Capítulo 61

Los planes que la señora Mank tenía para mí me hicieron más decidida a la hora de que nada pudiera distraerme de buscar a Ford o cualquier información acerca de mi familia que pudiera desenterrar. El viaje a Tallasee había supuesto para mí una gran decepción. Fue ahí, en Isla Santa Rosa, donde recordé, para ya no volver a olvidarlo, todo cuanto sucedió durante mis primeros meses de estancia en Merrymeeting.

En el estante que había encima de mi cabeza, la alucinatoria guía de pájaros se había convertido de nuevo en la Guía de campo Audubon de las aves de las tierras orientales. Me guardé de nuevo el libro en el bolsillo del peto, junto al cuchillo para abrir las ostras, antes de bajar la escalera y procurarme la llave del desván, que saqué del cajoncito donde la guardaba la señora Verlow. Aunque estaba en la cocina con Perdita y podía sorprenderme en el momento menos pensado, no le tenía miedo, ni temía su enfado cuando descubriese que le había quitado la llave.

Pero cuando giré el tirador de la puerta que daba al desván, para tantearla, cedió sin oposición alguna: no estaba cerrada con llave. Me guardé la llave en el bolsillo del peto. En cuanto hube franqueado la puerta, la cerré tan sigilosamente como me fue posible.

Permanecí de pie en la oscuridad, esperando a que se me acostumbrara la vista. Los susurros y los movimientos fugaces de las pequeñas vidas oscuras correspondientes a las criaturas que moraban en el desván me produjeron cierta sensación de alivio. Me sentía algo más fuerte que ellas, aunque también yo hacía lo posible por sobrevivir en un mundo repleto de alimañas. Y a oscuras. La guía de pájaros, el cuchillo para abrir las ostras y el guardapelo en forma de huevo me pesaban en los bolsillos. Si bien las criaturas no me habían asustado, esa cosa del baúl sí lo había hecho, y no hacía tanto de ello. Que el cuchillo para ostras, la guía de pájaros o el guardapelo en forma de huevo fueran a protegerme de algo era más que dudoso, pero eran todo lo que tenía.

Cuando pude distinguir los escalones, los subí con cuidado hasta encontrar la cadena de la bombilla y el frío tirador de cerámica blanca que parecía colgar a la espera de que tirase de él. Tras dar un tirón, arrojó su mísera luz la hilera de bombillas que colgaban sobre los bultos envueltos, secretos e indiscernibles que poblaban casi todo el desván.

Llegó a mis oídos, procedente del pie de la escalera del desván, el ruido metálico de la llave al girar en la cerradura de la puerta. No había oído a nadie subir. Puede que la señora Mank fuera capaz de moverse sin que yo la oyera, pero era la única. Y no estaba en la casa. ¿Quién o qué ente sigiloso había cerrado la puerta a mi espalda?

Fuera cual fuese la respuesta a ese misterio, yo tenía la llave en el bolsillo.

Lentamente, empecé de nuevo a explorar el desván. No había forma de hacerlo sistemáticamente. A pesar de todos los esfuerzos que Roger y yo habíamos hecho a lo largo de los años para almacenar las cosas por categorías y procurar que todo estuviera fácilmente accesible, parecía como si alguien subiera de vez en cuando a desordenar toda nuestra labor, o puede que el caos se reorganizase a sí mismo.

Se apagaron las luces. Permanecí inmóvil, tiesa, en la oscuridad. Para que se hubiese apagado toda la luz, alguien o algo tenía que había tirado de la cadena, pero yo no lo había oído, o bien haber quitado el fusible. No llevaba un fusible de repuesto en el bolsillo, por no mencionar que la caja de los fusibles estaba situada en la despensa. De nuevo se me acostumbró la vista a la oscuridad, de modo que no me quedé totalmente a ciegas, y la luz del día se filtró por los huecos que había entre los aleros.

Me abrí paso hasta el lugar en el que seguía extendida la lona donde hacía tiempo nos habíamos sentado Roger, Grady y yo. Las velas que habíamos abandonado se habían fundido debido al calor, hasta convertirse en un amasijo informe, manchando la lona. Las mechas trazaban negros guiones en la cera amarillenta. No tenía encendedor ni cerillas, ni había sido lo suficientemente previsora como para coger una linterna. Me puse en cuclillas sobre la cera fundida y la aplasté tanto como pude con la palma de la mano. Luego la enrollé sobre sí hasta formar un improvisado cilindro alrededor del pedazo de mecha más consistente, dándole la forma de una vela. Permaneció en pie simplemente por el hecho de que no era lo bastante alta para venirse abajo.

