3
Hacia el abismo
IDO y San avanzaban lentamente. O, cuando menos, así se lo parecía a San desde que se habían adentrado en el Mundo Sumergido. Su viaje había empezado bajo los mejores auspicios. La idea de ir a visitar un lugar legendario como el Mundo Sumergido, la excitación de una nueva aventura al lado de aquel mito viviente que era Ido… todo había contribuido a estimular a San. Tras lograr sobrevivir a la aburrida vida que había llevado durante su breve estancia en el Consejo de las Aguas, sometido a la vigilancia continua de un soldado, el niño había partido convencido de que se encaminaba hacia algo grandioso. Y, por lo demás, eso era lo que necesitaba, pues descansar, hacer un alto, le obligaba a tener que bregar con el tumulto que se agitaba en su pecho.
Necesitaba aturdirse, no pensar en nada. Habían sucedido muchas cosas en los últimos meses, y su vida se había visto trastocada por completo. Primero, la irrupción de la Gilda en su casa, con el asesinato de sus padres; después el secuestro y el rescate a cargo de Ido; y finalmente el descubrimiento de sus enormes poderes, cuya existencia ignoraba hasta ese momento. Era como si en el preciso instante en que Sherva y su compañero derribaron la puerta de su casa, la realidad hubiera quedado en suspenso, y todo hubiese adquirido la incierta consistencia de un sueño, o de una pesadilla.
La Gilda lo andaba buscando para utilizar su cuerpo como una especie de contenedor donde depositar el alma de Aster, y si el plan llegaba a buen puerto, ello significaría que iba a desatarse un nuevo infierno, como aquel al que había tenido que enfrentarse su abuela Nihal, más de cuarenta años atrás. También la magia, que de pronto notaba que corría poderosa por su interior, constituía un inquietante descubrimiento. Se sentía solo, como nunca hasta entonces.
Ido constituía el único punto sólido. Él era la seguridad y la salvación, el que sabía, el único que podía indicarle el camino. Se fijó en cómo seguía llevando la espalda erguida, pese a que ya era un anciano. Le gustaría llegar a ser como él algún día. A su alrededor reinaban la oscuridad y la confusión, pero estando junto a Ido, a lomos del dragón que los conducía al Mundo Sumergido, prevalecía la luz.
En cuanto el dragón comenzó a ascender, San se quedó boquiabierto. La belleza del paisaje a sus pies, el viento que peinaba su cabello y le helaba las mejillas, los colores y los olores de la inminente primavera.
Pero su deseo de novedades y de aventuras no se vio satisfecho hasta que divisaron el océano. Nunca había visto el mar. Siempre había permanecido con los suyos, bajo el reconfortante amparo de la Tierra del Viento, limitándose a leer sobre larguísimos ríos y extensiones de agua sin fin. Ahora tenía todas aquellas cosas ante sí, y el océano se le ofrecía inmenso, sin límites aparentes, cambiante.
La primera mañana que lo vio, en lontananza, sólo era una banda luminosa que limitaba con el cielo. A mediodía ya se había transformado en una lámina de color gris plomizo, sobre la cual se cernían unas nubes negras henchidas de lluvia.
Al anochecer, cuando divisaron los Acantilados Ocultos, se había convertido en una paleta con infinitas gradaciones de azul.
Ido hizo posarse a su dragón en lo alto del acantilado. El viento había arreciado, el olor a salitre era muy intenso, pero lo que más le impresionó fue el fragor de las olas.
San saltó del dragón, con tal ímpetu que Ido tuvo que agarrarlo del pescuezo.
—¡Tranquilo, tranquilo!
Al ver tanta impaciencia en su cara, sonrió. Le señaló el precipicio cercano.
—¿Sabes qué altura tiene este acantilado?
El niño miró hacia donde la roca se interrumpía bruscamente y sacudió la cabeza.
—Casi mil brazos —le dijo Ido. San sintió que se le secaba la boca—. Así pues, si quieres echar un vistazo, hazlo, pero ten mucho cuidado —le susurró antes de dejarlo en libertad.
