Tranquila, no puede saber nada de ti. En el río habrá pensado que estabas llorando por lo que te había pasado».
Él asintió, lacónico.
—Entonces, pongámonos en marcha de inmediato. Hace cinco días que me esperan en Karva, y al menos esta noche podremos avanzar sin contratiempos. Estamos en una zona segura.
Apoyó la mano en la empuñadura de su espada y empezó a caminar delante de ellas, sin volverse.
* * *
Viajaron durante buena parte de la noche y por la mañana se detuvieron en una aldea. Learco pagó el hospedaje de las dos chicas en una posada y desapareció durante todo el día.
Dubhe y Theana aprovecharon para volver a realizar el ritual de la Bestia. Podrían haber esperado seis días más, pero no sabían si más adelante tendrían tiempo ni ocasión de hacerlo. A la maga le temblaban las manos del cansancio, pero podía más su deseo de demostrarle a la otra de qué temple estaba hecha. No había podido perdonarle todo cuanto le dijo en su último enfrentamiento: no le habían dolido tanto las ofensas o el desprecio con que la había tratado, como el hecho de que hubiera sido capaz de arrancar de su boca aquellas crueles palabras, de las que se arrepintió casi al momento. La había llevado al límite, allí adonde ella no habría querido llegar nunca.
En cualquier caso, no permitió que su estado de ánimo la influyera durante el ritual. Vació la mente, como hacía siempre antes de un encantamiento, y se esforzó en mirar a Dubhe como a cualquier otra de las personas a las que había curado durante los años transcurridos en Laodamea.
Esta vez todo fue más fácil. Finalmente Dubhe recuperó el control de sus propias fuerzas tras practicar un par de lances con el puñal. Parecía satisfecha. Theana se apoyó en la pared que había tras su camastro, totalmente exhausta y con la frente perlada de sudor: para aquella operación siempre debía invertir mucha energía.
—Me siento mejor que la vez anterior —murmuró Dubhe—. Gracias…
—Es mi deber —respondió Theana, vacilante, y no añadió nada más.
Acto seguido se tendió en la cama, mirando el techo.
—Hace algún tiempo ya te lo pregunté, y no me respondiste —dijo Dubhe—, pero no puedo evitar preguntármelo cada vez que te miro. Desde que partimos has debido soportar pruebas que, por lo que imagino, han debido de ser terribles, y todo ello por una persona a la que deberías odiar. ¿Por qué?
Theana se ruborizó, No se esperaba aquella pregunta.
—Nos hemos salvado la vida mutuamente. Ahora hay algo que nos une, ¿no te parece? —la apremió Dubhe—. Sólo quiero saber el verdadero motivo que te impulsó a participar en esta misión…
Theana tomó un mechón de su cabello entre los dedos y por un instante pensó que no iba a responderle, pero entonces recordó las «gracias» que Dubhe acababa de darle.
—No lo sé —respondió indecisa—. Tal vez fuera el deseo de cambiar, el deseo de poner a prueba mis capacidades. O tal vez… tal vez me cansé de esperar a que Lonerin regresara mientras él se dedicaba a realizar proezas extraordinarias.
«¡Lo he dicho, lo he dicho realmente!», pensó, escandalizada. Lonerin era un tema tabú entre ellas. No sabía qué había pasado exactamente entre Lonerin y Dubhe, pero seguro que era algo con lo que ella había soñado mucho tiempo, y nunca había tenido.
Temía la reacción de su compañera, pero ésta la miró y le sonrió de un modo que le hizo sentir que algo se deshacía en su garganta.
—Quizá la verdad es que sólo quería escapar —añadió liberando un suspiro quejoso.
—No debiste hacerlo —replicó Dubhe con voz grave—. Él, de algún modo, también está escapando de ti.
Theana se sintió poco menos que conmovida. Dubhe podría haberse ensañado, y así vengarse de las duras palabras que ella le había dedicado cuando habían hablado de la fe y de la esperanza; en cambio, la había escuchado. Habría querido decirle algo, incluso agradecérselo, pero antes de que abriera la boca, la otra la previno:
—Duerme. Mañana nos espera una dura jornada y conviene que te recuperes.
Se levantó para cerrar las contraventanas de la habitación mientras Theana se tendía en la burda cama y cerraba los ojos. En la acolchada penumbra de aquella alcoba, Lonerin descendió hasta ella en forma de dulce recuerdo.
* * *
Al día siguiente, cuando fue a buscarlas a la posada, Learco ya no llevaba la armadura.
