4
El mercader de personas
DUBHE despertó cuando el sol ya estaba alto. La primavera estaba más cercana cada vez, lo sentía en el aire, que ya olía a flores y a hierba. La caravana se había puesto en camino hacía dos días, y ya debían de estar a las puertas de Selva.
Una larga cadena la mantenía pegada a los barrotes de la jaula en la que estaban recluidas, pero incluso así logró estirar un poco los doloridos brazos.
Theana estaba delante de ella, inmóvil y con la mirada perdida en sus pensamientos. Debía de haberse despertado al amanecer. Tal vez estuviera rezando en silencio; de hecho, desde que discutieron acerca de Thenaar, no había vuelto a verla adorar a su dios en voz alta. Se comportaba con mayor prudencia, y tampoco se rebelaba contra sus carceleros, era como si por fin hubiera aceptado la misión y afrontara los imprevistos con mayor diligencia. Dubhe se lo agradecía.
—Buenos días —le dijo la maga, sonriente.
Dubhe le respondió con un gesto de cabeza. Se sentía mejor; su cuerpo empezaba a responder y su mente estaba más lúcida. Lo primero que hizo fue examinar el disfraz de su compañera. Todo parecía en orden, la tapadera seguía funcionando.
—¿Sigo teniendo el mismo aspecto de hace unos días? —preguntó, incorporándose.
Theana asintió.
—Bien, porque tener que volver a preparar las pomadas resultaría complicado.
—En cualquier caso, dentro de nueve días habrá que repetir el ritual con tu sello.
Dubhe se volvió de golpe. No tenía ningunas ganas de someterse de nuevo a aquella tortura, y menos ahora que estaba recuperando las fuerzas.
La joven maga le sonrió. Debió de interpretar la expresión de su rostro.
—No temas, irá mejor que la primera vez. Tu cuerpo ya se ha habituado, sufrirás mucho menos y te recuperarás en uno o dos días, a lo sumo.
—Eso espero —dijo Dubhe—, porque para entonces seguro que ya habremos huido.
La puerta de la celda se abrió de pronto.
—¡Vamos, guapas, es la hora del baño! —las increpó uno de los soldados.
Dubhe y Theana interrumpieron de inmediato su conversación, dispuestas a retomar sus respectivos personajes.
* * *
Había sucedido diez años atrás. Entonces el futuro parecía estar lleno de esperanzas, y el sol brillaba en lo alto del cielo, como en ese momento.
Cuando los soldados la condujeron a la orilla del río, Dubhe reconoció al instante la piedra contra la que Gornar se había golpeado la cabeza. Aún seguía allí, redonda y perfecta. Por un segundo, la imagen de la sangre con la que se había manchado las manos aquel día ya tan lejano volvió a su mente nítida y presente. Entonces había necesitado algo de tiempo para comprender lo que había hecho. La cabeza de Gornar pesaba entre sus brazos, pero ella no era capaz de creer lo que había sucedido, no podía aceptar que acababa de matar a alguien. Era imposible.
—¿Qué? ¿Nos movemos?
Un soldado la empujó hasta el agua y Dubhe cerró los ojos. Tenía que suprimir aquellos recuerdos, debía llevar adelante una misión y no podía permitirse el menor paso en falso; Selva sólo era una etapa del viaje que habría de conducirla a Dohor. Trató de concentrarse, pero sus manos igualmente empezaron a temblar.
El agua le parecía roja, y tuvo que esforzarse para lavarse la cara. Con el rabillo del ojo vio que Theana la miraba con expresión desconcertada. La ignoró y siguió lavándose en el torrente mientras todo su cuerpo se estremecía.
—Desnudaos —dijo el soldado cuando hubieron acabado de lavarse la cara.
Dubhe se puso rígida.
—Con esos harapos nadie se os quedará en el mercado. Lavaos a fondo y poneos esto.
El soldado arrojó al suelo un par de corpiños de piel que debían de quedar bastante ceñidos y unas faldas de bailarinas hechas sólo con velos.