El niño se acercó al borde con precaución. El estruendo que se oía a sus pies era ensordecedor, más intenso y fragoroso incluso que el de la cascada de Laodamea sobre la que estaba construido el palacio real, y que en su momento ya lo había impresionado notablemente.
Miró sólo un instante el cielo y el mar, y sintió una punzada de dolor. Se preguntó si habría algo, más allá, y si alguien habría surcado aquella extensión en toda su profundidad. Tal vez aquel azul no tuviera fin, tal vez el cielo y el mar se reflejaban el uno al otro eternamente, sin llegar a unirse jamás. Era algo demasiado grande para poder llegar a ser pensado tan siquiera, era el infinito, y se sentía abrumado.
Finalmente se armó de valor y miró abajo, con los pies apenas a un palmo del filo. Al otro extremo, a una distancia que le pareció inconmensurable, las olas se estrellaban formando altísimas cortinas de agua pulverizada. El mar era tan azul que se antojaba casi negro antes de transformarse en espuma blanca. El agua trepaba por la roca, casi como si fuese un animal tratando de coronar el abismo y conquistarlo.
—Es impresionante, ¿verdad?
Era Ido, que estaba mirando hacia abajo, como él.
San lo observó, convencido de que estaba pensando lo mismo. Sin duda aquel vacío también tenía un significado para el gnomo.
«Él y yo somos iguales, porque los dos estamos solos».
* * *
San pasó la noche en blanco. Ido y él disfrutaban de la hospitalidad de un pescador que tenía la casa en la cima del acantilado. Era un hombre taciturno, de piel oscura y seca como el cuero curtido, y las manos callosas, propias de alguien que echa las redes todos los días. San había oído hablar a menudo de la hospitalidad de los hombres de la Tierra del Mar, y siempre se los había imaginado rubios y de carácter afable. Pero Sennar no había resultado ser así, y aquel pescador era cualquier cosa menos hospitalario.
Les ofreció una sopa caliente, se despidió de ellos y se retiró a su habitación.
San dormía en una cama, Ido en el suelo, sobre un jergón. El niño podía oír sus leves ronquidos. Pero lo que realmente llamaba su atención era otra cosa. Era, una vez más, el incesante fragor de las olas. Aquel estruendo, en el silencio absoluto de la casa, resultaba casi ensordecedor. Pensó que si los sentimientos tuviesen un sonido, el de su sufrimiento sonaría como aquel fragor, e igual de ensordecedor.
* * *
El dragón azul se alejó a través del terso aire matinal, montado por el caballero que los había acompañado hasta allí.
—¿Y ahora? —preguntó San mientras se arrebujaba en la capa. Hacía frío y, sobre todo, soplaba un viento intenso.
—Ahora viene lo bueno —respondió Ido, enigmático. Contempló el mar—. Vienen a buscarnos. Y nosotros vamos a su encuentro.
Bajaron por el acantilado a través de un camino tan estrecho y empinado que desde lo alto resultaba del todo invisible. Era una especie de escalera, un sendero tortuoso excavado en la roca, que descendía por la pendiente hasta los escollos más bajos. Acababa en una pequeña cala, lo bastante grande para que pudiera acceder una barca de tamaño medio.
En cuanto llegaron al claro tuvieron que esperar un buen rato. El viento azotaba sus capas y el sol describía su clásico arco sobre las aguas. Por fin los vieron llegar.
San había leído algo acerca de ellos en las Crónicas del Mundo Emergido: los hombres blancos que vivían bajo el mar, los elegidos que habían abandonado el Mundo Emergido hastiados de la guerra, y habían creado una utopía bajo la superficie marina.
Verlos en persona resultaba emocionante y extraño a la vez. La mayoría de ellos eran delgados, de piel muy blanca y ojos claros de mirada perdida y gélida. Todos tenían el cabello blanco, largo y lustroso, y parecían espectros; sus movimientos eran tan elegantes y lentos que emulaban los que ejecutaban bajo el agua.
