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El ejército de Dohor

DUBHE oyó el ruido agudo de las armas entrechocando, y unas voces que reían y gritaban.

Le dolía la cabeza, pero no era sólo por efecto del golpe que había recibido. Aún estaba confusa, y le tomó su tiempo comprender dónde se hallaba y qué había pasado.

Tenía la mejilla apoyada sobre paja húmeda, y enfrente veía unos pies atados con una cuerda.

Sacudió la cabeza a fin de aclarar las ideas. Se acordaba perfectamente de la causa de su aturdimiento. El símbolo palpitaba con lentitud en su brazo, casi agónico.

«Maldición…».

—¿Estás bien?

La voz, aguda e inquieta, fue seguida casi de inmediato por la aparición de un rostro en su campo visual. Tardó un poco en reconocerla: era Theana camuflada bajo el disfraz que se había puesto unas noches antes. Aquel recuerdo la condujo a otros, despacio, como las cuentas de un collar.

Dubhe asintió con gesto cansado.

—Ayúdame a incorporarme.

Theana se arrastró hasta donde ella se encontraba y tiró de su brazo con ambas manos. Entonces reparó en que las dos tenían las manos atadas a la espalda.

Logró sentarse, no sin esfuerzo. Theana estaba enfrente, pálida y desgreñada. La miraba, como a la espera de algo. Dubhe echó un vistazo a su alrededor. Se hallaban sobre un carro con el suelo cubierto de paja, cuyas paredes formaban una jaula. Allí dentro sólo estaban ellas dos, y un número indeterminado de barriles y cajas amontonados en un rincón.

Intentó volver la cabeza, luchando contra las náuseas que le atenazaban el estómago. Soldados por todas partes. La escena fue aclarándose en su mente.

—Has estado inconsciente mucho tiempo… Yo intenté resistirme, pero no pude hacer gran cosa; después también me desvanecí, y cuando he despertado, me he visto atada aquí dentro. He tratado de soltarme las manos por todos los medios, hasta me he lastimado…

Theana hablaba de prisa, angustiada, y miraba ansiosa en todas direcciones.

—Silencio —le dijo Dubhe.

Se hallaban en medio de un campamento. Había una decena de tiendas blancas bastante estropeadas y un pabellón mayor, algo alejado del carro donde las tenían presas. Algunos soldados deambulaban por el campo, mientras que otros estaban sentados sin hacer nada, a la entrada de sus tiendas. Dubhe se fijó en las enseñas, y ni siquiera tuvo que recurrir a su dispersa memoria: eran tropas de Dohor.

—¿Cuándo sucedió? —preguntó.

—Ayer por la tarde.

Dubhe miró el cielo. Había atardecido. Debían de haberle dado un buen porrazo. Trató de mover los brazos en busca del puñal, pero en seguida vio que tal como la habían atado le resultaría imposible. Comprobó el estado de sus músculos. Apenas habían recuperado su fuerza habitual, pero con la agilidad le bastaría. Realizó un único movimiento fluido con los hombros al tiempo que se llevaba las rodillas al pecho, y logró deslizar las manos bajo las piernas. Ya tenía los brazos delante.

Theana estaba muy impresionada.

—¿Cómo lo has hecho?

—Cuestión de adiestramiento —respondió Dubhe, lacónica—. Además, me enseñó a hacerlo uno de la Gilda —añadió en voz baja, sin dejar de mirar a su alrededor. Una vez más tenía que estar agradecida a Sherva, el Guardián de la Gilda, que le había enseñado a mantener el cuerpo flexible y a desencajarlo.

Deslizó la mano con rapidez hacia el bolsillo. El puñal seguía allí.

—¿Nos han registrado? —preguntó.

Theana sacudió la cabeza.

—No lo sé, yo también estaba inconsciente, ya te lo he dicho… —Su voz transmitía ansiedad, se notaba que estaba aterrorizada.

Y, en efecto, de repente Dubhe se topó con el rostro de Theana a escasos centímetros del suyo.

—Tenemos que escapar —murmuró con los ojos muy abiertos a causa del miedo.

—Tranquilízate. Nadie ha dicho que eso sea lo más inteligente que podemos hacer.

—¿Estás de broma? ¿Y la misión?

Al instante, Dubhe le puso una mano en la boca.

