Di un salto y giré sobre los talones, soltando la guía de campo, a punto, lo que aún hubiera sido peor, de volcar el candelabro. El libro cayó al suelo y empleé ambas manos para sujetar el candelero. El sudor fruto del miedo me resbalaba por el cuero cabelludo, y salía de cada uno de mis poros, o esa impresión me dio. Estaba sin aliento y tenía un nudo tremendo en el estómago.
Asegurado el candelero, colocado a salvo en la mesa, aparté la alfombra y efectivamente encontré el baúl. Verdinegro. Cerrado con candado. No había llave a la vista. Aspiré, pero no me pareció detectar olor a matadero.
La guía de campo descansaba en el suelo polvoriento. Después de recogerla, me la guardé en el bolsillo, y cuando lo hice las yemas de mis dedos toparon con la llave del desván.
La saqué para observarla. Era la llave de una puerta, de esas antiguas y largas, no una llave de ésas más bien rechonchas que corresponden al cierre de un candado. Saqué el cuchillo para ostras. Uno u otro objeto tendrían que ayudarme a abrir aquel candado, porque si no… No sabía qué podía seguir a ese «si no», aunque era consciente de que estaba dispuesta a todo para abrir el baúl.
Lo intenté con la llave de la puerta. Por supuesto, bastó con ella. Se deslizó en la cerradura como agua por una garganta sedienta. Estaba pensando en agua; a esas alturas, tenía sed. Giré la llave y el candado se abrió.
Si no lograba abrir el baúl, Ida Mae tendría que hablar de nuevo o servirse de la guía de campo a modo de megáfono… Ah, pero qué tonta había sido; pues claro, eso era exactamente la guía de campo: un megáfono del que se servían los fantasmas.
Me puse de rodillas, saqué el candado del cierre metálico y abrí la tapa del baúl. No opuso resistencia, tan sólo se oyó el desdichado chillido de los goznes al levantarse la tapa y ceder tras darle yo un empujón. Miré en el interior del baúl, que estaba repleto de fajos de billetes cuidadosamente colocados. Encima de la montaña de billetes había un dólar de plata. Ninguno de aquellos billetes estarían timbrados más allá de 1958, tal como comprendí de inmediato: era el dinero del rescate que no le había salvado la vida a mi padre, y aquel dólar de plata parecía ser el mío.
Guardé en el bolsillo el dólar de plata. Vi una vieja papelera de mimbre a mano, así que la acerqué al baúl y trasladé todo el dinero del rescate a ella. Abultaba menos, y también pesaba menos que el baúl, y así podría empujarlo hacia los escalones, cerca de los cuales se amontaban las maletas vacías. Una vez hecho precisamente eso, regresé a por el candelero, el cuchillo para ostras y la guía.
A la luz de la vela, llené con el dinero una baqueteada maleta de lona. Lo hice sin emoción ni urgencia alguna. Un millón de dólares era un montón de dinero en 1968. Encontrar el dólar de plata encima del dinero parecía como una señal de que aquellos billetes me pertenecían y que podía disponer de ellos como mejor me conviniera. Era la libertad; podría pagarme mi educación y librarme de la señora Mank, la señora Verlow y de mamá, de todas ellas de una vez por todas.
Cerré la maleta, click—click, y me contuve a la hora de resoplar. No sé qué parte de mí correspondía a una auténtica sangre azul Carroll, pero lo cierto era que ésta se sentía plenamente satisfecha por primera vez en la vida. Tanteé en busca de la llave de la puerta. No la tenía, puesto que estaba al pie del baúl, metida en el candado abierto.
Poca vida le quedaba ya a la vela, así que me apresuré a coger el candelero y me dispuse a regresar al lugar donde se encontraba el baúl.
El calor me estaba superando. El sudor formaba un chaquito en mi labio superior, y no podía evitar lamérmelo con la lengua. Sin embargo, también lo hacía en parte para humedecerme los labios y la garganta. Tras dar unos pasos, empecé a dudar de la dirección que había tomado. Se me ocurrió pensar que podía morir ahí arriba, en el desván, morir de sed o de hambre o del calor. Claro que antes me pondría a gritar para que me oyeran. A la mierda con la llave, me dije. Conservaba el cuchillo para ostras. Encontraría el camino de vuelta al escalón y a la maleta.
Un rato después comprendí que me había perdido. Me acuclillé junto a una de las portillas del alero, aspiré el aire que se filtraba y me maldije por no habérseme ocurrido traer agua. Y algunas migas de pan, ya puestos, o piedrecillas blancas; cualquier cosa que pudiera haber empleado para dejar pistas.