Theana miró aquella ropa y al momento le lanzó una mirada de desesperación a Dubhe. Ella tragó saliva. Alargó las manos hasta las cintas de la casaca y empezó a desatarlas una a una. Se volvió de espaldas al soldado. «Vamos, vamos, ha llegado el momento de demostrarme que estoy realmente convencida de seguir adelante».
Durante unos segundos que se le antojaron eternos, Theana se quedó inmóvil. Por fin se volvió, cerró los ojos y también se desnudó, lenta, desesperadamente. Por primera vez desde que empezó el viaje, Dubhe la admiró con sinceridad. Ahora ambas lucían una camisola bastante corta y transparente, de gasa, que era la única ropa que llevaban debajo de los vestidos.
Aunque el encantamiento las había cambiado —sobre todo envejeciendo a Theana—, el soldado las miraba de un modo que no dejaba lugar a dudas qué era lo que debía de estar pensando.
—Qué lástima teneros que vender… Casi casi preferiría que nadie se os quedase —les dijo mientras se les acercaba.
Introdujo una mano bajo la camisola de Dubhe y apretó los dedos sobre la blanca carne. Ella cerró los ojos, tratando de permanecer impasible, y una rabia ciega empezó a ascender por su pecho. Su mano habría querido asir el puñal oculto en el bolsillo interior de la falda tendida en el suelo.
—¡Te han dicho que no toques la mercancía!
El golpe llegó de forma violenta e inesperada. Ambas muchachas se quedaron sin respiración. Otro soldado había sorprendido al hombre y le había dado un manotazo en la nuca.
Por toda respuesta se encogió de hombros y soltó una risotada obscena.
—¡Vale, ya voy! —dijo, como si la situación lo divirtiera, y tiró hacia sí de ambas cadenas.
Aprovechando el altercado entre los dos hombres, Dubhe recuperó el puñal del bolsillo y cogió dos pequeñas ampollas del vestido de su compañera. Fue tan rápida que nadie se percató, ni siquiera Theana, quien seguía mirando al suelo, humillada.
—Lo has hecho muy bien —le susurró Dubhe cuando pasó por su lado.
* * *
La aldea era todo vocerío y soldados. Había esclavos encadenados por todas partes: hombres, pero sobre todo mujeres y niños. Selva estaba más concurrida que nunca. Dubhe no pudo reconocer ni una sola cara. Era como si en aquellos diez años «su». Selva se hubiera volatilizado, como si todas las personas que había visto hubieran desaparecido, sustituidas durante aquel lapso por perfectos desconocidos.
Sin embargo las casas eran las mismas, los muros idénticos, el trazado de las calles, exacto.
El soldado las hizo caminar todo el trayecto entre miradas curiosas, hostiles o simplemente ávidas. De vez en cuando alguna chica intercambiaba con ellas una mirada cargada de piedad, pero al instante desviaba la vista.
Años atrás en Selva no existía un mercado de esclavos. Era una villa demasiado pequeña, demasiado perdida. No obstante, ahora que la guerra había hecho avanzar el frente, su proximidad a la zona de combate la había convertido en un lugar ideal para intercambios de aquella especie. La aldea también se había expandido. La periferia se encontraba llena de casas nuevas, aunque el centro seguía estando igual.
Dubhe rememoró su proceso. Había recorrido aquel mismo camino antes de ser juzgada; quién podía saber si Tarek, el anciano del poblado que la juzgó, aún seguía vivo. Y el chico que la liberó en el bosque, ¿qué habría sido de él? Sin duda no sabría que le salvó la vida a una Asesina de la Gilda, a una mujer que ahora se disponía a matar a su rey.
—¿Va todo bien? —le preguntó Theana.
Dubhe asintió.
—Pareces confusa. Tal vez haya algún problema con el sello…
Dubhe la acalló con una mirada.
—Todo está en orden.
Por algún incomprensible motivo era incapaz de explicarle la verdad.
—Es que yo nací aquí —dijo al fin, de carrerilla. Y se avanzó para impedir que Theana siguiera preguntándole.