—¡Cállate! —le ordenó—. ¡Nuestra misión ya ha empezado, así que procura que no se te escape nada acerca de quiénes somos ni de qué estamos haciendo! —Su voz sonaba como un susurro—. Tú y yo somos campesinas, Sanne y Lea, y vivimos en aquel pueblo, ¿está claro? Sobrevivimos a su incursión ocultándonos en un establo, salimos en cuanto creímos que todo había acabado. ¿De acuerdo?

Theana asintió.

En ese instante la puerta del carro se abrió.

—¡Vosotras, abajo, de prisa!

Eran dos soldados: uno más joven y delgado; el otro, de mayor edad y más musculoso. Ante el mero sonido de la voz del anciano Theana empezó a temblar como una hoja. Dubhe no intentó tranquilizarla: su pánico estaba acorde con su disfraz. Por eso se mostró igual de asustada cuando el soldado que había abierto la puerta la sujetó del brazo. Representó muy bien su papel. Se sentía débil. Se tambaleó y se dejó caer en los brazos del hombre.

—Habéis intentado escapar, ¿no es así? —dijo éste mientras echaba un vistazo a las ligaduras de Dubhe. Ella no respondió: trató de adoptar la cara más digna de compasión que fue capaz. No había tenido tiempo de pensar, todo había sucedido demasiado de prisa. Esa clase de errores no eran propios de ella, y miró a su atemorizada compañera.

El soldado se interpuso entre ambas y se le acercó hasta casi rozarle el rostro. Desenvainó la espada y con la mano libre le apretó la cara hasta causarle dolor.

—Si vuelves a intentarlo, ya puedes darte por muerta —le advirtió, mirándola a los ojos con una expresión maligna. El filo de la espada acariciaba el contorno de su esbelto cuello, y Dubhe sabía que no bromeaba.

Ante la visión de aquella escena, Theana se puso a gritar, y el otro soldado que la mantenía sujeta la sacudió con violencia.

—¡Pórtate bien —le exigió, como si estuviera domando a un animal—, o te lo diré de otro modo!

Tras estas palabras, los dos hombres se miraron y a continuación las condujeron por un accidentado sendero que cortaba en dos una fronda de arbustos bastante espesa. Dubhe aprovechó para mirar a su alrededor. Aquel paisaje le resultó familiar al instante. En el aire ya no flotaba el olor que había imperado hasta entonces: el penetrante perfume a yodo y salitre, característico de la Tierra del Mar, había dado paso al simple olor de hierba y musgo. Ya no había nada de particular en aquel bosquecillo que estaban cruzando y, sin embargo, supo inmediatamente dónde se encontraban. Era la Tierra del Sol, su tierra. No se hallaban lejos de la frontera y se encaminaban directamente hacia los dominios de Dohor. Aunque resultase extraño pensarlo, estaba en casa.

Su breve itinerario concluyó junto a un arroyo. A Dubhe el corazón le dio un vuelco. Lo conocía, y no pudo disimular la turbación.

Los dos hombres las obligaron a arrodillarse en la orilla. Oía cómo le castañeteaban los dientes a Theana. La miró: estaba llorando. No podía reprobarla por ello.

Aunque seguía sintiendo un hormigueo en las manos, acercó una de ellas a las proximidades del puñal, a la espera de lo que pudiera suceder.

—Lavaos la cara y bebed. En este estado nadie querrá compraros.

Dubhe se apresuró a obedecer, pero el soldado la agarró del cabello y se le encaró con violencia.

—Pero sin hacer tonterías, ¿está claro?

Sonreía con ferocidad, y ella dejó que se le escapara una lágrima. El hombre disminuyó levemente la presión, pero la obligó a sumergir la cabeza en el agua.

El frío del riachuelo y la suave corriente acariciándole la piel le sentaron bien. Siempre le sucedía lo mismo, cuando se sumergía en el agua, era un viejo ritual que invariablemente observaba tras concluir un trabajo. Esta vez le había servido para aclarar las ideas. Fue como si la niebla que flotaba sobre su cabeza desde que Theana celebró aquella lenta ceremonia se hubiera disipado. Incluso su cuerpo recobró parte de su antiguo vigor.

Bebió toda el agua que pudo. Tenía la garganta seca. También aprovechó para limpiarse la nuca, en el lugar donde sentía un corte que le ardía.

Entonces el soldado le retiró la cabeza del arroyo por la fuerza.

—¡Ya basta, sigamos! —le espetó mientras la empujaba.