La diminuta llama de la vela ganó en altura. Pronto quedaría sepultada en su propia cera fundida.
—Escuché al libro —murmuré—. En menudo lío me ha metido.
Hice un esfuerzo por respirar hondo y concentrarme. Escuché atentamente, pero Ida Mae no dijo una palabra. Escuché con la atención suficiente para alcanzar a oír el parloteo bajo las aguas del golfo, aunque no salió a la superficie ninguna voz. Deslicé los dedos en el bolsillo del peto para tocar el guardapelo de Calliope, esperando quizá que destilara su magia. Pero no sucedió nada, tan sólo sentí la suavidad del oro en las yemas de los dedos.
El calor iba en aumento. En la planta también hacía calor, pero no tanto como a la altura a la que me encontraba. Me arrastré con torpeza, sobre todo porque no me desprendí del candelero de cristal. El libro me golpeaba en un costado, como para recordarme que seguía allí.
Me detuve acuclillada, dejé el candelero en el suelo y saqué el libro.
Al sostenerlo en la mano, dijo utilizando de nuevo mi voz:
Señala con el dedo. Síguelo.
Supuse que se refería al dedo índice, el que me había quemado a los siete años con la llama de la vela la mañana de Navidad.
Así que me levanté, devolví el libro al interior del bolsillo, recogí el candelero de cristal con la izquierda y señalé con el dedo índice. Ni me dolió ni se puso encarnado. Me volví lentamente hasta que lo hizo. Y vaya si lo hizo. Fue como si lo hubiera acercado a la llama de la improvisada vela para la que había encontrado el candelero de cristal azul cobalto. Oí a lo lejos el ding dong del timbre de la puerta. El sonido procedía de mi bolsillo, así supe que era del libro.
Me moví en la dirección que me señalaba el dedo. El camino estaba lejos de considerarse despejado. Tuve que encaramarme a objetos, o meterme entre ellos, rodear otros bultos y luego señalar de nuevo con el dedo hasta que el dolor de la quemadura me confiaba la dirección.
Las vigas se hundían hacia los aleros, de modo que me vi obligada a encorvarme y, luego, a caminar en cuclillas. Olí de nuevo el hedor a carne podrida. Finalmente, me puse de rodillas y alcancé a ver el baúl, apoyado contra la pared baja del alero. Me dije que no era el mismo. El que había contenido el dinero del rescate tenía mucho espacio encima. El candado estaba en el suelo, abierto, y no se veía la llave por ningún lado.
Cuanto más me acercaba a rastras al baúl, más me aturdía el hedor. La lengüeta metálica de la cerradura colgaba suelta. Con un rápido ademán, levanté la tapa y la sostuve en alto. Me incliné hacia atrás para contrarrestar la inercia que me empujaba hacia adelante, de modo que dejé cierto espacio entre el baúl y yo.
Tenía la vela a mano. La llama flotaba en cera fundida. La levanté un poco, lentamente, para evitar que un movimiento brusco pudiese apagarla. La acerqué al baúl abierto, lo bastante como para poder moverla sobre él. No parecía tener fondo. Ahí estaba la efigie de Calley, y Betsy McCall había adoptado una postura obscena entre sus piernas.
Me vino de pronto un pensamiento a la mente: tendría que prenderle fuego a la muñeca de trapo y usarla de antorcha para extender el fuego por todos los rincones del desván. Cuando la casa estuviera envuelta en llamas, alguien abriría la puerta del desván. La muñeca de trapo me miró con ojos pétreos. La llama de la vela los dotó de luz, y de un diminuto reflejo de mí. Sus ojos abogaron también por aquella idea; ansiaban tanto arder…
Bajé el candelero, permaneciendo inclinada sobre el baúl abierto. Un minúsculo temblor de manos derramó una gota de cera ardiendo en el rostro de la muñeca de trapo, donde se extendió hasta convertirse en una lágrima gris.
Le acerqué la llama de la vela al cabello, que prendió en seguida. La súbita llamarada de fuego me mordió la mano como un latigazo. Solté el candelero en el baúl. La cera fundida salpicó la renegrida muñeca de trapo, alimentando el fuego. Un humo negro como el hollín se alzó sobre las llamas. La muñeca de trapo se encogió. Parecía un mirlo envuelto en llamas. La pobre Betsy Cane McCall también quedó renegrida y ahumada; al fundirse, su boca de polivinilo pareció hacer una mueca y abrió los ojos desmesuradamente, como si estuviera gritando.
