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Dubhe y Theana

LA aldea estaba desierta. El olor acre del humo se agarraba a la garganta y lo envolvía todo en una nube espectral. A ambos lados del camino yacían las carcasas de animales carbonizados.

Theana estaba inmóvil, se cubría la boca con la mano y tenía los ojos anegados en lágrimas. Dubhe la miró con una mezcla de conmiseración y piedad. Sin embargo, años atrás ella había reaccionado igual ante el innoble espectáculo de la guerra. Fue entonces cuando encontró al Maestro. Aún recordaba su espalda desapareciendo en la cortina de humo, su capa ondeando mientras se desplazaba a través del aire inmóvil del campo.

—No es muy buena idea quedarse aquí —dijo con un hilo de voz, llevándose instintivamente la mano al costado, donde solía llevar el puñal.

«Maldición».

Su arma no estaba allí; la llevaba en un bolsillo secreto bajo la falda, fuera del alcance de sus dedos.

Theana no respondió, estaba hipnotizada por el horror de aquella escena. Su compañera la sujetó con rudeza del brazo y tiró de ella.

* * *

Había sido una idea morbosa detenerse en aquella aldea fronteriza. Situada en el límite que separaba la Tierra del Mar de la Tierra del Sol, estaba demasiado cerca del frente activo donde combatían Dohor y el Consejo de las Aguas, y Dubhe sabía muy bien hacia dónde estaba dirigiéndose. Había señales evidentes de guerra incluso en un lugar tan apartado como aquél, y eso lo hacía peligroso para dos mujeres como ellas.

Pero las provisiones estaban agotándose, y ella no había sido capaz de oponerse. Tenía la cabeza espesa y los sentidos adormilados.

Caminaron entre los cadáveres, buscando la senda más rápida para salir de aquel infierno. Theana sollozaba, y Dubhe reaccionó oprimiéndole el brazo con más fuerza. Aquella muestra de debilidad, aquel modo tan timorato de ser mujer le resultaba irritante.

A unos pocos brazos de la muralla, la sorprendió un ruido metálico de pasos. Tenía que apartarse del camino, ponerse a cubierto y desenvainar el puñal. Todo ello lo habría hecho rápidamente si sus reflejos no hubieran sido tan lentos, si no hubiera tenido las piernas tan débiles ni los músculos tan entumecidos. Se apoyó en la pared de una casa para no tropezar y le hizo una seña a Theana para que guardara silencio.

Las voces fueron haciéndose cada vez más nítidas, el ruido de las espadas al chocar con las armaduras se distinguía con mayor claridad. Soldados. Dubhe contuvo la respiración y trató de hacerse invisible.

—¿Quién ha pasado por aquí? —dijo una voz.

—Malga y sus hombres —respondió otra.

—¿Estás diciéndome que ya no vamos a encontrar nada en esta aldea?

—Lo han quemado todo. Si había algún botín, se lo habrán llevado.

Dubhe los oyó pasar por detrás del parapeto que la ocultaba.

Podía sentir el temblor de Theana a través del brazo que la aferraba. Se preguntó por enésima vez por qué había querido ir con ella, por qué había insistido en acompañarla a una misión tan desesperada y despiadada: infiltrarse en la corte del más poderoso monarca de su tiempo y matarlo para liberar a una Asesina de la maldición que arrastraba. Desde luego, no era una empresa muy adecuada para la discípula de un mago del Consejo de las Aguas.

Los soldados empezaron a derribar las puertas a patadas, para registrar acto seguido el interior de las pocas casas que habían quedado en pie. Dubhe no sabía cuántos eran, pero debían de ser muchos, tantos que no podría hacerles frente valiéndose de sus propias fuerzas.

«Espera a que hayan pasado. No queda otra. Espera…».

Cuando creyó que se habían alejado lo suficiente, avanzó lentamente pegada a la pared y le hizo una seña a Theana para que la imitara, despacio y con mucho cuidado.

«¡A ver con qué me encuentro!».

Ante sus ojos apareció el rostro rubicundo de un hombre armado.

Sacar el puñal y luchar. Herir primero en la garganta, doblarse para esquivar el golpe del segundo, detrás de ella. Arrojar los cuchillos de lanzar, y a continuación dejarse ir, como había hecho tantas veces en las batallas, que fuese su memoria corporal la que actuase por ella, mientras la mente se vaciaba por completo. Eso era lo que debía hacerse. La mano de Dubhe salió disparada instintivamente hacia el puñal, pero fue lenta, demasiado lenta. Dos poderosos brazos la sujetaron por detrás. Vio cómo un segundo soldado levantaba por la cintura a Theana, que gritaba desesperada. La vio patalear, mientras el hombre reía obscenamente.