Decidí llevármela, por si encontraba un modo de encenderla; así las cosas, continué la exploración. El tacto de la vela me proporcionó cierta sensación de seguridad. Quizá podía llegar a utilizarla, o no. Pero la tenía. Podía incluso llegar a encenderla si encontraba un mechero o unas cerillas. Entre tanto, quería encontrar el viejo baúl, el que me aterraba.

Me tropecé con el pie de hierro de una máquina de coser antigua. Era tan pesada que no se movió un ápice, y para alivio mío, me sostuvo el tempo suficiente para evitar caer de bruces. Mi aspecto no se vería mejorado con la marca de un pedal Singer en la cara, por no mencionar que podría haberme sacado un ojo con cualquier pieza de hierro que asomara. «No corras con el pie de hierro de una máquina de coser en la mano, Calley; podrías sacarte un ojo.» Ese pensamiento me arrancó una risilla.

Recuperado el equilibrio, caminé entre cómodas y mesas, rozando los respaldos de las sillas, hasta que llegué a otra de las portillas del alero. Estaba toda llena de telarañas y de suciedad, pero yo entonces no era muy remilgada que digamos, así que utilicé la palma de la mano para frotarla bien y sacudir parte de la roña que se había acumulado con el paso del tiempo. Entraba una corriente de aire fresco, y aspiré a gusto, aunque al reparar en aquella sensación me di cuenta de lo cargado que estaba el aire del desván.

Me tomé un descanso allí, disfrutando de la tregua, apenas perceptible, que me condecía el calor, y del acceso a aquella brisa cargada de sal. Decidí ponerme en marcha a regañadientes, me di en la rodilla con una caja y recurrí a una lámpara para evitar caerme, para luego tropezar hasta encontrarme cara a cara con el rostro totémico de la antigua cómoda semainier. Al menos había encontrado algo que era capaz de reconocer. Recordé que no había llegado a abrir todos los cajones, así que me dispuse a hacerlo, empezando por abajo. Había toda clase de baratijas en el interior, desde joyería masónica hasta una bonita selección de pantalones cortos de seda… Más bien eran bragas, pero no me di cuenta de ello hasta que hube extendido unas cuantas con los dedos sucios. Eran de los años veinte. Calzones, así las llamaba Perdita. Las devolví al interior del cajón y me dispuse a revolver el fondo. El borde rígido que rocé con los dedos resultó ser una herrumbrosa cajita de latón, en cuyo interior hallé una caja de cerillas.

¡Fuego! El corazón me dio un brinco como si fuera una cavernícola que acabara de toparse con un mamut partido por un rayo, abierto en canal y lleno de carne y vísceras humeantes.

Encendí en seguida la vela. La sostuve con mucho cuidado, mientras miraba en torno en busca de algo donde apoyarla. Resultó frustrante no encontrar nada adecuado, ni siquiera un antiguo cenicero que pudiera serme útil, después de la de candelabros y candelas que había visto en mis anteriores visitas al desván. Pensé en aprovechar la cajita de latón, pero estaba cubierta de herrumbre, no era muy resistente y no estaba segura de si aguantaría. Además, confiaba en encontrar algo más adecuado.

Y así fue. Al mirar lentamente en derredor, con la vela en alto de tal forma que proyectase su luz sobre una zona más amplia, alcancé a ver un cristal azul cobalto en un estante abierto de un mueble vitrina cuya puerta de cristal estaba rota. Introduje la mano con cuidado entre los cristales que había en el marco de la puerta, y saqué el candelero de cristal azul cobalto que mamá había comprado en Nueva Orleans, en la tienda de antigüedades que hacía tictac. INTERIOR: El señor Rideaux. La campana de la puerta. La mujer que me miró. Una pared empapelada con relojes que mentían acerca del tiempo. El extraviado Kelly de Hermés de mamá que en realidad no había salido de allí.

A pesar de lo improvisado del apaño, el cristal encajó en la vela como si ambos objetos estuvieran hechos el uno para el otro.

Volví a levantarla, y me moví con cuidado para no darme ningún otro golpe o prender sin darme cuenta algo que pudiese ser inflamable. Así las cosas, hice progresos en mi exploración. Estaba sudando como si en lugar de sostener el candelero, fuese yo quien se estaba fundiendo. El peto y la camiseta de tirantes que llevaba debajo se me habían pegado a la piel como dos hojas empapadas de agua.