Theana los vio alejarse de la orilla del torrente. ¿Por qué estaban separándolas? Si se llevaban a Dubhe, ella estaba perdida.

—¡No! —gritó, volviéndose hacia su compañera—. ¡No nos separéis!

Dubhe sabía que no iba a tardar en llamarla por su propio nombre. Estaba demasiado alterada para acordarse de la farsa que estaban representando, de modo que ella también se puso a gritar, revolviéndose para hacer la escena más creíble.

—¡Lea, Lea!

Tal como había previsto, el golpe cayó justo entre las escápulas, y la dejó sin respiración. Se desplomó y apenas tuvo tiempo de poner las manos por delante, para evitar topar de cara contra la alfombra de hojas secas.

—¡Deja de chillar! ¡¿A quién le importa si os separamos?! —gritó el soldado que estaba con ella.

Dubhe alzó ligeramente la cabeza. Le dolía en todas partes, pero trató de recuperar la presencia de ánimo. Miró a Theana, y con aquella única y rápida mirada procuró transmitirle todo lo que pensaba. No tenía intención de dejarla sola. Era fundamental para la misión que se mantuvieran incólumes en todo momento.

Theana pareció tranquilizarse y dejó de oponer resistencia.

—Vamos —le dijo el soldado de más edad a su compañero mientras tiraba de Dubhe—. Haz avanzar también a la tuya. Éstas son un par de quejicas, y no quiero tener que oírlas durante todo el trayecto.

El otro resopló y empujó con brusquedad a Theana. Dubhe se esforzó en poner un pie delante del otro, sin escatimar sollozos ni lamentos.

—Os gusta armar alboroto, ¿eh? Por suerte, dentro de un par de días se os habrán llevado lejos y dejaréis de ser nuestro problema —dijo el soldado.

—¿Adónde nos lleváis? —murmuró Dubhe.

El hombre soltó una risita.

—A un lugar donde podremos cambiaros por un buen montón de monedas de oro: al mercado de esclavos de Selva.

* * *

En el cazo había un calducho en cuya superficie flotaban dos pedazos de pan negro y reseco. Theana suplicó en vano que le soltaran las manos: sólo obtuvo una carcajada de todos los presentes.

—Vamos, come —le indicó uno.

Tenía la escudilla ante sí, pero Theana se negó a arrastrarse por el suelo y a engullir como si fuera un animal en un establo. Notaba como le ascendían las lágrimas por la humillación, mientras Dubhe asistía en silencio a la escena. Ella fue la primera que se puso de cuatro patas y alcanzó la escudilla. Se inclinó, hundió el rostro en la sopa y empezó a comer.

—¡Ya veo que aprendemos de prisa! —se mofó el soldado, entre los gritos y las risotadas de sus compañeros. Theana, incrédula y aterrorizada, siguió su ejemplo.

Cuando la soldadesca se hubo divertido bastante, ambas fueron devueltas a su celda, que era el carro. El sol ya se había puesto y era noche cerrada. Aseguraron los pies y las manos de las dos mujeres con una única cadena que fijaron a unos barrotes con un grueso candado, y les dejaron los brazos a la espalda.

—Dulces sueños —dijo el soldado anciano con voz burlona, tras lo cual la puerta se cerró y volvieron a estar solas.

No intercambiaron ni una sola palabra. Ambas sabían que estaban despiertas, pero durante un rato no se hablaron. Dubhe no cesaba de pensar en el lugar al que iban a ser enviadas. El mercado de esclavos. Selva.

Era su pueblo natal, donde todo había empezado. Sabía que su madre ya no vivía allí: la había visto al frente de un comercio de telas junto a un hombre que no era su padre, en Makrat. Pero allí aún había muchas personas conocidas: su mejor amiga, Pat, y también Mathon, su primer amor, y los padres de Gornar. Ninguno de ellos podría reconocerla, no sólo porque iba disfrazada, sino porque hacía casi diez años que había abandonado la aldea. Ya no quedaba nada de aquella Dubhe revoltosa que jugaba con los otros niños en los bosques de los alrededores. Sin embargo, llevaba la culpa marcada en la piel. En el fondo, Selva la había rechazado.

No lograba dormirse. En un momento dado oyó a Theana arrastrándose por la paja y agachándose hasta tocar el suelo con la frente. Rezaba, como siempre, y acompañaba sus palabras de leves gemidos, casi imperceptibles.