«¡No, no!».

Sus dedos corrieron hasta la espada del enemigo, rozaron la empuñadura, casi lograron desenvainarla.

—¡Estate quieta, víbora! —exclamó el soldado que la sujetaba, y su aliento con olor a cerveza le caldeó el rostro.

Dubhe trató de zafarse, pero su cuerpo no respondía. El golpe en la nuca llegó casi de forma esperada, e hizo que todo se apagase a su alrededor.

* * *

Habían partido hacía tres semanas, a caballo. Dubhe iba en cabeza, Theana la seguía. Los primeros días no intercambiaron ni una sola palabra. Se detenían cuando Dubhe así lo decidía y comían evitando que sus miradas se encontrasen. Por la mañana temprano, cuando Dubhe desaparecía en la espesura del bosque para adiestrarse, Theana se levantaba y se ponía a estudiar libros de magia. Se los había dado Sennar, y contenían todas las fórmulas necesarias para realizar el ritual que habría de salvar a su compañera de viaje del yugo de la maldición. Incluso cuando dormían a la intemperie, ella siempre estaba allí, subrayando los pasajes más importantes de los pergaminos, con celo y dedicación.

Cuanto más la observaba Dubhe para tratar de comprenderla, más convencida estaba de que para ella Theana constituía un misterio, como si perteneciese a otra raza. No era la típica sensación de distanciamiento que le provocaban el resto de los seres humanos, se trataba de algo distinto.

Durante el último Consejo de las Aguas estaba segura de haberla ubicado. Theana no era más que una joven maga de buena cuna, muy femenina, la pareja perfecta para Lonerin. Pero después se empeñó en seguirla en aquel viaje, y ahora la tenía ahí, con ampollas en los pies de tanto caminar, pero sin lamentarse ni una sola vez. ¿Qué motivo podía impulsar a alguien como ella a ir en pos de una Asesina hacia la cual, por lo demás, profesaba un gran rencor?

A veces, cuando la veía absorta junto al fuego, recitando con los ojos cerrados sus extrañas letanías, Dubhe se acordaba de Lonerin. Su viaje también empezó sumido en el mutismo. Pero ellos tenían algo en común, algo que los había empujado a aproximarse, incluso demasiado. En cambio, ¿qué podían compartir aquella chica y ella?

Desde que dejó la carta del Maestro en el poblado de los huyé, en el corazón de Dubhe se agitaba una vorágine de aridez y soledad. El recuerdo de aquel hombre había llenado su corazón durante demasiado tiempo, hasta el punto de convertirse en su único vínculo con la humanidad. En aquel vacío, ahora estaba germinando el recuerdo de Lonerin, de sus besos y de sus palabras. Un recuerdo que a veces resultaba embarazoso, pero infinitamente dulce a la vez. Quizá con el paso de los años, la nostalgia desaparecería, y con ésta también el sentimiento de culpabilidad. Se convertiría tan sólo en un sueño sutil y lejano, que la acompañaría en los momentos de soledad. En realidad, si algo había aprendido de toda aquella historia, era que la suya iba a ser una existencia solitaria. No había nadie en el mundo que pudiera compartir el peso de sus pecados, y Lonerin no era la excepción. Tal vez el Maestro sí habría podido, pero eligió un camino distinto.

Dubhe estaba convencida de que, si lograba sobrevivir a la maldición, su futuro sería una larga sucesión de días ocupados en ocultarse del mundo. Porque la gran pregunta que se hacía desde que, a la edad de ocho años había matado accidentalmente a Gornar mientras jugaban, aún no había hallado respuesta.

* * *

Desde la primera noche, Dubhe notó que había algo extraño. Theana tenía costumbres extravagantes que procuraba mantener ocultas. Siempre se acostaba antes que ella, envolviéndose en la manta como si formase un capullo, y fingía dormir. Dubhe sabía perfectamente que no era verdad, pero al principio no quiso indagar. Sin embargo, transcurrido un tiempo, la curiosidad pudo con ella y la espió en la oscuridad. No se fiaba de aquella mujer, tal vez porque ella también había amado a Lonerin.

Cuando la noche ya estaba bien entrada, la vio levantarse, silenciosa y furtiva como una gata. Poseía una elegancia de movimientos innata que despertaba la envidia de Dubhe: sin duda los hombres debían de encontrarla muy sensual. Theana se ciñó al cuello un lazo de cuero con un colgante que tomó entre las manos. Entonó una letanía con voz grave y comenzó a postrarse en el suelo a intervalos regulares. Las palabras ponían música a sus rítmicos movimientos, como en una danza hipnótica.

