Uno de mis fantasmas se evaporó inesperadamente con una facilidad desconcertante. En un curso sobre meteorología en el que me matriculé para rellenar un requisito de estudiante no graduada, descubrí que el fantasma gigante que había visto en la bruma era yo misma. Los faros de la señora Mank habían proyectado mi propia sombra en la bruma. Se conoce al fenómeno por el nombre de «espectro de Brocken». No sufrí la menor desilusión. Aquello sucedió cuando yo era una niña ignorante, y lo hizo en circunstancias extrañas. El descubrimiento, no obstante, me permitió despreciar otros recuerdos raros que tenía de la niñez y considerarlos igualmente justificables en términos racionales.
Puesto que aprendía lengua y ciencias con facilidad y trabajaba en la radio mientras pasaba de institución en institución, aproveché para realizar dos carreras paralelas como traductora y productora de radio. Hubo otras escuelas a las que asistí bajo la tutela de la señora Mank, escuelas que no dan diplomas que colgar de la pared. Con la excusa de la traducción y la producción radiofónica, he podido viajar por todo el mundo, recabando y absorbiendo información que pudiera resultarles útil a la señora Mank y a sus superiores. Fui algo más que una buena sirviente, pues era brillante, y por mucho que ganara, nunca me pagaron lo suficiente. Me enorgullezco de los perjuicios que causé con cierta frecuencia a los intereses de la señora Mank sin que ella se enterase. Entre Ford y yo le pusimos algunas tachuelas en las ruedas. Hacia el final, ella comprendió que alguien había estado jugando una larga partida con ella a un juego que la estaba debilitando y que, con el tiempo, perdería.
Creía que yo le pasaba mensajes de su madre, mi bisabuela Cosima, en los que la perdonaba y le daba consejos. En realidad eran rollos propios de la ouija, del tipo «Mamá, ¿iré al infierno? Mamá, ¿debería comprar barato y vender caro? Mamá, ¿debería apostar por este político o por aquel otro? Mamá esto, mamá lo otro, mamá no fue culpa mía, sólo hice lo que tenía que hacer, mamá. Deirdre se lo ganó a pulso, mamá, sabes que sí». Isobel Mank, que estafaba al mundo, se dejó estafar por la hija de Joe Cane Dakin, con alguna ayudita de Cosima. Me resultaba fácil hablar con la voz de Cosima, por supuesto, aunque a veces era verdad que le estaba diciendo algo que me había dicho la propia Cosima.
Hace siete años tuve el placer de encontrarme presente en el lecho de muerte de la señora Mank. Un cáncer de pulmón se le había extendido hasta la garganta, y había perdido la facultad del habla. Lo único que podía decir era ¡Uhhhk, uhhk!
—Joe Cane Dakin quiere decirte algo —le dije al sentarme junto a su cama.
No tenía buen aspecto, pero al oír mencionar aquel nombre en mis labios, la primera vez desde que se me llevó de Isla Santa Rosa, le empeoró el aspecto. Puede que tuviera algo en el pecho que le sorbía el aire de los pulmones devastados.
—¡Uhk! —graznó.
—Dice que van a montar una fiesta en el infierno, y que todos tus amigos te están esperando. Mamadee y el viejo Weems, y el doctor Evarts y Tansy y Fennie Verlow y su hermana, Merry, sin olvidar a Adele Starret y aquellas dos pobres chifladas a las que engañaste para que lo asesinaran. Fennie y Mamadee no se sentarán juntas, claro, por ese desagradable asunto del veneno que preparó Merry para que su hermana Fennie lo metiera en la mantequilla, para lo que ésta tuvo a su vez que sobornar a Tansy. Pero no te preocupes. No sólo eres la invitada de honor, también eres el plato principal.
Entonces, mientras me contemplaba con horror, los ojos como huevos hervidos en las cuencas hinchadas, le hice una merced que bastó para compensarla por cualquier «deuda» que ella creyera que yo había contraído; vacié la morfina de la jeringuilla en un vasito de papel y le inyecté aire en las venas. Fue una muerte tan misericordiosa como quepa imaginar. Tampoco puede decirse que desperdiciara la morfina, pues acabó sirviendo a alguien que no podía permitirse el lujo de pagarla.