Poco después llegaron a la plaza. Dubhe la recordaba bastante más grande. Siempre le había parecido un lugar especial, casi elegante, adonde se acudía los días de fiesta con el vestido bueno. Constató con asombro que no era más que un vulgar cuadrado que no mediría más de treinta brazos de lado. La tarima de madera construida por los mercaderes de esclavos, y que se alzaba en medio, era más bien estrecha, y la gente se amontonaba debajo, dándose empujones. Algunos clientes se veían obligados a situarse en las calles laterales y a ponerse de puntillas para poder ver mejor la mercancía.
El soldado las llevó a la tienda que había detrás de la tarima, donde, con toda probabilidad, debía de hallarse el mercader. Allí dentro olía a humo, y a miedo. Un grupo de mujeres lloraban apiñadas en un rincón; otras trataban por todos los medios de mantener la serenidad, y otras tenían la mirada vacía y resignada. El mercader estaba sentado en medio de todas ellas. Dubhe tardó unos instantes en reconocerlo. Había engordado, y aparentaba muchos más años de los veinte que debía de tener. Sin embargo, su mirada era inconfundible: Renni, su compañero de juegos.
Él también estaba el día del proceso: Dubhe recordaba perfectamente que él había sido el primero en acusarla. Tenía una vocecilla aguda y desagradable, que había empleado para inocular palabras envenenadas en su sentimiento de culpa. Lo miró con el pánico asomando a sus ojos. De repente sintió que no podía moverse, que no podía seguir avanzando.
El soldado la azuzó desde atrás.
—¡No te detengas!
Renni se volvió. Tenía el cuello hundido en la grasa y con sus enormes manos se aferraba a los pomos de la silla en la que apenas cabía. Dubhe recordaba a un niño delgado y ágil, que no tenía nada que ver con aquella desagradable bola de sebo. Aquella mirada repugnante aumentó su perplejidad, y mientras él la observaba, recordó lo que le había musitado antes de que dictaran sentencia: «Tendrás lo que te mereces, no lo dudes».
—¿Algún problema? —preguntó Renni, volviéndose hacia el soldado. Tenía la misma voz de antes.
—Todo está bien, como de costumbre, las muy furcias no hacen más que fastidiar.
Renni sonrió con suficiencia.
—Eso a nosotros nos da igual, ¿no te parece? El problema será para quien las compre.
El soldado tiró de la cadena, y en cuanto dejó de estar en contacto con Theana, sintió como si tuviera la piel transparente, como si todos sus órganos internos estuvieran a la vista. Era imposible que él no la reconociese, que no sintiera el hedor de su pecado. Seguramente ya estaba a punto de recordar aquellas manos manchadas de sangre, pues él también la había declarado culpable, sin posibilidad de redención.
Renni empezó a caminar a su alrededor, mirándola como se hace con un animal. Examinó uno de sus brazos y le pidió que abriera la boca. Pasó los grasientos dedos por su cuerpo, hasta detenerse allí donde la culpa de Dubhe se hacía visible: el símbolo. Ella comenzó a agitarse. El mercader le levantó la manga de la camisola y descubrió el doble pentáculo.
—¿Y esto?
La miró directamente a los ojos, y Dubhe no fue capaz de articular ni una palabra.
—¿Y bien? —rugió.
—Es el símbolo de una casta sacerdotal.
Dubhe se volvió. Era la voz de Theana. Aunque con voz insegura y temblorosa, había logrado hablar.
—Nunca había visto nada parecido —reconoció Renni, examinándolo más de cerca.
—Mi amiga fue confiada al dios cuando era una niña, por haberla curado de la fiebre roja.
Él la miró con admiración.
—¡Ah! Así pues, eres una superviviente…
Dubhe asintió, confusa. Era cierto, condenadamente cierto.
A continuación examinó a Theana, y empezó a valorar el precio total. Por fin se sentó fatigosamente en la silla y dictó su veredicto:
—Cien carolas por cabeza.
El soldado hizo una mueca.
—¿Te has vuelto loco? ¡Estas mujeres son mercancía de primera!
—Es lo máximo que puedo ofrecerte: lo tomas o lo dejas.
Dubhe oía sus voces como si estuvieran lejos. Tanto si era obra del encantamiento como si no, aún no podía creer que su compañero de infancia todavía no la hubiese reconocido. Estaba casi tentada de revelarle su identidad para saber si al fin la había perdonado. ¿Los demás también habrían olvidado, o continuarían considerándola perdida? Todos aquellos pensamientos se arremolinaban en su mente, y al momento todo se volvió confuso.