La nave de la que estaban desembarcando —esbelta, con amplias velas azuladas y puntiaguda proa— transmitía la misma sensación: como si prácticamente pudiese volar sobre el mar.
Cuando llegaron a su altura, se arrodillaron ante Ido y dedicaron un obsequioso gesto de salutación a San.
—Re Tiro os saluda; nos envía la condesa —dijo el que parecía el jefe de todos ellos.
Ido se limitó a saludarlos con un breve movimiento de cabeza.
—¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó mientras subía a bordo.
—Dos semanas de navegación, y otras tres para alcanzar el condado.
* * *
Los primeros días, a San le excitaba la idea de surcar el mar. Pasaba mucho tiempo en el puente estudiando los cambios de luz: cada hora tenía su color y, según la altura del sol en el horizonte, el agua también parecía cambiar de matiz. Por la noche observaba las estrellas. En esos momentos su carácter se volvía contemplativo, y la herida de la muerte de sus padres volvía a abrirse. Entonces se apartaba de la amurada y bajaba al camarote.
—Cuéntame cosas de mi abuela —le pedía a Ido, y él casi siempre lo contentaba con narraciones, anécdotas y leyendas. Aunque se las supiera de memoria, escuchar aquellas historias de alguien que las había vivido en persona le producía un efecto muy distinto. El dolor desaparecía poco a poco, y todo parecía bajo control de nuevo. Por eso resultaba tan agradable estar con el gnomo. Porque él lo comprendía.
Sin embargo, a mitad del viaje, el rostro de San se volvió sombrío. Le irritaba tener que estar constreñido en un espacio tan limitado. Allí arriba no podía huir de sí mismo, y el aburrimiento siempre llevaba consigo su corte de fantasmas.
Fue así como empezó a divertirse con la magia. Reproducía destellos de luz y pequeños fuegos, principalmente, algo que, en caso de que su padre aún siguiera con vida, nunca se habría permitido hacer. En cambio, ahora, el bien y el mal, lo justo y lo injusto, parecían confusos. Al menos en dos ocasiones, durante su anterior viaje con Ido, sus dotes habían salvado la vida de ambos. Entonces ¿por qué no ejercitarse? Para un niño como él, tener tal poder podría convertirse en una fuente de distracción. Incluso había sido capaz de abatir a un dragón. Pero otra cosa muy distinta era mostrar sus capacidades en público, eso no pensaba hacerlo. Sentía vergüenza, y aunque sabía que Ido estaba al corriente de su diversión, prefería esperar a que él se encontrara en otra parte o se hubiera ido a descansar.
—En el Mundo Sumergido también existe la magia, ¿ya lo sabías? Igual que aquí arriba —le dijo una noche el gnomo mientras fumaba su pipa, saboreando lentamente cada bocanada.
San se había mostrado indiferente.
—Podrías adiestrarte en serio mientras permanezcamos allí abajo.
Sólo obtuvo un largo silencio por respuesta.
—¿Has reflexionado acerca de mi propuesta de convertirte en mago?
—Un poco —respondió el niño, encogiéndose de hombros.
—No quiero meterte prisas, pero estoy seguro de que te divertirías más que si te limitas a practicar los típicos jueguecitos de principiante antes de irte a dormir —le comentó el gnomo mirándolo afectuosamente.
En efecto, San no se equivocaba: realmente, Ido lo conocía muy bien.
* * *
A finales de la segunda semana llegaron por fin a la isla. No había ni una casa, sólo árboles bastante raros y unas flores de colores muy vivos que San no había visto jamás.
—Sennar descendió al Mundo Sumergido a través del Remolino. Es una puerta de entrada, pero resulta muy peligrosa y no la utilizamos nunca, salvo en caso de extrema necesidad. Fue la primera que construimos, cuando no suponíamos que íbamos a regresar al Mundo de Arriba. Después construimos otras, más seguras. Ésta es una de ellas —les explicó el guía. Para ser un habitante de Zalenia, tenía un aspecto demasiado orondo; era barrigudo, de mediana edad, y de su raza sólo parecía conservar los ojos extremadamente claros y el cabello muy blanco. Se llamaba Fania.