Dubhe se puso a escuchar, tratando de comprender el significado de aquellas letanías: bastó una palabra para hacerla saltar hacia delante: Thenaar. Susurrada devotamente, con gran fe y esperanza. Sus sentidos se pusieron en alerta. Theana estaba invocando a Thenaar.

Al cabo de un instante ya se había abalanzado sobre ella, tras haber deslizado los brazos bajo las rodillas y haberlos llevado de nuevo hacia delante. Con un solo gesto le empujó la cabeza contra las rejas y le presionó la garganta con la cadena. Theana dejó escapar un lamento ahogado.

—¿Qué has dicho? —La voz de Dubhe sonaba cargada de odio.

Los ojos de Theana traslucían pánico, y abría la boca inútilmente tratando de que entrara aire. Dubhe disminuyó la presión para que pudiera respirar.

—Has murmurado un nombre, hace un momento, mientras rezabas. Has dicho Thenaar.

El estupor pareció desvanecerse en la mirada de la maga, pero no así el miedo.

—Suéltame.

—No sin que antes me hayas dado una explicación.

A Dubhe la asaltaban mil dudas. ¿Acaso Theana era una espía de la Gilda? ¿Por eso había decidido seguirla en su misión, para llevarla de vuelta a la Casa? ¿Era una traidora?

—Es mi dios —respondió con algo parecido al orgullo.

Dubhe le ciñó la cadena alrededor del cuello, cortándole la respiración.

—Traidora —le dijo con voz sibilante, y aún apretó más. Theana logró sacudir la cabeza a duras penas, con los ojos desorbitados. Mascullaba algo mientras los labios se le iban volviendo violáceos.

En la mente de Dubhe se mezclaban los recuerdos de su estancia en la secta, el horror que la Gilda le había infligido, ofuscándola. No obstante, lentamente, fue disminuyendo la presión. Era absurdo que una espía de la Gilda se delatase de una manera tan obvia. Theana no podía dejar de saber que ella estaba despierta. Entonces ¿por qué pronunciar el nombre de Thenaar y arriesgarse de ese modo?

—Procura resultar convincente —le susurró en tono amenazador.

Theana tosió, y acabó con la cara en la paja, pero Dubhe la incorporó.

—Thenaar es una antigua divinidad élfica, Shevraar.

—Eso ya lo sé.

La joven maga tomó un poco de aire antes de proseguir.

—Con el tiempo el nombre se fue desvirtuando, y lo mismo sucedió con su culto. Poco a poco, la antigua fe en Shevraar perdió sus connotaciones, y algunos heréticos la han convertido en un culto sanguinario. Asesinan para glorificar al dios, sólo ven su parte oscura y destructiva, y olvidan que Thenaar también es el dios que crea, que ama.

—No me interesa la teoría. Explícame quién eres y qué pretendes.

Theana abrió unos ojos como platos, pues acababa de comprender el equívoco.

—¿Crees que soy uno de ellos? ¿Crees que he venido contigo para venderte, porque yo también profeso ese culto absurdo?

De pronto se había puesto seria, casi furiosa.

—Tú eres igual que los que asesinaron a mi padre —dijo entre dientes.

Dubhe no comprendía.

—¿De qué me estás hablando?

—Claro, tú no sabes nada de magia, por eso no has reparado en que mis prácticas no son como las demás. Yo soy una sacerdotisa del verdadero Thenaar. Mi padre pertenecía a la orden y era el último capaz de oficiar el culto; la Gilda lo consideraba un obstáculo, un residuo del pasado que había que eliminar, y por eso lo persiguieron sin tregua. Él predicaba el amor, la grandeza de Thenaar, su esencia de dios de la creación, del cambio y, sobre todo, manifestaba abiertamente que el de la Gilda era un culto herético, desviado, una terrible tergiversación de la verdadera fe.

Dubhe escuchaba sin acabar de comprender.

—El poder de Thenaar ha sido el que me ha permitido neutralizar tu sello. Practico una magia que utiliza los ritos sacerdotales del dios: me la enseñó mi padre.

—¿Me estás diciendo que el de la Gilda no es el único culto a Thenaar que existe?

Theana sacudió la cabeza.

—La suya es una perversión de la verdadera fe. Por lo demás, ya sabes que Nihal era la Consagrada de Shevraar, y salvó este mundo.