Dubhe sintió que la ira la inflamaba. Cerró los puños bajo la capa mientras la visión de un enjambre de Asesinos moviéndose al unísono en las ceremonias celebradas en la Casa se superponía a la imagen de Theana. Su nariz se saturó con el olor dulzón de la sangre estancada en las piscinas situadas a los pies de la estatua de Thenaar, y pensó en Rekla, la Guardiana de los Venenos, en sus ojos llameantes de odio.

Theana rezaba tal como Dubhe había visto hacer muchas veces a los sacerdotes, y aquel gesto le pareció blasfemo. Habría querido interrumpirla y espetarle en plena cara la verdad que había aprendido durante sus años de soledad, y que el Maestro le enseñó pagando por ello con su vida. La fe conduce a la locura y, en el mejor de los casos, no es más que un inútil ardid que los seres humanos utilizan para rehuir la muerte. Pero quien llevaba la muerte dentro, como ella, podía mirar la realidad de los hechos directamente a los ojos.

Se contuvo. No tenía sentido enemistarse de aquel modo con la única persona que podía ayudarla a librarse de la maldición. Realmente eran una pareja mal avenida, pero convenía que siguieran ignorándose, como habían hecho hasta ese momento.

* * *

Las primeras palabras que intercambiaron fueron rápidas y bruscas:

—Trata de aprender de prisa. Dentro de poco tendremos que deshacernos de nuestras pertenencias.

Era de noche, y ambas estaban sentadas junto al fuego. Theana, que ya había empezado a prepararse para dormir, la miró atónita.

—¿Por qué? —preguntó con un matiz de asombro en la voz que a Dubhe le resultó molesto.

—Porque debemos infiltrarnos en la corte de Dohor —explicó tranquilamente—. Es el único modo de matarlo y al mismo tiempo recuperar los documentos que necesitamos para romper la maldición.

Theana se estremeció ligeramente.

—No lo comprendo. ¿Qué tiene que ver eso con que debamos librarnos de nuestras pertenencias?

Dubhe se agachó para estar a su altura y la miró a los ojos.

—¿Crees que podremos infiltrarnos en la corte vestidas así? ¿Quieres que nos presentemos en la puerta como una maga del Consejo de las Aguas y una Asesina de la Gilda?

Theana se sonrojó y bajó la mirada.

—Aún me queda mucho por estudiar… El ritual es complejo y…

—Tienes dos días. El tiempo de llegar a Shilve. Allí compraré lo necesario para disfrazarnos. A partir de Shilve dejaremos de utilizar nuestros nombres y nuestras cosas. Nos convertiremos en dos personas totalmente distintas y olvidaremos quiénes hemos sido.

Por toda respuesta, Theana extrajo los libros del saco, encendió un pequeño fuego mágico y se puso a estudiar.

¿Qué estaría pensando? ¿Estaba furiosa, o cansada? ¿Estaba arrepintiéndose de haber emprendido aquel viaje?

Dubhe observó con fastidio su actitud condescendiente, pero no añadió nada más. Se envolvió en la manta y se acostó. Aquella noche no la oyó rezar.

* * *

La ropa tenía que ser la más sencilla que encontraran por aquellos pagos. Además, había que dar con un ungüento para el rostro que modificara el color de la piel y, finalmente, con alguna pócima que envejeciera las manos.

Dubhe se movió por los bajos fondos con andares sinuosos y furtivos. Caminaba con seguridad hacia las boticas que le interesaban, y Theana se limitaba a seguirla.

En esta ocasión tampoco le explicó nada. Era parca en palabras y huraña. La joven maga se preguntaba cada vez más a menudo cómo se las habría apañado Lonerin para poder viajar con ella. ¿También había sido así de fría con él? Y, entonces, ¿qué era lo que le había enamorado de ella? Tal vez en ese momento estuviera comportándose de ese modo porque, en el fondo, ella era una especie de rival amorosa.

La miró en silencio mientras pedía lo que necesitaba; en la botica de los venenos habló con gran precisión de las distintas plantas y ungüentos.

Había algo fascinante y terrible a la vez en su fría eficiencia. ¿A cuánta gente habría matado utilizando aquellos conocimientos?

En cuanto salieron del establecimiento, Dubhe la llevó aparte.

