Capítulo 63

Mamá regresó con un par de tetas nuevas. La piel de la mandíbula era diez años más tersa. Sus ojos habían adquirido una leve inclinación sexy, como los de Bárbara Edén, y las bolsas oscuras que había bajo ellos habían desaparecido por completo. La alusión a Bárbara Edén era totalmente deliberada; mamá iba ataviada con unos pantalones de harén y una chaquetilla entallada que debía dejar al descubierto el escote bajo como si de una bandeja de merengues se tratara, y lo hacía.

Entró con aire presuntuoso en Merrymeeting, las gafas de sol puestas, sólo para poder quitárselas como si nada. Tuvo que comprobar antes el efecto en el espejo del vestíbulo y en quienquiera que estuviese allí de pie, mirando. Todos estaban presentes, dado que había llegado a la hora del cóctel, cuando se reunían los huéspedes para tomarse unas copas antes de la cena.

Varios de ellos eran huéspedes habituales que conocían a mamá. Reconocieron que había algo diferente en ella, pero sólo las mujeres supieron ver qué era. Había pocos huéspedes nuevos; mamá ejerció un efecto fulminante en ellos. Uno de los hombres jóvenes le dedicó un silbido, muy bajo y corto, que terminó en una especie de gañido cuando su mujer le estampó un buen pisotón en el pie calzado con sandalia.

El coronel Beddoes entró cargado con las maletas de mamá y se perdió el numerito. Me confió el equipaje para que lo subiera a la habitación de mamá, lo cual le permitió pasarle el brazo por la cintura y acariciarle la oreja con los labios.

La señora Verlow estaba completamente volcada en la pequeña rutina de mostrarse atenta con uno de los huéspedes, tanto es así que ni siquiera reparó en la presencia de mamá hasta que se volvió hacia el pequeño tumulto y vio a mamá en el preciso instante en que el coronel Beddoes le lamió la oreja. Mamá tuvo que darle un empujón en broma para mantener la dignidad en presencia de la señora Verlow.

Mamá salió de nuevo con el coronel Beddoes después de la cena, y, aunque regresó tarde, yo seguía despierta. Cuando la oí, me acerqué a su habitación y llamé a la puerta.

La había dejado entornada, lo que venía a decir que debía entrar sin llamar. Me miró en el espejo del tocador, pues se estaba desmaquillando.

—Los pies me están matando —dijo—. Enséñame las manos.

Las levanté mostrando las palmas al espejo. Luego recogí el tubo de su crema de manos y me serví. Aunque conservaba las uñas en buen estado, tenía la piel seca.

—Esa crema no la regalan —me advirtió—, no la malgastes.

Tenía un cigarrillo encendido en el cenicero que había en el tocador, y un vaso de bourbon. Tomé el cigarrillo y le di una calada.

—Cómprate tu propio tabaco —me soltó.

También le di un sorbo al bourbon.

—¡Calley!

Me senté en la cama, me quité las sandalias y me tumbé.

Mamá se entretuvo dando una calada y echando un trago de bourbon.

—No sé qué hice para merecerme una hija así.

No respondí. Terminó de desmaquillarse, se ciñó el picardías a la cintura, tomó el cigarrillo y el bourbon, y se fue al cuarto de baño durante un cuarto de hora. Aproveché el tiempo abriéndole el monedero y sisándole un billete de veinte, y luego le hice un poco la cama.

Mamá regresó con el vaso vacío; en cuanto a la colilla, lo más seguro es que la echara al retrete.

Me tendió el vaso y se tumbó en la cama. Cuando abrí el tarro de la crema para los pies, lanzó un grandilocuente y melodramático suspiro.

—Ha sido un infierno —dijo—. No puedes ni imaginarlo.

Me puse los pies en el regazo. Las nuevas tetas le asomaban por el escote del picardías. Aún se percibían bajo los párpados las cicatrices rojas, y otras cicatrices de la cirugía facial le asomaban detrás de las orejas, donde se había recogido el cabello.

Apliqué metódicamente la crema para los pies.

—Sin embargo —dijo al tiempo que estiraba el brazo para alcanzar el paquete de cigarrillos y el cenicero—, ha valido hasta el último jodido centavo y hasta el último jodido mal trago.

Emprendió la explicación detallada de los malos tragos, los malos momentos, los cuales le resultaron más duros a ella que a cualquier otro que los hubiese experimentado. Cuando terminé de masajearle los pies, mi madre seguía hablando. Enrosqué la tapa del tarro de crema.

Hizo una pausa para darle una calada al cigarrillo.

—Buenas noches, mamá —dije, dejándola con la boca abierta, dispuesta a pronunciar un torrente de palabras que no contarían con nadie dispuesto a escucharlas.

Y al salir, cerré suavemente la puerta del dormitorio.

La señora Verlow tenía por costumbre distribuir el correo cuando llegaba, por lo general justo al dar por concluido el desayuno. Luego me lo confiaba a mí para su reparto. Por norma, los huéspedes recibían muy poca correspondencia; después de todo, tan sólo pasaban allí una breve temporada.