—Prefiero circular sin demasiados oropeles encima —explicó—. Me hacen más reconocible, y no quiero estar rodeado de gente que me obsequia y me pide favores. Por no hablar de los enemigos de mi padre…
Llevaba un saco a la espalda, donde evidentemente había metido sus cosas. Por lo demás iba vestido como un chico cualquiera, con unos pantalones de tela y una camisa de lino ceñida a la cintura con un cinturón, del que pendía una espada bastante trabajada. A Dubhe le asombró su delgadez. Tendría un par de años más que ella, pero su cuerpo parecía el de un adolescente. Su musculatura, desarrollada gracias al entrenamiento militar, apenas se marcaba bajo el velo de la camisa.
Reemprendieron la marcha en silencio. Tras las confidencias de la noche anterior en la posada, las dos chicas guardaban las distancias. No habían vuelto a dirigirse la palabra, y Theana sólo abría la boca para susurrar sus oraciones a Thenaar. Curiosamente, Dubhe había dejado de prestarles atención y ahora, cuando las oía, le resultaban más bien reconfortantes.
En cambio, con Learco sí tenía algún problema. Todo empezó con su encuentro en la orilla del riachuelo. Dubhe no podía evitar sentir una especie de simpatía instintiva hacia aquel joven, y al mismo tiempo una extraña gratitud que más bien la irritaba. Y eso era precisamente lo que no quería que sucediese. Él sólo era el hijo del hombre al que tenía que matar, es decir, un medio, y nada más. Aquel sentimiento era un obstáculo que podía interferir en su misión y necesitaba mantenerse lúcida y despiadada.
«La persona que has de matar no es más que un pedazo de madera». Las palabras de Sarnek, su Maestro, resonaban a todas horas en su cabeza. Nunca había sido capaz de seguir aquella máxima, pero ahora resultaba vital aplicarla con Learco.
Él era el hijo de su acérrimo enemigo. Dohor era la persona a la que de verdad deseaba matar. Hasta entonces, el asesinato jamás le había parecido un motivo de alegría: acabar con la vida de alguien siempre le había supuesto un sacrificio. Con Dohor no era así. Aquel hombre le había impuesto la maldición, le había metido la Bestia en el corazón: un crimen imperdonable, por el que jamás pagaría lo bastante. Por eso quería que sufriese. ¿Y qué mejor modo que asesinando a su hijo?
Dubhe sabía perfectamente que aquél no era el mejor momento para quitar de en medio a Learco: él era el salvoconducto para la corte de Dohor. Pero en cuanto lo hiciera, tanto si era entonces como más tarde, habría logrado atacar directamente al corazón de su enemigo. No era más que una oscura fantasía, algo que la ayudaba a mantenerse a distancia de aquel chico, a considerarlo como lo que era.
Sin embargo, un día llegó al extremo de levantarse en mitad de la noche. Learco dormía a pocos pasos de ella, empuñando la espada. Dubhe notó que tenía el sueño ligero, propio de quienes han sido adiestrados en las armas. Se entretuvo observándolo, en especial la tersura de su cuello. Matarlo. Romper el oscuro vínculo que los unía. Matar a la única persona que había visto su debilidad. Era un pensamiento que la inquietaba, provocándole una mezcla de sentimientos de culpa y de deseo.
* * *
Acostumbrado a los campos de batalla, Learco se despertó. Tuvo la extraña intuición de un peligro inminente, de una presencia a su lado; conocía muy bien aquella sensación. Abrió los ojos, se volvió de golpe, y la más joven de las dos chicas a las que había salvado estaba a pocos pasos de él, sentada en su improvisado lecho, abrazándose las rodillas. Se relajó.
—¿No puedes dormir?
Ella se volvió hacia él como un resorte, parecía asustada. Learco conocía bien la expresión de su rostro, una expresión familiar que había visto infinidad de veces sólo con mirarse al espejo. Sintió una punzada en el corazón.
—No, mi señor.
Había pronunciado aquellas palabras en un tono que pretendía ser neutro, pero sonó distinto: como una petición de ayuda, casi como un grito. Al instante, Learco se sintió próximo a aquella criatura asustada.
«Es como yo en aquellas largas noches que pasaba ante la puerta cerrada de mi madre, esperando un gesto por su parte. O como yo, cuando la batalla concluía al caer la noche y me quedaba solo en la tienda, con los fantasmas de los hombres que había visto morir haciéndome compañía».
Una sutil arruga de dolor se dibujó en su entrecejo. No era la primera vez que sentía una extraña sensación de afinidad con aquella chica. Ya había sucedido en el arroyo.