San tenía una sensación extraña cada vez que mencionaban a su abuelo y aquella lejana aventura que para él tenía resonancias míticas. Se sabía de memoria la aventura de Sennar: Aires, la pirata que lo había acompañado durante más de medio viaje con la nave de su padre, la tempestad, el monstruo y, finalmente, el Remolino. Nunca habría imaginado que iba a recorrer aquel itinerario.
Se llevó una decepción cuando vio que se trataba de una galería. Parecía adentrarse bajo tierra por un lateral de la isla.
—¿Por aquí? —preguntó incrédulo.
—Después de vosotros —contestaron los hombres que los escoltaban—. Más abajo encontraremos los caballos para nuestro viaje.
Estuvieron descendiendo bajo tierra un buen trecho, hasta que, de pronto, las paredes de roca de la galería dieron paso a unas de vidrio, que formaban un túnel.
—Bienvenidos al Mundo Sumergido —dijo el guía.
San miró a su alrededor. Estaban bajo el mar, de eso no había la menor duda. A unos diez brazos por encima de sus cabezas, había rocas y algas. Por todas partes un azul absoluto y denso, en el que, de vez en cuando, aparecían peces de las formas más variadas. En lo alto, distante, el reflejo del sol.
Se quedó boquiabierto. Nunca habría creído que el Mundo Sumergido pudiera ser un lugar tan fabuloso.
* * *
El tiempo pareció dilatarse. El túnel desembocó en una redoma, una de las muchas que componían aquel mundo. La primera vez que lo vio, San se sintió impresionado: aquella enorme construcción de cristal contenía un pueblo entero, con sus casas, sus campos cultivados y sus espectrales habitantes. A la primera redoma la sucedió otra, y después otras más. El viaje se convirtió en una monótona alternancia de lugares más o menos iguales.
El territorio estaba dividido en condados, y cada vez que su grupo cruzaba los límites de uno de ellos, tenían que perder casi un día esperando que los guardias recibiesen los permisos para dejarlos pasar. Parecía como si allí abajo imperase una especie de obsesión por la seguridad, sobre todo aplicada a los que, como ellos, provenían del Mundo Emergido.
La gente miraba con recelo a aquellos Habitantes de Arriba —así los llamaban— al verlos pasar. San se sentía observado, espiado, y se pegaba a la espalda de Ido, pues sentía vergüenza.
Empezó a advertir cierta inquietud. Comprendía perfectamente la importancia de aquel viaje. Era preciso ocultarse de la Gilda, ya que si daban con él todo se acabaría. Pero al mismo tiempo estaba evitando enfrentarse a sus enemigos y, peor aún, estaba huyendo de los asesinos de sus padres. ¿Era justo que ellos anduvieran paseándose tan tranquilos por la tierra de arriba mientras él se escondía bajo el mar? ¿Era justo que, mientras el Consejo de las Aguas estaba entregado a derrotar a la Gilda por todos los medios, él tuviera que pasarse el día pegado a Ido?
* * *
Transcurrido un tiempo que se le hizo interminable, por fin llegaron a su destino.
—Éste es el lugar que acogió a tu abuelo cuando logró salir del Remolino.
Ido alzó un dedo para señalar algo por encima de sus cabezas, y San alzó la vista. La redoma donde se encontraban, al igual que todas las que habían recorrido hasta el momento, estaba conectada al exterior mediante un enorme tubo de cristal. En la cúspide se vislumbraba una especie de fuerza impetuosa, indescriptible.
El chico se quedó boquiabierto.
—¿El Remolino?
Ido asintió con una sonrisa de satisfacción.
—En efecto.
—Entonces, aquí reina el conde Varen —observó San con un matiz de entusiasmo.