—Tienes que preparar un filtro que me haga crecer el cabello. —Efectivamente, su melena había sido sacrificada en unos de los rituales de la Gilda—. Dime qué necesitas.

Theana tragó saliva. No estaba familiarizada con ese tipo de magia.

—No sé, nunca lo he hecho…

Dubhe mantuvo la dureza en su mirada.

—Piensa de prisa, no podemos perder tiempo.

* * *

Se disfrazaron cuando anocheció. Ya estaban cerca de su meta y tenían que ser prudentes. Hasta ese momento se habían movido por bosques y senderos, precisamente para evitar patrullas de reconocimiento o grupos de mercenarios. Pero ahora debían salir a campo abierto, y sin que las reconocieran.

Se pusieron ropa nueva, y Dubhe quemó la suya en una hoguera. Lo hizo sin titubear, segura de sí misma. Theana, en cambio, dudaba. Su túnica tenía un profundo valor para ella. Ningún mago del Mundo Emergido vestía unas ropas semejantes, pues ella no era una maga cualquiera. Su túnica era la de las antiguas sacerdotisas de Thenaar, y se la había dado su padre.

—Adelante —dijo Dubhe sin dejar de mirarla.

Theana apretó la tela entre sus dedos.

—¿No hay alternativa?

La mirada de Dubhe era gélida.

—Nuestra cobertura ha de ser perfecta. Dejar la ropa en el bosque es como dejar un rastro.

—Estas vestiduras significan mucho para mí… —objetó Theana con un hilo de voz.

—Lo siento —se limitó a responder Dubhe, impasible. Su rostro iluminado por las llamas no dejaba entrever la menor expresión.

Theana se desnudó lentamente, como si la desafiase. Reprimió las lágrimas que asomaban a sus ojos sólo de pensar en sus vestiduras consumidas por el fuego.

«Igual que el fuego de la Gilda quemó el verdadero culto de Thenaar», pensó, citando una frase de su padre. Saboreó el último crujido de la tela sobre su piel.

No fue ella quien las arrojó al fuego, sino Dubhe. Theana pensó en cuándo volvería al Consejo, a vestir otras ropas similares a aquellas que guardaba en su habitación, en casa del maestro Folwar… tratando de mitigar la humillación que le había supuesto aquel gesto.

Se puso la ropa nueva, ocultándose de la escrutadora mirada de Dubhe. Y en cuanto se enjugó la única lágrima que se le había escapado, ya estuvo lista.

Se unió a ella, que estaba en el suelo, trajinando con las hierbas que había comprado. Con gesto seguro, se frotaba algunas por la cara, otras por las palmas de las manos… Se había envuelto el cabello en una especie de turbante que desprendía un ligero olor a musgo. En cuanto la vio llegar, le pasó un par de ampollas.

—Ten, tú también debes hacerlo.

Siempre aquellas órdenes tajantes, casi como si fuera su subordinada. Theana no se sentó ni cogió las ampollas.

—¿Para qué sirven?

—Tienes las manos demasiado tersas, no resultas una campesina creíble. Y tu piel tampoco está tostada por el sol. Ésta te ayudará a envejecer un poco. La otra es para el cabello, para cambiar el color.

Theana miró las ampollas. En otras ocasiones ya había disimulado su aspecto. Existían filtros que lo hacían posible. Pero siempre había sido por poco tiempo, y sólo para ejercitarse. Por lo demás, no eran prácticas que le hubiera enseñado su padre, sino hechizos comunes, aprendidos a través de Rolwar. Ahora, sin embargo, era distinto: se trataba de mantener un aspecto que no era el suyo por un tiempo prolongado, y eso la asustaba.

Con el rabillo del ojo vio que Dubhe seguía aplicándose las pomadas. Se sentía terriblemente sola y extendió los dedos hacia las ampollas.

—La de las manos, póntela unos pocos minutos; la del rostro, toda la noche. Hará que te salgan algunas arrugas. El efecto dura un mes; después nos aplicaremos la otra. También te la has de dejar puesta en el cabello, toda la noche.

Theana observó las cataplasmas que unos instantes más tarde tendría que aplicarse sobre la piel. Eran hierbas que conocía bien, hierbas que sólo un botánico sabía utilizar y dosificar correctamente.

—En mi saco encontrarás los ingredientes que me pediste. Prepara el filtro que necesito —añadió Dubhe.