—Yo tampoco logro conciliar el sueño —dijo sonriente. La miró a la pálida luz de la luna menguante: se la veía vulnerable y desorientada. Se enterneció.
»¿Sigues llorando por el mismo motivo del otro día? —le preguntó.
—Sí —respondió ella.
En su mente relampagueó la imagen de las muchas noches de insomnio que él también había vivido. Entonces no había nadie para consolarlo, nadie a quien confiar su dolor.
—Ya… No se puede escapar de los demonios del pasado, ¿verdad? Cada uno de nuestros actos queda grabado en la piel, y las cicatrices no desaparecen jamás.
La chica no pareció impresionarse al oír aquella frase. Conocía perfectamente la expresión de su mirada.
«Es como si me lo estuviera diciendo a mí mismo».
—Al menos ahora estoy a salvo —murmuró ella.
Por algún extraño motivo, aquella frase incomodó sobremanera a Learco. Hasta que comenzó su adiestramiento militar en los campos de batalla, a los trece años, jamás había tenido contacto con el pueblo que su padre regentaba. Para él, los súbditos eran una masa informe y confusa de la que podía disponer a su antojo, decidiendo fríamente quién debía morir y quién vivía. Y no creía que hubiera nada malo en ello. Su padre era el rey, y un rey tenía ese derecho.
Más tarde la guerra lo llevó por toda la geografía del reino, y así conoció el verdadero rostro del pueblo sobre cuya vida y cuya muerte habría de decidir algún día. Una multitud de rostros sufrientes; hombres, mujeres y niños que se arrastraban hasta los límites de los campamentos, que seguían con vida sólo gracias a su instinto de supervivencia.
«Ellos no te han de interesar, son peones, sólo eso», le decía Forra, su tío.
Pero aquella chica era uno de ellos. Le temblaban las manos de la rabia.
—Siento no haber llegado antes; no pude evitar que destruyeran tu pueblo.
Ella siguió mirándolo con expresión ausente.
—Es la guerra, mi señor.
—Excusas —le replicó él, tajante—. Es una guerra inútil y nunca debió haber comenzado. Adueñarse de tierras y más tierras… ¿Para qué? ¿Con qué fin?
—Por el bien de nuestro pueblo… —se aventuró a responder Dubhe.
Learco la miró atentamente.
—Mírate a ti y a tu hermana: ¿todo esto ha sido por vuestro bien? Teníais una casa y una familia: ahora estáis siguiendo a alguien que os ha prometido la esclavitud, sólo que bajo una forma menos brutal. ¿Dónde reside vuestro bien?
Se sintió aliviado en cuanto lo hubo dicho. Había rumiado largamente aquellas palabras durante los últimos ocho años, pero jamás había logrado pronunciarlas. Y ahora, por fin, se había liberado.
La chica parecía incapaz de decir nada. Learco se preguntó qué estaría pensando. ¿Sentía lástima de él? ¿Estaba escandalizada? No importaba. Habían compartido algo, el día anterior, y él la había salvado. El dique se había roto y ella era la persona adecuada a quien contárselo.
—He visto tantos horrores, he derramado tanta sangre… Puede que al principio creyese que era justo. Por lo demás, eso era lo que me habían enseñado. Pero al final la sangre lo ha cubierto todo: cada ideal, cada sueño… Ahora sólo hay muerte, y yo camino sobre cadáveres.
La vio estremecerse levemente en medio de la noche: tenía los ojos empañados, como si en realidad hubiera comprendido y hallara consolación en ello.
«¿Qué diría tu padre? El heredero al trono sincerándose con una esclava…».
Le daba totalmente igual.
—Un rey no debería hablar así, ¿verdad?… ¿Cómo te llamas?
La chica pareció dudar un instante, sus labios se cerraron por un momento.
—Sanne —respondió al fin con un hilo de voz.
—Sanne, un rey no debería hablar así…
Learco sintió que se había vaciado y que, de algún modo, estaba en paz consigo mismo. Había hecho algo inconcebible, y se había quitado de encima un peso que oprimía su corazón desde hacía mucho tiempo.
—Trata de olvidar, al menos por esta noche —dijo—. La vida es una eterna fuga de uno mismo, no se puede hacer nada.
Se volvió de nuevo hacia un lado, sin dejar de empuñar la espada, y sintió los ojos de la muchacha clavados en su espalda, unos ojos sufrientes y profundos. Permaneció un buen rato despierto, hasta que oyó que ella también se acostaba.