La señora Mank me lo dejó todo, cosa que no había planeado hacer, claro que no tenía nadie más a quien legarle su fortuna y no iba a llevársela a ninguna parte, así que me aseguré de que el testamento que guardaba en la caja fuerte estuviera dirigido a mí.
La casa de Brookline es la única con la que me he quedado. Appleyard vive allí, y morirá allí; así se lo he prometido. Fue Appleyard quien se encargó de mi educación sexual. Hemos sido amigos desde entonces. A lo largo de mi vida, el sexo ha servido a la amistad, a la conveniencia y, a veces, al comercio, y ha supuesto un problema mucho menor para mí que el que supuso para mamá. Si bien me considero heterosexual, el amor más tierno que conocí lo experimenté con una mujer, y no fue la única a la que tuve oportunidad de conocer de ese modo. Mi gusto en cuanto a hombres se ha inspirado siempre en Grady Driver: dulce y no muy brillante. Nunca he estado enamorada, no sé ni lo que es, y confío en no estarlo jamás. Nunca me he casado, ni he tenido hijos, y a estas alturas ya no los tendré.
Mi tiempo libre desde la muerte de la señora Mank lo he dedicado en gran medida a destinar y administrar sus bienes en causas benéficas, bibliotecas, ayuda en caso de desastres naturales, etc. Particularmente disfruto dando dinero a la Fundación Cárter, debido a la atención que presta a África. En una ocasión, la señora Mank me comentó que el Sida borraría a la población de África de la faz de la tierra, y que, entre nous, la despoblación de ese continente supondría un bien para todos. Despreciaba las causas benéficas casi tanto como despreciaba a la gente que no era de piel blanca. En resumidas cuentas, me he dedicado a hacer con su dinero precisamente todo lo contrario de lo que hubiera hecho ella.
Volví a ver a Grady una vez, cuando se decidió a preguntarle a la señora Verlow dónde diablos me había metido. Al volver un día de invierno a la casa que la señora Mank tenía en Brookline, durante mi primer año en Wellesley, me lo encontré durmiendo en el porche con el par de perros mastines que se suponía debían proteger el lugar y protegerme a mí de ignoro qué amenaza. En todo caso, esa amenaza no era Grady. La señora Mank se había ausentado, y con ella Appleyard. Price y las sirvientas se habían tomado libre el fin de semana.
Puesto que teníamos toda la casa para nosotros solos, Grady y yo nos bebimos el Moët Chandon de la señora Mank y nos fumamos la hierba que pude comprar con la generosa asignación que me pasaba. Las noticias más interesantes que me trajo Grady fueron que se había instalado otro niño en casa de la señora Verlow, en Merrymeeting.
Por lo visto, Fennie Verlow en persona, a quien yo jamás había llegado a ver en Merrymeeting durante el tiempo que estuve viviendo allí, se había presentado un día con un niño pequeño de unos cinco años llamado Michael. Llevaba puesto un traje de marinero, lo que encantó a Cleonie, motivo por el cual a partir de ese momento siempre lo llamó Michael el Marinero. Grady, a quien habían llamado para desatascar la pila de un baño, no pudo averiguar cómo había sido que Michael se quedara a vivir allí, aunque sí tuvo ocasión de conocer al pequeño, a quien encontró sentado en una cómoda que había en el baño en cuestión.
Según parece, Michael se había cortado buena parte del pelo con la ayuda de unas tijeras que había encontrado en una vieja caja de zapatos con la que topó en el fondo del cuartucho que le habían asignado como dormitorio, el mismo cuartucho donde yo había dormido todos aquellos años. Michael había intentado pegar los mechones de pelo con cinta adhesiva a las muñecas de papel que también encontró en el interior de la caja. Una vez finalizada su obra, Michael quiso arrojar el resultado por la pila del baño, y de resultas de ello no había logrado sino atascarla.