Dubhe apoyó la espalda en los barrotes. Todo le parecía absurdo. Los hombres se mataban entre sí para imponer su propia interpretación del amor de un dios.

—Eso no quita que tú le reces todas las noches a Thenaar ante mis propios ojos… los ojos de alguien que ha sido destruido por la Gilda —añadió finalmente.

—Lo has dicho bien, ha sido la Gilda. Thenaar no tiene nada que ver con la Secta de los Asesinos. La fe en Thenaar es otra cosa.

Dubhe le lanzó una mirada sarcástica.

—A lo mejor estás aquí para poner las cosas en su lugar, para demostrar la veracidad de esa fe tuya en oposición a la de la Gilda.

Theana no lograba comprender adónde quería ir a parar.

—No lo sé, me limito a utilizar lo que me enseñó mi padre.

—Ya…

Dubhe miró hacia arriba y esbozó una sonrisa.

—¿Por qué te ríes?

—¿No te parece gracioso? Que yo ande por ahí con otra fanática de ese dios absurdo.

Ahora, Theana parecía ofendida.

—No soy una fanática. No me incluyas entre aquellos que han convertido una fe auténtica y pura en un culto de muerte.

—Pero cuando rezas eres igual que ellos —repuso Dubhe, despiadada—. Repetís esa insulsa letanía hasta que deja de tener sentido incluso para vosotros.

Theana le lanzó una gélida mirada.

—Mis oraciones no son como las de la Gilda. Tú que lo has visto deberías entenderlo mejor que nadie.

Dubhe miró fuera de la jaula, hacia la noche profunda y oscura.

—Lo cierto es que tu fe me ha conducido hasta aquí y me ha metido en el pecho un monstruo cuyo horror ni siquiera serías capaz de imaginar. La fe, en el peor de los casos, conduce a esto, a la muerte, y en el mejor, es una mera consolación para los débiles.

—Ésa es la cara que tú has visto, en la Casa —replicó Theana—. Existe una fe que nada tiene que ver con la muerte, sino con la vida, y mucho. Nos guio a mi padre y a mí durante los años del exilio, y me ha dado estas manos con las que he sellado tu maldición.

Dubhe hizo oídos sordos a sus últimas palabras.

—Yo sólo sé que los sacerdotes siempre dicen que han hallado el significado, el sentido del mundo. Yo, sin embargo, sólo he visto gente muriendo. La vida, tal como yo la conozco, no es más que caos.

Theana le sostenía la mirada, pero no se rebeló ni se mostró indignada.

—Eso es porque aún no has hallado tu camino.

Dubhe sintió un atisbo de irritación en la boca del estómago.

—¿Y tú, en cambio, sí?

—No, pero sé que existe.

Un denso silencio sucedió a las palabras. Dubhe miró el cielo estrellado. Un sinfín de pequeñas luces frías asistían impasibles, noche tras noche, al discurrir de la vida en la Tierra. Como si ninguna fealdad pudiera empañar su esplendor.

—¿Cuándo huiremos? —preguntó de repente Theana.

—No vamos a hacerlo. Nos dirigimos al corazón de la Tierra del Sol, vamos en la dirección adecuada. Dentro de tres días estaremos en Selva, y desde allí reemprenderemos nuestro camino. Entretanto, ¿por qué no ir en carro, en lugar de caminando?

—Sí, pero…

—No nos pasará nada —añadió convencida Dubhe—. Estoy recuperando las fuerzas. No permitiré que nos suceda nada malo.

Theana bajó la vista; se sentía preocupada e insegura.

—Gracias por lo de antes —dijo con voz sincera—. Soy consciente de lo que hiciste, tanto en el riachuelo como después y… —Clavó los ojos en el suelo, estaba claro que era incapaz de continuar.

Dubhe tampoco fue capaz de responder: aquella declaración tan evidente de su propia debilidad la había pillado desprevenida.

—No lo hice sólo por ti.

—Pero te golpearon por mi culpa.

Dubhe no tuvo tiempo de replicarle.

—No volverá a suceder —añadió Theana—. No quiero ser una carga para ti.

Dubhe miró al suelo. No creía que las cosas fueran a cambiar entre ambas, pero apreciaba aquel arranque de sinceridad.

—No pienses más en ello y duerme —zanjó—. Será mejor que descansemos. —Dicho lo cual, se acomodó lo mejor que pudo entre la paja y se tumbó. Al poco, oyó que Theana hacía lo mismo.