Theana lanzó una mirada fugaz al receptáculo, lo cogió y se lo llevó aparte. Aunque en aquel bosque sólo estuvieran ellas dos, necesitaba soledad. Lo que estaba a punto de hacer rubricaría la ruptura definitiva entre la Theana que había amado a Lonerin, que había estado loca por él cuando estudiaban magia entre los muros del Consejo, y la nueva Theana, una mujer de acción buscándose a sí misma, una mujer que iba a ayudar a su enemiga a matar a un hombre.

Suspiró mientras las estrellas brillaban frías sobre su cabeza. E introdujo con decisión un par de dedos en el primer recipiente.

* * *

A la mañana siguiente ambas habían cambiado. Dubhe lucía una abundante melena rubia, recogida en una esponjosa trenza. Su dulce mirada mitigando la negrura abismal de sus ojos, los labios dibujando una púdica sonrisa… el modo en que mantenía las manos unidas sobre el regazo le conferían el aspecto de otra persona.

En cuanto a Theana, se quedó muy sorprendida al verse. Tenía las manos callosas y la frente surcada de pequeñas arrugas, como las que había visto a menudo en el rostro de las campesinas que trabajaban los campos a la espera de que sus hombres regresasen de la guerra. Por primera vez se dio cuenta de hasta qué punto se parecía a su padre. Se lo habían dicho siempre, pero ella no había dado crédito. Al principio no le gustaba: consideraba a su padre una especie de vagabundo entregado a un culto ya en el olvido, despreciado por todos, incluso por su propia hija. Más tarde, poco antes de que muriera, cuando había empezado a admirarlo, estaba convencida de que no era digna de él. Sin embargo, ahora que había envejecido por efecto de la hierba, reconocía en cada ángulo de su rostro la fisonomía de su padre.

«Estoy siguiendo su camino», se dijo con un atisbo de pánico. Pero ya no tuvo tiempo de seguir pensando en ello. Dubhe surgió a su espalda, empuñando el puñal. Le recogió el cabello.

—¿Qué haces? —preguntó dando un respingo.

—Tienes que cortártelo.

—¿No basta con que me lo haya cambiado de color?

—No, está demasiado lustroso y bien cuidado, no parece en absoluto el de una campesina.

Theana se sintió presa de la ira. No estaba dispuesta a someterse también a aquella última ofensa.

—No es necesario —respondió, volviéndose para encararse a Dubhe. Estrechó los rizos entre las manos, como si los protegiera, y notó con dolor su suavidad al tacto.

Dubhe no parecía enfadada, sino más bien aburrida, lo cual, sin duda, aún era peor.

—No hemos venido a jugar. Si nos descubren, nos espera la muerte, ¿lo entiendes? Nuestro disfraz lo es todo, y debe ser perfecto. Eres una Maga del Consejo, pueden reconocerte.

—Soy la discípula de un consejero, ¿quién quieres que sepa a qué me dedico? La mayoría de la gente ni siquiera sabe mi nombre.

Theana se apretó el cabello con más fuerza.

Dubhe suspiró, bajó el puñal y sus ojos adoptaron una expresión de sufrimiento.

—¿Por qué has venido conmigo? ¿No sabías que tendríamos que pagar un precio? Mi salvación no te interesa, y lo comprendo. Puede que me odies, y también lo comprendo. Entonces ¿por qué?

Theana se mordió los labios. Lentamente, sus dedos fueron liberando los rizos; la tensión en los hombros, remitiendo. Rehuyó la mirada de Dubhe. Aquellos ojos eran como un remolino, un abismo al que no podía sustraerse. Lonerin también había acabado engullido por él.

—¿Es realmente necesario?

—Sí.

Theana se volvió lentamente, mostrándole la nuca a Dubhe.

—Ya puedes empezar.

* * *

En cuanto todos los mechones cayeron al suelo, Dubhe se situó frente a Theana y reagrupó todas sus armas formando un pequeño montículo. Por algún extraño motivo sentía que debía demostrarle algo. Allí estaban los cuchillos de lanzar, las flechas, el arco y también, por supuesto, la capa, que compró con las primeras monedas que el Maestro le había dado por sus servicios. En suma, toda su vida estaba en aquella tela.

—No las llevaré conmigo —anunció mirando a Theana a los ojos. Le pareció distinguir un destello de comprensión, rápido y fugaz.

Sólo había algo que no abandonaría: el puñal. Se dijo que necesitaría una arma, y además nadie lo notaría si lo ocultaba en un bolsillo interior de la falda. Lo cierto era que no podía separarse de él. Desde que el Maestro se lo dio, había sido lo único que la había mantenido con vida.

—¿Eso te lo quedas?

No había acritud en su pregunta. Era pura y simple curiosidad, pero Dubhe sintió que la habían pillado con las manos en la masa.