La curiosidad de Michael era insaciable; quería ver cómo desatascaba Grady la pila.
Mientras Grady se ponía manos a la obra, la señora Verlow, que acababa de ser informada por Cleonie de lo que había hecho Michael, se personó en el baño para regañar a Michael.
—Muñecas recortables —se burló la señora Verlow—. Las niñas juegan con muñecas de papel. No puedo soportar a las niñas.
—Tú eres niña —señaló Michael.
—Me refiero a las niñas muy pequeñas —aclaró la señora Verlow.
—Hablas como una mala persona —dijo Michael—. No me importa que te gusten o no las niñas. Tú no me gustas.
Arrebolada, la señora Verlow protestó:
—No soy mala.
—Pues hablas como si lo fueras —insistió Michael—. ¿Quién murió y te convirtió en Dios?
Grady y yo estuvimos de acuerdo en que el crío debía de haber oído aquella frase en boca de un adulto; era demasiado pequeño para que se le hubiera ocurrido a él.
Aquel mismo día, más tarde, Michael tuvo fiebre, y lo poco que le quedaba de pelo se le cayó. Volvió a crecerle, pero Grady me contó que tenía el pelo distinto. Era de un color pajizo, grueso como escarpias.
Fue la última vez que vi a Grady, quien tres años después perdería la vida en un arrozal.
La noticia de que el huracán Iván había alcanzado la costa de Isla Santa Rosa me devolvió la atención a ese lugar, y los recuerdos que tenía de su yerma belleza no me ayudaron precisamente a centrarme.
Encontré un correo electrónico en una cuenta que tan sólo utilizo para las comunicaciones de carácter más personal.
De: FordDakin@FDC.com
A: BetsyCaneMcCall@bcm.com
Hola, Dumbo, me hago viejo y me vuelvo sentimental. El próximo miércoles estaré en Merrymeeting.
Besos,
Ford Cane Dakin
Partí a Pensacola el miércoles siguiente. A esas alturas habían abierto de nuevo el aeropuerto, aunque toda la zona seguía hecha un desastre, unas cinco semanas después de que el huracán Iván hubiese escogido centrar su actividad en Isla Santa Rosa y en Pensacola. La Ruta 10 se había derrumbado en diversos puntos, y estaba sometida a obras y reparaciones. Socavada por el oleaje que levantó la tormenta, Scenic Highway también había sufrido en puntos distintos del tramo. Los daños eran visibles en todas partes: árboles talados, pilas de leña, servicios de emergencias, desvíos y cascotes no lo bastante grandes para que fueran retirados de inmediato. El modo más sencillo de llegar era tomando un helicóptero hasta la propia isla. Me había tomado la molestia de planificar los preparativos y el viaje con antelación para reservar uno. Cuando el reactor tomó tierra en la pista del aeropuerto de Pensacola, me aguardaba con los rotores girando y el piloto a bordo.
Transbordé de inmediato al helicóptero.
Por supuesto, el viaje en aquel medio de transporte me ofreció una amplia panorámica de los daños que había causado el huracán. Resulta especialmente espantoso contemplar derrumbado un puente por el que una ha conducido tan a menudo que ha llegado a considerarlo como parte del paisaje.
A pesar de los daños, desde el aire era evidente que la zona había sufrido un amplio desarrollo desde mi marcha a finales de los sesenta. Aunque el huracán había perjudicado buena parte de ese desarrollo, entre los restos saltaban a la vista las pruebas de su existencia. El piloto del helicóptero me habló a través de los auriculares, señalándome la playa que había creado el huracán Opal, así como otros lugares que habían resultado dañados por el paso de anteriores huracanes, reparados con arena y vegetación transplantada, y que habían vuelto a verse perjudicados por Iván o por otras tormentas. Las playas habían invadido las carreteras y, después del huracán, los equipos de emergencia se habían abierto paso a través de la arena, de tal modo que lo que existía ahora parecían caminos arados en la nieve.