—Reinaba —lo corrigió Ido—. ¿Sabes? No todos tienen la desgracia de vivir más de cien años como nosotros, los gnomos. Dudo de que aún esté en este mundo…
San rememoró las Crónicas del Mundo Emergido, que tantas veces había leído. Recordó el viaje de su abuelo, el miedo y la excitación que sin duda había sentido mientras se hallaba allí abajo y, casi sin dar crédito, recordó al anciano que había conocido en Laodamea. Era incapaz de superponer aquel cuerpo severo y fatigado por la edad a la imagen del joven intrépido y valeroso que se había embarcado en tan temerario viaje.
* * *
El palacio de la condesa se alzaba ante ellos, imponente y sobrio a la vez. Era una sencilla construcción rectangular interrumpida por un gran número de ventanas y en cuya puerta sólo había dos guardias apostados.
El interior era igual de esencial y luminoso, con paredes blanquísimas que proyectaban en todas direcciones la cegadora luz de aquel espacio. Casi al instante, los guardias que los acompañaban se arrodillaron.
—Descansad —dijo el personaje en cuanto estuvo lo bastante cerca.
Era una mujer, vestida con una larga túnica que le dejaba los brazos al descubierto. Debía de tener cincuenta años como mínimo, a juzgar por las numerosas arrugas que circundaban sus ojos, pero en su rostro pervivían unos rasgos casi infantiles que le conferían un aspecto bastante curioso: había algo inocente e ingenuo en ella, pero al mismo tiempo sus facciones transmitían una firmeza y una fuerza de espíritu fuera de lo común. San se sintió intimidado al instante.
También tenía los ojos de un azul clarísimo, pero lo que la hacía realmente especial era su peinado. El cabello no era del todo blanco, sino que estaba surcado de mechas grises, unas más claras que otras.
Ido se postró.
La mujer posó una mano en su hombro, invitándolo a incorporarse.
—Os lo ruego, de verdad… no tenéis por qué.
A continuación miró a San, y lo hizo con tal intensidad que el niño se vio obligado a bajar los ojos de nuevo.
—Bienvenido a Zalenia, San —habló con voz suave, que contrastaba con su aspecto—. Espero que tu estancia aquí sea mejor que la de tu abuelo.
San se aventuró a alzar la mirada.
—Te presento a la condesa del condado de Sakana, Ondina —dijo Ido.
Acompañaron a San a explorar el jardín del palacio. Parecía inseguro, desorientado, y era normal que se sintiera así, después de todo por lo que había tenido que pasar. Ondina no le quitaba el ojo de encima. Estudiaba sus facciones, como si estuviera buscando algo.
A su lado, Ido fumaba tranquilamente. Entendía lo que sentía aquella mujer. Ya había tenido que pasar cuentas con su pasado en demasiadas ocasiones.
—¿Crees que se le parece?
Tardaron muy poco en dejar a un lado las formalidades y ahora ya se tuteaban. Por lo demás, en seguida percibieron que había algo que los unía, de modo que entre ambos se estableció una especie de fraternal confianza, algo extraño en dos personas que jamás se habían visto, si bien habían leído mucho la una del otro.
Ondina salió de su ensimismamiento.
—Sí. Su forma de moverse, su complexión…
Se habían pasado una hora hablando del pasado, y de Sennar. Antes de pedirle que le detallara en qué situación se hallaba el Mundo Emergido, Ondina había querido saberlo todo acerca del mago. Ido intuyó lo que aquella mujer debió de sentir entonces; él también sabía que el recuerdo sobrevive sobre todo en las pequeñas cosas, en esos detalles fútiles y cotidianos que hacen que una persona sea una persona real. No se hizo de rogar y se lo volvió a contar todo.
—Supongo que tú, en él, debes de ver a Nihal —le dijo Ondina en determinado momento.
Ido asintió al tiempo que se ponía la pipa en la boca.
—Se le asemeja incluso en el carácter. Para mí, es casi como si estuviera viéndola de nuevo. Tienen los mismos ojos.
Ondina suspiró. Tenía una mirada infinitamente triste.
—Cada uno busca en él aquello que ha perdido, ¿no es así? Es el precio que exigen los recuerdos, y las añoranzas.