Justo en ese instante, Theana la sujetó del brazo y la ayudó a sentarse.
—Ya ha pasado todo —le susurró al oído, aliviada.
Su carcelero acababa de marcharse con una bolsa de monedas en la mano, pero Dubhe ni se había enterado. Ahora el pasado ya había hecho presa en ella, de pronto los recuerdos resultaban más vívidos que la propia realidad.
Renni aseguró su cadena al único palo que quedaba libre en la tienda y se alejó sin decir palabra.
Dubhe tenía la expresión alucinada y Theana se percató de ello inmediatamente. Señaló con la cabeza la abertura por donde acababa de salir el mercader de esclavos.
—¿Lo conoces?
Dubhe asintió, y apoyó la cabeza en las rodillas, que mantenía flexionadas contra el pecho.
—Sí, de niños jugábamos juntos. Fue uno de los que me condenaron a exiliarme de este pueblo.
Theana guardó silencio.
Dubhe alzó la cabeza.
—No es momento para explicaciones. Es una larga historia, y no lo entenderías.
A su compañera no debieron de sentarle bien aquellas palabras, pero no insistió.
—Todo irá bien, no te preocupes —le dijo Dubhe.
En realidad, aquel lugar la destrozaba. Y el sentimiento de culpa —que durante tantos años no había sido más que una vaga presencia en el fondo de su estómago, una lámina de cristal que la separaba del mundo— allí, bajo la mirada de Renni, se convertía en un lacerante sufrimiento.
En ese instante volvió a abrirse la tienda. Un joven soldado entró con paso decidido, desató a algunas mujeres y las condujo al entarimado, donde los subastadores las mostrarían para exaltar sus cualidades. Theana observó ansiosa toda la escena. Seguramente estaría preguntándose cuándo les llegaría su turno y qué les sucedería después. Las otras mujeres retrocedían cada vez que entraba el soldado, alguna murmuraba unas palabras de consuelo, pero la mayoría sollozaban.
Dubhe estaba ausente por completo. Se abrazaba las rodillas y se sentía como en los días que siguieron a la muerte de Gornar, cuando se refugió en la buhardilla de su casa y se encerró en un obstinado mutismo. Nada había cambiado desde entonces pese a que habían transcurrido diez años y durante aquel tiempo ella había conocido a personas que la habían apreciado, como el Maestro y Lonerin. Cuando viajó a las Tierras Ignotas, se hizo ilusiones con que había cambiado, que había dado un minúsculo paso adelante. Había decidido llevar a cabo una misión que le había encomendado a otra persona, y había sentido germinar en su interior un sentimiento distinto, que nada tenía que ver con sus pecados o su maldición. Inmersa en la desolación que reinaba en aquella tienda, llegó a la conclusión de que todo había sido en vano: nada podría salvarla de aquella lacerante culpa que la desgarraba por dentro.
—Vamos, ponte en pie.
Dubhe alzó los ojos y, pese a su estado de ensoñación, comprendió que se dirigían a ella. Obedeció sin rechistar. A continuación otro hombre cogió la cadena de Theana y también tiró de ella.
Cuando por fin subieron al entarimado, los gritos de la multitud se hicieron más intensos. Theana presionó convulsivamente el brazo de su compañera, pero ésta no reaccionó.
El subastador hizo una seña, y el soldado que las había llevado hasta allí trató de separarlas. Theana reaccionó echándose a gritar como una loca y revolviéndose para oponer resistencia. El golpe de fusta fue violento y doloroso. Ambas recibieron golpes en los tobillos: la maga cayó de bruces, mientras Dubhe se mordía los labios. Por fin, el dolor físico la hizo volver en sí.
«Tienes que llevar a cabo una misión», se dijo.
—¡Joven sacerdotisa, guapísima. No será vuestra por menos de quinientas carolas! —empezó a gritar el subastador mientras el soldado se llevaba a Theana del entarimado por la fuerza.
Dubhe miró una vez más hacia la multitud, tratando de que el pasado no volviera a engullirla.