Al norte de Pensacola Beach, la arena cubría parcialmente la carretera y también el agua la había anegado en gran medida. El muro que formaban las dunas que habían definido el contorno de la costa del golfo de la isla había desaparecido totalmente, la orilla no era ya tal, sino un borde lechoso. Un paso poco profundo separaba el extremo de Fort Pickens del resto de la isla; el propio Fort Pickens estaba desbordado. Por supuesto, estaba al corriente de lo que había sucedido y dónde había sucedido, pero verlo me sobrecogió. Y pensar que años atrás me había preguntado hasta qué punto cambiaría la isla para cuando regresara.
El tejado de Merrymeeting surgía de la arena, aunque la parte posterior estaba rota y recordaba a la quilla del arca. La casa llevaba tiempo abandonada. Cada tormenta la había desgastado, arañado o golpeado en la cabeza, pero el huracán Iván la había reducido a un tejado roto.
Merry Verlow murió en el incendio de un hotel en Las Vegas. Nunca me ha contado qué hacía allí, aunque admite que se dejó una vela encendida demasiado cerca de las cortinas.
Cómo lloró Fennie a la muerte de Merry. La señora Mank y yo asistimos al funeral de Merry, que se celebró en Birmingham, donde las hermanas Verlow habían pasado su infancia. Fennie seguía llevando el mismo inverosímil color de pelo, y también el mismo peinado. Se suicidó después del funeral de Merry con una sobredosis de heroína. Muy considerado por su parte, bromeó la señora Mank, teniendo en cuenta que nos habíamos desplazado a la ciudad para un funeral.
El helicóptero tomó tierra en el terreno arenoso que parecía más sólido. El piloto apagó los motores. Salté del aparato y me agaché bajo las hélices.
Allí donde en tiempos la espiguilla había contenido las dunas y los pájaros que recorrían la orilla, el agua entraba del golfo procedente de Pensacola Bay. Si no se obstruía aquel paso, la arena se amontonaría en los extremos y surgirían nuevas playas. Pero, por momento, la arena era un desierto encharcado, salpicado de todo tipo de restos arrastrados por el viento y el agua. Allí un candelero de cristal azul cobalto; un paquete de cigarrillos mojado allá, y una pluma negra más allá. A mis pies, un fragmento de flor naranja de Santa Rosa. La fuente de tantas de las pociones de Merry Verlow. Y de los venenos. Cuan fácil debió resultar sobornar a Tansy para que envenenase la mantequilla del brioche de Mamadee.
Me pregunté por los ratónenlos que merodeaban en la playa. Ya corrían peligro mucho antes de que se produjera aquel desastre en particular, a pesar de lo cual habían sobrevivido a muchas tormentas.
Levanté la mirada movida por el instinto.
Veo la luna.
Pero no lo hacía. No había luna en el cielo, y no la habría hasta llegada la medianoche. Tal como hago habitualmente, acaricié el guardapelo de Calliope que desde hace años me cuelga de una cadena de oro al cuello. Me había servido de amuleto de la buena suerte y me había servido de consuelo todo aquel tiempo.
El piloto, mi hermano Ford, se reunió conmigo con el casco en la mano. Ford se peinó el cabello revuelto hacia atrás. El pelo le raleaba. Hacía unos años que no nos veíamos.
—Calley —me saludó con una sonrisa.
Me pareció sano, robusto y feliz. Tuve la impresión de que pertenecía a ese tipo de personas que disfrutan sin reservas de la vida; no lo vi ocioso o preocupado.
Cerré los ojos y escuché. Oí la respiración de Ford, y también la mía. El agua, en sus permutaciones, lamía y relamía, se agitaba y succionaba, alcanzaba y se marchaba. El viento tiraba con fuerza y empujaba, silbando y suspirando. Las alas batían en el aire, el coletazo de los peces en el agua.
Y más allá.
Estás en deuda conmigo. Merry Verlow.
También estás en deuda conmigo. Fennie Verlow. Las hermanas Eco.
Ya lo resolveremos más tarde. Isobel Dexter Mank.
Podemos impugnarlo. Adele Starret.
Nada de Mamadee. Había dicho todo cuanto tenía que decir.