Ido dio una larga bocanada. Ondina era mucho más joven que él, y no había tenido ocasión de ver cómo todo su mundo se desmoronaba ante sus propios ojos. Sin embargo, compartían la misma dolorosa nostalgia por todo aquello que había sido y ya no habría de volver jamás. Eso era lo que les unía, allí, en el banco sobre el que estaban sentados en ese momento.
—¿Le dijiste que vendrías aquí?
Ido asintió.
—¿Y él…? —susurró Ondina.
El gnomo cerró los ojos un instante. Había hablado de ello con Sennar cuando se despidieron antes de partir. Por algún extraño motivo, entonces pensó que no iban a volver a verse.
«Dile que nunca la he olvidado. Sobre todo, dile que no ha habido día en que no haya sentido con intensidad el remordimiento que me provoca lo que le hice. Dile que para mí siempre ha sido aquella muchacha parada en el margen de la calle, esa calle que no quise tomar, hace tantos años. En mi memoria sigue tan hermosa como entonces, en mi recuerdo me sigue esperando. Tal vez yo tampoco la haya abandonado jamás, no lo sé. Pero dile que sin ella nunca habría llegado al final de aquel viaje, que le debo la vida entre otras muchas cosas. Dile, finalmente, que intenté mantener mi promesa, pero que la vida ha sido más fuerte, y no lo he logrado». Eso era lo que le había dicho Sennar.
Ido aspiró una larga bocanada, retuvo el humo y lo saboreó. A continuación liberó una nube evanescente.
—Se acuerda de la promesa que te hizo, de ser feliz al lado de Nihal. Lo intentó, pero la vida fue más fuerte. —Los ojos de Ondina se anegaron de lágrimas—. No te ha olvidado, en absoluto. Y aún hoy sigue pensando en lo que sucedió aquel día.
Las lágrimas empezaron a descender por sus mejillas, pero no sollozaba. Respiraba tranquila, impasible, con la mirada fija en San. Una mujer fuerte, templada por largos años de dolor silencioso. Ido pensó en la gran cantidad de mujeres parecidas a ella que había conocido: pensó en Sulana el día de su matrimonio, y en su cuerpo dentro del ataúd, el día de su funeral. Pensó en la hierática calma de Soana, en su compostura y en su fuerza. Y sintió una punzada de dolor en el fondo del alma.
¡Cuánta soledad debía de haber presidido los días de aquella mujer! ¡Qué vida tan difícil, la suya!
—No he sido capaz de lograrlo —dijo ella rompiendo el silencio de sus pensamientos—. Lo he intentado, de verdad, pero hay encuentros que te cambian la vida, y el suyo fue uno de ellos. He tratado de olvidarlo trabajando con el conde, cuando empecé a servir en palacio, y después a través de otros abrazos. Pero siempre me faltaba algo. Tal vez he sido yo, que jamás he comprendido, que me he empeñado estúpidamente en no renunciar ni olvidar.
Con un dedo se enjugó una lágrima en el extremo del ojo.
—Y después vino lo de la adopción, y me convertí en la hija de Varen. La política me atrapó en su vórtice: los asuntos de Estado, la lucha por cambiar las cosas, porque los Nuevos como yo fueran aceptados y no se los tratase como siervos, como marginados. Tal vez eso sólo fuera otro modo de olvidar, de aparcar en otro lugar aquello que me quemaba por dentro y no me daba paz.
Ido bajó la vista. Cuántas veces, tras la muerte de Soana, había tratado de reprimir su dolor en la batalla. Él también había intentado sustraerse a lo ineludible, buscando en otra parte el modo de desahogar un dolor que no hallaba otra vía.
—Y ahora me encuentro siendo condesa, sin tan siquiera saber cómo lo he hecho. Soy la primera Nueva que ha llegado a serlo, una extraordinaria victoria que ha suscitado la envidia de muchos. Debería sentirme orgullosa cada vez que un Nuevo asume una responsabilidad de poder, que vive su vida con normalidad. Y, sin embargo, todo cuanto he hecho durante estos años me parece sin importancia.