—Será mejor llevar algo con lo que defendernos —respondió.

Y era cierto: tenía que protegerse en caso de que surgiera algún imprevisto. Sus sentidos aún estaban entumecidos desde que la maga le había practicado el ritual unos días atrás, y estaba claro que Theana no estaba en condiciones de luchar.

Partieron en silencio.

* * *

La Bestia salió de nuevo al exterior a los pocos días de iniciar el viaje.

Theana, en previsión de lo que podía suceder, hizo acopio de una buena cantidad de la poción que había preparado Lonerin, pues tenía muy claro que a lo largo de aquella aventura podría sufrir más de una recaída. Dubhe debía ingerir una pequeña dosis cada siete días para calmar a la Bestia que pugnaba por salir al exterior, pero, conforme fueron transcurriendo los días, se percató de que sucedía algo extraño. A la segunda semana, la poción ya no surtió el mismo efecto en su cuerpo. Se sentía mal, pero no pensaba decírselo a Theana bajo ninguna circunstancia. Lonerin se habría percatado inmediatamente de su estado. Le habría sujetado el brazo, la habría examinado, y sus ojos se habrían anegado de aquel insoportable sentimiento piadoso que, en última instancia, había sido el verdadero motivo que la impelió a dejarlo. Theana, por el contrario, parecía vivir en su propio mundo. Eran dos extrañas que el destino se había encargado de unir. Por eso Dubhe decidió apretar los dientes y fingir indiferencia. No se fiaba de ella, pero al final tuvo que claudicar. Los síntomas estaban acentuándose: sentía crecer la furia de la Bestia en el pecho, empezó a notar temblores en las manos… y en sus sueños no cesaban de aparecer estragos y carnicerías. Entonces se decidió a hablar.

—Ha surgido un problema. —Su voz sonaba ronca, irreconocible.

Theana, sentada frente al fuego, a su lado, debió de percatarse, pues la miró de un modo extraño.

Apenas por un instante, Dubhe echó de menos las excesivas atenciones que Lonerin le dispensaba.

Le explicó la situación en pocas y breves palabras. Tenía vergüenza. Era la primera vez que mostraba su propia debilidad, y se sentía como si estuviera contándole un horrible secreto a un desconocido.

Theana miró a su alrededor, desbordada, y Dubhe percibió con total claridad que no sabía cómo actuar.

—Si tuviera mis cosas conmigo… —murmuró la maga. Pero al cabo de un momento se puso en pie—. Espérame aquí —añadió, y desapareció en la espesura del bosque cercano.

Volvió con algunas hierbas y unas ramitas que deshojó con sus propias manos.

—Descúbrete el brazo —le ordenó.

Dubhe obedeció. Se sentía desnuda e indefensa, como siempre que alguien la examinaba.

Theana estuvo observando el símbolo un buen rato y le pasó los dedos por encima mientras repetía una cantinela en voz baja. A continuación masticó las hierbas que había recogido y extendió la masa por el brazo. Tenía los ojos entornados y mientras pasaba la ramita por encima del sello, movía ligeramente la cabeza.

—Te estás volviendo inmune a la poción —dijo por fin, mientras le retiraba cuidadosamente la papilla verdusca con los dedos.

Aquello no era una novedad para Dubhe. Ya le había sucedido cuando estaba en la Gilda. Con el paso del tiempo, la poción que le daba Rekla cada vez surtía menos efecto, y cuando logró huir, le ocurrió lo mismo con la que le había preparado Lonerin.

—Creía que la poción de Lonerin resolvería el problema…

Theana sacudió la cabeza.

—Tú eres portadora de un sello. Todas las pociones tienen un efecto limitado. El cuerpo se acostumbra, y puesto que no existe ningún filtro realmente capaz de hacer mella en la maldición, siempre sucederá lo mismo.

Dubhe fijó la vista en el suelo. Estaba terriblemente cansada de aquella historia. Pensó en Dohor, en cuánto deseaba tenerlo entre las manos y asesinarlo.

—Sin embargo, yo podría ayudarte.

Dubhe se despabiló de golpe.

—Practico unas artes mágicas que ya han sido olvidadas en el Mundo Emergido. Creo que podría neutralizar temporalmente tu sello recurriendo a otra cosa distinta, que no es un filtro.

Dubhe se quedó estupefacta. Desde que partieron había pensado en todo momento que Theana sólo le resultaría útil en la ceremonia final que habría de liberarla de la maldición. Desde luego, no le parecía una mujer de acción, y ni siquiera tenía el aspecto de una maga especialmente poderosa.