Esa analogía me recordó a la guía de pájaros. Me tanteé el bolsillo para asegurarme que siguiera allí. Se me ocurrió mirarla para ver en qué estado se encontraba, es decir, quería saber si era la estable y sólida Guía de campo de la Sociedad Nacional Audubon, o la versión chiflada.

La saqué del bolsillo, escogí un baúl cercano cubierto por una alfombra junto a una mesa, y me senté en él. Puse el candelabro en la mesa. Entre ambas manos, pude leer el lomo del libro

Guía de campo Estrambósea para Calley Dakin

Esperaba que se abriera, pero no sucedió nada. Cuando intenté abrirla, me pareció incluso más pegada que cuando lo intentó la señora Mank.

Una voz etérea dijo, con cierta impaciencia, pronunciando claramente cada una de las palabras:

Escucha al libro

Dejé de intentar abrir el libro. Conocía esa voz. Era la voz de Ida Mae Oakes. Se me empañaron los ojos de lágrimas, y éstas me empaparon las pestañas entre sollozo y sollozo.

—Soy toda oídos —susurré—. Ida Mae, he estado escuchando a ver si te oía. Ojalá no estuvieras muerta.

Yo también querría seguir con vida —dijo Ida Mae—. Si no fuera por esa Paz que supera toda comprensión, preferiría estar viva. Deja de sollozar. Tuve una muerte tranquila, que es más de lo que muchos pueden decir. Cerré los ojos un instante durante la segunda misa dominical, y desperté flotando sobre mi viejo cuerpo sin que nadie se diera cuenta, pues había muchos que inclinaban la cerviz. Hacía un día caluroso, y el hermano Truman salmodiaría, sin importarle lo vehementes que pudieran mostrarse los de la esquina de los amenes. Y yo era tan joven. Ni siquiera tenía cincuenta y seis años. Mamá seguía viva, con diabetes, cataratas, sin un solo diente y sin saber siquiera cómo se llamaba la mayoría de los días. Se había casado por tercera vez a la edad de cincuenta y seis años, y crió a tres de los hijos de él, que se habían convertido en unas fieras desde la repentina muerte de su madre. Estoy segura de que se ganó la corona cuando lo hizo, aunque nunca tuvo mucha prisa por reclamarla. Pregunta por mí todo el tiempo; cree que sigo viva. La oigo decir: «¿Dónde anda Ida Mae? ¿Por qué no viene a ver a su mamá?».

—Te he echado de menos —le dije—. Te he echado mucho de menos.

Lo sé —dijo con aquella voz suave que la caracterizaba—. Me he estado mordiendo la lengua todo este tiempo a modo de penitencia por haberme ido tan de repente, aunque hubiese hablado de ser necesario. Te he estado echando un ojo, cariño. No sabes cuántas almas están pendientes de ti. Bueno, quizá si lo sepas.

—¿Papá?

Ya lo sabes, cariño.

—Dime por qué tuvo que mo…

Shh, pequeña. Le llegó su hora…

—¡No, no es cierto! —protesté.

La vela tembló como si la hubiera zarandeado.

La venganza es mía —dijo.

—Ya, claro —repliqué.

Cuida esos modales —advirtió Ida Mae, enojada—. No pienso tolerar la blasfemia en boca de una niña que aún tiene aliento en los pulmones por el cual estar agradecida.

—Quiero respuestas —dije. No, no es cierto. No lo dije, lo voceé.

Ida Mae rió de una forma muy rara.

En el Infierno, la gente quiere té con azúcar, Calley Dakin.

—Creo que estoy en el Infierno —fue mi réplica.

Mucho tiene que empeorar todo para que te sientas como en el Infierno. —Ida canturreó brevemente, como si se dispusiera a cantar—. Escucha al libro —cantó en voz baja, aprovechando la melodía de Veo la luna—. Escucha al libro.

El libro se abrió en mi regazo, por la hoja de guarda. En ella figuraba la inscripción «Calley Dakin», escrita con mi propia letra.

Abre el baúl —dijo el libro con mi propia voz, acompañando las palabras con un revoloteo de páginas.

—No sé dónde está.

De nuevo surgió la voz de Ida Mae, procedente de ninguna parte en concreto:

Estás sentada en él.