»¿Qué sentido ha tenido mi lucha? ¿Qué sentido sigue teniendo lo que hago? Esa obstinación mía en combatir a pesar de que mi brazo siempre ha sido débil, mi vista siempre ha estado ofuscada.
Ido, que había pensado lo mismo tiempo atrás, podía imaginarse su desazón interior.
Ondina sonrió.
—Perdóname, te estoy aburriendo con discursos fútiles, y además no sé cómo podrían interesarte mis cuitas. —Tenía los ojos rojos y lo miraba entre lágrimas.
Ido volvió a fumar su pipa. El sabor antiguo del tabaco lo relajaba.
—Al contrario, te entiendo perfectamente. Cuando las personas como tú o como yo, que ya han recorrido mucho camino, emprenden el descenso que conduce al final, es natural que piensen cosas así. Pero creo que nada de lo que hacemos es inútil, a pesar de que nos cause sufrimiento. Aunque nos desasosiegue, no podemos sustraernos a la nostalgia, pero ello no impide que examinemos los acontecimientos con objetividad, ¿no te parece?
Ondina volvió a sonreír y se pasó el dorso de la mano por las mejillas. De algún modo parecía aliviada. Ido pensó que era hermosa, pese a haber consumido su juventud en soledad. Había convertido en fuerza su propia debilidad.
—Más tarde, uno de mis mayordomos os mostrará los aposentos que he mandado preparar para vosotros.
—Oh, gracias —dijo Ido.
Ella hizo ademán de ponerse en pie.
—El chico parece muy capacitado para la magia —añadió el gnomo mientras la sujetaba de la muñeca antes de que la mujer se retirase.
—No deja de ser el nieto de Sennar…
—¿Crees que alguien de palacio podría adiestrarlo? Verás, me he percatado de que se siente bastante inquieto, y aún está muy afectado por la muerte de sus padres. Me gustaría mantenerlo ocupado en algo.
—En mi condado hay varios magos excelentes. Estoy segura de que encontraré alguno que pueda ser de utilidad —respondió la condesa sonriéndole con los ojos.
Ido le agradeció su hospitalidad:
—En verdad eres una anfitriona excepcional.
Ondina se ruborizó ligeramente.
—Y tú, un adulador —le respondió mientras se alejaba con paso ligero.
Ido se fijó en la determinación que revelaba su forma de caminar. Probablemente, nunca hasta ese momento se había concedido un momento de sinceridad como el que acababa de compartir con él. Y comprendió cuán valioso había sido. En el fondo de su corazón sintió una profunda compasión hacia aquella mujer solitaria que tanto había hecho a lo largo de su vida, y en su imagen se superpuso la de Soana. Comprendió que ya era viejo, y estaba cansado.
«Ya es casi la hora de partir», reflexionó. Pero de pronto se sintió sobrepasado por la enormidad de aquel pensamiento.
Miró a San; su protegido se había quedado dormido bajo un árbol.
* * *
Aquel día el olor a sangre era muy intenso. Se había celebrado un gran sacrificio, y en la Casa flotaba una sensación de euforia. Yeshol, el Supremo Guardián, la conocía bien. Era la exaltación del crimen, algo que los Asesinos experimentaban sobre todo de jóvenes, cuando matar aún provocaba una irracional sensación de omnipotencia. Después iban pasando los años, y al final quedaban pocos exaltados. Rekla, sin embargo, estaba entre ellos. Ella hallaba placer en la sangre, y sólo Thenaar daba sentido a su vida.
Yeshol siempre iba a echarla de menos. Nunca se había sentido unido a ningún Asesino: para él todos eran instrumentos que el dios utilizaba según su voluntad. Sólo Thenaar importaba. No obstante, había amado a Rekla como un hermano amaría a su hermana. La había visto llegar a la Casa cuando no era más que una niña flaca y asustada, convertirse en una mujer segura de sí misma y de sus aptitudes, crecer en la fe. Era más que una subordinada: era el único vínculo que tenía allí dentro.