Cargué el peso en los talones, luego salté y le di una patada al baúl con el pie descalzo. Tuve la sensación de haberme roto todos los dedos del pie. Pero la fuerza de la patada bastó para empujarlo contra la pared, y la tapa cayó con fuerza, despidiendo en mi dirección una nube de humo que me alcanzó el rostro. Fue un humo desagradable y negro que me llenó la boca, que me hizo toser y sentir náuseas.
Me quedé en cuclillas cerca, atenta al baúl, para ver si prendía también. Cuando parecía que había transcurrido una hora, a pesar de que era consciente de que sólo habrían pasado unos diez minutos más o menos, me atreví a levantar de nuevo la tapa del baúl. Por supuesto, al hacerlo emanó del interior una nueva nube de humo. Más toses, más asfixia; en aquella ocasión incluso me saltaron lágrimas de los ojos. Me sequé las lágrimas, embadurnándome así el rostro de hollín.
Al cabo de un instante, pude ver de nuevo el baúl. El fuego se había extinguido, falto de oxígeno. El candelero de cristal azul cobalto se encontraba sepultado en el fondo del baúl, en medio de una pila de hollín negra, como un diamante en bruto en mitad de un pozo de brea. Como mi propio corazón, endurecido y lleno de hollín, e igual de condensado. Ya no me daban miedo el baúl ni la muñeca de trapo. Volví a dejar caer la tapa.
Al incorporarme, levanté la mirada en busca de la viga central del desván. En cuanto me hube situado bajo ella y pude mirar en todas direcciones, la seguí hasta la escalera del desván. Tosí mucho mientras estuve caminando.
Cedí al impulso de dar un tirón de la cadena de la luz, y todas las bombillas se encendieron. Podría haberlo hecho antes, cuando llevé hasta allí el dinero del rescate para trasladarlo a la maleta de lona, pero no lo había hecho, distraída quizá por haberme olvidado la llave en la cerradura del candado. Hubiera disfrutado de toda aquella luz si hubiese hecho lo más simple y obvio: comprobar de nuevo si había luz.
Sólo había un modo de encender las luces y consistía en tirar de aquella cadena. No había oído el característico sonido metálico, ni tampoco a la persona que había tirado de ella. Saber que no había sido un fusible tampoco me despejaba las dudas que tenía.
Bajé la escalera, arrastrando la maleta de lona, que fue dando tumbos en cada escalón. Cuando intenté abrir la puerta, comprobé que seguía cerrada. Recurrí al cuchillo para ostras. Logré abrirla, y juré que nunca me separaría de él.
Al salir al corredor, comprendí que apenas era mediodía. Se oían los preparativos de la comida en el salón. Decidí que el mejor lugar para ocultar temporalmente el dinero era el armario de la ropa. El estante más alto, donde se guardaban los adornos de Navidad, donde nadie miraba nunca, ése era el lugar idóneo. Unos minutos después había escondido el dinero del rescate, me había hecho con una muda limpia y estaba encerrada en el baño.
Al verme en el espejo, me eché a reír hasta que lloré de nuevo. Parecía una lechuza chamuscada. Me metí en la ducha para cubrir el ruido que no podía evitar hacer.
Cuando bajé a la cocina por la escalera de servicio, Perdita preparaba los platos de postre.
—Yo me encargaré de éstos.
Me estuvo observando para asegurarse de que lo hacía bien, y luego arrugó la nariz.
—Huele a quemado. Llevo oliendo a quemado como un cuarto de hora. No hemos hervido nada, ni estamos hirviendo nada ahora. —A juzgar por la ira que le destilaba su voz, estaba claro que Perdita no se permitía el lujo de hervir las cosas más de la cuenta.
Aspiré con fuerza y sacudí la cabeza, al tiempo que componía una expresión de perplejidad.
—Puede que hayan organizado una barbacoa en la playa.
—Si es así, que Dios se apiade de quienes se coman esa porquería —dijo Perdita.
La señora Verlow no pareció reparar en ello, debido quizá a los numerosos huéspedes que eran fumadores, y además el humo se lo llevaba el viento que entraba procedente del porche. Me dedicó algunas miradas intrigadas, como si fuera incapaz de recordar quién era yo.
La oí en el desván aquella noche. Se fue derecha a donde iba siempre, y estuvo allí de pie un buen rato.
Entonces, con perfecta claridad, dijo:
—Es demasiado tarde, Calliope Dakin.