El Benz cacareó sobre la gravilla y graznó de un modo que parecía que se estaba riendo. Tenía los párpados como pegados con cola. El esfuerzo que me supuso abrirlos se tradujo en una firme protesta por parte de las pestañas.
La luz correspondía a la mañana, era suave, y el mundo a nuestro alrededor era de un verde botella. No pude contener un bostezo, y el aroma de todo ese frescor verde me inundó la boca y los pulmones. Mis células lo absorbieron. Me pregunté si la próxima vez que me viera en un espejo sería verde.
El Benz se detuvo entonces y los neumáticos amortiguaron el peso del vehículo sobre la gravilla. La señora Mank suspiró como si hubiera realizado un esfuerzo tremendo. Miré en su dirección y le sostuve la mirada. La vi tranquila y confiada en sí misma; incluso un poco pagada de sí.
Quise abofetearla.
Algo debió reflejárseme en la mirada, porque retrocedió.
—Calley —dijo—. Estoy intentando darte el mundo.
¿Era aquél el secreto?
—No lo quiero —dije sin pensar, con una dosis sobrada de ira adolescente en el tono de voz.
—No tienes elección —dijo—. Es necesario asumir las deudas, y satisfacerlas.
—Eso no es cosa mía. —Abrí la puerta del coche y estiré las piernas fuera del Benz.
Aspiré el agradable aire frío y verde, disfrutando del espectáculo visual que ofrecía el césped. Me alejé del Benz para observar de frente la casa. Si había albergado alguna duda acerca de la riqueza de la señora Mank, la casa de Brookline la despejó para siempre. La casa no tenía nombre, al contrario de lo que dictaba la costumbre sureña, pero la doble puerta frontal se abría a un vestíbulo de techo alto, un vestíbulo en el que había un piano de cola. Y no era uno de los pequeños, sino un auténtico piano de cola.
Me fui directa hacia él, lo abrí y acaricié con aire reverente todas y cada una de las teclas.
—No va a irse a ninguna parte, Calley —me dijo la señora Mank.
Y no lo hizo, al menos no lo hizo en seguida. Quería explorar. La señora Mank decidió comportarse como si yo fuera a cumplir sus planes, a pesar de lo desafiante que me había mostrado durante el trayecto en coche. Era una actitud con la que mamá se hubiera sentido como en casa.
El ya—no—tan—joven hombre que había abierto las puertas cuando el deportivo aparcó en el camino entró con mi hatillo, la funda de almohada. La señora Mank lo saludó por el nombre de Appleyard, y de paso nos presentó. Appleyard era un hombre feo que llevaba una barba arreglada para cubrirse las marcas de la viruela. Sin embargo, tenía los ojos más bonitos que había visto, con un traza de violeta que en el pasado se relacionaba a los ojos de Elisabeth Taylor.
Me mostró el camino a mi habitación, una estancia con su propio cuarto de baño, que contaba también con un balcón orientado al este con una mesita y una silla para tomar civilizadamente el café matutino. Un surtido de ropa nueva colgaba del armario o estaba doblado en los cajones de la cómoda. Me gustaba la ropa que me había escogido la señora Mank o alguno de sus acólitos. Por primera vez en la vida, no me sentía como una huérfana en una tienda de ropa de saldo.
El cuarto de baño estaba lujosamente decorado, y tenía la bañera más espaciosa que he visto, junto a una ducha individual. Había un albornoz de paño doblado junto a la bañera. Desde jabón a pantalones cortos, pasando por la ropa interior, en aquella habitación estaba todo lo que podría necesitar.
De modo que así era eso de tener algo.
Lo primero que hice fue quitarme la ropa y darme una ducha. Después, cuando me senté al tocador y cogí el cepillo, pensé: «Así se siente mamá, como una mujer adulta». Me cepillé el pelo rebelde, y me sorprendió encontrar un puñado de cabellos entre las púas. Seguí cepillándomelo, ya por pura curiosidad, y en unos minutos me vi en el espejo completamente calva.
La señora Mank ni siquiera se sorprendió.