Yeshol sabía que estaba muerta. Rekla no había informado de su misión, ni siquiera por medio de la magia. Habían transcurrido semanas desde su última comunicación, algo que no había sucedido jamás. Él siempre sabía cuándo uno de los suyos había descendido al reino de Thenaar. La Bestia debía de haberla matado.
Había decidido organizar aquella hecatombe para celebrar su muerte. A los pies de Thenaar, asesinaron a la mayoría de los Postulantes que residían en la Casa. Fue un baño de sangre, una carnicería terrible. Los arrastraban hasta la estatua, y allí los Asesinos elegidos hundían el cuchillo en sus corazones, de uno en uno. La mirada apagada de las víctimas creaba un espléndido contraste con la fulgurante de los verdugos. Hubo gritos de júbilo, oraciones recitadas a voces y cánticos.
Yeshol estaba en pie junto a la estatua del dios, impasible pero satisfecho. Todos habían perdido la cabeza, todos excepto él. En medio de aquella euforia general, él se mantenía lúcido. Ni por un solo momento olvidó la misión, ni los difíciles tiempos que estaban atravesando.
Sus subordinados le habían dicho que el niño que habría de hospedar el espíritu de Aster había llegado a Laodamea, y que después había desaparecido y nadie sabía dónde estaba.
Entonces encargó a Sherva que indagara para él, a Sherva, que había fracasado al dejar que aquel mocoso se escapara en sus propias narices. Pero los fracasados también podían cantar la gloria de Thenaar. Y así, finalmente, logró averiguar el lugar al que Ido había llevado al niño. Sin embargo, eran tiempos difíciles, y la misión prometía ser arriesgada.
Cuando la matanza hubo terminado llamó a cuatro de sus subalternos, que entraron en su despacho y se hincaron de rodillas. Su piel rezumaba el olor acre de la sangre, que impregnó la sala.
—Voy a encomendaros una misión de absoluta importancia. No podéis fracasar, bajo ningún concepto.
Los cuatro alzaron la mirada por un instante.
—Iréis al Mundo Sumergido y me traeréis a San.
—Entonces ¿está allí, en Zalenia?
Yeshol asintió con sequedad.
—Está con Ido. Haced lo que os plazca con él, es vuestro. Pero tenéis que traerme al niño, a cualquier precio.
Los subalternos bajaron la cabeza. Obediencia ciega y absoluta, justo lo que Yeshol esperaba de ellos.
—Marchaos —ordenó al fin, mientras se volvía hacia la estatua de Thenaar. Los cuatro se pusieron en pie y cruzaron la puerta con paso silencioso. Yeshol cerró los ojos. Por primera vez en muchos años temía la derrota. Y tenía miedo. La Bestia empezaba a escapar a su control, hasta el punto de haber matado a Rekla, y San estaba resultando más escurridizo de lo que pensaba. ¿Y si las cosas no salían como había previsto? Necesitaba un plan de emergencia, y ya había empezado a trazarlo. Unas noches atrás se había citado con Dohor y le había hablado de ello.
—Necesito más libros.
—Y yo necesito más Asesinos —le replicó él, componiendo una mueca.
—Eso es lo que yo llamo una confluencia de intereses —respondió Yeshol con una inclinación de cabeza.
—Dime qué necesitas.
Textos autógrafos de Aster, antiquísimos volúmenes élficos que se perdieron cuando la destrucción de Enawar, la antigua ciudad situada en la Gran Tierra y que Aster, el Tirano, ordenó destruir como primer gesto de su sangriento reinado. Sólo Dohor podía tener acceso a aquellas reliquias: de hecho, la Fortaleza que estaba construyendo sobre los antiguos cimientos de la ciudad le pertenecía. A cambio de aquel favor, Yeshol había dado rienda suelta a sus Asesinos e incluso había permitido que Dohor participase en algunos de los rituales que se celebraban en el templo. Cuando eso sucedía, se comentaba que si aquel hombre no fuera tan pragmático y ambicioso, podría llegar a convertirse en un excelente acólito. Pero, por desgracia vivía entregado en cuerpo y alma a cultivar su egocentrismo y su sed de poder.