—Puedo aislar los poderes mágicos, los venenos e incluso algunas enfermedades no demasiado graves.

—¿También puedes hacerlo con mi sello?

Theana asintió. Ahora que hablaba de magia, su voz sonaba segura.

—Entre otras cosas, mi magia te permitirá ocultar tu sello a otros magos. En tu estado actual, un mago puede sentir tu presencia gracias al aura mágica que te acompaña.

—¿Y por qué no me lo has dicho antes?

La voz de Dubhe debió de traslucir un matiz de sarcasmo, pues Theana se puso a la defensiva inmediatamente.

—Hay que pagar un precio a cambio. Al principio, esta magia entorpecerá tus sentidos.

—¿Qué quieres decir?

—Te sentirás aturdida, confusa. Tus músculos no responderán como de costumbre. Se trata de una magia bastante potente; tu cuerpo se debilitará y te sentirás mal durante unos días. Pero te irás habituando progresivamente, y tras unas cuantas aplicaciones te sentirás mejor.

Dubhe suspiró.

—Si sigo tomando la poción, ¿cuánto tiempo podré seguir adelante?

—Deberás tomarte la poción cada vez más a menudo; por lo que me has dicho, ahora ya tendrías que tomártela al menos cada cinco días, como mínimo, y la situación empeorará rápidamente.

—¿Y si, por el contrario, recurro a tu magia?

—Hay que renovar el ritual cada quince días, pero tal vez podría alargarse algo más.

Dubhe reflexionó unos instantes.

—De acuerdo, hazlo —se animó al fin. Además, no esperaba toparse con ningún enemigo. Esta vez el éxito de la misión no dependía de su capacidad de combatir sino de su habilidad para camuflarse. Y a este respecto la debilidad física jugaba a su favor.

* * *

—Extiende el brazo.

Dubhe se lo había descubierto para mostrarle el símbolo. Los colores se veían más vivos de lo habitual, el calor que emanaba del dibujo podía percibirse, la piel de alrededor estaba enrojecida. Podía notar cómo la Bestia iba consumiendo su mente poco a poco. Una tortura cotidiana que ya estaba cansada de soportar.

Theana había cogido la misma ramita que ya empleó para examinar en qué estado se hallaba la maldición. La había introducido en las brasas casi extinguidas para ennegrecer la punta y había comprobado cuánto quemaba con el dedo.

—Tardará algún tiempo, y te dolerá —le dijo a modo de aviso.

Dubhe se permitió una sonrisa sarcástica. ¿Qué sabría ella del dolor? Ella, que jamás había sufrido una herida, ni cargaba con una maldición tan terrible.

Theana se acercó, con la mirada inexpresiva. Dubhe se preguntó si no estaría experimentando un atisbo de satisfacción al infligirle aquella pena.

—Cierra los ojos y trata de concentrarte en ti misma. La maldición se hará con la situación durante unos instantes, te quedarás paralizada y no podrás moverte. No resultará agradable.

Su mirada era increíblemente intensa, y Dubhe se sintió casi asombrada al verla así. Entonces cerró los ojos y se preparó para lo peor.

Theana recitó una lenta letanía, similar a las que pronunciaba en el corazón de la noche, cuando estaba segura de que nadie la veía. Dubhe tensó instintivamente los músculos del brazo.

Transcurridos unos minutos, apoyó el estilete en el brazo y comenzó a trazar símbolos en el cuerpo de Dubhe, pequeñas y tupidas runas incomprensibles que quedaban impresas en la piel gracias al hollín.

Procedía expedita, con los ojos cerrados, siguiendo unas líneas de luz imaginarias que por efecto de la magia iban estampándose en el fondo de sus párpados cerrados. Siempre sucedía así cuando practicaba su arte. Los cuerpos le franqueaban el paso a una especie de laberinto de líneas luminosas que transportaban flujos energéticos y líquidos corpóreos. Era como levantar la piel del mundo y descubrir sus secretos. Eso le había enseñado su padre, y ése era el poder que Thenaar otorgaba a sus verdaderos sacerdotes.

Dubhe abrió un ojo, intrigada. No sentía nada, aparte de aquella cantinela que iba aturdiéndola lentamente. Su brazo estaba lleno de símbolos, y Theana seguía trazando más. Con cada nuevo símbolo, Dubhe sentía cómo su cuerpo iba debilitándose mientras la Bestia se revolvía, molesta. Notó que sus músculos cedían poco a poco, hasta el punto de que se vio obligada a tenderse. Theana la siguió con el cuerpo para ponérselo más fácil, pero no soltó su brazo ni por un instante.