—Ya te crecerá —aseguró.
Me sacó después de desayunar y me compró una peluca de color cobrizo, cortada en un estilo dramáticamente asimétrico. Para mí, los extremos de la moda de los sesenta se dividen entre la «azafata de la era espacial» y la tienda de trajes de saldo para Halloween. La nueva peluca pertenecía a la primera categoría. Aunque mamá había aceptado la variante Jackie Kennedy, «azafata de la era espacial» se casa con «presidente de la compañía aérea», se hubiera llevado un disgusto al ver el color y el estilo poco femenino de aquella peluca por ser demasiado… demasiado, eso por no mencionar el hecho de que era inapropiada para una jovencita que seguía en la escuela. La peluca me divertía tanto como divertía a la señora Mank y a Appleyard.
Appleyard resultó ser el factótum de la señora Mank. Aparecía tarde o temprano en todas las casas de la señora Mank, pues en aquella época tenía nada menos que nueve. La casa de Brookline contaba con su propia ama de llaves, una mujer a la que se conocía únicamente por el nombre de Price, y dos doncellas sordomudas, Fritzie y Lulu, con las cuales era necesario comunicarse mediante el lenguaje de signos. Puesto que era la lingua franca preferida del servicio, la aprendí tan rápidamente como pude.
Dado que se hablaba más bien poco, la casa conservaba la atmósfera silenciosa de una biblioteca. Carecía de televisión, pero no de música. A menudo la música clásica llenaba la casa, interpretada en un sistema de alta fidelidad que estaba conectado a altavoces instalados en todas las habitaciones. La señora Mank tenía una enorme colección de elepés y, tal como habría de averiguar, de un inmenso valor por la cantidad y calidad de las rarezas con que contaba. Allí he encontrado grabaciones de las que no se tiene constancia, grabaciones que debieron de hacerse exclusivamente para ella.
Se me permitió acceder libremente al piano. Sin contar con lecciones diarias, tan sólo podía tocar lo que escuchaba. La señora Mank no tocaba el piano, pues la gente, el dinero y la información eran sus instrumentos. Estaba incesantemente al teléfono, y las pilas de periódicos indicaban en qué lugar acababa de sentarse.
No sólo me dedicaba a tocar el piano. Me sumergí en una montaña de libros que constituían la lista de lectura veraniega para mi nueva escuela, cuyo nombre y ubicación no me fueron revelados. Me divirtió hacer el esfuerzo de evitar preguntarle a la señora Mank aquella información. No tenía la menor intención de acudir a aquella escuela.
Y escuchaba. La señora Mank sabía que yo estaba escuchando. Me había llevado a la casa, a pesar de que sabía que iba a escucharla. Quizá por ello no hizo el menor esfuerzo en ocultarme la mayoría de sus secretos. Por el momento, opté por no mencionar nada de todo lo que había oído. Esperé. Y escuché.
Para cuando concluyó la primera semana de nuestra llegada a Brookline, seguía estando calva, aunque me estaba saliendo pelusilla. No estaba segura, pero me pareció que tenía el color rojizo de antes de mí llegada a Isla Santa Rosa. Cuando se lo comenté a la señora Mank, de nuevo se mostró imperturbable.
—¿Qué explicación puedes darme a semejante fenómeno? —me preguntó.
Lo había estado pensando largo y tendido.
—El champú que me preparaba especialmente la señora Verlow.
Los labios de la señora Mank dibujaron la sonrisa reservada que le era muy propia.
—Te he concertado una visita con un ginecólogo, querida. A partir de ahora necesitarás un anticonceptivo en el que puedas confiar.
Ah. Las vitaminas de la señora Verlow. Gracias por hacérmelo saber, señora Verlow. Podría habernos ahorrado a mí y a Grady algunos días de jodida ansiedad. Ahora entendía por qué la señora Verlow me había parecido tan avergonzada cuando me despedí de ella.