—¡Os lo ruego, no nos separéis!
La voz de la maga le llegaba como una lejana llamada. Tenía que pensar un plan, y de prisa. Pero sus pensamientos se paralizaron de golpe cuando un segundo golpe de fusta le alcanzó el empeine. Cayó de rodillas. A su alrededor oía los graznidos de los hombres y notaba sus ojos recorriéndole el cuerpo.
—Mil quinientas carolas cada una, quiero las dos.
Se hizo el silencio entre el auditorio. Hasta el subastador enmudeció. Dubhe alzó apenas la vista para ver quién había hablado.
La voz provenía del fondo de la plaza, donde un joven destacaba entre la multitud por su estatura. Vestía una larga capa que dejaba entrever un collar de plata finamente labrado. Dubhe se fijó en su rostro. Lo conocía.
Facciones armoniosas y un cabello tan rubio que casi parecía blanco. De pronto evocó aquel episodio tan espeluznante de los tiempos en que había iniciado su adiestramiento.
Forra, el cuñado de Dohor y jefe de operaciones en la Tierra del Fuego, pisoteaba los cadáveres de los rebeldes que acababa de hacer ejecutar por sus soldados, y un jovencito a su lado, lo observaba todo montado a caballo. Aquélla fue la primera vez que había visto a Learco, el hijo del rey.
El subastador no tardó en retomar el hilo.
—No es nuestra costumbre vender juntas dos esclavas de esta naturaleza…
—Diez mil carolas, y mantén esa fusta quieta.
El público prorrumpió en una exclamación de asombro. La cifra se había multiplicado casi por diez. Incluso Theana había dejado de lamentarse y contemplaba la escena sin salir de su asombro. Dubhe se preguntó qué estaría haciendo el hijo del rey en un lugar como aquél y por qué estaba a punto de desembolsar una suma tan elevada por dos esclavas inútiles que ni siquiera resultaban especialmente atractivas.
El subastador hizo una profunda reverencia. Estaba claro que no había reconocido al príncipe, pues incluso se permitió un comentario fuera de lugar.
—No os importará si os ruego que me mostréis el dinero, ¿verdad?
Learco se abrió paso entre la multitud con movimientos rápidos y elegantes. Llegó al pie del entarimado y dejó caer sobre el dispar maderamen una bolsa que, al abrirse, permitió que se esparcieran en todas direcciones un montón de relucientes monedas: al menos habría quince mil carolas.
—El resto te lo daré en privado, en cuanto me entregues a las mujeres.
Las tablas de la tarima crujieron pesadamente.
—¡No hay ninguna necesidad, Alteza! —chilló una voz estridente. Renni se abrió paso hasta el subastador, lo echó al suelo, lo sujetó con la mano y lo obligó a postrarse.
»¡Honra a tu soberano, animal! —bramó, al tiempo que él también se inclinaba hasta casi tocar el suelo con la frente.
Fue como si el sortilegio se rompiera de golpe. En ese preciso instante toda la concurrencia comprendió ante quién se hallaba y, al momento, toda la plaza estaba tapizada de reverentes cabezas inclinadas.
—Señor, concededme el honor de ofreceros estas dos esclavas como presente. Tomad vuestras monedas, os lo ruego.
Renni apartó la bolsa de monedas de oro, no sin antes lanzarle una codiciosa mirada.
El príncipe, lejos de inmutarse, lo miró compasivo.
—Quédate con el dinero, pero dame tus fustas a cambio.
—Todo cuanto deseéis, Alteza —le respondió Renni. A continuación le propinó una patada al subastador, y éste cogió las fustas y se las pasó.
Learco subió a la plataforma y ayudó primero a Dubhe y después a Theana a incorporarse. Aquélla se preguntaba si la habría reconocido. Ella no había olvidado aquellos ojos que ardían de tanta rabia reprimida. No obstante, el príncipe ni siquiera la miró.
«Claro, voy caracterizada», pensó con alivio.
Renni le ofreció las cadenas a Learco.
—Libéralas —dijo él, y el otro se apresuró a decir que sí y a hurgarse los bolsillos en busca de las llaves.