Eso en cuanto al Coro de las Mentirosas concierne.
Dios, cómo me duelen los pies.
Llevabas los zapatos demasiado pequeños para tu talla, mamá, y la crema para los pies que te aplicaba cada noche durante el masaje te retuvo en Santa Rosa. Pobre mamá.
Ponte los pantalones y vamos a por más cerveza. Grady, riendo.
Fue fulminante, ¿verdad, Grady? La mortífera parca oculta en aquel arrozal.
Eres mi rayo de sol. Papá, desde una gran distancia y muy cerca, a mano.
—Lo hizo descuartizar extremidad a extremidad —dije—, para que le resultara más difícil hacerse oír.
Ford apenas logró esbozar una sonrisa.
—Así que tuve que escuchar con más atención —continué diciendo.
Ford sacudió la cabeza, incrédulo.
—A ella no le importaba lo que él pudiera decir. Quería escuchar lo que pudiera decirle Cosima.
—¿Y qué era? —Ford se frotó las manos, ansioso por saber.
—Puede que te lo cuente algún día —dije.
—Vamos, Calley, eso no es justo —dijo, torciendo el gesto.
El agua fluyó, fluyó hacia la arena, doblez sobre doblez, pliegue a pliegue, suavemente, en la arena de cuarzo que en tiempos fue de mármol, mármol de Alabama.
El viento se movió en mi rostro como una mano que me acariciara. Los vivos se impusieron: Cleonie y Perdita, ambas seguían con vida, aunque viudas ya, fieles ambas aún a la Iglesia metodista episcopaliana africana; vivían con Roger, su esposa y una jauría de niños en Ontario. Roger se dedica a hibridar lirios de exposición. Fue él quien me guardó el dinero del rescate hasta que tuvo que enfrentarse a la amenaza del reclutamiento forzoso. Cuando yo me enteré, le pedí que aceptara la mitad del dinero y que se llevara a toda su familia a Canadá. Ingresó el resto en cuentas bancarias a las que pude acceder siempre que lo necesité hasta que murió Isobel Mank. Fue el hecho de que Cleonie y Perdita se despidieran lo que acabó con Merrymeeting, ya que Merry Verlow no logró jamás sustituirlas por nadie que fuera adecuado.
Al cabo de un rato, abrí de nuevo los ojos y caminé lentamente hacia el agua. Ford me siguió.
La orilla y la arena eran resbaladizas como gelatina. El agua avanzaba y retrocedía, avanzaba y retrocedía. La luna estaba en el agua, pensé, aunque obviamente eso era imposible. No obstante, ahí estaba, como si se hubiera caído al agua, posada allí en la arena como su propia lápida póstuma. Qué tonta soy, pensé. La luna clavó en mí la mirada de su única cuenca.
—Ford.
Mi hermano se me acercó de inmediato.
Hundí un dedo en el agua.
—¿Lo ves?
Siguió con la mirada la línea que tracé con el dedo. Oí la ronca aspiración que provenía de él, antes de que se quitara los zapatos. Entró en el agua, donde se inclinó para sumergir ambas manos bajo la superficie. Levantó la fría luna con sus manos, y el agua le resbaló a la luna por la cara maltrecha. Me pareció reconocerla. Cuando extendí las manos, me puso el cráneo en ellas. Por supuesto, no tenía mandíbula inferior; no podía hablar. Me la acerqué a los labios y estampé un beso en aquella frente que los elementos habían pulido hasta la perfección.
—¿Quién…? —empezó a preguntar Ford, que calló de pronto mientras el agua le resbalaba del cuerpo—. ¿Papá?
—Eres mi rayo de sol —susurré—. Me haces feliz.
—Es la hermosa playa —dijo de pronto Ford, como si acabara de recordarlo—. Tal como recitaste en el cementerio.
Me sorprendió el súbito restallido del batir de alas. Al levantar la mirada, ahí estaba: un pájaro negro, recortado contra el sol. De la intensa y cegadora luz dorada surgió la escabrosa y prolongada risa: Uuuuuhhhk.