A continuación apartó el punzón de madera e inspiró profundamente. Dubhe estaba tendida en el suelo, con el cuerpo desmadejado por completo. No estaba acostumbrada a perder el control, y esa nueva situación la inquietaba. Su pecho empezó a ascender y a descender más de prisa.

—Ya casi he terminado —murmuró Theana, pero su voz sonaba distante.

Dubhe estaba ofuscada. Notó que la maga repasaba con la puntiaguda rama las líneas que ya había trazado, murmurando para cada una de ellas una palabra en una lengua desconocida. Sin embargo, la Bestia la conocía demasiado bien.

Sentía cómo, con cada una de aquellas invocaciones, afilaba las garras, dispuesta a atacar. El deseo de matar se incrementó sensiblemente, y con todas sus fuerzas. Dubhe trató de oponer todas las imágenes de las matanzas que había perpetrado hasta entonces bajo el influjo de la maldición: el asesinato de los soldados en el bosque, la primera vez que aparecieron los síntomas de la maldición; y después Rekla, el siniestro ruido de su cuello al romperse; la muerte de Filla… Todo fue en vano: el horror de aquellos recuerdos se desvanecía para cederle el puesto al olor a sangre que había percibido en todas aquellas ocasiones: un olor atrayente, que saturaba su nariz con una renovada euforia.

Entonces su mente estalló, y sus oídos se colmaron del ensordecedor rugido de la Bestia. Su cuerpo fue presa de temblores y estremecimientos; por unos instantes su miembros parecieron transfigurarse, convirtiéndose en los de un monstruo. Dubhe experimentó un terror en estado puro, atávico. Tuvo la absoluta certeza de que iba a resultarle imposible volver a remontar aquel abismo, supo que estaba perdida, que sólo faltaba un ápice para que su conciencia la abandonara. Aunque llevaba tiempo viviendo con la maldición, sólo ahora comprendió cómo sería el fin que la esperaba, el fin que Dohor y Yeshol le habían preparado.

Theana permaneció impasible en su puesto, no permitió en ningún momento que aquel cuerpo que se agitaba poseído por una voluntad salvaje la amedrentase, ni siquiera se dejó impresionar por su transfiguración.

«¿Esto era lo que amabas, Lonerin? ¿Esta Bestia, esta oscura maldición?». Pero al instante se avergonzó de aquel pensamiento mezquino. Debía permanecer concentrada, aquél era un encantamiento poderoso, y la situación podía escapársele de las manos en cualquier momento. Cerró los ojos y pronunció la última palabra para finalizar el ritual. De repente, las runas que había trazado en el brazo desaparecieron, y el símbolo del sello se aclaró en un instante.

Dubhe sintió que la Bestia desaparecía, como engullida hacia el fondo de su mente, mientras ella volvía a tomar posesión de su cuerpo, pesado y dolorido. Respiró con fuerza y se dobló hacia un costado, entre toses. Volvía a ser ella misma.

Theana permaneció inmóvil, también se sentía exhausta. Observaba a Dubhe tratando de sentarse. Se preguntó por qué había decidido ayudarla, trató de hallar de nuevo aquella determinación que la había empujado hasta allí, pero no lograba encontrarla. Se enjugó el sudor de la frente y se dispuso a preparar su lecho para pasar la noche.

* * *

Dubhe jamás se habría imaginado que el ritual la dejaría tan agotada. No sólo funcionaba mal su cuerpo, también su mente. Si bien hasta ese momento había sido ella quien dirigía la misión, imponiendo los tiempos y la forma de viajar, ahora se sentía tan débil y confusa que tenía que depender por completo de Theana.

—No me dijiste que mis capacidades de raciocinio también se iban a ver mermadas —le reprochó furiosa.

La maga la miraba con expresión culpable.

—Los efectos del ritual varían de una persona a otra, y también va en función del sello…

A Dubhe, aquellas patéticas excusas no le servían.

Lo que le preocupaba era no estar en plena posesión de sus facultades mentales.

Y con razón, porque cuando Theana quiso detenerse en aquel poblado fronterizo, ella no supo decir que no. En otras circunstancias no habría tomado esa decisión. Sabía perfectamente que dos mujeres jamás deberían pasar solas por un lugar que acababa de ser saqueado. Era lo que los mercenarios estaban esperando. Sin embargo, no estaba lo suficientemente lúcida para tomar la iniciativa, tal como sucedió cuando el soldado la sorprendió detrás del muro y la capturó.