Un primer espectador lanzó un lacónico grito:
—¡Viva el príncipe!
Hubo otro que lo secundó, y después otro, y otro hasta que todos empezaron a aplaudir, ensalzando al joven futuro rey, tan magnánimo y apuesto.
Learco no les prestó atención y ayudó a bajar de la tarima a las dos chicas.
—Gracias, mi señor, gracias… —murmuraba Theana con la voz rota, visiblemente aliviada.
—No he hecho nada de particular —replicó Learco.
Dubhe notó que su mirada aún era más triste y apagada de como ella la recordaba. Pero el tiempo de los remordimientos no tenía fin; sabía que la fortuna le estaba brindando una oportunidad irrepetible.
—No creáis que estáis en deuda conmigo —añadió el príncipe dirigiéndose a las dos—. Podéis regresar a casa, sois libres.
Todavía no había acabado de hablar cuando ya había dado media vuelta para marcharse. Su capa ondeando al suave viento matinal le recordó a Dubhe otra capa y a otro hombre que había tratado de dejarla sola con su propio destino.
—¡Esperad!
El príncipe se detuvo y se dio la vuelta.
—No tenemos adónde ir —dijo Dubhe con la voz rota, frotándose las muñecas—. Nuestro pueblo ha sido arrasado, y aquí estamos demasiado cerca del frente… Ya sabéis lo que les puede suceder a dos mujeres solas en tiempo de guerra. ¿De qué os habrá servido salvarnos si después nos abandonáis a nuestra suerte?
El joven la traspasó con la mirada. Sus ojos verdes brillaban intensamente, pero aquel color tan encendido creaba un extraño contraste con la dolorosa apatía que transmitían.
—Soy un soldado, me paso la vida en el campo de batalla, no puedo protegeros.
Dubhe se arrodilló, tan cerca que tocaba sus botas.
—¡Sois el hijo del rey! Estoy segura de que en la corte necesitarán a dos chicas. Sabemos hacer muchas cosas: mi hermana era quien llevaba la casa, en la aldea, tras la muerte de nuestra madre. Os lo ruego…
Theana pilló al vuelo el plan de Dubhe y también se postró a los pies del príncipe.
Por toda respuesta, el joven retrocedió, azorado.
—Poneos en pie —ordenó.
Lejos de obedecer, Dubhe le lanzó una mirada doliente. Notó que había hecho mella en él, pues en sus ojos se formó un velo de piedad. Tras reflexionar unos instantes, dijo:
—Estoy solo, voy a unirme al campamento principal, en Karva. Allí podré confiaros a alguien que os llevará a Makrat, a palacio, con mis recomendaciones. No puedo prometeros nada, pero…
Dubhe se puso en pie de un salto, tomó una de sus manos y se la besó.
—¡Gracias, gracias!
—Ya basta —replicó él mientras retiraba la mano y se ajustaba la capa sobre los hombros—. No partiré hasta el anochecer; si de verdad queréis seguirme, reuniros conmigo a la puesta de sol.
Entonces cogió algunas monedas de la talega que llevaba en un costado.
—Con esto podréis compraros ropa. Ropa de verdad —recalcó mientras echaba un rápido vistazo a lo que llevaban puesto. Y, tras decir aquellas últimas palabras, se alejó entre la multitud.
Dubhe siguió su distinguida silueta hasta que se perdió en la confusión de la plaza. Sin saber por qué, se notaba el corazón inflamado y le pesaba la cabeza.
Un nuevo tirón de Theana la devolvió una vez más a la realidad.
—Dijiste que quedaríamos en libertad —repuso.
Dubhe se volvió y se la quedó mirando. La sensación de alivio de un momento antes acababa de esfumarse.
—¿De qué te quejas? Teníamos que ir a la corte de Dohor, en Makrat, y ¿quién mejor que el hijo del rey para ayudarnos a entrar?
Theana disminuyó la presión y dejó escapar un suspiro.
—No temas, mientras estemos con él no puede sucedernos nada.
Sin embargo, ahora Dubhe necesitaba alejarse de allí y permanecer un rato en soledad, reflexionando. El pasado regresaba, y amenazaba con hacer peligrar sus planes.