En los años que hacía que vivíamos en Merrymeeting, mamá únicamente había recibido cartas de Adele Starret, y alguna que otra postal o nota enviada por algún huésped con el que había entablado amistad o, lo cual había sucedido con incluso menos frecuencia, una carta de amor de un novio. Era más normal que fuese yo la que recibiese correspondencia, debido a las aficiones compartidas con algunos de los huéspedes más asiduos. No sólo llegaban cartas y postales a mi nombre, sino también libros, discos o casetes, incluso alguna que otra pluma, una flor seca o un paquete de semillas.

Al día siguiente del regreso de mamá, la señora Verlow me tendió una carta que iba dirigida a mi madre. Me la tendió con aquella aspereza con la que había llegado a familiarizarme. La señora Verlow me ignoraba la mayor parte del tiempo desde mi última visita al desván, aunque a veces resultaba obvio que estaba muy molesta conmigo. Tomé la decisión de ignorar cualquier reacción por su parte, y me mantuve fiel a esa decisión.

El sobre era de papel grueso y suave, llevaba matasellos de París, Francia, un sello y no tenía remite.

Mamá tomaba café y se estaba pintando las uñas en el porche. Antes jamás se hubiera pintado las uñas en público o en presencia de nadie. La señora Verlow arrugó el entrecejo señalando con una inclinación de cabeza a mamá cuando me ofreció el sobre. No hizo ningún comentario, aunque me pareció que estaba molesta por el hecho de que mamá se estuviera haciendo la manicura en el porche.

Llevé la carta a mamá, que me miró con ojos vacíos mientras sacudía una mano en el aire para que se le secaran las uñas.

—París, Francia —dijo en voz alta, por si alguno de los demás huéspedes alcanzaba a oírla—. Vaya, pues no se me ocurre… —Mamá frunció la nariz. No quería echarse a perder las uñas—. Ábremela, Calley.

Me senté en el extremo de la barandilla y abrí el sobre con el cuchillo para ostras. En su interior había una hoja doblada y solitaria de papel, del mismo gramaje que el sobre. Cuando la desdoblé, vi que habían adjuntado una fotografía, que tomé con la mano libre. Era una instantánea en blanco y negro de un atractivo joven a bordo de un velero que apoyaba la mano en el aparejo.

Ford. Lo reconocí de inmediato. Era un adulto, o casi, pero era él.

Con la instantánea en la mano, me dispuse a leer la carta en voz alta:

Querida mamá,

Me ha llevado mucho tiempo dar contigo. Obviamente, cuando no era más que un crío no pude hacer nada. En cuanto pude, empecé a buscarte. Ahora sé que sigues viva, y también sé dónde estás, así que no veo el momento de volver a verte. En breve regresaré del año sabático que me he tomado para viajar por el extranjero. No es mi intención entrometerme en tu vida. Por favor, acude sola a la agencia de automóviles Ford en Mobile, donde nos reuniremos a las 3 de la tarde del 17 de agosto.

Tu hijo, que te quiere,

Ford

P.S. Permíteme asegurarte que si sentiste vergüenza al abandonarme, ahora sé por qué lo hiciste, y no sólo lo comprendo, sino que también te perdono.

Las lágrimas le rodaban a mamá por las mejillas de la piel estirada. Le tendí la instantánea, que tomó con dedos temblorosos. Se secó las lágrimas como una niña, con el dorso de la mano, y observó atentamente la fotografía de Ford.

—Ford —susurró—, mi pequeño.

Cerró los ojos y besó la fotografía.

Dejé caer el sobre en el suelo del porche, y me esfumé tan silenciosamente como me fue posible.

El joven de la fotografía tenía la edad que Ford debía de tener a esas alturas. Era una instantánea reciente. Mi primera impresión de que aquel joven era Ford se me antojaba como una prueba convincente en sí de la autenticidad de la fotografía.

Toda aquella búsqueda que emprendí de Ford no había servido de nada; no había sido más que una pérdida de tiempo.

No me había mencionado en la carta.

Por supuesto, mamá era mucho más importante para él.

Sentía curiosidad por volver a verle, crecido y todo eso, pero ya no era para mí algo apremiante. Mamá obtendría lo que ella consideraba que le pertenecía por derecho, Ford y el acceso a la fortuna que ella pensaba que debía haberle sido legada desde un principio. Cabía incluso la posibilidad de que no se casara con Tom Beddoes, si Ford se oponía a la boda.

Era comprensible que mamá estuviese atrapada en una maraña de sueños y deseos. Desde la muerte de papá, las cosas no sucedían tan de repente, y ahora todo apuntaba en su dirección.

Me sentí como si se acabase de deshacer un nudo. Puede que el último nudo. Qué maravilla. Las preguntas sin respuesta acababan de esfumarse como un diente de león arrastrado por el viento.

Tenía un millón de dólares, más uno, guardados en lugar seguro. No en el armario de la ropa. Ése había sido un apaño temporal. Marcharse iba a resultarme más fácil de lo que había pensado.