Los pies grandes que no paraban de crecerme hicieron de las visitas a las zapaterías la tarea más desalentadora de todas. Un día de la segunda semana de agosto, la señora Mank me llevó de vuelta a la tienda a la que había encargado unos zapatos especialmente ajustados para mí. Mientras esperaba a que pagase los zapatos, oí la radio encendida en la trastienda. Un cambio en la cadencia del habla me alertó de que iban a dar el parte de las noticias, y entonces oí con absoluta claridad los nombres: ¡golfo de México! ¡Huracán! ¡Costa del golfo! ¡Florida!
—Hay un huracán frente a la costa del golfo de México —informé a la señora Mank.
—Dios mío.
El Benz en el que nos había llevado Appleyard ocupaba una plaza de aparcamiento a unos pasos de la tienda. Appleyard aguardaba en la acera y se nos acercó para ayudarnos a cargar las bolsas. Mientras la señora Mank y yo nos sentábamos en el asiento trasero del Benz, Appleyard metió las bolsas en el maletero, lo cerró, y seguidamente cerró también la puerta del sedán al poco de entrar yo.
Cuando se sentó al volante, la señora Mank le pidió que encendiera la radio y que sintonizara cualquier emisora que diese el parte meteorológico. Habíamos llegado a Brookline y tomábamos el camino que llevaba a la casa de la señora Mank, cuando oímos otro informe acerca del huracán que se acercaba. Appleyard subió el volumen y nos quedamos sentados en el sedán, en el camino, disfrutando del aire acondicionado, mientras la radio nos informaba de que un huracán llamado Camille se estaba formando en el golfo y que se dirigía a la costa del río Misisipi. Se esperaba que girase hacia el mango de sartén que dibuja la península de Florida en las veinticuatro horas siguientes. Todos los huracanes son peligrosos, pero el Camille, según afirman los informes, era extraordinariamente intenso.
La señora Mank intentó en vano ponerse en contacto con la señora Verlow. Los vientos que precedían al huracán habían cortado la línea y habían aislado a Merrymeeting de Isla Santa Rosa.
La amenaza del Camille me hizo sentir culpable por no haberme despedido de Perdita y Cleonie, de Roger y de Grady. Los echaba de menos. A pesar de ello, ni siquiera les había enviado una postal, y por supuesto tampoco les había escrito una carta. Cada noche me iba a la cama pensando que me marcharía por la mañana, que regresaría a Isla Santa Rosa, recogería mi dinero y buscaría y escogería una escuela que me preparase para el acceso a la universidad. Cada mañana despertaba con la convicción de que aquél era el día en que me enfrentaría a la señora Mank y le exigiría el secreto que me había prometido, y que después me marcharía sin más. No obstante, en su presencia sentía cierto miedo, lo suficiente para hacerme titubear. Me dije a mí misma que mis planes eran como una carrera de fondo, y que todo lo que aprendiese mientras esperaba valía la pena. Y qué diablos, iba a tener un montón de cosas que contarle a Grady acerca de cómo vivían los ricos.
No serviría de nada escribir pasado el huracán. Nadie en Isla Santa Rosa iba a recibir mi correo durante un tiempo. Me enfrasqué en la lectura. Cuando se me cansaba la vista, las palabras se convertían en un borrón y me dolía la cabeza, rondaba por la casa, intentando familiarizarme con los elepés de la señora Mank o con los libros que encontraba casi en todas las habitaciones. En principio, mamá debía reunirse con Ford en Mobile el día diecisiete. Esperaba que el deterioro del tiempo a tenor del huracán no la hubiera aislado en Isla Santa Rosa, que no le hubiera impedido acudir a aquel reencuentro que tanto anhelaba.
Al contrario de lo que aseguraron las predicciones, el Camille nunca tomó el camino de Isla Santa Rosa y Pensacola. Alcanzó de lleno la costa de Misisipi durante los días 17 y 18 de agosto. El Camille se cebó en Mobile, pero la población con la que peor se portó fue Pass Christian.
Fue en Pass Christian y no en Mobile donde fue hallado el cadáver de mamá, flotando tetas arriba en la piscina del hotel. El hotel al que había servido de adorno la piscina desapareció por completo.